Utopía (49 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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—¿Sí? —preguntó Allocco.

—Acabo de recibir un informe de las actividades de contención —respondió el hombre, por encima del estruendo de los teléfonos.

—¿Qué dice?

—La historia del simulacro de emergencia parece que funciona. No se aprecia ningún punto caliente.

—Bien. —Mientras escuchaba, Allocco no dejaba de mirar lo que ocurría. Vio a los guardias que atendían los teléfonos, a un especialista en comunicaciones que instalaba un cable de fibra óptica, al supervisor que enviaba la primera patrulla.

—Con la ayuda de Operaciones —añadió Griff—, estamos estimulando el flujo de salida de Calisto a los otros Mundos. Hemos demorado el tráfico de entrada en los portales. Solo para acelerar la dispersión de testigos y retardar cualquier concentración de rumores.

—Sí, sí. —Dispersión de testigos, concentración de rumores. Estos tipos utilizaban más palabrejas que una convención de sociólogos. No obstante, Allocco tenía la sensación de que el hombre le estaba ocultando algo. Lo miró de hito en hito.

—¿Qué más?

Griff titubeó antes de responderle.

—Enviamos a algunos de nuestros hombres a las colas de salida del Puerto Espacial. Para que escucharan los comentarios y pudieran evaluar los ánimos, saberlo que decían.

—Continúe.

—Uno de ellos escuchó la conversación de dos visitantes. Al parecer, una mujer que buscaba el lavabo estaba en la parte de atrás. Atisbó lo que estaba pasando en el pasillo de salida de la Estación Omega antes de que la aislaran.

—¿Atisbó?

—Bueno, sí. Por lo que nuestro hombre escuchó, la descripción era muy precisa.

«Dios bendito, lo que nos faltaba», pensó el director de Seguridad.

—¿Tiene una descripción de la testigo?

Griff sacudió la cabeza.

—¿Hay más informes por el estilo?

—No, solo uno.

Allocco miraba de nuevo a uno y otro lado. Vio a Tom Rose, el jefe de Infraestructuras, que salía de la zona trasera del Puerto Espacial.

—Solo podemos rogar que no se difunda. La gente siempre oye cosas por el estilo; con un poco de suerte quizá lo consideren un bulo. De todas maneras, que su gente continúe mezclándose con los visitantes y que estén atentos. Quiero saber si esta historia se repite en alguna otra parte.

Griff asintió y de inmediato fue a llamar por el primer teléfono disponible.

Tom Rose se dirigía hacia él. Caminaba lentamente, con el rostro ceniciento. El cuello de la camisa estaba empapado en sudor.

—Tom —lo saludó Allocco con un tono solemne.

El jefe de Infraestructuras se limitó a mirarlo.

—¿Tienes alguna idea de cómo ha podido pasar?

Rose se mordió el labio inferior, mientras pensaba la respuesta.

—Ahora mismo tengo allí a los supervisores y mecánicos —respondió. Después se interrumpió. Allocco esperó a que continuara.

—Todavía no están absolutamente seguros, pero no tiene nada que ver con los efectos del calor, como habíamos creído en un primer momento. Al parecer está relacionado con el diseño de seguridad.

—¿El diseño de seguridad?

Rose asintió. Tenía todo el aspecto de que se echaría a llorar de un momento a otro.

—¿Conoces el funcionamiento del sistema de frenos hidráulicos de la Estación Omega, cómo se dispara después de los treinta metros de caída libre? Está sobredimensionado; tiene que estarlo, para poder frenar la caída que es impulsada por el mecanismo eyector. —Rose hablaba cada vez más rápido, como si siquiera acabar cuanto antes con la explicación.

—Conozco las especificaciones. Continúa.

—Por lo que parece, se invirtió el funcionamiento normal. El sistema de frenado no funcionó al final de la caída, como debía hacerlo. Funcionó al principio, en lo alto, cuando el eyector intentaba lanzar la cabina. La consecuencia fue que toda la presión del eyector que empujaba la cabina hacia abajo, y la presión del sistema de frenos que la retenía, generó un calor tremendo.

—¿Hasta qué temperatura? —En cuanto lo dijo, Allocco lamentó haber hecho la pregunta.

Rose también pareció lamentarlo.

—Los técnicos calcularon unos quinientos grados, y la ventilación fue… a través… a través…

—De la cabina —acabó Allocco por él. Por un momento reinó el silencio—. ¿Cómo pudo pasar?

A Rose le temblaron los labios.

—Hicimos que la atracción fuese a prueba de fallos. Triplicamos todas las especificaciones originales.

—¿Pues entonces?

—¿No lo entiendes? Nuestra principal preocupación era la seguridad. Lo diseñamos todo para que tuviese el máximo de seguridad, pero no a prueba de manipulaciones.

De pronto, Allocco comprendió aquello que Rose no quería decir directamente. El sistema de seguridad había sido utilizado contra sí mismo. Era una diabólica ironía.

—¿Cómo se pudo hacer algo así? —preguntó.

—Si alguien sabía exactamente que pasos seguir, es relativamente sencillo. Invertir media docena de interruptores, cambiarlas conexiones en uno de los paneles de control. Un trabajo de un minuto, quizá dos. Pero hay que saltarse el regulador. Ese es un trabajo de sistemas y mucho más complicado. Se necesita una autorización, y eso tuvo que hacerse desde un control remoto.

Allocco dio un paso atrás, apretó las mandíbulas. En su mente vio a John Doe buscando entre los diagramas robados para decidir cuál de las atracciones se podía sabotear de esta manera. También vio algo más: al intruso con el traje de piloto espacial, aquel que la acomodadora había visto salir de la Estación Omega segundos antes de que se produjera la catástrofe. Recordó lo que le había dicho Poole sobre las acciones del pirata; cómo el hombre había continuado tecleando en el Núcleo, mientras ellos se acercaban. Como si tuviese que acabar algo importante antes de que… se dio cuenta vagamente de que Rose acababa de hacerle una pregunta.

—¿Cómo dices?

Al volverse, vio que Rose lloraba.

—¿Quién? —Susurró el jefe de Infraestructuras, con el rostro bañado en lágrimas—. ¿Quién pudo hacer algo así? ¿Por qué?

Allocco no pudo soportar la expresión de súplica en el rostro de Rose. Desvió la mirada.

John Doe había dicho que debían llevar todo este asumo con la máxima discreción. Pero había sido John Doe el autor de todo esto. A la mierda con john Doe.

—Amigo mío —dijo en voz baja—, hoy tenemos en el parque a unas personas muy malvadas.

Cuando se volvió de nuevo, Rose había desaparecido. Allocco exhaló un suspiro y se pasó la manga por la frente. Hasta que apareciera Sarah, era él quien tenía el mando.

Una vez más, repasó todas las reglas de emergencia. Se había puesto en contacto con Seguridad, Infraestructuras y Relaciones Públicas. Aún le quedaban el centro médico y emergencias.

Eso significaba tener que aparecer de nuevo en la escena. Ya había estado allí una vez y realmente no quería repetir la experiencia.

Suspiró de nuevo, sacó un lápiz de crema balsámica y se la pasó por los labios. Después miró en derredor, lentamente, como si quisiera encontrar algún consuelo en la engañosa calma del Puerto Espacial. Sin más excusas para demorarse, se alejó del puesto de mando, caminó por el perímetro de Estación Omega hasta el pasillo de salida y entró de nuevo en el infierno.

El pasillo olía a carne asada. En la base del pozo habían instalado una gran tienda de plástico que ocultaba el lugar donde, una vez que consiguieron anular todos los mecanismos de seguridad y cortar el suministro eléctrico, la cabina de la Estación Omega había bajado finalmente y abierto sus puertas. Allocco agradeció que hubiesen instalado la tienda. La música sonaba mucho más débil, y también lo agradeció. Sin quererlo, recordó el primer momento en que había visto abiertas las puertas de la cabina, el espanto exhibido sin piedad: la confusión de cuerpos quemados que parecían uno solo, cubiertos de ropas chamuscadas.

Se detuvo cuando la imagen apareció en su mente. Luego se forzó a caminar de nuevo, en dirección a la tienda. Ahora no sería tan duro. Por lo menos habría algo de orden.

A un lado de la entrada de la tienda vio un perchero con ruedas llevado apresuradamente desde los vestuarios. Docenas de bolsas para trajes colgaban de la barra superior. Ya habían usado la mitad de las bolsas.

Al otro lado habían instalado los equipos de reanimación, junto a los cuales había varias sillas de ruedas que ya no eran necesarias. Un cámara pasó a su lado a paso rápido, con el rostro demudado. Había pequeños grupos dispersos por la zona: acomodadores, mecánicos, guardias. Se escuchan sollozos, por supuesto, pero menos que antes. Casi todos los integrantes del personal de la Estación Omega estaban sentados juntos, las cabezas gachas. Allocco vio a Dickinson, el Operador de la torre, y a Stevens, el supervisor. Los rodeaba un cordón de guardias. Se prometió no olvidar entrevistarse con Pipper, la acomodadora, y escuchar su relato de primera mano.

Oyó al pasar una voz, la de la acomodadora encargada de la salida. La muchacha repetía una y otra vez con la voz quebrada la historia que él ya había escuchado, como si no pudiese contenerse. Una enfermera estaba en cuclillas junto a la joven y le limpiaba el rostro y las manos con una toalla.

—No se oía nada, absolutamente nada, mientras bajaba —decía la mujer. La enfermera le había arremangado el uniforme para sujetarle el brazal del medidor de la tensión artesanal—. Nada, nada, después de todos aquellos gritos y alaridos, y no lo entendía. Solo sabía que había ocurrido algo terrible. Entonces las puertas se abrieron, y… y como estaban apilados contra las puertas sencillamente cayeron al exterior, a mi lado, y no se oía sonido alguno mientras continuaban cayendo y… Oh, Dios mío…

La muchacha se echó a llorar. La enfermera le acarició la cabeza, le susurró palabras de consuelo. Uno de los miembros del grupo se levantó y caminó con las piernas envaradas hacia el rincón más apartado. Allocco escuchó las arcadas, armándose de valor, pasó entre los guardias, apartó la solapa de la tienda y entró.

Allí, en el recinto de plástico, el hedor a carne quemada era mucho más fuerte. Habían colocado las camillas en dos hileras para facilitar en lo posible el movimiento de los cadáveres. Cuando Allocco había llegado al escenario de la tragedia, este trabajo había tardado en iniciarse. Ante el aviso de un accidente en una de las atracciones, el personal médico se había presentado con la idea de que encontrarían un gran número de heridos. En esos momentos, en cambio, los médicos, enfermeras y auxiliares que habían estado preparados para salvar vidas no podían hacer más que acomodar a los muertos con la mayor dignidad posible.

El doctor Finch, jefe de los servicios médicos, se encontraba casi al final de la hilera izquierda, inclinado sobre una de las grandes bolsas de plástico. Como todos los demás, llevaba guantes de goma y dos mascarillas. Allocco caminó hacia él, con la precaución de no mirar lo que parecía un montículo cubierto con una lona en el extremo de la tienda donde estaba la cabina con las puertas abiertas.

—¿Cuál es la situación, doctor?

El doctor Finch cerró la cremallera de la bolsa y escribió una anotación en un listado, antes de responder a la pregunta.

—Hemos pedido que envíen helicópteros para proceder a la evacuación a Columbia Sunrise y Lake Mead.

—¿Cuándo llegarán?

—Dentro de unos veinte minutos. —Contestó Finch, que lo miró con los ojos enrojecidos.

«Aunque ya estuviesen aquí, sería una pérdida de tiempo, —pensó Allocco—. Lo que necesitamos es una flota de furgones fúnebres.»

—Hemos llamado a la oficina del Comisario y al forense de Clark County —añadió el médico, como si le hubiese leído el pensamiento—. Tardarán una media hora, cuarenta minutos como máximo.

Allocco asintió. Se preguntó qué pensaría John Doe cuando viese a la mitad de la policía de Nevada en el parque. Se dio cuenta de que lo tenía sin cuidado.

—¿Cuál es el procedimiento? —Hizo un gesto que abarcó las camillas. Aunque los manuales de procedimientos para casos de emergencia eran exhaustivos, ninguno incluía normas para algo de esta envergadura.

—Solo estamos poniendo orden y organizando los cadáveres para que los forenses se ocupen de las identificaciones.

—¿Tiene un recuento? —El contador automático señalaba que habían entrado sesenta y un pasajeros en la Estación Omega antes de que cerraran las puertas, pero siempre existía la posibilidad de un error y que el número fuese menor.

—No. Por ahora es imposible dado el estado en que está aquello. —El médico apenas si movió la cabeza hacia el montículo cubierto con una lona al final de la tienda—. Hasta ahora, llevamos contados veintisiete.

«Veintisiete», pensó Allocco. El número de muertos en todos los parques temáticos de los cincuenta estados había sido de veintiuno en toda una década. El año anterior, solo habían sido cinco. Aquí, en una incomprensible tragedia, el número era más de diez veces mayor.

Pasaría a la historia, algo que perseguiría siempre al parque. Los visitantes se preguntarían, cuando las puertas de una de las atracciones se cerrara detrás de ellos, si podría repetirse: la súbita parada, la oscuridad, el pánico, el calor implacable… Apartó estos pensamientos y volvió a la realidad.

—Gracias, doctor. No lo entretengo más. Hasta que lleguen las autoridades, controlaré la situación desde el puesto de mando avanzado. Si necesita cualquier cosa, llámeme.

El médico lo miró por un momento, asintió y continuó con su trabajo. Al volverse, Allocco miró a través de la tienda en el extremo, un hombre vestido con un traje con escafandra estaba levantando una bolsa cerrada depositada en una de las camillas. La bolsa no parecía pesar mucho, quizá unos veinte o veinticinco kilos. Mientras Allocco observaba, el hombre se apartó de la camilla y descargó la bolsa al final de una larga hilera de bolsas idénticas.

Después fue hasta el montículo, levantó la lona con la mano protegida por un guante grueso y tanteó. El jefe de Seguridad atisbó fugazmente algo que brillaba como una langosta cocida, antes de dar media vuelta y salir de la tienda.

16:10 h.

Tenía la sensación de que llevaba una hora caminando —ocho pasos de ida, ocho pasos de vuelta—, y probablemente no habían sido más de cinco minutos. Mientras caminaba, Fred Barksdale había hecho lo imposible por no pensar. Pensar sería muy doloroso. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, la rabia, la vergüenza, el miedo, el desconcierto y la mortificación habían comenzado a posarse sobre sus hombros como un pesado manto.

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