Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
«Entonces se me ocurrió», le expliqué a Herschel mientras buscábamos un taxi, sin esperar maletas, con únicamente el cuerpo desmadejado de la muñeca que elegimos para Estelle pasando de sus brazos a los míos, porque la gente como nosotros viaja casi siempre con equipaje de mano, y si no huye de sí es porque avanza al encuentro del perseguido que lleva dentro, y al son de los tambores que lo degradan del rango anhelado por el que tanto luchó, pobre
capitaine
Dreyfus. Faustino Lagranja era un imbécil, de acuerdo, y ahí estaba yo hablando a trompicones, no, no os exaltéis, carajo, si no sabéis qué voy a proponer, ese discurso tuyo sobre la culpa de
ellos,
Elias, me ha dado una idea... «Llénanos otra vez los vasos, por favor, Jérôme, y vosotros dos, oídme bien: tenemos organizaciones sefardíes, en París y hasta en Nueva York, más bien pobres, de acuerdo, pero dotadas de unas infraestructuras que...» Les hablé, sucinta y agitadamente, del jovenzuelo al que detuve, y salvé, a las pocas horas de nuestra reconquista republicana de Teruel, rescatándolo del impulso linchador de una hosca multitud, abriéndome paso, pistola en mano, entre mujeres iracundas y niños raquíticos, al grito, recién inventado, de
«¡Servicio Obrero Internacional! ¡Suéltenlo!». Un chico enclenque e impávido, que cuando lo arrastré a un improvisado despacho de capitanía donde aún colgaban tibias camisas azules de clavos incrustados en la pared, fingió no verme, aunque le temblaban las aletas de la nariz goteante de mocos, y el cuerpo sangrante de arañazos, y no me quitaba ojo de encima. Esperé un rato (decían que había que interrogarlo, pero a mí eso se me antojó una estupidez, si era únicamente un muchacho de camisa azul, enrabietado de himnos y subyugado por prosodias imperiales, se le notaba en la cara enfurruñada de hijo de ricos), más que nada porque agradecía el calorcillo de la estufa vuelta a encender, y la tranquilidad de unas horas sin combates, y cuando lo creí dormido saqué mis libros del macuto medio hecho trizas y me puse a leer. Debí quedarme traspuesto, porque lo recuerdo despertándome, sacudiéndome los hombros, cómplice a su pesar y todavía displicente: «De modo que entiende el griego clásico», eso afirmó, mientras señalaba, con una mano de uñas muy sucias -esa suciedad que invade a los ricos a las veinticuatro horas de no poder lavarse-, mi tomo de la
Ilíada.
«Nací en Grecia», repuse, molesto porque ese chiquilicuatre me había despertado tras varias noches de no dormir, «pero soy español. Más español que tú», y él sonrió y contestó: «yo no quiero ser
so-lamente
español. Yo quiero ser como Jasón, el de los argonautas. También me gusta Aquiles, en la
Ilíada».
Sacudí la cabeza, «de veras», le solté incrédulo, «yo siempre preferí a Héctor». Y enseguida: «me figuro que fuiste, que serás estudiante de clásicas». Pero él ya no atendía, aunque asintiese ansioso, segundo curso, sí, musitaba entre dientes, con rabia de muchacho que teme que no le sean ofrecidas las ocasiones de emular a sus héroes.
«¡Héctor!, pero si Héctor era como un padre de familia burgués!, ¡si hasta tenía hijos!» «Hijo», corregí de pronto muy divertido, «ya sabes, Astyanax». Nos pasamos el resto de la noche hablando (y recitándolo) de Hornero, de madrugada mandé a mis hombres que lo liberasen, qué manía les había entrado con fusilar a un chicuelo con granos e imaginación arrebatada, por qué me daban la vara con que ese Roberto Sanguina tenía fama de pegarle a gusto a sindicalistas y estudiantes no afines, si para mí estaba claro que no era capaz de atizarle ni a su sombra sobre una página. Y no me equivocaba. El «héroe» que encendía su imaginación con sus relatos de palizas a turbulentos militantes del «populacho» se llamaba Alfredo, y era su hermano mayor. «Que lo manden a su casa, junto a la presumiblemente horrible mamá», ordené cuando ya no podía oírme. «Oficial Miranda», dijo antes de irse, y casi cuadrándose bajo el dintel, «oficial Miranda, quiero que sepa, que lo sepa usted, un hombre tan culto, tan distinto a esas... esas bestias desgreñadas y sin ley o sin más ley que la de su atavismo anarquista... quiero que sepa que el apellido Sanguina le estará siempre agradecido. Le debemos un favor, oficial Miranda». Jérôme nos acababa de servir otra ronda y entonces me acordé de todo aquello, como en una iluminación... y les hablé, a media voz, de Alfredo Sanguina, segundo de a bordo del agregado cultural de la embajada de Franco, no hacía ni dos días que había leído su nombramiento en
Le
Matin.
«¡Un Sanguina!», grité, «y el tipo me debe
un favor».
«Otro hijo de puta», resopló Devidas, y yo me eché a reír. «Sí, pero ese hijo de puta no se andará por las ramas. Sabe que somos judíos, no chocheará locamente con el asunto, seguro que no desvaría como el ido de Lagranja. Le salvé la vida a su hermano menor, acaso eso cuente para él. Y puede que se pregunte, como ciertos franquistas, de entre los menos ineptos, qué ocurrirá con España, con sus funcionarios en el exterior, si la guerra llega a dar un vuelco y sus partes radiados empiezan a tener que callarse victorias aliadas. Victorias de verdad, avances inequívocos.» «Tenéis hijos», añadí indignado porque me estaban mirando con desconfianza, «y yo no los tengo, de acuerdo, pero nadie, y menos yo, os pide que reneguéis, que los convirtáis. No os estoy pidiendo que agachemos las cabezas, que nos metamos de lleno en la traición. Sólo os estoy diciendo que no sería mala cosa aprovechar esa mala conciencia rastrera de la que tú hablabas, Elias, para sacarles algo... algo, digamos, razonable. Salvoconductos para los niños, por ejemplo, o ciertas promesas, al menos, de hacer la vista gorda en el caso de que lográsemos hacerles salir de Francia».
Y así nació la organización de socorro «Sefarad», de resultas de una fantasía tabernaria. Oh no, le expliqué a Herschel, quién se atrevería a calificar aquella operación de logro ni de, mucho menos, un éxito, claro está que entre lo que pedíamos y lo que obtuvimos mediaron abismos, desde luego que sólo conseguimos salvar, y arrancar de las garras nazis, a un escaso puñado de niños que escucharon por vez primera, tras cruzar clandestinamente la frontera, el son legendario de la lengua de sus madres en palabras distintas, en ese devastado país de sus orígenes que les resultaría más extraño que los hostiles uniformes, casi tan atemorizadores como los que dejaban a sus espaldas, de las tropas que custodiaban sus caminos con violencia de bandidos. Esa «mala conciencia» histórica no llegaba al punto de involucrarlos a
ellos,
a la luz del día, y a la hora señalada por los relojes de sus amigos alemanes, en quijotescas operaciones de rescate, comprendimos enseguida. Pero Alfredo Sanguina -un hombrecito frío, de rostro que hubiera sido góticamente hermoso de no haberlo marcado con saña la viruela- quería mucho a su hermano pequeño, y no sospechaba entonces que éste iba a defraudarlos, a él y al resto de los suyos, al convertirse durante la posguerra en un notorio autor de obras teatrales, muy pronto prohibidas en el país del que se exilió para no volver ni en la hora de esa muerte que hace menos de un mes lo ha arrancado de su agonía de enfermo de sida con sarcoma de Kaposi en la cama de un hospital de Boston; unas obras cuyos protagonistas se mofaban «de tirios y troyanos», le dije en esa ocasión en que fui a verlo a un camerino, luego de un estreno en Broadway, y él no se cuadró, sino que se echó a reír y se arrojó a mis brazos, al grito alegre de «¡oficial Miranda! ¡Volverá a perdonarme la vida también ahora, espero!». Me está muy agradecido por mi gesto en favor de Roberto, afirma su hermano la primera vez que nos vemos, aunque no me extiende la mano, después de todo yo soy un tipo que luchó en su país a las órdenes del enemigo, un paria que lleva en la solapa la amarilla insignia que nos distingue a los leprosos modernos, y me escruta desconfiado tras de unos quevedos decimonónicos, qué se me ofrece, qué está en su mano hacer por mí. «No por mí, sino por los míos», le digo, «por los hijos, señor Sanguina, de quienes llevan siglos sintiéndose españoles y siguen proclamándolo con orgullo», y él se sobresalta, pero no me interrumpe, me escucha hasta el final; una lucecita de astucia destella al fondo de sus pupilas mortecinas cuando menciono la posibilidad, las personas inteligentes son aquellas que no desdeñan estudiar todos los ángulos de un problema, le insisto aduladora-mente, de que varíe el curso de la guerra y de que los aliados... los aliados... Y hay entre nosotros un silencio sofocante que él rompe asintiendo con una lentitud casi ensoñecida. «Interesante... Llámeme dentro de unos días. No a la embajada. A este otro número telefónico», y me alarga su tarjeta.
Cumple lo prometido. En nuestro siguiente encuentro (me ha citado en su piso de la avenida Victor Hugo, indicándome que «si no es molestia» llame por la puerta de servicio) desgrana sus condiciones. «Ha de quedar muy claro que las operaciones de entrada y salida del territorio español, ya que cuento de antemano con su promesa de que nadie intentará establecerse en España, no las respalda a título oficial ninguno de nuestros organismos. Insisto en que nos moveremos en todo momento en el ámbito estricto de las iniciativas privadas. Quiero una discreción absoluta en ese sentido. En beneficio de todos, porque si algo sale mal ni la embajada ni el consulado acudirán en su ayuda, no nos responsabilizaremos de nada ni de nadie y si es necesario fingiremos, en realidad, y para ser más exacto, debería decir que
yo fingiré,
un absoluto desconocimiento del asunto. Por lo que respecta a los... en fin, a los jóvenes
viajeros
en tránsito, he de contar asimismo con ciertas garantías: ninguno tendrá más de catorce años, ni menos de siete, ya se sabe que los muy pequeños son imprevisibles, ni provendrá de ambientes políticamente comprometidos contra nuestro régimen. Eso significa, sobre todo, que no admitiremos la salida de ningún hijo de gente como usted, Miranda, y los dos sabemos a qué me estoy refiriendo. No podemos aceptar a nadie cuyos padres hayan luchado en España. Quiero disponer de antecedentes sobre todos y cada uno de esos muchachos. Sin esa condición no hay trato.» Asentí y pasó a referirme, manifiestamente aliviado, el resultado, «excelente, yo he sido el primer sorprendido», de sus sondeos sobre la cuestión en determinados círculos, «de hecho, la semana entrante uno de mis subordinados viajará a Madrid y se entrevistará en mi nombre con algunas personas para repasar los detalles de orden, digamos, técnico del asunto».
Escuchaba sus palabras, traté de explicarle en Finis al hijo de Ilse, como si éstas me llegasen de muy lejos, del fondo cegado de una cueva de arbotantes calizos y uros pintados embistiéndole al silencio de oscuridades milenarias, desde el recuerdo desvanecido de un avance de guerra donde yo repto entremedias de un caprichoso alinearse de encinas y silbo entre dientes el estribillo agobiante de una canción de cuna que Grete Wolff solía tararearme, haciendo oídos sordos a mis quejas de mantenido, mientras enjabonaba mi cuerpo flaco que tiritaba de pie dentro de la bañera con sirenas esculpidas en las patas de su casa de Berlín. «Niño, niñito mío», susurraba burlona su voz en mi interior, por debajo de ese estruendo de metralla, «no quieras hacerte ahora el hombre porque a tu amante mala mucho mal le hicieron antes de ti los hombres, olvídate de todo y sueña que no naciste y que flotas todavía en la más dulce de las aguas», pero soy yo, o ese otro que fui yo no hace ni cinco años, el que se arrastra sobre los secos terrones de una llanura de árboles doblados por los vientos y arrancados de cuajo por las bombas; «niño, niño mío, quédate lejos de la luz de las cosas, huye de los relojes avisadores de la decrepitud y del tañido de la muerte, no asomes la cabeza para que te la arranquen fuera de mí manos extrañas y al hacerlo te condenen a vivir», era yo quien cerraba los ojos cuando sus dedos derramaban el agua tibia de la jofaina por encima de mi pelo, fui yo quien los abrió de par en par para escapar del siseo de las balas, soy yo quien percibe todavía el amortiguado ensamblarse de sus frases, y, por encima de éstas, el llanto lejano de un niño de corta edad y la risa de una mujer que finge reprenderlo en español. «Mi hijo más pequeño», aduce el primogénito Sanguina incómodo, «le está costando mucho acostumbrarse a París». No le respondo. Los dedos de su mano derecha tamborilean sin ruido sobre un fajo de hojas de calco, la derecha esconde un objeto dentro del puño. «Ningún hijo de gente como usted, Miranda», y vuelve a mí la voz alegre de Klara en un hotel de Provenza donde hemos ido, cientos y tan pocos años antes, a pasar unas cortas vacaciones. «En estos días he imaginado las caras de los hijos que seguramente no tendremos nunca, Sebastián, y te puedo asegurar que de nosotros lo han heredado ya todo. Son aviesos, como tú, y jodidamente frívolos, como yo»; está muy seria y se pinta los labios de espaldas al espejo, y yo, acodado en la ventana, me apodero al trasluz del rictus que envejece sus facciones y me las torna próximamente seductoras, nunca me he atrevido a confesarle a una mujer que odio los carmines. Únicamente Ilse desdeñó siempre esas pinturas labiales que convierten a las mujeres en divas de tragedia apurándose hacia unas escaleras mecánicas o el
hall
de unas oficinas...
Sus dedos continúan tecleando sobre la pila de hojas. «¿Alguna duda?» «¿Nos sería permitida una cualquiera en tales... llamémoslas circunstancias, señor Sanguina?» Se entrecierran sus párpados oblicuos, lo sacude un levísimo estremecimiento. «Desde luego que no, Miranda.» Y barre el oscuro montón de cuartillas con una mano y alza la otra, a la altura de sus ojos. Son unas manos palidísimas, casi translúcidas, como de personaje del Greco. «Los tipos como yo no dejamos herencias», le respondí a Klara esa mañana en Aix-en-Provence, y la vi, de reojo, llevarse las manos al vientre como si temiese la inmediatez de un golpe. Un minuto después buscaba cigarrillos en un cajón de la mesilla y bufaba: «pues sospecho que a tu amiguito Landerman no le importaría hacerme uno o veintisiete hijos, porque sigue mirándome, aunque me haya ido contigo y no con él, de esa manera... ya sabes... Pero no, tú no lo sabes, qué estoy diciendo, si tú no te miras ni a ti mismo». «Cállate», repuse, «deja en paz a Arvid. Déjanos en paz a los dos», y no necesité volverme para atisbar la súbita y cegadora blancura de sus muslos liberados a manotazos de las medias, la rabia de su cuerpo destinándoseme. «Dejadme vosotros en paz a
mí»,
silabeó, «largaos los dos... y tú, por favor, quédate. Quédate y ven».
«Nadie venido de gente como usted», estuve a punto de reírme y de soltarle a Sanguina, con esa fatuidad de antaño que ya no me pertenecía, ya nunca podría pertenecerme, que «la gente como yo no dejamos herencias, no condenamos a nadie a ser nuestro heredero de imágenes y semejanzas, los tipos como yo venimos y nos vamos», pero callé y miré el pisapapeles de vidrio veneciano que su mano derecha ya no escondía, sólo entonces advertí que era zurdo como yo. Una bola del mundo en miniatura, un tornasolado globo terráqueo... Los diminutos continentes bogaron, durante un segundo, por entre las simas de sus sellados océanos de cristal, ante mis ojos encandilados que de nuevo eran los de un niño arrebatado por la magia y el misterio de una tempestad doblando velámenes y cofas de mástiles sobre la cubierta de un buque donde Douglas Fairbanks corre de la proa a la popa, y golpea, sable en mano, defendiéndose del abordaje y plantándoles cara a sus enemigos piratas, el horizonte blanquinegro cubridor de esa especie de tela de caballete, similar a las usadas por Grete Wolff, la rara clienta de nuestra confitería, pero muchísimo más grande, que preside el centro ruidoso de una sala atestada de gentes que comemos dolmás y masticamos garrapiñadas con arrobamiento de hipnotizados; «hoy nos vamos al cinematógrafo, que asegura Rabbí Talavera que todos estos inventos del siglo son buenos y nos traerán paz y venturas...». La mano de mi padre, que amaba el «Progreso» y se refería a sus logros con la misma devoción con que la excéntrica señora Wolff iba meses después a explicarme en su cama los méritos liberadores de esas
avant-gardes
que nos cambiarían las vidas limpiándolas del polvo y la paja de los mil y un prejuicios, se apoya en mi hombro mientras atravesamos una plaza de fachadas fulgentes de azulejos hacia el espejismo del cinematógrafo,