Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
—Oye, Christine, ¿por qué no nos hacemos mañana con unas palas o un balón de fútbol? Y podemos pedir una nevera y un cortaviento y traernos algo de comer y beber. Y unos periódicos, y crema. Y pasar todo el día en la playa. Como antes. Y que se vengan Kalli y Dorothea y Gesa.
Por lo visto, mi padre se sentía como si volviera a tener treinta años. Incluso pensaba en jugar con los niños y se aceleraba.
—Sí, el fútbol es una buena idea. Dos contra dos y Gesa de árbitro.
—Y por la noche no podremos ni subir la escalera.
Me miró compasivo.
—Dorothea y tú no hacéis mucho deporte, ¿no? Pero no es necesario que Kalli y yo juguemos juntos. Tú y yo contra Kalli y Dorothea, de lo contrario no tendréis nada que hacer, claro. No estaría mal. Le preguntaré a Kalli dónde hay buenos balones. Aunque, ¿tendremos tiempo?
Tuvimos que pararnos a buscar nuestras cosas un momento, mi padre había memorizado el sitio en que nos habíamos desvestido. Estaba tan seguro que yo ni me fijé. En el lugar al que fue no había nada.
—No me lo puedo creer. Nos han robado las cosas. —Clavó la vista en la arena, desconcertado, y sacudió la cabeza—. No es posible. Mis mejores pantalones cortos. En Sylt nadie se atrevería a hacer esto. Y, ahora, ¿qué hacemos? No puedo montar en bicicleta con una toalla. Así, sin pantalones.
Me mordí el labio inferior para que no me diera algo sólo de imaginar a mi padre y a mí pasando alegremente por delante del sanatorio con sendas toallas ondeando al viento.
—No creo que nos hayan robado la ropa.
—¿No? —Mi padre me miró con impaciencia—. ¿Acaso crees que la he enterrado?
—No, papá. —Hice visera con la mano y recorrí la playa con la vista—. Probablemente hayamos pasado por al lado sin verla.
—Menuda tontería. Como si no hubiera visto yo mis pantalones rojos. Son mis mejores pantalones cortos.
—Eso ya lo has dicho, sólo que no los llevabas puestos: has venido en vaqueros.
Di media vuelta despacio. Mi padre me siguió.
—Llevaba pantalón corto, hace calor. Créeme, nos han robado.
Ahora estaba segura de ir por el buen camino. A doscientos metros se encontraban nuestras cosas. Le di a mi padre sus vaqueros, que tenían las perneras subidas.
—Toma, anda, tus pantalones.
—Pero tiran a rojo.
Eran unos vaqueros azules normales y corrientes. Abochornado, mi padre se puso la ropa interior y luego el pantalón.
—Y se llevan como si fueran cortos.
—Ya, claro. Probablemente mamá los lavara con unos calcetines rojos. Al sol tienen visos rojizos.
Mi padre asintió satisfecho.
—Sí. Pero has sido una irresponsable no quedándote con el sitio en el que dejamos las cosas. Tienes que prestar más atención. ¿Vamos arriba a tomar algo?
—¿Has traído dinero?
—Claro. Tengo cincuenta euros en el bolsillo del pantalón.
—Papá, ¿y los dejas sin más en la playa?
—Claro, aquí nadie se lleva nada. ¿Quién va a robar dinero en la playa? Y ahora vamos, me muero de sed.
Pedimos dos botellas de agua, nos sentamos en un banco y nos pusimos de cara al sol. Mis pensamientos volvieron a centrarse en Johann Thiess. Sin duda bañarme me había serenado. Seguro que él no me consideraría la mujer más interesante e inteligente del continente, pero al fin y al cabo acababa de llegar. Ahora lo suyo era que yo no volviese a cometer ningún error. Ojalá al menos le gustara un poco, como una caracola. Abrí los ojos y pegué un bote.
—Creo que el sol me atonta.
—Sí. —Mi padre me miró—. Ocurre en un pispás. Tienes que ponerte una gorra. —Se dio unos golpecitos en la suya—. Así no se cuece el cerebro. —Miró de nuevo al mar—. Probablemente mamá ya esté en la clínica. Ines quería llevarla a mediodía. Espero que le hayan dado una buena habitación, no sea que le toque uno al lado que se pase la noche roncando.
—Las habitaciones no son mixtas.
—Ya. Pero ella ronca.
—¿De veras?
Mi padre asintió.
—Sí, tú lo has heredado de ella.
—¿Yo ronco? Y ¿tú cómo lo sabes? Es la primera noticia que tengo.
—Pues sí. Cuando fui a despertarte ayer por la mañana roncabas. Pensé que menos mal que no lo oía alguien de fuera. A mí no me importa, al fin y al cabo soy tu padre.
Pensé en bonitas caracolas y decidí quitarme de la cabeza a Johann Thiess de una vez por todas. Era demasiado arriesgado.
Casi eran las dos cuando volvimos pedaleando despacio a la pensión. Mi padre, que además se tomó un helado y compró el periódico, quería ir dando un paseo.
—Sólo para que me acostumbre a la bicicleta de Kalli.
—Y ¿cuál lleva él ahora?
—La de Hanna. Pero yo no pienso montar en una bici de mujer, todos pensarán que ya no puedo pasar la pierna por la barra.
—Marleen tiene la caseta llena de bicis.
—Les he echado un vistazo y no son nada buenas. Ésta al menos está cuidada. Y aún bastante nueva.
Dejamos las bicicletas delante de la puerta trasera y cogimos las toallas del portabultos. Mi padre me dio la suya.
—Toma, no sé dónde va.
La cogí.
—¿A la lavadora?
—Ya que vas tú, lleva de paso la mía. Yo tengo que pasarme por el bar a ver qué hacen los muchachos.
Me dejó allí plantada y se fue. Llevaba las perneras del vaquero subidas a distinta altura y la camisa por fuera. Lo único en su sitio era la gorra. Así no se le cocía el cerebro.
—Eh, ¿qué tal la playa?
De pronto Gesa apareció a mi lado; yo ni siquiera la había oído.
—Bien. Hemos ido a la nudista.
—¿Heinz es nudista? —Gesa soltó un silbido de aprobación—. ¿Lo hace por convicción?
—No, le dan asco los bañadores mojados, y además tampoco se acordó de meterlo en la maleta. Ni yo tampoco, por cierto. En Sylt casi todo el mundo se baña desnudo.
—Como se enteren la señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg… A propósito, han estado esperándolo hasta las diez y media. Entonces les he dicho que tenía que pasar la aspiradora por el comedor. Si no, aún seguirían ahí.
—Es que no se cansan. Aunque la culpa es de él. ¿Ya ha vuelto Dorothea?
Gesa se encogió de hombros.
—Ni idea, yo aún no la he visto. Yo ya he acabado y me voy a la playa. El lavavajillas no ha terminado, si quieres puedes recogerlo más tarde. El resto está.
—Es la mejor noticia que podían darme. Gracias.
Gesa se rió, se echó el bolso al hombro y se subió a su bicicleta de montaña.
En la primera planta se cerró una ventana. Levanté la cabeza y pensé si habría sido la habitación de Johann Thiess. ¿Estaría sentado junto a la ventana esperando a su caracola? Me controlé y decidí ducharme primero y después comprarme una gorra.
Cuando me ponía crema después de la ducha, vi que el poco sol que había tomado ese primer día había bastado para quemarme. Y que no llegaba al espacio que quedaba entre los omóplatos, que era donde más me tiraba la piel. Aliviada, oí la llave en la puerta.
—Papá, ¿eres tú? Me he quemado la espalda.
Dorothea entró en el cuarto de baño.
—Y ¿crees que Heinz tiene la solución? Cremita, amiga mía, a tu edad no se puede quemar una.
Le di la hidratante.
—Tú sólo tienes cuatro años menos y, en cambio, la piel mucho más sensible. Así que no presumas tanto, en toda la espalda, anda. Y no tan fuerte, que me escuece.
Dorothea me untó a discreción, y vi el resultado en el espejo: roja y pringosa. Sólo me había traído un vestido, y era rojo y con mucho escote. Por el momento sería mejor no sacarlo del armario.
Me senté junto a Dorothea, que se había acomodado en el borde de la bañera con cara de felicidad.
—Ay, Christine, menudo día. Emden tiene mucha vida. Hemos estado en el museo de arte, en el puerto, hemos comido y nos hemos besuqueado un poco.
—Creía que ibais… ¿Que os habéis qué?
—Christine, ese tío es increíble. Por cierto, vive en Oldenburgo. ¿A cuánto está Hamburgo de Oldenburgo?
—A dos horas en coche, creo. Pero creía que sólo querías una aventurilla de verano. Bueno, tú por lo menos no pierdes el tiempo. ¿Y? ¿Ha estado bien?
Dorothea estiró las piernas y a punto estuvo de caer de espaldas en la bañera. La sujeté por un brazo.
—¿Cómo bien? ¡Nils es sensacional! Creo que éste va a ser el mejor verano de mi vida.
Me levanté y fui al armario de la habitación de Dorothea, donde había colgado mis cosas. Ella vino bailoteando detrás y se dejó caer en la cama. Mientras me hablaba entusiasmada de Nils, interiorista independiente, hoyuelos, surfista, sin pareja desde hacía un año, ojos azules, sus escritores favoritos Boyle y Murakami, horóscopo virgo, ingenioso, etcétera, etcétera, etcétera, yo revolvía mi ropa cada vez más desesperada. Sólo había cosas prácticas: vaqueros, jerséis, vaqueros, camisetas, vaqueros, chaqueta de punto. Y el vestido rojo. Cuando lancé un «ay» atormentado, Dorothea interrumpió su himno.
—¿Qué buscas?
—Algo bonito que ponerme. Pero sólo he metido ropa vieja porque mi padre me aturulló.
Dorothea me miró abriendo mucho los ojos, a la espera de una explicación.
—Esta mañana ha llegado un huésped, Johann Thiess. Yo estaba en recepción. Y llevaba puesta esta camiseta de rayas. Y los pantalones cortos rojos.
Dorothea cada vez entendía menos.
—Sí, ¿y?
—Dorothea, Johann Thiess es el tío más bueno que he visto en mi vida.
—Ah.
—Pero la cosa no ha ido demasiado bien. Bueno, es que creo que he estado bastante rara.
—¿Cómo de rara?
—Eso ahora da lo mismo. Probablemente piense que me gusta llamar la atención. Pero no quiero hablar más del tema. Dorothea, la he fastidiado. No contaba con encontrarme delante de un hombre así, Dios mío, me he comportado como si tuviera catorce años.
Me dejé caer en el borde de la cama. Dorothea me dio unas palmaditas de consuelo en la espalda y me estremecí: me ardía.
—Eso puede que también tenga que ver con Heinz: los padres siempre te hacen sentir que eres mucho más joven.
—Heinz no sabe nada de esto.
—Y está claro que es mejor así. —Dorothea se rió—. Imagina que hubiera metido baza. ¿Cómo reaccionaba tu padre antes cuando te llevabas a casa a alguien?
Hice memoria.
—Muy normal. A Holger le dijo que tenía una mirada violenta; Jörg le parecía demasiado blando; Peter, demasiado tonto, y cuando anuncié que iba a casarme con Bernd, mi padre me aconsejó que firmara un contrato matrimonial. Cuando nos divorciamos, me miró con aire triunfal y me invitó a comer. Él es así.
Dorothea se levantó y se acercó al armario.
—Sólo lo hace con buena intención. A ver, yo tengo tres vestidos sexys, y te sirven. Sería una pena que éste no fuera el mejor verano de nuestra vida para las dos. —Me enseñó un vestido negro sin mangas, escotado por delante y con bastante tela detrás—. Toma, póntelo. Pero será mejor que Heinz no se entere de tu campaña de conquista. Tengo un presentimiento raro.
Nos miramos un buen rato. Yo asentí: tenía ese mismo presentimiento.
Una hora después estaba sentada en el sofá de mimbre del jardín leyendo el periódico. Dorothea quería meterse en la cama, lo de levantarse a las cinco de la mañana no era lo suyo. Marleen había ido a comprar, Kalli al puerto a recoger a la familia de cuatro miembros y mi padre se estaba duchando. Leí por encima un artículo en la sección regional: «La invasión de los visitantes de un día o ¿por dónde se va a la playa?» Estaba casi segura de que se trataba de una parodia, así no podía escribir ningún adulto. No pude evitar reírme con la prolijidad y el talento para chafar todos los chistes. El artículo lo firmaba una abreviatura: «GvM», alguien rarito, pensé, y acto seguido oí pasos a mis espaldas.
—Hola.
La voz me sobresaltó. Antes de que pudiera responder vi a Johann Thiess.
—Perdone, no quería asustarla. Esto es agradable. —Señaló el sofá—. ¿Puedo?
Él sonrió, yo tragué saliva.
—Claro… ¿Café?
—Con mucho gusto. Pero sólo si no es molestia.
Me levanté de un salto y casi entré en la casa corriendo. No era molestia. Me salvó la vida. Mientras ponía la cafetera hice ejercicios respiratorios. Pedí que fuera capaz de construir frases enteras y que mi padre se tomara todo el tiempo del mundo en la ducha. Un tanto más tranquila, llevé en equilibrio dos tazas al jardín. Johann Thiess había cogido el periódico y leía el artículo de la invasión. Me sonrió y cerró el periódico.
—¿Ha leído el artículo sobre los visitantes de un día? Es tan malo que hasta resulta gracioso.
Una señal, pensé, y deseché la idea en el acto. Tú sólo sé encantadora y sexy.
Johann Thiess le echó leche al café y lo removió.
—¿Vive usted en la isla?
Su mirada era intensa; me acaloré.
—No, vivo en Hamburgo. Marleen está reformando el bar y le estoy echando una mano.
—Y ¿cuánto tiempo se va a quedar?
—Sólo llevamos aquí dos días, así que casi dos semanas.
—Qué bien.
Su mirada me acertó en pleno corazón. Sus ojos eran realmente color miel.
—Y usted, ¿de dónde es?
Se paró a pensar.
—Soy… de Bremen.
—Ajá. Bonita ciudad. —Otra vez diciendo tonterías. Por suerte, él no ahondó en el tema.
—Por cierto, ni siquiera sé cómo se llama.
Pocas veces había visto a un hombre tan guapo.
—Christine. Christine Schmidt.
—Christine.
Y pocas veces había sonado tan bien mi nombre. Se me puso la carne de gallina.
—Bonito nombre.
—Johann tampoco está mal.
Nos miramos en silencio y después empezamos a hablar a la vez.
—¿Y si…?
—¿Te apetece…?
—Tú primero.
No podía tratar de usted a un hombre que me miraba al corazón. Johann sonrió.
—¿Te apetece cenar conmigo esta noche?
—¡Christiiiiine!
Por lo que a mí respectaba, mi padre podría haberme echado un cubo de agua fría por la cabeza. Me puse en pie agitada. En ese momento, presentar a ambos hombres se me antojaba demasiado prematuro.
—Lo siento, tengo que ir a echar un vistazo. Es mi padre. ¿Vas a estar aquí?
Johann consultó el reloj.
—Tengo que hacer algunas cosas. Pero nos vemos después, seguro. Gracias por el café.
—¡Christiiiiine!