Authors: Brian Lumley
En cambio, tenía que ver con el hecho de que Dolgikh lo había sorprendido, había atrapado a la araña británica en su propia red, precisamente aquí, en su casa segura. Normalmente, el piso habría estado ocupado por dos o tres agentes más del servicio secreto, pero, como Cornwell (o «Brown») estaba atareado en algo que rebasaba los límites del espionaje corriente —en realidad, en un trabajo de especialista—, los ocupantes regulares habían sido «llamados» para otro trabajo, dejando el lugar vacío y sólo accesible a Brown.
Brown había llevado allí a Dolgikh el sábado, pero, en poco más de veinticuatro horas, el ruso había conseguido volver las tornas. Fingiendo que dormía, había esperado al mediodía del domingo, en que salió Brown para tomar una cerveza y comer un bocadillo, y entonces había trabajado frenéticamente para librarse de las cuerdas con que estaba atado. Cuando volvió Brown cincuenta minutos más tarde, Dolgikh lo pilló completamente por sorpresa. Más tarde… Brown había vuelto en sí sobresaltado, con la mente y la carne simultáneamente atacadas por unas sales aplicadas a su nariz y unas fuertes patadas en sus partes más sensibles. Y se había encontrado con que se habían invertido las posiciones, pues ahora estaba él atado en el sillón, mientras Dolgikh sonreía. Salvo que la sonrisa del ruso era la de una hiena.
Sólo había una cosa, sí, una sola, que Dolgikh quería saber: ¿dónde se hallaban ahora Krakovitch, Kyle y compañía? El ruso estaba seguro de que lo habían apartado deliberadamente del juego, lo cual podía significar que el premio sería muy elevado. Ahora tenía la intención de volver a meterse en él.
—No sé dónde están —le había dicho Brown—. Yo sólo me cuido de mis asuntos.
Dolgikh, cuyo inglés algo gutural era bueno, no estaba para cuentos. Si no podía descubrir dónde estaban los de la percepción extrasensorial, sería el fin de su misión. Y es probable que el próximo trabajo tendría que realizarlo en Siberia.
—¿Cómo dieron ellos conmigo?
—Yo di contigo. Reconocí tu fea cara, cuyos detalles he transmitido ya a Londres. Sin mi ayuda, ellos no habrían podido localizarte ni en una jaula de monos del zoo. Y no es que esto hubiese importado mucho…
—Si les hablaste de mí, ellos debieron decirte por qué querían pararme los pies. Y tal vez te dijeron adonde iban. Ahora tú me lo dirás.
—No puedo hacerlo.
Al oír esto, Dolgikh se había acercado mucho y ya no sonreía.
—Señor agente secreto, o lo que seas, te has metido en un buen lío. Lo malo es que, si no colaboras, tendré que matarte. Krakovitch y su amigo soldado son unos traidores, pues debieron al menos saber esto. Tú les dijiste que yo estaba aquí; ellos te dieron órdenes o, al menos, cumplieron las suyas. Yo soy un agente fuera de mi país, trabajando contra los enemigos de mi patria. No vacilaré en matarte, si eres terco; pero pasarás un rato muy desagradable antes de morir. ¿Me entiendes?
Brown había comprendido bastante bien.
—No hables de matar, hombre —dijo—. Yo habría podido matarte en muchas ocasiones, pero mis instrucciones no eran ésas. Sólo tenía que entretenerte. ¿Por qué dar a las cosas más importancia de la que tienen?
—¿Por qué trabajan los británicos con Krakovitch? ¿Qué están haciendo? Lo malo de esa pandilla de psíquicos es que todos se imaginan que son mejores que el resto de nosotros. Creen que la mente, y no el músculo, debería gobernar el mundo. Pero tú y yo y los demás como nosotros sabemos que esto no es verdad. El más fuerte gana siempre. El gran guerrero triunfa, mientras el gran pensador está reflexionando todavía. Como tú y yo. Tú haces lo que ellos te dicen y yo trabajo por instinto. Y tengo las de ganar.
—¿De veras? ¿Por eso me amenazas con la muerte?
—Te lo pregunto por última vez. ¿Dónde están?
Brown siguió sin decir nada. Se limitó a sonreír y apretar los dientes.
Dolgikh no tenía tiempo que perder. Era un experto en interrogatorios, lo cual significaba tortura en esta ocasión. Básicamente, hay dos clases de tortura: la mental y la física. Con sólo mirar a Brown, presumió Dolgikh que no bastaría el dolor para quebrantar su voluntad. No a corto plazo. En todo caso, Dolgikh no traía consigo los útiles bastante especiales que habría necesitado. Claro que siempre podía improvisar, pero… no sería lo mismo. Tampoco deseaba marcar a Brown; al menos, de momento. Por consiguiente debía ser una tortura psicológica, ¡el miedo!
Y el ruso había descubierto desde el primer momento el punto flaco de Brown.
—Advertirás —dijo al agente británico, en tono natural—, que, aunque estás muy bien atado, mucho mejor de como tú me ataste a mí, no te he sujetado en realidad al sillón. —Entonces había abierto las altas persianas del estrecho balcón de atrás—. Supongo que sales a menudo aquí a admirar la vista, ¿eh?
Brown había palidecido al instante.
—¡Oh! —Dolgikh se le echó al momento encima—. ¿No te gusta la altura, amigo mío?
Había arrastrado el sillón de Brown hasta el balcón y le había dado rápidamente la vuelta de manera que Brown quedase contra el murete. Quince centímetros de ladrillos y mortero y de estropeado revestimiento de yeso lo separaban del espacio y de la gravedad. Y su semblante no pudo ser más elocuente.
Dolgikh lo había dejado allí, había recorrido el piso a toda prisa y había confirmado su sospecha. Desde luego, encontró cerradas todas las ventanas y las puertas de los balcones, tapando no sólo la luz sino también la altura. ¡Sobre todo la altura! Mr. Brown padecía vértigo.
Después de esto, el juego había sido completamente diferente.
El ruso había arrastrado de nuevo a Brown al interior y había colocado el sillón a unos quince centímetros del balcón. Después había tomado un cuchillo de cocina y empezaba a aflojar los ladrillos del murete, a la vista del impotente agente. Y mientras trabajaba, iba explicando lo que se proponía.
—Ahora vamos a empezar de nuevo y te haré algunas preguntas. Si las contestas correctamente, es decir, con sinceridad y sin poner reparos, te quedarás donde estás. Mejor aún, conservarás la vida. Pero cada vez que no respondas o digas una mentira te acercaré un poco más al balcón y aflojaré más el mortero. Naturalmente, me enfadaré si no juegas el juego a mi manera. Es probable que me enfurezca. En tal caso me sentiré tentado a arrojarte de nuevo contra el murete. Pero cuando lo haga, éste será mucho más débil…
Y así había empezado el juego.
Esto había ocurrido alrededor de las siete de la tarde y ahora eran las nueve y la cara del murete, que se había convertido en centro de toda la atención de Brown, estaba completamente rascada y muchos de los ladrillos aparecían visiblemente flojos. Peor aún, el sillón de Brown estaba con las patas delanteras dentro del balcón, a casi un metro del pretil. Más allá, la silueta de la ciudad y las montañas, atrás, estaban salpicadas de luces centelleantes.
Dolgikh se irguió, apartó los cascotes con los pies y sacudió con pesadumbre la cabeza.
—Bueno, caballero, lo has hecho bastante bien, pero no del todo, y ahora, como sospechaba que podía ocurrir, me siento cansado y un poco frustrado. Me has contado muchas cosas, algunas importantes y otras sin importancia, pero todavía no me has dicho lo que más quiero saber. He agotado la paciencia.
Se colocó detrás de Brown y empujó el sillón hacia adelante, hasta el murete. La barbilla de Brown estaba a la altura del borde de aquél, a menos de medio metro de distancia.
—¿Quieres vivir, señor agente?
La voz de Dolgikh era suave y amenazadora.
En realidad, el ruso pretendía matar a Brown, aunque sólo fuese para hacerle pagar lo del día anterior. Desde el punto de vista de Brown, Dolgikh no tenía necesidad de matarlo; sería una acción inútil y podía indisponerlo todavía más con el servicio secreto británico, que sin duda lo tenía ya en la «lista negra». Pero, desde el punto de vista del ruso…, estaba ya en varias listas. Y en todo caso, disfrutaba asesinando. Sin embargo, Brown no podía estar absolutamente seguro de las intenciones de Dolgikh y, mientras hay vida, hay esperanza.
El agente miró por encima del murete las luces innumerables de Génova.
—Londres sabrá quién lo ha hecho, si… —empezó a decir, y lanzó un breve grito cuando Dolgikh sacudió con violencia el sillón.
Brown abrió los ojos, respiró y tragó saliva, temblando, a punto de desmayarse. En realidad, sólo temía una cosa en el mundo, y era la que tenía delante. Con razón lo habían declarado inútil para el SAS. Podía sentir el vacío debajo de él, como si estuviese ya en plena caída.
—Bueno —dijo el ruso, y suspiró—, no puedo decir que me alegrase de conocerte, pero estoy seguro que dejar de conocerte será para mí un gran placer. Y así…
—
¡Espera!
—jadeó Brown—. Promete que me llevarás de nuevo dentro si te lo digo.
Dolgikh se encogió de hombros.
—Sólo te mataré si me obligas a hacerlo. No responder sería un suicidio, más que un asesinato.
Brown se lamió los labios. ¡Qué diablos, era su vida! Kyle y los otros habían salido con ventaja. El ya había hecho bastante.
—Rumania, ¡Bucarest! —farfulló—. Tomaron un avión la noche pasada, para llegar a Bucarest a eso de las doce.
Dolgikh se plantó a su lado, inclinó la cabeza a un lado y contempló la cara sudorosa y vuelta hacia arriba.
—¿Sabes que puedo telefonear al aeropuerto para comprobarlo?
—Desde luego —gimió Brown. Ahora lloraba sin avergonzarse. Había perdido por entero su valor—. Llévame dentro.
El ruso sonrió.
—Con mucho gusto.
Se ocultó a su vista. Brown sintió que cortaba con el cuchillo la cuerda que le sujetaba las muñecas a la espalda. Las ataduras se rompieron y Brown lanzó un gemido cuando llevó los brazos delante del pecho. Tan rígidos estaban que apenas podía moverlos. Dolgikh le soltó los pies y recogió los trozos cortos de cuerda. Brown hizo un esfuerzo y empezó a ponerse en pie, tambaleándose…
Y sin previo aviso, el ruso apoyó ambas manos en su espalda y empleó toda su fuerza para empujarlo hacia adelante. Brown gritó, salió disparado, chocó contra el murete y se derrumbó en el vacío. Ladrillos de fantasía y fragmentos de yeso y mortero cayeron con él.
Dolgikh miró y escupió tras él; después se enjugó la boca con el dorso de la mano. Abajo, allá en lo hondo, sonó un golpe sordo y ruido de ladrillos.
Momentos más tarde, el ruso se puso el abrigo ligero de Brown, salió del piso y limpió el tirador de la puerta. Tomó el ascensor hasta la planta baja y salió del edificio, caminando despacio. Cuando hubo andado unos cincuenta metros, paró un taxi y pidió que lo llevase al aeropuerto. Durante el trayecto, bajó el cristal de la ventanilla y tiró unos trocitos de cuerda. El conductor, atento al tráfico, no lo vio…
A las once de aquella noche, Theo Dolgikh había estado al habla con su superior inmediato de Moscú y se dirigía a Bucarest. Si no hubiese estado imposibilitado de hacerlo durante las últimas veinticuatro horas, si hubiese podido comunicar más pronto con su control, habría sabido dónde estaban Kyle, Krakovitch y los otros, sin tener que matar a Brown para obtener aquella información. No era que esto le importase mucho, pues sabía que lo habría matado de todas maneras.
Además, hubiese podido saber algo de lo que estaban haciendo aquéllos en Rumania, que en realidad estaban buscando… ¿algo enterrado? El control de Dolgikh no había querido ser más específico. ¿Tal vez un tesoro? Dolgikh no podía imaginarlo y, en realidad, no le interesaba. Borró la pregunta de su mente. Hicieran lo que hiciesen, no era bueno para Rusia, y esto era bastante para él.
Ahora, embutido en el pequeño asiento del avión de pasajeros que cruzaba el norte del Adriático, se echó un poco hacia atrás y se relajó, dejando que su mente divagase, envuelta en el zumbido de los motores.
Rumania. La región alrededor de Ionesti. Algo enterrado. Todo era muy extraño.
Y más extraño aún, el «control» de Dolgikh era uno de ellos, uno de esos malditos espías psíquicos, ¡tan detestados por Andropov! El hombre de la KGB cerró los ojos y rió entre dientes. ¿Cuál sería la reacción de Krakovitch, se preguntaba, cuando descubriese al fin que el traidor en su preciosa Organización E era su propio segundo en el mando, un hombre llamado Iván Gerenko?
Yulian Bodescu no había pasado una noche agradable. Ni siquiera la presencia de su hermosa prima en la cama, para que se sirviese de su precioso cuerpo como más le divirtiera, había compensado sus pesadillas y fantasías y vagos recuerdos frustrados de un pasado que no era enteramente suyo.
Todo se debía a aquellos vigilantes, presumió Yulian; aquellos malditos entremetidos cuyo espionaje (¿con qué fin?, ¿qué sabían?, ¿qué trataban de descubrir?), durante las últimas cuarenta y ocho horas, se había convertido en una irritación casi insoportable. Oh, ya no tenía verdaderos motivos para temerlos (George Lake era ceniza y las tres mujeres no se atreverían nunca a ir contra él), ¡pero aquellos hombres estaban allí! Como una picazón que no se podía rascar. O a la que no se podía llegar… de momento. Sí, ellos eran los responsables.
Ellos habían provocado las pesadillas de Yulian, sus sueños de estacas, de espadas de acero y de brillantes y devoradoras llamas. En cuanto a los otros sueños, de montes bajos en forma de cruz, de árboles oscuros y de una Cosa en el suelo que lo llamaba una y otra vez, atrayéndolo con dedos que goteaban sangre…, Yulian no sabía cómo interpretarlos.
Pues había estado allí, realmente
allí
, en los montes cruciformes, la noche en que había muerto su padre. Sabía que cuando había ocurrido eso, él no era más que un feto en el seno de su madre, pero ¿qué
más
había sucedido entonces? En todo caso, sus raíces estaban allí; estaba seguro. Y sólo había una manera de confirmarlo con absoluta certeza: responder a la llamada e ir allí. Por cierto, un viaje a Rumania podía servirle para resolver dos problemas al mismo tiempo; pues, con los vigilantes secretos en los campos y caminos alrededor de Harkley, era un buen momento para desaparecer durante un tiempo.
Salvo que… debería saber primero cuál era el verdadero objetivo de aquellos espías. ¿Sospechaban simplemente, o sabían en verdad algo? Y si era así, ¿qué pretendían hacer al respecto? Yulian había concebido ya un plan para obtener respuesta a estas preguntas. Sólo era cuestión de prepararlo bien, y nada más…
Aquel lunes estaba el cielo nuboso y el día era gris, al levantarse Yulian de la cama. Ordenó a Helen que se bañara, se vistiera y arreglara, y anduviera por la casa y los jardines como si su vida fuese completamente normal, como si nada hubiese cambiado. Después se vistió a su vez, bajó al sótano y dio las mismas instrucciones a Anne. Y lo propio hizo con su madre, en la habitación de ésta. Tenían que comportarse con naturalidad y no hacer nada que resultase sospechoso; sí, y Helen podía llevarlo incluso a Torquay, por una hora o dos.