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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (9 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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Cuando Amina terminó de contarme cómo le iba en el trabajo, le lancé la bomba.

—¿Que encontraste un cadáver? ¡Qué asco! ¿De quién? —gritó Amina—. ¿Estás bien? ¿Estás teniendo pesadillas? ¿Los bombones estaban realmente envenenados?

Como era mi mejor amiga, le dije la verdad:

—No sé si el chocolate estaba envenenado. Sí, estoy teniendo pesadillas, pero, al mismo tiempo, todo esto me parece algo muy emocionante.

—¿Crees que estás a salvo? —me preguntó con ansiedad—. ¿Quieres venir y quedarte conmigo hasta que termine todo? ¡No puedo creer que te esté pasando a ti! ¡Pero si eres un cielo!

—Bueno, sea un cielo o no —repuse sombría—, está pasando. Gracias por preguntar, Amina. Cuenta con que vaya a verte pronto, pero de momento tengo que quedarme aquí. No creo que corra un especial peligro. Supongo que era mi turno, y la cosa salió bien. —Pasé por alto la especulación con Arthur de que el asesino podría seguir matando, así como la conjetura de Jane Engle de que quizá todos acabaríamos implicados. Fui directamente al terreno que más dominaba Amina.

—Tengo un problemilla —empecé diciendo en cuanto tuve toda su atención. Los matices y los detalles entre ambos sexos eran pura rutina para Amina. No había tenido nada que contarle en ese sentido desde nuestros días en el instituto. Costaba creer que personas adultas aún jugaran a ese tipo de juegos.

—Así que —dijo mi amiga cuando terminé de hablar— Arthur está un poco resentido porque ese Robin haya pasado la tarde en tu casa, y Robin intenta decidir si le gustas lo suficiente para mantener el comienzo de vuestra relación a la vista del aire ligeramente posesivo de Arthur. Aunque Arthur todavía no es dueño de nada, ¿verdad?

—Verdad.

—Y todavía no has tenido una cita con ninguno de estos dos mozos, ¿verdad?

—Verdad.

—Pero Robin te ha invitado a almorzar en la ciudad el lunes.

—Ajá.

—Y se supone que os tenéis que ver en su aula.

—Sí.

—Y Lizanne ha descartado oficialmente a Robin. —Amina y Lizanne siempre habían tenido una curiosa relación. Amina funcionaba sobre la personalidad y Lizanne sobre las apariencias, pero las dos habían sondeado la población masculina de Lawrenceton y las localidades colindantes con una cadencia asombrosa.

—Lizanne finalmente me lo ha pasado a mí —le dije a Amina.

—No es avara —le concedió ella—. Si se cansa de ellos, se lo hace saber y luego los deja libres. Bien, si vas a verte con él en la universidad, eres consciente de que estará sentado en un aula llena de jovencitas haciendo méritos para meterse en la cama de un escritor famoso, ¿no?

—Tiene un atractivo convencional —dije—. Tiene encanto.

—¡Bueno, pues no te pongas ninguna de esas combinaciones de blusa y falda que siempre llevas al trabajo!

—¿Y qué me sugieres? —inquirí fríamente.

—Mira, tú me has llamado para pedirme consejo —me recordó Amina—. Está bien, te lo voy a dar. Has pasado por algo horrible. Nada te hará sentir mejor que ropa nueva, y te la puedes permitir. Así que pásate por la tienda de mi madre mañana, cuando abra, y cómprate algo nuevo. Quizá un vestido clásico, de estilo rústico. Ponte unos pendientes discretos, ya que no eres muy alta. Y quizá alguna cadena de oro. —¿Alguna? Tendría suerte si encontraba la que mi madre me había regalado por Navidad. Los novios de Amina le regalaban cadenas de oro en cualquier ocasión, de todas las longitudes y densidades que pudieran permitirse. Debía de tener una veintena—. Eso debería bastar para un almuerzo informal en la ciudad —concluyó.

—¿Crees que me verá como a una mujer y no como a otra aficionada a los asesinatos?

—Si quieres que te vea como a una mujer, no disimules tu deseo por él.

—¿Eh?

—No digo que te relamas los labios o te pongas a jadear. Mantén una conversación normal. No caigas en obviedades. Debes hacerlo de forma que no pierdas nada si decide que no está interesado. —Amina se esforzaba tanto en no perder la compostura que parecía japonesa.

—¿Y qué hago?

—Hazte desear. Arréglatelas para que todo parezca normal, pero intenta concentrarte en la zona que hay debajo de la cintura y encima de las rodillas, ¿vale? Y emite señales. Puedes hacerlo. Es como el ejercicio de Kegel. No puedes enseñar a nadie cómo se hace, pero si se lo describes a una mujer, seguro que lo capta.

—Lo intentaré —dije dubitativa.

—No te preocupes, saldrá natural —me aseguró Amina—. Tengo que dejarte. Están llamando al timbre. Llámame para decirme cómo ha ido, ¿de acuerdo? Lo único malo de Houston es que no estás aquí.

—Te echo de menos —dije.

—Sí, yo también, pero tengo que dejarte —contestó ella antes de colgar.

Y, tras un momento de descreimiento, supe que tenía razón. Su partida me había liberado del papel de la mejor amiga de la chica más popular, papel que requería de mí que no sacase todo mi partido porque ni siquiera así le podía hacer sombra a Amina. Siempre me tocaba el opaco papel de la intelectual.

Estaba sentada sopesando lo que Amina me había dicho cuando sonó el teléfono. Mi mano aún estaba posada encima del auricular. Di un respingo.

—Soy yo otra vez —me avisó Amina apresuradamente—. Escucha, Franklin me está esperando en el salón, pero te he venido a llamar desde el otro teléfono para decirte otra cosa. ¿Dijiste que Perry Allison estaba en ese club vuestro? Ten cuidado con Perry. Cuando éramos compañeros de universidad, coincidimos en muchos de los cursos de primero. Tenía unos cambios de humor muy bruscos. Cuando estaba sobreexcitado, me seguía por todas partes parloteando y luego se me quedaba mirando callado y malhumorado. La universidad acabó llamando a su madre.

—Pobre Sally —dije involuntariamente.

—Vino y lo metió en una institución especial, no solo por lo mío, sino porque se saltaba algunas clases y nadie quería compartir habitación con él por culpa de sus extrañas costumbres.

—Algo me dice que está repitiendo la tónica, Amina. Aún está en la biblioteca, pero Sally parece preocupada últimamente.

—Tú no lo pierdas de vista. Nunca le ha hecho daño a nadie, que yo sepa, pero sí ha puesto nervioso a más de uno. Si está relacionado con el asesinato, ¡ten mucho cuidado!

—Gracias, Amina.

—De nada. Hasta luego.

Y volvió a colgar para pasar un buen rato con Franklin.

Capítulo 7

El domingo amaneció cálido y lluvioso. Una brisa se coló por las vallas y acarició mis rosales. No hacía una mañana como para tomar el desayuno en el patio. Freí beicon y me comí un bollo mientras escuchaba la radio local. Los candidatos a la alcaldía respondían preguntas en la tertulia matutina. Las elecciones se presentaban más interesantes que la habitual victoria fácil de los demócratas, ya que no solo había un candidato republicano con alguna probabilidad, ¡sino que también había uno del Partido Comunista! Por supuesto, era la candidatura que estaba dirigiendo el bueno de Benjamin Greer. Pobre miserable de Benjamin si esperaba que la política, y concretamente el Partido Comunista, fuesen a suponerle la salvación. Por descontado, su candidato, Morrison Pettigrue, era un recién llegado, uno de los que habían huido de la gran ciudad sin querer alejarse demasiado de ella.

Al menos serían unas elecciones que unificarían Lawrenceton. Ninguno de los candidatos era negro, lo que siempre resultaba en una campaña tensa y dividida. El republicano y el demócrata atravesaban por uno de los momentos más importantes de sus vidas, lanzando respuestas cuerdas y sobrias a preguntas banales, y disfrutando en cierta medida de las feroces respuestas de Pettigrue, que a veces rayaban con la irracionalidad.

Pobrecillo, pensé con tristeza; no solo es comunista, sino también desagradable. Me molesté en mirar los carteles electorales de Pettigrue de regreso de la tienda de alimentación el día anterior. No decían nada de ningún Partido Comunista. Solo pedían la elección para Morrison Pettigrue, «la opción popular para la alcaldía», mostrándolo como un tipo moreno de gesto hosco que evidentemente había sufrido de un acné galopante.

Escuché mientras tomaba mi desayuno, pero acabé cambiando a una emisora de música country para lavar los platos. Las labores domésticas siempre van más deprisa cuando puedes cantar sobre «beber» y «engañar».

Hacía una mañana tan deliciosa que decidí ir a la iglesia. Lo hacía a menudo. A veces disfrutaba de ello y me sentía mejor por hacerlo, pero no sentía ninguna inclinación religiosa. Iba con la esperanza de desarrollarla, como quien se expone voluntariamente a una enfermedad contagiosa. Alguna vez incluso me puse sombrero y guantes, aunque rayaba con la parodia y ya no era tan fácil encontrar guantes. Ese día no hacía para ponerse sombrero y guantes; demasiado nublado y lluvioso, y tampoco me sentía con ganas de escenificar un papel que no era el mío.

Al acceder al aparcamiento de la iglesia presbiteriana, me pregunté si vería por allí a Melanie Clark, que también acudía de vez en cuando. ¿La habrían arrestado? Me costaba creer que la impasible Melanie corriese un riesgo serio de ser imputada por el asesinato de Mamie Wright. El único móvil que podía atribuírsele era que tuviese una aventura con Gerald Wright. Alguien…, un asesino, me recordé, le estaba gastando una horrible broma.

Entré en el edificio pensando en Dios y en Mamie. Me sentí fatal al pensar en lo que otro ser humano había sido capaz de hacerle a Mamie, pero tenía que afrontarlo. En vida, la emoción que había sentido por ella era de desprecio. Ahora, su alma —y creo que todos tenemos una— estaba ante Dios, como lo estaría la mía algún día. No me sentía con fuerzas para tales consideraciones, así que las enterré, no demasiado hondo, para rescatarlas cuando me sintiese menos vulnerable.

Salí de la iglesia conversando con la mayoría de la congregación por el camino. Todo lo que se comentaba era sobre Melanie y su apuro. Lo último que se sabía era que Melanie había tenido que pasar un buen rato en la comisaría, pero, gracias a la vehemente cuenta que había dado Bankston Waites de cada uno de sus movimientos en la noche del asesinato, se le había permitido volver a casa, exonerada (o eso se pensaba).

La propia Melanie era huérfana, pero la madre de Bankston era presbiteriana. Ese día, por supuesto, era el centro de atención de un absorto grupo congregado en las escaleras de la iglesia. La señora Waites tenía el pelo tan rubio y los ojos tan azules como su hijo, y generalmente era igual de flemática que él. Pero ese domingo era una mujer enfadada, y le importaba bien poco quién pudiera percatarse de ello. Estaba indignada con la policía por sospechar de la «dulce Melanie» por un solo instante. ¡Si esa pobre muchacha no era capaz de matar una mosca, mucho menos a una mujer! ¡Y los que habían sugerido que las cosas quizá no iban tan bien entre Melanie y la señora Wright! ¡Pero si ni siquiera una manada de caballos salvajes sería capaz de separar a Melanie de Bankston! Al menos ese hecho horrible había conseguido que Bankston verbalizase sus pensamientos. Él y Melanie se iban a casar en dos meses. No, no habían establecido una fecha, pero lo decidirían tarde o temprano, y Melanie pensaba ir a Millie’s Gifts esa misma semana para comprar unos juegos de plata y porcelana.

Era un momento triunfal para la señora Waites, que durante años había intentado casar a su hijo. Sus otros vástagos ya estaban colocados, y la aparente voluntad de Bankston de esperar a la llegada de la mujer adecuada en vez de salir a buscarla había llevado a la señora Waites al límite.

Tendría que ir a comprar un tenedor o una ensaladera. Había hecho miles de regalos similares con miles de patrones distintos. Suspiré esforzándome por no sentir autocompasión mientras conducía hacia casa de mi madre. Los domingos siempre almorzaba con ella, a menos que estuviese fuera, en una de las miles de convenciones inmobiliarias a las que solía asistir o enseñando casas.

Mi madre, que rara vez había pasado las mañanas de los domingos en casa, estaba de buen humor porque había vendido una casa de doscientos mil dólares el día anterior, después de salir de mi apartamento. Pocas mujeres reciben bombones envenenados, son interrogadas por la policía y venden propiedades caras en el mismo día.

—Estoy intentando que John me deje encargarme de la venta de su casa —me dijo por encima del asado.

—¿Qué? ¿Por qué iba a venderla? Es preciosa.

—Su mujer murió hace ya varios años y todos los hijos ya se han ido de casa. Lo que menos necesita es una vivienda tan grande donde deambular —explicó mi madre.

—Pues tú te divorciaste hace doce años, tu hija se ha ido de casa y tampoco necesitas un sitio tan grande por el que merodear —señalé. Me preguntaba por qué mi madre se empeñaba en mantener esa casa con «cuatro dormitorios, de dos plantas de ladrillo visto, chimenea y tres cuartos de baño» en la que había crecido.

—Bueno, es posible que John encuentre pronto otro sitio donde vivir —contestó mi madre con un aire demasiado casual—. A lo mejor nos casamos.

¡Dios, todo el mundo pasaba por el altar!

Me rearmé como pude y adopté una actitud de felicidad por la suerte de mi madre. Me las arreglé para decir lo que se suele esperar en casos como ese, con sinceridad, y ella parecía contenta.

¿Qué demonios les iba a regalar?

—Como parece que John no quiere hablar de su implicación en Real Murders ahora mismo —me pidió mi madre de repente—, ¿por qué no me cuentas tú algo de ese club?

—John es un experto en Lizzie Borden —le expliqué—. Si quieres saber cuáles son sus mayores intereses, aparte del golf y de ti, es Lizzie. Deberías leer A Private Disgrace, de Victoria Lincoln. Es uno de los mejores libros sobre el caso Borden que haya leído nunca.

—Eh…, Aurora…, ¿quién era Lizzie Borden?

Me quedé con la boca abierta.

—Eso es como preguntarle a un aficionado al béisbol quién era Mickey Mantle —dije finalmente—. No sabía que alguien pudiese no saber quién era Lizzie Borden. Tú pregúntaselo a John y te dejará la oreja frita. Pero le hará ilusión que hayas leído los libros antes.

Mi madre apuntó el título en su cuadernillo. Iba muy en serio con John Queensland, tenía muy claro lo del matrimonio. Yo no era capaz de decidir qué sentía; solo tenía claro cómo debía hacerlo. Al menos la interpretación hizo feliz a mi madre.

—En serio, Aurora, quiero que me hables del club en general, aunque me gustaría comentar los intereses particulares de John inteligentemente, por supuesto. Ahora que vosotros dos estáis relacionados con ese horrible asesinato y que a las dos nos han enviado los bombones, quiero conocer el trasfondo de esos asesinatos.

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