Utopía y desencanto (47 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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No sé lo que habría hecho si me hubiera encontrado allí en aquel momento, algo por lo demás nada inverosímil, ya que muchos días de verano voy a bañarme a esa playa. Ciertamente habría intentado socorrerlo mientras se ahogaba, pero es mucho más fácil ayudar a un vivo que tributar verdaderamente respeto a un muerto, porque ante la muerte (que, si se la mira fijamente a la cara, saca de quicio a nuestra vida bien educada y formal) nos comportamos casi siempre como azorados y reprimidos puritanos que no se atreven a echar cuentas con la gloria, la fragilidad y la vergüenza de la carne.

Me pregunto, mirando esa fotografía, qué habrían podido hacer aquellos bañistas: ¿levantarse, irse a casa, trasladarse unos cien metros más allá? No en vano los ritos existen para ayudarnos a comportarnos en situaciones en las que, como en este caso, casi todos, cada uno por separado, asistimos impotentes y estupefactos. No subestimo la insolencia de aquella promiscuidad, porque las formas encierran siempre una auténtica sustancia y no es lo mismo reírse a un metro que a quinientos metros de distancia de un hombre que se muere o está muerto. ¿Pero habría sido suficiente con apartarse, con irse de allí?

Desde luego, se podía, por ejemplo, rezar. Pero rezar en público es difícil: casi nadie, a menos que no haga profesión de devoto y sea conocido como tal, se atreve. También la oración, como la carne, provoca escándalo: no se tiene el valor de rezar, de la misma manera que no se tiene valor, en ciertas comidas, de no atiborrarse aunque no se tengan muchas ganas. Aun si no la escucha nadie, una oración puede expresar una exigencia de redención del dolor, exigencia que permanece viva aunque se considera que no hay o no habrá tal redención.

En una humanidad fraterna y libre, esa fotografía podría ser incluso una imagen buena, la imagen de una solidaridad entre los vivos y los muertos, de una capacidad de estar junto a los muertos sin sentir miedo o repulsión, acogiéndolos con caridad y simplicidad, integrando la muerte en el camino, como hace Eros, que no teme a la muerte porque sabe abrazarla y estrecharla contra sí, y enseña a amar y desear a quien se ama incluso más allá de la muerte.

Pero en aquella orilla nadie abrazaba al muerto, sino que se procuraba no verlo, y de este modo esa fotografía es el retrato veraz de la indiferencia de la vida y del triunfo de la muerte, del déficit del universo, de la oscuridad insensata que lo absorbe incluso en los días de verano —cuando se intenta olvidarla dejándose deslumbrar por la luz—, del azar accidental y fortuito que gobierna la existencia y asesta sus golpes sin significado ni piedad. Hay que seguir viviendo, se dice después de cada muerte: y Bernanos se preguntaba si no era eso precisamente lo horrible. A aquel hermano nuestro de debajo de la toalla, nosotros, más o menos presentes todos en esa fotografía, solamente podemos pedirle perdón.

1997

FELIZ NAVIDAD

Delante de un bar de la costa triestina de Barcola, frente al mar, hay, durante un par de semanas a caballo del año, dos grandes ángeles hechos con estrechas tiras azul celeste, plateadas y doradas, que susurran como alas en el aire; las trompetas tendidas hacia adelante tendrían que anunciar, según las Escrituras, gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, pero lo que se oye es vibrar a las cintas en el viento.

Tal vez exista esa gloria, pero desde luego no la paz y mucho menos para los hombres de buena voluntad, si acaso aún más atormentados por la mala voluntad de los otros. ¿Cómo se puede hablar de los oficios de Navidad, o del año que acaba y comienza sin sentir bochorno? Una definición muy del gusto de Strindberg, injuriosa pero apropiada, era: «falso como un orador oficial» y sirve para deplorar todo sermón, todo elaborado comentario y deseo, desde cualquiera que sea el pedestal, alto o bajo, desde el que se pronuncie; los pequeños autores de artículos de fondo no están más a resguardo de esas involuntarias y solemnes falsedades de lo que se hallan quienes hablan desde pulpitos y escaños augustos. ¿Es acaso posible hablar de la Navidad a esos niños sórdida y brutalmente esclavizados para fabricar, con unos costes de trabajo tan bajos que se les hace la boca agua a sus indecentes explotadores, juguetes navideños destinados obviamente a otros, como leímos en el
Corriere
el otro día? Tal vez la única forma decente de hablar de la Navidad sea, como en muchos otros casos, contar, porque el relato no tiene edificantes pretensiones de enseñar o tranquilizar, sino que sólo aspira a dar testimonio de la verdad de una experiencia o una epifanía del mundo, que no presume de excluir a otras, pero tampoco acepta ser negada o borrada por otras distintas y opuestas.

También la Navidad es en primer lugar una historia y de ella deriva su fuerza imborrable, que se transmite y continúa épicamente a lo largo del tiempo: la historia de María, de su orgullo y valentía al aceptar una maternidad escandalosa; de una cueva en la que se encuentra refugio a la intemperie de la vida; de un niño que nace para un destino grandioso hasta lo inconcebible y a la vez para una vida de juegos de infancia, vagabundeos por las callejas de Galilea y ratos alegres con los amigos; de un borriquillo y un buey, cuyo cálido aliento resulta necesario para el proyecto de la redención del mundo; de una noche de pastores y del trayecto de unos sabios orientados por una estrella que ha seguido siendo durante siglos el símbolo de la verdadera vida y que inducía a un poeta, no por cierto pío como Rimbaud, a llamar «Navidad en la tierra» a esos momentos en que la existencia parece liberada, iluminada por un significado en el que no es posible distinguir la verdad del gozo.

Tal vez pues lo único que podríamos hacer todos, incluso quienes ostentan las responsabilidades más altas en la vida religiosa y civil, sería hablar de lo que cada uno ha vivido, del misterio del abeto frondoso y oscuro y las estrellas de cristal o papel entre sus ramas, de las atrevidas figuras del pesebre; yo podría hablar de dos bolas de cristal de Nuremberg que a principios de siglo mis abuelos ponían en el árbol para sus hijos y que ahora yo pongo en el nuestro, o podría contar cómo intentaba e intento todavía poner en la cueva del pesebre bajo el árbol lo que se dice todo y a todos, pastores, ovejas y camellos, pero también osos y elefantes, mulos de cartón con ametralladoras y tanques, soldados de plomo y de cartón rotos y desportillados, faltos de una pierna o tal vez sin cabeza, incluso focas. No sólo tres Magos sino cinco o seis, a ser posible con mayoría morena, porque un pesebre, para serlo de veras, debe albergar al mundo, puesto que es el mundo entero lo que debe ser redimido y lo que se apretuja delante de él para no quedarse afuera pasando frío. Hace algunos años daba vueltas bajo las ramas, respetuoso y curioso, royendo aquí y allí las figuras, incluso Buffetto, mi conejillo de Indias.

Y podría hablar de un tío mío que trabajaba días y días para preparar un árbol con carámbanos de nieve y un pesebre semoviente, aplicándose a los hombros dos alas de cartón para que yo viera al otro lado de los translúcidos cristales de la puerta un vago perfil de ángel; en ese caso, tendría que contar también su trágica muerte, porque la Navidad no es una vacua fábula rosa, sino una historia que se dirige también a la noche, incluso cuando la ilumina.

De muchas de estas historias que cada uno tiene tal vez emergería el sentido de la Navidad, que no es una almibarada memoria de infancia, sino un momento fundador de la existencia, de su poesía y redención. Sólo así es posible difundir su luz de una forma no ofensiva para quien se hunde en las tinieblas del dolor o la injusticia; contar la gracia de un momento de paz que se ha recibido en don no es una ofensa para quien no la ha tenido nunca y probablemente no la tenga, mientras que decir en tono tranquilizador que, después de todo, la vida es hermosa y que la paz, con un poco de buena voluntad, vendrá para todos es una intolerable injuria para quien sufre penas sin cuento.

Cualquiera que hable de la Navidad no puede pasar por alto el progresivo debilitamiento de su presencia real en nuestra realidad y nuestra sociedad. Desde hace mucho, y quizás desde siempre, el núcleo religioso de la Navidad, que ilumina a todo el resto de la fiesta, se ha ido paulatinamente reduciendo y empequeñeciendo hasta no ser ya más que una llamita en medio de la populosa iluminación fluorescente de la secularización. Aquel fenómeno se ha dilatado y el niño de Belén es cada vez menos el verdadero centro de la Navidad.

Por primera vez en su historia —y el Papa parece tener una profunda y dramática conciencia de ello— el cristianismo corre verdaderamente el riesgo, todavía lejano pero objetivo, de desaparecer; acostumbrado a afrontar a los adversarios que lo odiaron, se siente más impedido para no ser lentamente absorbido y volatilizado por un mundo que considera que no tiene mayor necesidad de él y no le hace caso o no se da casi cuenta de su existencia. Más que de cristianismo, habría que hablar de civilización y religión judeocristiana, a pesar de las enormes diferencias y de la plaga del antisemitismo cristiano y a pesar de la resistencia más tenaz que parece oponer el judaísmo. Pocos, incluso entre los no creyentes, se alegran con esta hipótesis, porque el achatamiento posjudío o poscristiano no parece tener nada de la grandeza humana, filosófica y moral de la civilización antigua, de la clasicidad precristiana. Un gran laico como Tocqueville veía en las «pasiones religiosas» una defensa de las libertades en la moderna democracia de masas.

Se está consumando, a escala global, una crisis semejante a la que supuso la disolución del mundo antiguo y no es seguro que la civilización del Antiguo y del Nuevo Testamento sea capaz de ser el aglutinante, o uno de los aglutinantes fundamentales, del nuevo mundo que surja y que no somos capaces de imaginar aunque esté ya surgiendo, porque pocas cosas hay tan limitadas como la fantasía humana. No en vano hoy en día los religiosos que dan un testimonio más auténtico de su fe no son tanto los que la predican cuanto los que la encarnan en su vida, actuando en las distintas situaciones de desesperación sin moralizar ni querer convertir a nadie, sino procurando liberar a algún hermano del miedo, de la abyección, de las cadenas, tal vez sin decirle siquiera que quien le impulsa a actuar de ese modo es aquel niño de Belén. Nadie puede decir si eso es suficiente en los tiempos de cambio epocal que estamos viviendo, si esas simientes fructificarán o bien sólo se agostarán. Lo que es cierto es que la valentía y el amor de quien actúa de esa forma hace libres y permite atravesar con expresión fraterna y picaresca, indomables como nómadas, los insensatos laberintos del mundo.

Pasado mañana no seremos ciertamente más buenos e incluso en estos dos días, en los que parece como si se suspendiera el mundo, tendremos «la Navidad de los bobos y la de los listillos», de quien paga por todos y de quien hace pagar a los otros, como escribió hace años en el
Corriere
Alberto Cavallari. Pero la Navidad existe para renovar aquella promesa de paz sin embargo siempre desmentida, para recordar la exigencia de que el mundo se convierta en un pesebre. ¿Dónde se puede colocar hoy un pesebre en su sitio adecuado? No en la idílica calma pastoril de algunos tranquilos campos, en un escenario de armonía empalagosa como un carillón. Quizás sólo la jungla de asfalto de las grandes ciudades —la Babel donde se dan la mano la miseria, la violencia y la desesperación con la esperanza de masas desheredadas y desarraigadas, donde el futuro produce abatimiento y hace también que resplandezca la salvación— es el paisaje apropiado para aquella cueva y aquel niño. Lo sagrado, si existe, hay que ir a buscarlo mirándole a la cara a la Medusa de la época, que es terrible pero también salvífica; en el meollo de la secularización más violenta, de las fuerzas que transforman el mundo.

¿Los rascacielos y las chabolas de las metrópolis como posibles pesebres? «Angeles sobre Berlín», dice Wim Wenders,
Música sobre Berlín
, apremia Claudio Abbado. El desbarajuste tentacular de la gran ciudad —espacio de encuentro de individuos, gentes y culturas distintas— constituye aún en su dramatismo la superación de toda cerrada identidad que es el sentido de cualquier promesa de redención.

Así pues, canto de Navidad —más fuerte que cualquier alocución— sobre Babel. Sin triunfalismos, con sencilla franqueza. En el discurso de Navidad que pronunció en Samoa, Stevenson —uno de los pocos capaces de hacerlo de veras sin retórica— exhortaba a la amabilidad y la alegría («los perfectos deberes que vienen antes que cualquier moralidad»), diciendo que sólo la estupidez y el falso afán de elevación pueden no ver el genuino valor que estriba en ser honestos y amables con los demás. El gran escritor experto en el mal y en la sombra sabía muy bien lo benéfica que puede ser una conmemoración que obligue a un hombre —en lo más crudo del invierno, cuando se da cuenta de las sillas vacías que han dejado sus seres más queridos— a ponerse una «máscara sonriente» aunque —decía a los indígenas de Samoa que le escuchaban— no sepa por qué salario trabaja y se prepare, con sus pobres huesos, para el «leal fracaso humano» que nos espera al final del camino a cada uno. Feliz Navidad.

1997

CLAUDIO MAGRIS, nace en Trieste en 1939. Destaca como catedrático de literatura germánica, traductor de Ibsen, Kleist y Schnitzler, entre otros, y por ser uno de los mejores escritores italianos contemporáneos. Su obra se inspira en el mito de la frontera para explicar los problemas más urgentes de la identidad contemporánea. Entre sus obras sobresalen:
Conjeturas sobre un sable
(1984);
El Danubio
(1986) considerada su obra maestra;
Otro mar
(1991);
Microcosmos
(1997) y
A ciegas
(2005). En 1997 le concedieron el
Premio Strega
, el más importante de las letras italianas, y fue galardonado en 2004 con el
Premio Príncipe de Asturias de las Letras
por considerarse que «encarna en su escritura la mejor tradición humanista y representa la imagen plural de la literatura europea al comienzo del siglo XXI. Una Europa diversa y sin fronteras, solidaria y dispuesta al diálogo de culturas. En sus libros muestra Magris, con poderosa voz narrativa, espacios que componen un territorio de libertad, y en ellos se configura un anhelo: el de la unidad europea en su diversidad histórica».

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