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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Viaje al centro de la Tierra (3 page)

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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—Bien —dijo el profesor, sin leer lo que yo había escrito—; dispón ahora esas palabras en una línea horizontal. Obedecí y obtuve la frase siguiente:

Tobíaü eresGb aolire d,lman

—¡Perfectamente! —exclamó mi tío, arrebatándome el papel de las manos—; este escrito ya ha adquirido la fisonomía del viejo documento; las vocales se encuentran agrupadas, lo mismo que las consonantes, en el mayor desorden; hay hasta una mayúscula y una coma en medio de las palabras, exactamente igual que en el pergamino de Saknussemm.

Debo de confesar que estas observaciones me parecieron en extremo ingeniosas.

—Ahora bien —prosiguió mi tío, dirigiéndose a mí directamente—, para leer la frase que acabas de escribir y que yo desconozco, me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, enseguida la tercera, y así sucesivamente.

Y mi tío, con gran sorpresa suya, y sobre todo mía, leyó:

Te adoro, bellísima Graüben.

—¿Qué significa esto? —exclamó el profesor.

Sin darme cuenta de ello, había cometido la imperdonable torpeza de escribir una frase tan comprometedora.

—¡Conque amas a Graüben! ¿eh? —prosiguió mi tío con acento de verdadero tutor.

—Sí… No… —balbucí desconcertado.

—¡De manera que amas a Graüben! —prosiguió maquinalmente—. Bueno, dejemos esto ahora y apliquemos mi procedimiento al documento en cuestión.

—Abismado nuevamente mi tío en su absorbente contemplación, olvidó de momento mis imprudentes palabras. Y digo imprudentes, porque la cabeza del sabio no podía comprender las cosas del corazón. Pero, afortunadamente, la cuestión del documento absorbió por completo su espíritu.

En el instante de realizar su experimento decisivo, los ojos del profesor Lidenbrock lanzaban chispas a través de sus gafas; sus dedos temblaban al coger otra vez el viejo pergamino; estaba emocionado de veras. Por último, tosió fuertemente, y con voz grave y solemne, nombrando una tras otra la primera letra de cada palabra, a continuación la segunda, y así todas las demás, me dictó la serie siguiente:

mmessunkaSenrA.icefdoK.segnittamurtn

ecertswrrette, rotaivxadua,ednecsedsadne

IacartniiiluJsitatracSarbmutabiledmeili

MeretarcsilucoYsleffenSnl

Confieso que, al terminar, me hallaba emocionado. Aquellas letras, pronunciadas una a una, no tenían ningún sentido, y esperé a que el profesor dejase escapar de sus labios alguna pomposa frase latina.

Pero, ¡quién lo hubiera dicho! Un violento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó la tinta y la pluma se me cayó de las manos.

—Esto no puede ser —exclamó mi tío, frenético—; ¡esto no tiene sentido común!

Y, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la escalera lo mismo que un alud, se engolfó en la König-strasse, y huyó a todo correr.

Capítulo IV

—¿Se ha marchado? —preguntó Marta, acudiendo presurosa al oír el ruido del portazo que hizo retemblar la casa.

—Sí —respondí—, se ha marchado.

—¿Y su comida?

—No comerá hoy en casa.

—¿Y su cena?

—No cenará tampoco.

—¿Qué me dice usted, señor Axel?

—No, Marta: ni él ni nosotros volveremos a comer. Mi tío Lidenbrock ha resuelto ponernos a dieta hasta que haya descifrado un antiguo pergamino, lleno de garrapatas, que, a mi modo de ver, es del todo indescifrable.

—¡Pobres de nosotros, entonces! ¡Vamos a perecer de inanición!

No me atreví a confesarle que, dada la testarudez de mi tío, esa era, en efecto, la suerte que a todos nos esperaba.

La crédula sirvienta, regresó a su cocina sollozando.

Cuando me quedé solo, se me ocurrió la idea de írselo a contar todo a Graüben; mas, ¿cómo salir de casa? ¿Y si mi tío volvía y me llamaba, con objeto de reanudar aquel trabajo logogrífico capaz de volver loco al viejo Egipto? ¿Qué sucedería si yo no le contestaba?

Me pareció lo más prudente quedarme. Precisamente, daba la casualidad de que un mineralogista de Besanzón acababa de remitirnos una colección de geodas silíceas que era preciso clasificar. Puse manos a la obra, y escogí, rotulé y coloqué en su vitrina todas aquellas piedras huecas en cuyo interior se agitaban pequeños cristales.

Pero en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo: el viejo documento no se apartaba de mi mente. La cabeza me daba vueltas y me sentía sobrecogido por una vaga inquietud. Presentía una inminente catástrofe.

Al cabo de una hora, las geodas estaban colocadas en su debido orden, y me dejé caer sobre la butaca de terciopelo de Utrecht, con los brazos colgando y la cabeza apoyada en el respaldo. Encendí mi larga pipa de espuma, que representaba una náyade voluptuosamente recostada, y me entretuve después en observar cómo el humo iba ennegreciendo mi ninfa de un modo paulatino. De vez en cuando escuchaba para cerciorarme de si se oían pasos en la escalera, siempre con resultado negativo. ¿Dónde estaría mi tío? Me lo imaginaba corriendo bajo los frondosos árboles de la calzada de Altona, gesticulando, golpeando las tapias con su pesado bastón, pisoteando las hierbas, decapitando los cardos a interrumpiendo el reposo de las solitarias cigüeñas.

¿Volvería victorioso o derrotado? ¿Triunfaría del secreto o sería éste más poderoso que él?

Y mientras me dirigía a mí mismo estas preguntas, cogí maquinalmente la hoja de papel en la cual se hallaba escrita la incomprensible serie de letras trazadas por mi mano, diciéndome varias veces:

—¿Qué significa esto?

Traté de agrupar las letras de manera que formasen palabras; pero en vano. Era inútil reunirlas de dos, de tres, de cinco o de seis: de ninguna manera resultaban inteligibles. Sin embargo, noté que las letras decimocuarta, decimoquinta y decimosexta formaban la palabra inglesa
ice
, y las vigesimocuarta, vigésimo quinta y vigesimosexta la voz
sir
perteneciente al mismo idioma. Por último, en el cuerpo del documento y en las líneas segunda y tercera, leí también las palabras latinas
rota, mutabile, ira, nec
y
atra
.

¡Demonio! —pensé entonces—. Estas últimas palabras parecen dar la razón a mi tío acerca de la lengua en que está redactado el documento. Además, en la cuarta línea veo también la voz
luco
que quiere decir
bosque sagrado
. Sin embargo, en la tercera se lee la palabra
tabiled
, de estructura perfectamente hebrea, y en la última
mer, arc
y
mere
que son netamente francesas.

¡Aquello era para volverse loco! ¡Cuatro idiomas diversos en una frase absurda! ¿Qué relación podía existir entre las palabras
hielo, señor, cólera, cruel, bosque sagrado, mudable, madre, arco
y
mar
? Sólo la primera y la última podían coordinarse fácilmente, pues nada tenía de extraño que en un documento redactado en Islandia se hablase de un mar de hielo. Pero esto no bastaba, ni con mucho, para comprender el criptograma.

Luchaba, pues, contra una dificultad insuperable; mi cerebro echaba fuego, mi vista se obscurecía de tanto mirar el papel; las ciento treinta y dos letras parecían revolotear en torno mío como esas lágrimas de plata que vemos moverse en el aire alrededor de nuestra cabeza cuando se nos agolpa en ella la sangre.

Era víctima de una especie de alucinación; me asfixiaba; sentía necesidad de aire puro. Instintivamente, me abaniqué con la hoja de papel, cuyo anverso y reverso se presentaban de este modo alternativamente a mi vista.

Júzguese mi sorpresa cuando, en una de estas rápidas vueltas, en el momento de quedar el reverso ante mis ojos, creí ver aparecer palabras perfectamente latinas, como craterem y terrestre entre otras.

Súbitamente se hizo la claridad en mi espíritu: acababa de descubrir la clave del enigma. Para leer el documento no era ni siquiera preciso mirarlo al trasluz con hoja vuelta del revés. No. Podía leerse de corrido tal como me había sido dictado. Todas las ingeniosas suposiciones del profesor se realizaban; había acertado la disposición de las letras y la lengua en que estaba redactado el documento. Había faltado poco para que mi tío pudiese leer de cabo a rabo aquella frase latina, y este poco me lo acababa de revelar a mí la casualidad.

No es difícil imaginar mi emoción. Mis ojos se turbaron y no podía servirme de ellos. Extendí la hoja de papel sobre la mesa y sólo me faltaba fijar la mirada en ella para poseer el secreto.

Por fin logré calmar mi agitación. Resolví dar dos vueltas alrededor de la estancia para apaciguar mis nervios, y me arrellané después en el amplio butacón.

«Leamos» me dije enseguida, después de haber hecho una buena provisión de aire en mis pulmones.

Me incliné sobre la mesa, puse un dedo sucesivamente sobre cada letra, y, sin titubear, sin detenerme un momento, pronuncié en alta voz la frase entera. ¡Qué inmensa estupefacción y terror se apoderaron de mí! Quedé al principio como herido por un rayo. ¡Cómo! ¡Lo que yo acababa de leer se había efectuado! Un hombre había tenido la suficiente audacia para penetrar…

—¡Ah! —exclamé dando un brinco—; no, no; ¡mi tío jamás lo sabrá! ¡No faltaría más sino que tuviese noticia de semejante viaje! Enseguida querría repetirlo sin que nadie lograse detenerlo. Un geólogo tan exaltado, partiría a pesar de todas las dificultades y obstáculos, llevándome consigo, y no regresaríamos jamás; ¡pero jamás!

Me encontraba en un estado de sobreexcitación indescriptible.

—No, no; eso no será —dije con energía—; y, puesto que puedo impedir que semejante idea se le ocurra a mi tirano, lo evitaré a todo trance. Dando vueltas a este documento, podría acontecer que descubriese la clave de una manera casual. ¡Destruyámoslo!

Quedaban en la chimenea aún rescoldos, y, apoderándome con mano febril no sólo de la hoja de papel, sino también del pergamino de Saknussemm, iba ya a arrojarlo todo al fuego y a destruir de esta suerte tan peligroso secreto, cuando se abrió la puerta del despacho y apareció mi tío en el umbral.

Capítulo V

Apenas me dio tiempo de dejar otra vez sobre la mesa el malhallado documento.

El profesor Lidenbrock parecía en extremo preocupado. Su pensamiento dominante no le abandonaba un momento. Había evidentemente escudriñado y analizado el asunto poniendo en juego, durante su paseo, todos los recursos de su imaginación, y volvía dispuesto a ensayar alguna combinación nueva.

En efecto, se sentó en su butaca y, con la pluma en la mano, empezó a escribir ciertas fórmulas que recordaban los cálculos algebraicos.

Yo seguía con la mirada su mano temblorosa, sin perder ni uno solo de sus movimientos. ¿Qué resultado imprevisto iba a producirse de pronto? Me estremecía sin razón, porque una vez encontrada la verdadera, la única combinación, todas las investigaciones debían forzosamente resultar infructuosas.

Trabajó durante tres horas largas sin hablar, sin levantar la cabeza, borrando, volviendo a escribir, raspando, comenzando de nuevo mil veces.

Bien sabía yo que, si lograba coordinar estas letras de suerte que ocupasen todas las posiciones relativas posibles, acabaría por encontrar la frase. Pero no ignoraba tampoco que con sólo veinte letras se pueden formar dos quinquillones, cuatrocientos treinta y dos cuatrillones, novecientos dos trillones, ocho mil ciento setenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil combinaciones.

Ahora bien, como el documento constaba de ciento treinta y dos letras, y el número que expresa el de frases distintas compuesta de ciento treinta y tres letras, tiene, por la parte más corta, ciento treinta y tres cifras, cantidad que no puede enunciarse ni aun concebirse siquiera, tenía la seguridad de que, por este método, no resolvería el problema.

Entretanto, el tiempo pasaba, la noche se echó encima y cesaron los ruidos de la calle; mas mi tío, abismado por completo en su tarea, no veía ni entendía absolutamente nada, ni aun siquiera a la buena Marta que entreabrió la puerta y dijo:

—¿Cenará esta noche el señor?

Marta tuvo que marcharse sin obtener ninguna respuesta. Por lo que respecta a mí, después de resistir durante mucho tiempo, me sentí acometido por un sueño invencible, y me dormí en un extremo del sofá, mientras mi tío proseguía sus complicados cálculos.

Cuando me desperté al día siguiente, el infatigable peón trabajaba todavía. Sus ojos enrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desordenados por sus dedos febriles, sus pómulos amoratados delataban bien a las claras la lucha desesperada que contra lo imposible había sostenido, y las fatigas de espíritu y la contención cerebral que, durante muchas horas, había experimentado.

Si he de decir la verdad, me inspiró compasión. A pesar de los numerosos motivos de queja que creía tener contra él, me sentí conmovido. Se hallaba el infeliz tan absorbido por su idea, que ni de encolerizarse se acordaba. Todas sus fuerzas vivas se hallaban reconcentradas en un solo punto, y como no hallaban salida por su evacuatorio ordinario, era muy de temer que su extraordinaria tensión le hiciese estallar de un momento a otro.

Yo podía con un solo gesto aflojar el férreo tornillo que le comprimía el cráneo. Una sola palabra habría bastado, ¡y no quise pronunciarla!

Hallándome dotado de un corazón bondadoso, ¿por qué callaba en tales circunstancias? Callaba en su propio interés.

«No, no» repetía en mi interior; «no hablaré». Le conozco muy bien: se empeñaría en repetir la excursión sin que nada ni nadie pudiese detenerle. Posee una imaginación ardorosa, y, por hacer lo que otros geólogos no han hecho, sería capaz de arriesgar su propia vida. Callaré, por consiguiente; guardaré eternamente el secreto de que la casualidad me ha hecho dueño; revelárselo a él sería ocasionarle la muerte. Que lo adivine si puede; no quiero el día de mañana tener que reprocharme el haber sido causa de su perdición.

Una vez adoptada esta resolución, aguardé cruzado de brazos. Pero no había contado con un incidente que hubo de sobrevenir algunas horas después.

Cuando Marta trató de salir de casa para trasladarse al mercado, encontró la puerta cerrada y la llave no estaba en la cerradura. ¿Quién la había quitado?; evidentemente mi tío al regresar de su precipitada excursión.

¿Lo había hecho por descuido o con deliberada intención? ¿Quería someternos a los rigores del hambre? Esto me parecía un poco fuerte. ¿Por qué razón habíamos de ser Marta y yo víctimas de una situación que no habíamos creado? Entonces me acordé de un precedente que me llenó de terror. Algunos años atrás, en la época en que trabajaba mi tío en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas y toda su familia tuvo que soportar esta dieta científica. Me acuerdo que en aquella ocasión sufrí dolores de estómago que nada tenían de agradables para un joven dotado de un devorador apetito.

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