Universo de locos (29 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Universo de locos
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XVIII. El viejo piloto

La nave de propulsión a cohete permanecía inmóvil a medio millón de kilómetros de Saturno. A cien kilómetros de la nave almirante de la flota terrestre. Keith podía ver la nave almirante en su pantalla electrónica, y sabía que todos los de la flota que podían acercarse a una pantalla lo estaban observando.

En ese momento, aunque fuese por unos minutos, él era el héroe de ese universo. Porque en esos instantes él era más importante que Dopelle. Iba a hacer lo que Dopelle nunca había sido capaz de hacer: destruir el poderío y la amenaza de Arcturus.

Keith pensó con ironía que nada de lo que había hecho en ese universo lo iba a ensalzar tanto como la forma de dejarlo.

Pensándolo bien, después de todo no había hecho tan mal las cosas. De ser un sospechoso perseguido que debía ser muerto sin previo aviso se había convertido en un héroe que tenía la posibilidad de salvar a la raza humana, sólo que él no estaría allí para saber si la había salvado o no; si el relámpago del efecto Burton destruía la nave monstruo de Arcturus, mataría a Keith Winton… o lo lanzaría a alguna otra parte. A su propio universo, esperaba.

Se preguntó si le levantarían alguna estatua, si todo salía bien. Si el cumpleaños de Keith Winton sería una fiesta nacional, internacional o interplanetaria. Pero eso sería muy embarazoso para el otro Keith Winton, el que pertenecía a este universo y que sin duda cumplía años el mismo día que él. La gente tendría que llamar a uno de ellos Keith Winton Dos.

Entre toda la infinidad de Keith Wintons en una infinidad de universos, y otra infinidad de universos en los cuales no había ningún Keith Winton, y al menos un universo (es decir, otra infinidad de universos) en los cuales había habido un Keith Winton pero había desaparecido después de la explosión del cohete lunar.

Pero este universo era real ahora. Por un rato, al menos.

Y él, solo en aquel cohete en forma de cigarro que tenía nada más que diez metros de largo por dos de circunferencia, podía quizá hacer lo que toda la flota terrestre no era capaz de hacer.

Lo dudaba. Pero Mekky le había dicho que iba a tener éxito, y Mekky debería saberlo, si es que alguien podía saberlo. No valía la pena preocuparse. El aparato funcionaría o no, y si no funcionaba él no estaría con vida para enterarse.

Probó los mandos, enviando al cohete en un corto círculo de sólo un kilómetro de diámetro, volviendo a inmovilizarse en el mismo punto de donde había partido. Una maniobra difícil, pero que ahora le resultaba fácil; era un experto gracias a Mekky.

El viejo piloto
, pensó, recordando las veces que había firmado la sección de Cartas por Cohete en
Historias sorprendentes
. ¡Si los aficionados que le escribían a la revista pudieran verlo ahora! Keith sonrió.

Dentro de su cabeza la voz de Mekky dijo:

—Está llegando. Siento las vibraciones en el subéter. Prepárate, Keith Winton.

Keith miró fijamente la pantalla electrónica. Había un punto negro casi en el centro de la mira. Tocó los mandos, colocó el punto negro en el centro exacto de la mira y entonces se lanzó hacia adelante con toda la fuerza del cohete.

El punto negro creció, lentamente al principio; luego llenó la pantalla. Llenaba la pantalla aunque el objetivo al cual se dirigía estaba aún muy lejos. ¡Debía de tener un tamaño tremendo!

Podía ver las cañoneras de la monstruosa nave arturiana; los cañones trataban desesperadamente de girar para apuntarle. Pero no tendrían tiempo para dispararle una sola vez; estaba a menos de un segundo de distancia.

¡A una fracción de segundo ahora!

Rápida, desesperadamente, trató de concentrarse en su Tierra, en el lugar cerca de Greeneville, Nueva York. En Betty Hadley. Sobre todo en Betty Hadley. En el dinero en dólares y centavos y en la vida nocturna de Broadway, sin la Niebla Negra. En todo lo que había conocido y amado allá en su mundo.

Una serie de imágenes centelleaban a través del cerebro, tal como se supone que le sucede (pero en realidad no es así) a un hombre que se ahoga. Keith pensó:

—Pero, Dios mío, ¿por qué no lo pensé antes? No hay ninguna necesidad de que sea exactamente el mismo mundo que dejé ¡Puede ser
mejor
! Puedo escoger entre una infinidad de universos; puedo buscar uno que al menos represente alguna mejora. Puedo escoger uno
casi
exactamente igual al mío, sólo que mi trabajo... Betty...

Naturalmente, todos esos pensamientos no desfilaron por su mente en la forma que han sido escritos, una palabra siguiendo a otra, en la fracción de segundo que tuvo Keith para pensarlos. No fueron tan coherentes: apenas un destello deslumbrador de comprensión, lo que podría haber hecho si hubiera tenido tiempo para pensar.

Y entonces, cuando el cohete se estrelló en el centro exacto de la monstruosa nave arturiana, hubo otro relámpago deslumbrador. Otra clase de relámpago deslumbrador.

No hubo sensación de paso de tiempo. Y otra vez Keith Winton estaba tendido de espaldas en el suelo, y eran las últimas horas de la tarde. Ya había estrellas en el cielo, y una Luna. Era la luna en su cuarto creciente, no la estrecha franja del último domingo por la tarde.

Miró hacia abajo y alrededor. Estaba en el medio de una gran área chamuscada y ennegrecida. No muy lejos de allí se veían los restos de lo que había sido una casa, y Keith reconoció el tamaño y la forma. Reconoció también la ennegrecida cepa de un árbol que estaba a su lado. Todas las cosas tenían la apariencia (tal como debía ser) de haber sufrido los efectos de una explosión y un fuego hacía ya una semana.

—Bien —pensó Keith—. Estoy de vuelta en el sitio y el momento adecuados.

Se puso de pie y se estiró, sintiéndose un poco entumecido luego de aquel rato en el estrecho espacio del cohete. Caminó hasta la carretera, esta vez una carretera conocida. La misma carretera que había estado delante de la residencia de Borden.

Pero aún no se sentía tranquilo. ¿Por qué se habría arriesgado a dejar que la mente se le extraviara justo en el último segundo? Podía fácilmente haber cometido un error terrible. ¿Qué sucedería si…?

Un camión se acercaba y Keith le hizo señas hasta que se detuvo. El chófer —un hombre taciturno— aceptó llevarlo hasta Greeneville. No hablaron en todo el camino.

Keith le dio las gracias cuando se apeó en la plaza principal del pueblo.

Corrió rápidamente al puesto de periódicos para mirar los titulares. Los New Yorkers vencen a los Dodgers, leyó. Keith suspiró con alivio. Comprendió que había estado sudando hasta que vio los titulares.

Se enjugó el sudor de la frente y entró en la tienda.

—¿Tiene un ejemplar de
Historias sorprendentes
? —preguntó. Ese era el obstáculo siguiente.

—Desde luego, señor.

Miró la portada tan familiar, y vio que la muchacha y el monstruo eran como debían ser y que el precio era 20 c y no 2 cr.

Volvió a respirar con alivio y se metió la mano en el bolsillo buscando el dinero, y entonces se dio cuenta de que no le quedaba nada. En la cartera sólo tenía billetes en créditos, más o menos quinientos setenta, si recordaba bien. No serviría de nada sacarlos.

Confuso, devolvió la revista.

—Lo siento —dijo—. Acabo de darme cuenta de que no llevo dinero.

—Oh, no importa, señor Winton —dijo el propietario de la tienda—. Ya me pagará en otra ocasión. Y, si ha salido sin dinero, ¿quiere que le preste algo? ¿Qué le parece veinte dólares?

—Magnífico —dijo Keith. Eso sería más que suficiente para llegar a Nueva York. Pero ¿cómo era posible que el propietario de esta pequeña tienda en Greeneville lo conociese? Dobló la revista y se la puso en el bolsillo mientras el propietario abría la caja—. Muchas gracias —dijo Keith—. Pero ¡ejem!, deme solamente diecinueve ochenta, de modo que no le quede debiendo la revista también.

—Desde luego, así serán veinte dólares justos. ¡Vaya, estoy contento de verlo de nuevo, señor Winton! Todos pensamos que habría resultado muerto cuando estalló el cohete. Por lo menos así lo dijeron los periódicos.

—Me temo que han cometido un error —dijo Keith—. Naturalmente era por eso que el hombre lo conocía. Su fotografía había estado en los diarios como uno de los huéspedes de Borden que se suponía habían sido muertos por el cohete.

—Me alegro de que se hayan equivocado —dijo el propietario de la tienda.

Keith se puso en el bolsillo el cambio de los veinte dólares y salió afuera. Estaba oscureciendo, igual que el último domingo por la tarde. Bien, ahora… ¿Ahora qué? No podía telefonear a Borden.

Borden estaba muerto… o quizá había sido lanzado también a algún otro universo. Keith esperó que fuese eso último. Los Borden y los otros en la residencia ¿habrían estado lo suficientemente cerca del centro de la explosión para que les ocurriese eso? Keith esperaba fervientemente que sí, por el bien de todos ellos.

Un recuerdo desagradable le hizo seguir de largo por delante del bar de la esquina donde (parecía que habían pasado ya años) había visto a su primer monstruo rojo, y había sido atacado a tiros por el encargado. Esta vez no le sucedería eso, desde luego; pero, sin embargo, siguió caminando hasta el próximo bar, en la otra manzana.

Fue a la cabina del teléfono y, sí, había una ranura para poner monedas. ¿Debería probar llamando a las oficinas de Borden en Nueva York? A menudo se quedaba alguien trabajando hasta tarde, a veces hasta bien entrada la noche. Quizá había alguien allí ahora. Y si no había nadie, todo lo que la llamada le costaría sería el aviso de conferencia.

Fue al mostrador y consiguió un puñado de monedas a cambio de dos de los billetes de a dólar que el propietario del puesto de periódicos le había dado, y volvió al teléfono.

¿Cómo se marcaría una llamada a larga distancia desde un teléfono en Greeneville? Tomó la guía de Greeneville que colgaba de una cadenita y la abrió por la B. La última vez que había abierto una de esas guías no había encontrado a ningún L. A. Borden en la lista, tal como debía ser. Y ahí habían comenzado las dificultades.

De modo que esta vez, para tranquilizarse, pasó el índice por la columna donde debía estar ese nombre.

No estaba. No había ningún L. A. Borden.

Durante casi un minuto se quedó apoyado contra la pared de la cabina del teléfono, con los ojos cerrados luego volvió a mirar. Nada había cambiado.

¿Sería posible que algún vago pensamiento suyo en el último momento hubiera cambiado las cosas y lo hubiese llevado a un universo que no era exactamente el mismo que había dejado? Si era así, aquí estaba la primera señal, a menos que tuviera en cuenta el hecho de que el hombre del puesto de periódicos lo había llamado por su nombre, y eso se explicaba fácilmente. Pero… ¿que no hubiera ningún Borden?

Rápidamente sacó el ejemplar de
Historias sorprendentes
del bolsillo y lo abrió por el índice. Paso el dedo por las letras pequeñas hasta el sitio donde se leía…
Ray Wheeler, Director
.

No decía Keith Winton, sino Ray Wheeler. ¿Quién demonios sería Ray Wheeler?

Los ojos de Keith buscaron el nombre del editor, para ver si ese también estaba equivocado. Lo estaba.

No decía Compañía de Publicaciones Borden, Inc.

Decía Compañía de Publicaciones Winton, Inc. Se quedó mirando sin comprender y tardó cinco segundos en recordar dónde había oído antes el nombre
Winton
.

Cuando finalmente lo reconoció como su propio nombre, volvió a tomar la guía telefónica y esta vez buscó la W Había allí un Keith Winton, Camino de Cedarburg, y un número de teléfono conocido, Greeneville 111.

¡No era extraño que el hombre del puesto de periódicos lo hubiese conocido! ¡Y de veras había cambiado las cosas en aquel último segundo! En ese universo Keith Winton poseía una da las mayores editoriales del país, y había tenido una residencia en Greeneville. ¡Debía de ser millonario!

La última cosa en que había pensado había sido su trabajo… y Betty.

Casi se rompió un dedo al meter una moneda en la ranura del teléfono. Aún no había mirado cómo se conseguía una llamada a larga distancia, pero marcó el cero y pidió la operadora de larga distancia. Dio resultado.

—Nueva York, por favor —dijo Keith—. Y pida a la operadora de Nueva York que mire si hay una Betty Hadley en la guía y que la llame, si es que está. ¡Rápido, por favor!

Pocos minutos después la telefonista le dijo cuántas monedas tenía que poner en el aparato, y luego:

—Su llamada, señor.

La voz fresca de Betty estaba diciendo:

—Hola.

—Betty, soy Keith Winton. Yo...

—¡Keith! Pensamos que... Los diarios dijeron... ¿Qué te pasó?

Keith había preparado la respuesta allá en el cohete, corno se lo había sugerido Mekky.

—Creo que debo de haber estado en la explosión, Betty, pero en el borde. Debo de haberme desvanecido pero sin herirme, y la conmoción me ha producido amnesia. He estado quizá vagando por estos lugares y acabo de recobrarme. Estoy en Greeneville.

—¡Oh, Keith, esto es maravilloso! Es… ¡simplemente no tengo palabras! ¿Vas a volver en seguida a Nueva York?

—Tan pronto como pueda. Hay un pequeño aeropuerto aquí, estoy seguro, y voy a tomar un taxi en seguida y contratar un avión para Nueva York. Llegaré dentro de una hora, aproximadamente. ¿Quieres esperarme en el aeropuerto de Idlewild?

—¿Qué si
quiero
?
¡Querido… oh amor mío!

Un momento más tarde Keith Winton, con una expresión aturdida y algo estúpida en el rostro, salió corriendo del bar en busca de un taxi.

Este
, pensó, era un universo en el que se iba a quedar a gusto.

FIN

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