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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Viaje al centro de la Tierra (20 page)

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formado por grandes nubes, vapores movedizos que cambiaban continuamente de forma y que, por efecto de las condensaciones, deberían convertirse en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, en virtud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire. Esto no obstante, el tiempo estaba bueno. Las corrientes eléctricas producían sorprendentes juegos de luz sobre las nubes más elevadas: se dibujaban vivas sombras en sus bóvedas inferiores, y, a menudo, entre dos masas separadas, se deslizabas hasta nosotros un rayo de luz de notable intensidad. Pero nada de aquello provenía del sol, puesto que su luz era fría. El efecto era triste y soberanamente melancólico. En vez de un cielo tachonado de estrellas, adivinaba por encima de aquellos nubarrones una bóveda de granito que me oprimía con su peso, y todo aquel espacio, por muy grande que fuese, no hubiera bastado para una evolución del menos ambicioso de todos los satélites.

Entonces recordé aquella teoría de un capitán inglés que comparaba a la tierra con una vasta esfera hueca, en el interior de la cual el aire se mantenía luminoso por efecto de su presión, mientras dos astros, Plutón y Proserpina, describían en ella sus misteriosas órbitas. ¿Habría dicho la verdad?

Estábamos realmente aprisionados en una enorme excavación, cuya anchura no podía saberse exactamente, toda vez que la playa se dilataba hasta perderse de vista, ni su longitud tampoco, pues la vista no tardaba en quedar detenida por la línea algo indecisa del horizonte. Por lo que respecta a su altura, debía ser de varias leguas.

¿Dónde se apoyaba esta bóveda sobre sus contrafuertes de granito? La vista no alcanzaba a verlo; pero había algunas nubes suspendidas en la atmósfera cuya elevación podía ser estimada en dos mil toesas, altitud superior a la de los vapores terrestres y debida, sin duda, a la considerable densidad del aire.

La palabra caverna evidentemente no expresa bien mi pensamiento para describir este inmenso espacio; pero los vocablos del lenguaje humano no son suficientes para los que se aventuran en los abismos del globo.

No tenía, por otra parte, noticia de ningún hecho geológico que pudiera explicar la existencia de semejante excavación. ¿Habría podido producirla el enfriamiento de la masa terrestre? Conocía perfectamente, por los relatos de los viajeros, ciertas cavernas célebres: pero ninguna de ellas tenía semejantes dimensiones.

Si bien es cierto que la gruta de Guachara, en Colombia, visitada por el señor de Humboldt, no había revelado el secreto de su profundidad al sabio que la reconoció en una longitud de 2.500 pies, no es verosímil que se extendiese mucho más allá. La inmensa caverna del Mammouth, en Kentucky, ofrecía proporciones gigantescas. Toda vez que su bóveda se elevaba 500 pies sobre un lago insondable, y que algunos viajeros la recorrieron en una extensión de más de diez leguas sin encontrarle el fin. Pero, ¿qué eran estas cavidades comparadas con la que entonces admiraban mis ojos, con su cielo de vapores, sus irradiaciones eléctricas y un vasto mar encerrado entre sus flancos? Mi imaginación se sentía anonadada ante aquella inmensidad.

Yo contemplaba en silencio todas estas maravillas. Me faltaban las palabras para manifestar mis sensaciones. Creía hallarme transportado a algún planeta remoto, a Neptuno o Urano, por ejemplo, y que en él presenciaba fenómenos de los que mi naturaleza terrenal no tenía noción alguna.

Mis nuevas sensaciones requerían palabras nuevas, y mi imaginación no me las suministraba. Lo contemplaba todo con muda admiración no exenta de cierto terror.

Lo imprevisto de aquel espectáculo había devuelto a mi rostro su color saludable: me encontraba en vías de combatir mi enfermedad por medio del terror y de lograr mi curación por medio de esta nueva terapéutica. Por otra parte, la viveza de aquel aire tan denso me reanimaba, suministrando más oxígeno a mis pulmones.

Se comprenderá fácilmente que, después de un encarcelamiento de cuarenta y siete días en una estrecha galería, era un goce infinito el aspirar aquella brisa cargada de húmedas entonaciones salinas.

No tuve, pues, motivo para arrepentirme de haber abandonado la obscuridad de mi gruta. Mi tío, acostumbrado ya a aquellas maravillas, no daba muestras de asombro.

—¿Sientes fuerzas para pasear un poco? —me preguntó.

—Sí. Por cierto —le respondí—, y nada me será tan agradable.

—Pues bien, cógete a mi brazo, y sigamos las sinuosidades de la orilla.

Acepté inmediatamente, y empezamos a costear aquel nuevo océano.

A la izquierda, los peñascos abruptos, hacinados unos sobre otros, formaban una aglomeración titánica de prodigioso efecto. Por sus flancos se deslizaban innumerables cascadas; algunos ligeros vapores que saltaban de unas rocas en otras marcaban el lugar de los manantiales calientes, y los arroyos corrían silenciosos hacia el depósito común buscando en los declives la ocasión de murmurar más agradablemente.

Entre estos arroyos reconocía nuestro fiel compañero de viaje, el Hans-Bach, que iba a perderse tranquilamente en el mar, como si desde el principio del mundo no hubiese hecho otra cosa.

—En adelante, nos veremos privados de su amable compañía —dije lanzando un suspiro.

—¡Bah! —respondió el profesor—. ¡Qué más da un arroyo que otro!

La respuesta me pareció un poco ingrata.

Pero en aquel momento, solicitó mi atención un inesperado espectáculo.

A unos quinientos pasos, a la vuelta de un alto promontorio, se presentó ante nuestros ojos una selva elevada, frondosa y espesa, formada de árboles de medianas dimensiones, que afectaban la forma de perfectos quitasoles, de bordes limpios y geométricos. Las corrientes atmosféricas no parecían ejercer efecto alguno sobre su follaje, y, en medio de las ráfagas de aire, permanecían inmóviles, como un bosque de cedros petrificados.

Aceleramos el paso.

No acertaba a dar nombre a aquellas singulares especies. ¿Por ventura no formaban parte de las 200.000 especies vegetales conocidas hasta entonces, y sería preciso asignarles un lugar especial entre la flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando nos cobijamos debajo de su sombra, mi sorpresa se trocó en admiración.

En efecto, me hallaba en presencia de especies conocidas en la superficie de la tierra, pero vaciadas en un molde de dimensiones enormes. Mi tío les aplicó en seguida su verdadero nombre.

—Esto no es otra cosa —me dijo— que un bosque notabilísimo de hongos.

Y no se engañaba, en efecto. Imagínese cuál sería el monstruoso desarrollo adquirido por aquellas plantas tan ávidas de calor y de humedad. Yo sabía que el
Lyco perdon giganteum
alcanzaba, según Bulliard, ocho o nueve pies de circunferencia: pero aquéllos eran hongos blancos, de treinta a cuarenta pies de altura, con una copa de este mismo diámetro. Había millares de ellos, y, no pudiendo la luz atravesar su espesa contextura, reinaba debajo de sus cúpulas, yuxtapuestas cual los redondos techos de una ciudad africana, la obscuridad más completa.

Quise, no obstante, penetrar más hacia dentro. Un frío mortal descendía de aquellas cavernosas bóvedas. Erramos por espacio de media hora entre aquellas húmedas tinieblas, y experimenté una sensación de verdadero placer cuando regresé de nuevo a las orillas del mar.

Pero la vegetación de aquella comarca subterránea no era sólo de hongos. Más lejos se elevaban grupos de un gran número de otros árboles de descolorido follaje. Fácil era reconocerles, pues se trataba de los humildes arbustos de la tierra dotados de fenomenales dimensiones licopodios de cien pies de elevación, sigilarias gigantescas, helechos arborescentes, del tamaño de los abetos de las altas latitudes, lepidodendrones de tallo cilíndrico bifurcado, que terminaban en largas hojas y erizados de pelos rudos como las monstruosas plantas grasientas.

—¡Maravilloso, magnífico, espléndido! —exclamó mi tío—. He aquí toda la flora de la segunda época del mundo, del período de transición. He aquí estas humildes plantas que adornan nuestros jardines convertidas en árboles como en los primeros siglos del mundo. ¡Mira, Axel, y asómbrate! Jamás botánico alguno ha asistido a una fiesta semejante.

—Tiene usted razón, tío; la Providencia parece haber querido conservar en este invernáculo inmenso estas plantas antediluvianas que la sagacidad de los sabios ha reconstruido con tan notable acierto.

—Dices bien, hijo mío, esto es un invernáculo; pero es posible también que sea, al mismo tiempo, un parque zoológico.

—¡Un parque zoológico!

—Sin duda de ningún género. Mira ese polvo que pisan nuestros pies, esas osamentas esparcidas por el suelo.

—¡Osamentas! —exclamé—. ¡Sí, en efecto, osamentas de animales antediluvianos!

Me apresuré a recoger aquellos despojos seculares, hechos de una substancia mineral indestructible (fosfato de cal), y apliqué sin vacilar sus nombres científicos a aquellos huesos gigantescos que parecían troncos de árboles secos.

—He aquí —dije— la mandíbula inferior de un mastodonte; he aquí los molares de un dineterio; he aquí un fémur que no puede haber pertenecido sino al mayor de estos animales: al megaterio. Sí, nos hallamos en un parque zoológico, porque estas osamentas no pueden haber sido transportadas hasta aquí por un cataclismo: los animales a los cuales pertenecen han vivido en las orillas de este mar subterráneo a la sombra de estas plantas arborescentes. Pero espere usted: allí veo esqueletos enteros. Y sin embargo…

—¿Sin embargo? —dijo mi tío.

—No me explico la presencia de semejantes cuadrúpedos en esta caverna de granito.

—¿Por qué?

—Porque la vida animal no existió sobre la tierra sino en los períodos secundarios, cuando los aluviones formaron los terrenos sedimentarios, siendo reemplazadas por ellas las rocas incandescentes de la época primitiva.

—Pues bien, Axel, la respuesta a tu objeción no puede ser más sencilla: este terreno es un terreno sedimentario.

—¡Cómo! ¿A semejante profundidad bajo la superficie de la tierra?

—Sin duda de ningún género, y este hecho se explica geológicamente. En determinada época, la tierra sólo estaba formada por una corteza elástica, sometida a movimientos alternativos hacia arriba y hacia abajo, en virtud de las leyes de la atracción. Es probable que se produjesen ciertos hundimientos del suelo, y que una parte de los terrenos sedimentarios fuese arrastrada hasta el fondo de los abismos súbitamente abiertos.

—Así debe ser. Pero si en estas regiones subterráneas han vivido animales antediluvianos, ¿quién nos dice que algunos de estos monstruos no anden todavía errantes por estas selvas umbrosas o detrás de esas rocas escarpadas?

Al concebir esta idea, escudriñé, no sin cierto pavor, los diversos puntos del horizonte: pero ningún ser viviente descubrí en aquellas playas desiertas.

Me encontraba un poco fatigado, y fui a sentarme entonces en la extremidad de un promontorio a cuyo pie las olas venían a estrellarse con estrépito. Desde allí mi mirada abarcaba toda aquella bahía formada por una escotadura de la costa. En su fondo existía un pequeño puerto natural, formado por rocas piramidales, cuyas tranquilas aguas dormían al abrigo del viento, y en el cual hubieran podido hallar seguro asilo un bergantín y dos o tres goletas. Hasta me parecía que iba a presenciar la salida de él de algún buque con todo el aparejo desplegado y que lo iba a ver navegar a un largo, empujado por la brisa del Sur.

Empero esta ilusión se disipó rápidamente. Nosotros éramos los únicos seres vivientes de aquel mundo subterráneo. En ciertos recalmones del viento, un silencio más profundo que el que reina en los desiertos descendía sobre las áridas rocas y pasaba sobre el océano. Entonces procuraba penetrar con mi mirada las apartadas brumas, desgarrar aquel telón corrido sobre el fondo del misterioso horizonte. ¡Cuántas preguntas acudían en tropel a mis labios! ¿Dónde terminaba aquel mar? ¿Dónde conducía? ¿Podríamos alguna vez reconocer las orillas opuestas?

Mi tío, por su cuenta, no dudaba de ello. En cuanto a mí, lo temía y lo deseaba a la vez.

Después de contemplar por espacio de una hora aquel maravilloso espectáculo, emprendimos otra vez el camino de la playa para regresar a la gruta, y bajo la impresión de las más extrañas ideas, me dormí profundamente.

Capítulo XXXI

Al día siguiente, me desperté completamente curado. Pensé que un baño me sería altamente beneficioso, y me fui a sumergir, durante algunos minutos, en las aguas de aquel mar que es, sin género de duda, el que tiene más derecho que todos al nombre de Mediterráneo.

Volví a la gruta con un excelente apetito. Hans estaba cocinando nuestro frugal almuerzo. Como disponía de agua y fuego, pudo dar alguna variación a nuestras ordinarias comidas. A la hora de los postres, nos sirvió algunas tazas de café, y jamás este delicioso brebaje me pareció tan exquisito al paladar.

—Ahora —dijo mi tío—, ha llegado la hora de la marea, y no debernos desperdiciar la ocasión de estudiar este fenómeno.

—¡Cómo la marea! —exclamé.

—Sin duda.

—¿Hasta aquí llega la influencia del sol y de la luna?

—¿Por qué no? ¿Acaso no se hallan los cuerpos sometidos en conjunto a los efectos de la gravitación universal? Pues, siendo así, no puede substraerse esta masa de agua a la ley general. Por consiguiente, a pesar de la presión atmosférica que se ejerce en su superficie vas a verla subir como el Atlántico mismo.

En aquel momento pisábamos la arena de la playa, y las olas avanzaban cada vez más sobre ella.

—Ya comienza a subir la marea —exclamé.

—Sí Axel, y a juzgar por estas marcas de espuma, puedes ver que han de elevarse las aguas aproximadamente diez pies.

—¡Es maravilloso!

—No, es lo más natural.

—Usted dirá lo que quiera, pero a mí todo esto me parece extraordinario, y apenas si me atrevo a dar crédito a mis ojos. ¿Quién hubiera imaginado jamás que dentro de la certeza terrestre existiera un verdadero océano, con sus flujos y reflujos, sus brisas y sus tempestades?

—¿Por qué no? ¿Existe por ventura alguna razón física que se oponga a ella?

—Ninguna, desde el momento que es preciso abandonar la teoría del calor central.

—¿De suerte que, hasta aquí, la teoría de Davy se encuentra justificada?

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