—Cohl —insinuó Rella.
—No nos pagarán si llegamos sin el aurodium, cariño —respondió él, mirándola de reojo.
Ella se mordió el labio inferior con sus dientes perfectos.
—Sí, pero tenemos que estar vivos para poder gastarlo.
—La muerte no está en las cartas, al menos no en esta mano —respondió él, negando con la cabeza.
Cerca del puente, un caza del Frente de la Nebulosa era acertado por rayos de energía letal, desintegrándose en una nube de desechos y gas al rojo blanco.
—El
Adquisidor
nos dispara —informó uno de los mercenarios.
Una inquietud repentina se pintó en los rasgos de Rella.
Cohl ignoró la mirada que ella le dedicaba. Arrancó a Dofine de la silla de mando y lo puso en pie sobre la pasarela, empujándolo hacia la destrozada escotilla del puente.
—Dése prisa, comandante. Se nos acaba de reducir el margen de salida.
U
na última vaina se movía en la caótica penumbra del hangar de estribor, usando sus repulsores para dirigirse a un muelle de amarre de la zona tres sin llamar mucho la atención. Su forma recordaba la de un nabo, y era más ancha que la mayoría de las vainas que solían desviarse a la zona tres, pero no tan grande como la utilizada por el Frente de la Nebulosa para infiltrarse en el carguero, y ni se acercaba al tamaño de alguna de las barcazas de mineral. Y sobre todo, al igual que la nave de los terroristas, no daba ninguna señal de llevar un cargamento vivo.
En asientos situados espalda contra espalda iban dos humanos machos cuya vestimenta era diametralmente opuesta a la de Daultay Dofine. Sus túnicas y pantalones de suaves colores eran holgados y sin adornos, sus botas de caña de piel de nerf, y no usaban ni tiara ni joyas.
Su modesto atavío sólo hacía más misteriosa aún su evidente estratagema.
La falsa vaina de carga carecía de miradores o claraboyas de algún tipo, pero unas videocámaras ocultas en el casco transmitían diferentes visiones del hangar a las pantallas del interior del vehículo.
El joven del asiento delantero observaba el desorden provocado por Cohl y sus hombres a su paso.
—El capitán Cohl deja un rastro fácil de seguir, Maestro —comentó con voz nasal.
—Así es, padawan. Pero el rastro que te hace atravesar el bosque no es siempre el que uno desea seguir al irse. Busca con tus sentidos, Obi-Wan.
El hombre de más edad también era el más grande de los dos e iba apretado en el asiento de popa. Su cara ancha lucía una barba poblada, y llevaba recogida la espesa melena gris para evitar que cayera sobre la frente noble e inclinada. Tenía los ojos de un azul profundo, y el puente de la nariz plano, como si se la hubiera roto sin que los tratamientos de bacta hubieran conseguido repararla.
Se llamaba Qui-Gon Jinn.
Su compañero a los mandos de la vaina, Obi-Wan Kenobi, tenía un rostro juvenil e imberbe, una barbilla hendida y una frente recta y amplia. Llevaba el cabello corto, exceptuando una corta coleta que salía de su nuca y una única trenza que le caía por detrás de la oreja hasta tocarle el hombro derecho, distintiva de su rango de padawan. Éste era un término consustancial a la orden a la que pertenecían los dos, y significaba aprendiz o protegido.
Esa orden era conocida como Caballeros Jedi.
—Maestro, ¿ves alguna señal de su vehículo? —preguntó el joven Kenobi por encinta del hombro.
El Jedi se volvió en su asiento para indicar una vaina abierta en la parte inferior de la pantalla de Obi-Wan.
—Ahí está. Deben planear un despegue desde la puerta del hangar del borde interno. Sitúanos cerca, con nuestra escotilla mirando al lado contrario de su vaina. Pero procura no llamar la atención. Cohl habrá apostado centinelas.
—¿Quieres pilotar tú, Maestro? —sugirió molesto el joven.
—Sólo si estás cansado, padawan —contestó, sonriendo para sus adentros.
—Estoy cualquier cosa menos cansado, Maestro —repuso, apretando los labios, y mirando la pantalla por un momento—. He encontrado un buen sitio.
La vaina se aposentó sobre su tren de aterrizaje, compuesto por un cuarteto de discos, como si estuviera guiada por los androides de tráfico del hangar. Los dos Jedi guardaron silencio mientras examinaban las videoimágenes. Al cabo de largos momentos, una pareja de humanos salió de la vaina de Cohl, con máscaras de oxígeno cubriéndoles el rostro y rifles disruptores en las manos.
—Tenías razón, Maestro. Cohl se vuelve predecible.
—Esperemos que sea así, Obi-Wan.
Uno de los centinelas rodeó la vaina, volviendo luego a la escotilla abierta, donde le esperaba el otro.
—Es nuestra oportunidad —dijo Qui-Gon—. Ya sabes…
—Sé lo que hacer, Maestro. Pero sigo sin comprender tu razonamiento. Podemos sorprender a Cohl aquí y ahora.
—Es más importante descubrir el emplazamiento de la base del Frente de la Nebulosa. Ya habrá tiempo para poner fin a las andanzas del capitán Cohl.
Qui-Gon insertó en su boca un pequeño aparato respirador y apretó el interruptor que abría la escotilla frontal. Una cacofonía de chirriantes sirenas salió a su encuentro. Los dos Jedi salieron al rojo brillo de las luces de emergencia que inundaba la bodega de carga.
Ningún objeto era más simbólico para los Caballeros Jedi que el bruñido cilindro de aleación que llevaban en los cinturones de piel que ceñía sus túnicas. La abundancia de compartimentos de esos cinturones hacía pensar que ese cilindro de treinta y cinco centímetros era una herramienta de algún tipo, de hecho así la consideraban los Jedi, pero en realidad eran armas de luz, tanto real como figurativamente hablando, y los jedi llevaban miles de generaciones utilizándolas al servicio de la República Galáctica en su calidad de administradores de paz y de justicia.
Pero la verdadera fuente del poder de un Jedi no era el sable láser de cristales, pues ése nacía del omnipresente campo de energía que impregna todo lo que vive y que mantiene unida a la galaxia, un campo de fuerza que ellos llamaban la Fuerza.
La orden había dedicado decenas de miles de años a su estudio y meditación, y el fruto de esa devoción había sido una serie de poderes que superaban los de los mortales corrientes: el de poder mover objetos con la voluntad, el de nublar los pensamientos de mentes débiles y el de poder contemplar el futuro. Pero por encima de todo ello estaba la habilidad de vivir en simbiosis con toda la vida, y de ese modo aliarse a la misma Fuerza.
Qui-Gon se movió con silencio y rapidez sobrenaturales hacia la vaina de Cohl, llevando el sable láser en la diestra, ocultándose tras otras vainas siempre que podía. Sabía que, con todo el ruido que había en el hangar, no le sería nada fácil distraer a los dos guardias. Pero tenía que ganar algo de tiempo para Obi-Wan, aunque sólo fueran unos segundos.
Sobre el curvado morro de una de las vainas se encontraba lo que quedaba del torso y la cabeza alargada de un androide de combate. Sin perder de vista a los centinelas, Qui-Gon presionó el botón activador situado encima de las guías de la empuñadura del sable láser.
Una varilla de brillante energía verde siseó al brotar del mango de la espada, vibrando al entrar en contacto con el enrarecido aire. Separó la cabeza del androide de su delgado cuello con un único golpe de su sable láser. Al mismo tiempo, extendió la mano izquierda con la palma hacia afuera y usó la Fuerza para enviar la cabeza cortada hasta el otro lado del hangar, donde chocó contra la cubierta de forma estridente a escasos cinco metros de donde se encontraban los terroristas.
La pareja se giró hacia el sonido, alzando las armas.
En ese instante, Obi-Wan desapareció en un borrón de movimiento, en dirección a la vaina de Cohl.
En los niveles centrales de la centrosfera del carguero, Cohl, Rella, Boiny y el resto de la banda miraban boquiabiertos y con ojos desorbitados los lingotes de aurodium, que se habían sacado de la cámara de seguridad del
Ganancias
para ser amorosamente apilados sobre un hovertrineo. Los lingotes brillaban con una hipnótica luz interior en constante variación que invocaba a todos los colores del arco iris.
Ni siquiera Dofine y sus cuatro oficiales del puente podían apartar los ojos de ello.
—Dame una bofetada y llámame idiota —dijo Boiny—. Ya no me queda nada por ver.
Cohl salió de su trance y se volvió hacia Dofine, cuyas delgadas muñecas estaban sujetas por brillantes electrogrilletes.
—Tiene nuestra gratitud, comandante. La mayoría de los neimoidianos no se habrían mostrado tan colaboradores.
—Va demasiado lejos, capitán —repuso furioso el prisionero.
—Eso dígaselo a los miembros de la Directiva de la Federación de Comercio —contentó el humano encogiéndose de hombros para terminar la conversación.
Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Rella para que se llevara el trineo, cogiendo a continuación a Boiny por los hombros para guiarlo hasta un panel de control.
—Conecta con el ordenador central y dile que repase los impulsores de combustible. En cuanto localice el detonador térmico ordenará que se abandone la nave.
Boiny, asintió, comprendiendo.
—Asegúrate de convencerlo para que también expulse fuera a todas las barcazas y vainas de carga —añadió Cohl.
Los ojos de Dofine se iluminaron al oír eso.
—Así que la lommite también es importante.
El humano se volvió hacia él.
—Me confunde con alguien al que le preocupa lo que pasa entre la Federación de Comercio y el Frente de la Nebulosa.
—¿Por qué salva entonces la carga? —interrogó confuso el neimoidiano.
—¿Salvarla? —Cohl se llevó las manos a las caderas y rió con ganas—. Me estoy limitando a proporcionar al
Adquisidor
un entorno rico en blancos.
Obi-Wan volvió a la nave Jedi con la misma extraordinaria ligereza con la que se había acercado a la vaina de los terroristas.
—Todo está dispuesto, Maestro —dijo elevando el tono lo bastante corto para ser oído por encima de las aullantes sirenas.
Qui-Gon le indicó que entrara por la escotilla, pero apenas había alzado un pie cuando todas las vainas del hangar empezaron a levitar y a girar en dirección hacia otros hangares.
—¿Qué está pasando?
Qui-Gon miró a su alrededor con cierta perplejidad.
—Están expulsando la carga.
—No es una acción propia de terroristas, Maestro.
—El ordenador central nunca consentiría algo así, a no ser que el carguero corriera grave peligro —repuso el Caballero Jedi frunciendo el ceño.
—Quizá sea así, Maestro.
—En cualquier caso, siempre estaremos mejor dentro de nuestro vehículo, padawan, Cohl llegará en cualquier momento, a no ser que haya fracasado en su misión.
La banda de Cohl corría en dirección al punto de encuentro por la ancha avenida que era el hangar de estribor, manteniendo apenas el ritmo del hovertrineo cargado de lingotes. La tripulación del puente del
Ganancias
se esforzaba por mantenerse a su altura, pese a estar equipada con máscaras respiradoras y verse aguijoneadas en la espalda por los cañones de las pistolas láser de los terroristas. Las vainas de carga y las gabarras flotaban por todas partes, en dirección a las puertas internas y externas de los hangares.
Hasta Cohl estaba sin aliento para cuando llegaron a la zona tres y a la vaina que les esperaba allí. Sólo había conseguido volver un miembro del primer grupo, un bothan de vello rubio, pero Cohl se negó a preocuparse por el destino de los demás. Todos los hombres elegidos para la operación habían estado al tanto de los riesgos.
—Subid el aurodium —le gritó a Boiny por el comunicador del respirador—. Rella, haz recuento y que suba todo el mundo a bordo.
Daultay Dofine miró preocupado al temporizador que aun tenía en el dorso de la mano.
—¿Qué va a ser de nosotros? —gritó.
Un miembro humano de la banda de Cohl hizo un gesto amplio en dirección a una vaina cercana que aún no había despegado.
—Sugiero que la descarguéis y que os amontonéis dentro.
—Moriremos en su interior —parpadeó Dofine sumido en el pánico.
—Ésa es la idea —repuso el humano con una carcajada de desdén.
—Su palabra… —dijo el neimoidiano mirando a Cohl.
Éste inclinó la cabeza a un lado para leer el temporizador, antes de clavar la mirada en Dofine.
—Si se dan prisa, llegarán a tiempo a las vainas de salvamento.
O
bi-Wan no activó los motores repulsores hasta que no vio la vaina de los terroristas alzándose de la cubierta del hangar. A las enormes aberturas situadas al final de los brazos hangares había que añadir ahora las creadas por los portales de contención magnética que se estaban abriendo en la curva interna de cada zona. Decenas de vainas y barcazas de carga empezaron a dirigirse hacia esas aberturas más pequeñas, formándose rápidamente un cuello de botella en ellas pese a los esfuerzos supervisores del ordenador central.
Obi-Wan comprendió que si se demoraban demasiado en llegar al portal más cercano, tanto Qui-Gon como él se verían obligados a buscar otro medio de abandonar la nave. Pero el joven Jedi era sobre todo metódico y, antes de decidir un rumbo, dedicó un largo momento a estudiar el ritmo del tráfico, anticipando cuáles podían ser los lugares más probables de generar un atasco.
El rumbo que trazó los llevó directamente a los elevados techos del hangar, entre poleas y grúas, antes de descender hacia el portal de contención de la zona tres. El joven rozó tres vainas en su descenso y evitó limpiamente la colisión con una barcaza que empezaba a atascar la salida.
Cohl había dejado el hangar unos minutos antes, pero el rastreador que Obi-Wan le había colocado en la nave permitiría a los Jedi distinguir su vaina entre las miles que componían la manada que salía en estampida del carguero.
—Ya los tenemos, Maestro —dijo a un Qui-Gon que estudiaba las pantallas—. Se dirigen a la centrosfera. No sé si pretenden sobrevolarla o descender bajo ella, pero aumentan la velocidad.
—No te separes de ellos. Pero mantente a una distancia segura. Aún no queremos descubrir nuestra presencia.
La parte interior del carguero en forma de anillo era un espectáculo digno de admiración; ante ellos tenían la centrosfera blanco hueso, con sus inmensos brazos perdiéndose de vista a ambos lados, y toda una multitud de naves de todas formas y tamaños saliendo de sus hangares. Pero el movimiento errático de esas vainas y gabarras no dejaban mucho tiempo a Obi-Wan para contemplar el paisaje. Dividía su atención entre el titilarte círculo que era la vaina de Cohl en los monitores de control y las pantallas de la consola que le mostraban imágenes del exterior.