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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

Vencer al Dragón (39 page)

BOOK: Vencer al Dragón
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Jenny se arrancó de sus pensamientos para preguntar:

—¿Cómo supisteis que ella la había usado? —Como los demás, se había bañado y estaba vestida como ellos en la túnica negra y gastada de los sabios de la universidad, demasiado grande para ella y atada a la cintura con fuerza. El cabello, todavía húmedo del baño, le colgaba sobre los hombros.

Los ojos claros del gnomo se encendieron.

—Para sacar poder de la Piedra, debe haber una devolución. La Piedra da poder a los que lo buscan, pero les pide algo a cambio. Los que estábamos acostumbrados a usarla, yo, Taseldwyn, a la que vosotros conocéis como Mab y otros, sentimos la falta de equilibrio. Luego se corrigió, o pareció corregirse. Me quedé tranquilo. —Meneó la cabeza y los ópalos que salpicaban su cabello blanco brillaron en la luz difusa de la larga habitación—. Mab no.

—¿Qué es lo que pide a cambio la Piedra?

Durante un momento, la mirada del gnomo la tocó, leyendo en ella como había hecho Mab, el grado del poder que tenía. Luego, dijo:

—Poder por poder. Todo poder debe pagarse, ya sea del propio espíritu o del depósito de otros. Nosotros, los Curadores, de los cuales soy el jefe, solíamos bailar para la Piedra, para concentrar nuestra magia y darla como alimento a la Piedra, para que otros pudieran tomar de su fuerza y no dar a cambio nada de sus esencias de vida…, la mujer, Zyerne, no sabía cómo hacer la devolución de magia a la Piedra, ni siquiera entendió que tenía que hacerla. Nunca le enseñaron cómo usarla, sólo había espiado y robado hasta que aprendió lo que creyó que era su secreto. Cuando no le dio nada a la Piedra a cambio del poder que sacó de ella, la Piedra empezó a comer de su esencia.

—Y para alimentar esa esencia —dijo Jenny con suavidad, comprendiendo de pronto lo que había visto a la luz de la lámpara de la habitación de Zyerne—, pervirtió los hechizos de curación que podían sacar de la esencia de otros para curar a alguien muy enfermo. Bebió, como un vampiro, para reemplazar lo que le estaban quitando.

En la pálida luz de la ventana, Policarpio dijo:

—Sí. —Y Gareth hundió la cabeza entre las manos—. Así como ella puede sacar de la magia de la Piedra a distancia, la Piedra saca de su cuerpo de mujer también. Me alegro —agregó Policarpio, con el tono de la voz cambiado ahora— de ver que todavía estás bien, Gar.

Gareth levantó la cabeza con desesperación.

—¿Trató de usarte a ti?

El Señor asintió, la cara flaca de zorro llena de amargura.

—Y cuando no la dejé acercarse y te obligué a ti a hacer lo mismo, se volvió hacia Servio, el más cercano al que podía atacar. Tu padre… —Buscó las palabras más amables que se le ocurrieron—. Tu padre ya no le servía de mucho en aquel entonces.

El puño del príncipe golpeó la mesa con una violencia que los asustó a todos, sobre todo a él mismo. Pero no dijo nada, y además, había poco que decir, o que nadie pudiera decirle a él. Después de un momento, Trey se levantó del camastro del rincón, donde había estado tendida como una niña disfrazada con los faldones de su túnica negra, y se acercó a ponerle las manos sobre los hombros.

—¿Hay alguna forma de destruir a Zyerne? —preguntó la muchacha mirando a través de la mesa al pequeño gnomo y al alto maestro que se había situado a su lado.

Gareth se volvió a mirarla, sorprendido; como hombre que era, nunca había sospechado la forma violenta y práctica en que podían pensar las mujeres.

—No con el poder que tiene a través del rey y a través de la Piedra —dijo Policarpio—. Creedme, ya lo había pensado, aunque sabía que podía verme envuelto en una acusación de asesinato por eso. —Una sonrisa leve pasó por su rostro—. Pero de todos modos terminaron acusándome…

—¿Y qué os parece destruir la Piedra entonces? —preguntó John, que había vuelto la cabeza desde donde estaba acostado boca arriba sobre un jergón de patas altas. Hasta lo poco que había podido comer parecía haberle hecho bien. En su túnica negra, parecía como un cuerpo al que se está velando, lavado y atendido y alegre con sus anteojos sobre la punta de la larga nariz—. Estoy seguro de que podríamos encontrar un buen Vencedor de Piedras en alguna parte…

—¡Nunca! —La cara arrugada de nuez de Balgub se puso lívida—. ¡Es la fuente de las artes de curación de los gnomos! ¡La fuente de la fuerza de la Gruta! Es nuestra…

—Os va a servir de bien poco si Zyerne le pone las manos encima —señaló John—. Dudo que pueda romper todas las puertas que pusisteis detrás nuestro cuando veníamos por la Gruta, pero si las tropas del rey se las arreglan para conquistar la ciudadela, eso no tendrá mucha importancia.

—Si Jenny pudiera manejar la Piedra… —sugirió Gareth.

—¡No! —dijeron Balgub y Jenny al mismo tiempo. Todos los que estaban en la habitación larga y limpia de piedra, en la que trabajaba el Señor, todos, incluyendo a John, miraron con curiosidad a la maga de Wyr.

—Ningún ser humano la tocará otra vez —insistió el gnomo con furia aguda—. Ya hemos visto el mal que ha acarreado. Es para los gnomos, sólo para nosotros.

—Y yo no la tocaría aunque me dejaran. —Jenny levantó las rodillas y las puso cerca de su pecho y cruzó los brazos sobre ellas; Balgub, a pesar de sus protestas, parecía ofendido por su rechazo del tesoro más grande de la Gruta—. Según Mab, la Piedra misma está profanada. Sus poderes, los hechizos de los que la usan están manchados por lo que ha hecho Zyerne.

—Eso no es verdad. —La cara tensa y chiquita de Balgub se afirmó en una expresión de tozudez—. Mab sigue diciendo que los poderes de la Piedra se han vuelto impredecibles y su influencia negativa para las mentes de quienes la usan. Por el corazón de la Gruta, sé que no es así y se lo he dicho, una y otra vez. No veo cómo…

—Después de alimentarse con esencia humana en lugar de hechizos controlados, sería una tontería creer que no se ha vuelto impredecible —dijo John, con su afabilidad de siempre.

La voz aguda del gnomo se hizo despectiva.

—¿Qué puede saber un guerrero de esas cosas? Un guerrero alquilado para matar el dragón que, además —agregó, sarcástico—, obviamente ha fracasado en el intento.

—¿Qué hubierais pensado si «obviamente» hubiera tenido éxito? —preguntó Gareth, acalorado—. Tendríais a las tropas del rey atacando a través de la Gruta en este instante.

—Muchacho. —John se estiró con paciencia para tocar el hombro del enfurecido príncipe—. No nos pongamos nerviosos. Su opinión no me hace daño alguno y gritarle no va a cambiarla.

—Las tropas del rey nunca habrían encontrado el camino a través de la Gruta, incluso si las puertas estuvieran abiertas —gruñó Balgub—. Y ahora las puertas están cerradas; si es necesario las haremos estallar con pólvora. La tenemos lista a metros de la última puerta.

—Si Zyerne los guiara, encontrarían el camino sin problemas —replicó Policarpio. Los eslabones de la cota de malla demasiado grande que usaba sobre su capa crujieron levemente cuando cruzó los brazos—. Conoce el camino al corazón de la Gruta a la perfección desde el lado de Grutas. Como todos habéis visto, desde allí hasta las puertas subterráneas de la ciudadela, es casi un sendero recto. Y en cuanto a que la Piedra no haya sido afectada por lo que ella le puso dentro… —Miró la espalda encorvada y la cabeza redonda y blanca del gnomo que se había sentado en la silla tallada junto a él—. Eres el único Curador que escapó del dragón y vino hacia aquí, Balgub —dijo—. Ahora que el dragón ya no está en la Gruta, ¿usarías la Piedra?

La boca ancha se tensó y los ojos verdes no miraron los azules del Señor.

—Eso pensaba —dijo Policarpio con suavidad.

—No creo que Mab tenga razón —insistió Balgub con empecinamiento—. De todos modos, hasta que ella, yo y los otros Curadores de Bel la examinemos, no dejaré que la toquen para bien o para mal. Si fuera para salvar la ciudadela o alejar a Zyerne, me arriesgaría a usarla, antes que dejarla en manos de ella. —Pequeñas y blancas como dos camarones de la cueva, sin color, sus manos llenas de anillos de piedra de luna se cerraron una sobre la otra sobre la mesa manchada de tinta—. Hemos jurado que Zyerne nunca volverá a tener el uso de la Piedra. Todos los gnomos y todos los hombres… —Echó una mirada, a medias una orden, a medias una pregunta, al Señor, y Policarpio inclinó la cabeza levemente—. Todos en este lugar moriremos antes que dejar que ella ponga una mano sobre lo que busca.

—Y considerando lo que serán sus poderes si lo hace —agregó Policarpio, con el razonamiento distante de un estudioso—, seguramente moriríamos de todos modos.

—¿Jen?

Jenny se detuvo en el umbral de la improvisada habitación de huéspedes que les habían asignado a ella y a John. Después de las rampas sometidas al viento, el lugar olía a cerrado, a encierro, como la Sala del Mercado la noche anterior. Los perfumes mezclados del papel polvoriento y las cubiertas de cuero de los libros almacenados allí se fundían con los de los de las fundas mohosas de los almohadones de paja que habían pasado demasiado tiempo con la misma paja adentro; después de los aromas de pasto y agua del viento del este, esos olores hacían que el encierro fuera peor. Las formas encorvadas de las pilas de libros junto a dos de las paredes y el andamiaje fantasmal de estantes de rollos de pergaminos que cubría la tercera le hicieron pensar en el estudio repleto de John, allá en el norte; muchos de los volúmenes que habían sido colocados allí para hacer lugar para los refugiados atrapados por el sitio, estaban fuera de su lugar y ya mostraban señales de las manos de John. Éste estaba de pie entre las dos luces altas de las ventanas en punta; era visible sólo como un pliegue blanco de manga de camisa y un brillo de vidrio redondo en la penumbra.

—No deberías estar fuera de la cama —le dijo Jenny.

—No puedo estar boca arriba para siempre. —A través de la fatiga, su voz era alegre—. Tengo la sensación de que nos van a poner en esa postura en un futuro cercano y preferiría estar de pie esta vez. —Se quedó en silencio un momento, mirando la silueta de ella en el umbral algo más claro. Luego prosiguió—: Y una mujer que no ha dormido más que una hora o dos durante tres noches ya no tiene mucho que decir al respecto. ¿Qué pasa, Jen?

Como un dragón, pensó ella, tiene una forma de ser que hace imposible mentirle. Así que no dijo: «¿qué pasa con qué?», sino que se pasó la mano con cansancio sobre el cabello y cruzó la habitación hasta donde estaba él.

—Has estado tratando de no hablar conmigo… —dijo John—; no es que hayamos tenido demasiado tiempo en realidad, lo reconozco. No me parece que estés enojada conmigo, pero percibo tu silencio. Tiene que ver con tu poder, ¿no es cierto?

Tenía el brazo alrededor del hombro de Jenny, la cabeza de ella sobre la dureza de roca de su pecho, medio descubierto por la fina camisa de muselina. Debería haber sabido que John lo percibiría, pensó Jenny.

Así que asintió, incapaz de poner en palabras el remolino que había tenido toda la noche en la mente, desde el vuelo del dragón y desde la noche anterior. Había estado caminando por las rampas desde la puesta del sol, como si pudiera ganar con los pies a la opción que la había acechado desde hacía diez años.

Morkeleb le había ofrecido los reinos de los dragones, los caminos tejidos en el aire. Todos los poderes de la tierra y el cielo, pensó ahora, y todo el tiempo del mundo. La clave de la magia es magia; la oferta era la respuesta a todos los deseos frustrados de su vida.

—Jen —dijo John con suavidad—, nunca te quise dividida, desgarrada. Sé que nunca te has sentido completa y no quería hacerte eso. He tratado de no hacerlo.

—No has sido tú. —Hacía casi cien años, o así le parecía ahora, se había dicho a sí misma que era su propia elección y así había sido…, la elección entre no hacer nada y dejar estar las cosas como estaban, o hacer algo. Y como siempre, su mente retrocedía ante la opción.

—Tu magia ha cambiado —dijo él—. Me doy cuenta, veo lo que te está haciendo.

—Me llama —replicó ella—. Si la abrazo, no creo que quiera dejarla después, aunque pueda. Es todo lo que siempre he querido y lo que vale para mí, todo lo que tengo.

Le había dicho algo parecido hacía ya tiempo, cuando los dos eran muy jóvenes. En su deseo de posesión y en sus celos, él le había gritado entonces:

—¡En cambio, tú eres lo único que yo tengo o quiero tener!

Ahora sus brazos se apretaron un poco más contra el cuerpo de ella, y Jenny sintió que era tanto para consolarla de su dolor como para consolarse del propio, aunque sabía que las palabras que él había dicho aquella noche no eran menos ciertas ahora.

—Tú eres la que debe elegir, amor —dijo él—. Siempre has elegido tú. Todo lo que me has dado, ha sido libremente. No te retendré. —La mejilla de Jenny estaba apretada contra el pecho de él y sintió el pequeño movimiento de la sonrisa cuando John agregó—: Tampoco podría, claro está…

Fueron hasta el colchón de paja y el montón de mantas, la única comodidad que podía ofrecer la ciudadela sitiada de Halnath. Más allá de las ventanas, la humedad brillaba sobre las pizarras negras de las casas de madera más abajo; el hilo de la alcantarilla era un collar de diamantes bajo la luz de la luna. En los campamentos de los sitiadores sonaban las campanas para los ritos de medianoche de Sarmendes, Señor de los pensamientos más sabios del día.

Bajo el calor de las mantas, el cuerpo de John era familiar contra el de Jenny, tan familiar como la vieja tentación de dejar pasar las oportunidades de poder puro por otro día más. Jenny se daba cuenta perfectamente bien, como siempre, de que le era menos fácil pensar con claridad en brazos de John. Pero todavía estaba allí cuando finalmente logró dormir y descendió por el camino de sueños ambiguos que no le ofrecieron una solución.

16

Cuando Jenny despertó, John se había marchado.

Como un dragón, en sus sueños ella había notado muchas cosas; había sentido cómo él se despertaba y se quedaba quieto un rato, apoyado sobre el hombro junto a ella, mirándola dormir; sintió también cómo John se levantaba y se vestía, la tarea lenta y dolorosa de ponerse la camisa, los pantalones y las botas y la forma en que los vendajes tiraban de la masa a medio curar de cortes y abrasiones sobre su espalda y sus costados. Luego, John había cogido la alabarda de ella a modo de bastón, la había besado con dulzura y se había marchado.

Cansada todavía, Jenny se quedó quieta entre el montón de mantas y almohadones de paja y se preguntó adonde habría ido y por qué razón sentía miedo ahora al preguntárselo.

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