Viaje al fin de la noche (14 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Nuestro gran amigo Bestombes seguía recibiendo las visitas de numerosos notables extranjeros, señores científicos, neutrales, escépticos y curiosos. Los inspectores generales del ministerio pasaban, armados de sable y pimpantes, por nuestras salas, con la vida militar prolongada y, por tanto, rejuvenecidos e hinchados de nuevas dietas. Por eso, no escatimaban distinciones y elogios, los inspectores. Todo iba bien. Bestombes y sus magníficos heridos se convirtieron en el honor del servicio de Sanidad.

Mi bella protectora del «Français» volvió pronto una vez más, a hacerme una visita particular, mientras su poeta familiar acababa el relato, rimado, de mis hazañas. Por fin conocí, en una esquina de un corredor, a aquel joven, pálido, ansioso. La fragilidad de las fibras de su corazón, según me confió, en opinión de los propios médicos, rayaba en el milagro. Por eso lo retenían, aquellos médicos preocupados por los seres frágiles, lejos de los ejércitos. A cambio, había emprendido, aquel humilde bardo, con riesgo incluso para su salud y para todas sus supremas fuerzas espirituales, la tarea de forjar, para nosotros, «el bronce moral de nuestra victoria». Una bella herramienta, por consiguiente, en versos inolvidables, desde luego, como todo lo demás.

¡No me iba yo a quejar, puesto que me había elegido entre tantos otros bravos innegables, para ser su héroe! Por lo demás, me favoreció, confesémoslo, espléndidamente. A decir verdad, fue magnífico. El acontecimiento del recital se produjo en la propia Comédie Française, durante una así llamada sesión poética. Todo el hospital fue invitado. Cuando apareció en escena mi pelirroja, trémula recitadora, con gesto grandioso y el talle torneado en los pliegues, vueltos por fin voluptuosos, del tricolor, fue la señal para que la sala entera, de pie, ávida, ofreciera una de esas ovaciones que no acaban. Desde luego, yo estaba preparado, pero, aun así, mi asombro fue real, no pude ocultar mi estupefacción a mis vecinos al oírla vibrar, exhortar así, aquella amiga magnífica, gemir incluso, para volver más apreciable todo el drama que entrañaba el episodio por mí inventado para su uso particular. Evidentemente, su poeta me concedía puntos con la imaginación, hasta había magnificado monstruosamente la mía, ayudado por sus rimas floridas, con adjetivos formidables que iban a recaer solemnes en el supremo y admirativo silencio. Al llegar al desarrollo de un período, el más caluroso del pasaje, dirigiéndose al palco donde nos encontrábamos, Branledore y yo y algunos otros heridos, la artista, con sus dos espléndidos brazos extendidos, pareció ofrecerse al más heroico de nosotros. En aquel momento el poeta ilustraba con fervor un fantástico rasgo de bravura que yo me había atribuido. Ya no recuerdo bien lo que ocurría, pero no era cosa de poca monta. Por fortuna, nada es increíble en punto a heroísmo. El público adivinó el sentido de la ofrenda artística y la sala entera dirigida entonces hacia nosotros, gritando de gozo, transportada, trepidante, reclamaba al héroe.

Branledore acaparaba toda la parte delantera del palco y sobresalía de entre todos nosotros, pues podía taparnos casi completamente tras sus vendas. Lo hacía a propósito, el muy cabrón.

Pero dos de mis compañeros, que se habían subido a sillas detrás de él, se ofrecieron, de todos modos, a la admiración de la multitud por encima de sus hombros y su cabeza. Los aplaudieron a rabiar.

«Pero, ¡si se refiere a mí! —estuve a punto de gritar en aquel momento—. ¡A mí solo!» Me conocía yo a Branledore, nos habríamos insultado delante de todo el mundo y tal vez nos habríamos pegado incluso. Al final, para él fue la perra gorda. Se impuso. Se quedó solo y triunfante, como deseaba, para recibir el tremendo homenaje. A los demás, vencidos, no nos quedaba otra opción que precipitarnos hacia los bastidores, cosa que hicimos y, por fortuna, fuimos festejados en ellos. Consuelo. Sin embargo, nuestra actriz-inspiradora no estaba sola en su camerino. A su lado se encontraba el poeta, su poeta, nuestro poeta. También él amaba, como ella, a los jóvenes soldados, muy tiernamente. Me lo hicieron comprender con arte. Buen negocio. Me lo repitieron, pero no tuve en cuenta sus amables indicaciones. Peor para mí, porque las cosas se habrían podido arreglar muy bien. Tenían mucha influencia. Me despedí bruscamente, ofendido como un tonto. Era joven.

Recapitulemos: los aviadores me habían robado a Lola, los argentinos me habían cogido a Musyne y, por último, aquel invertido armonioso acababa de soplarme mi soberbia comediante. Abandoné, desamparado, la Comédie mientras apagaban los últimos candelabros de los pasillos y volví, solo, de noche y a pie, a nuestro hospital, ratonera entre barros tenaces y suburbios insumisos.

No es por darme pisto, pero debo reconocer que mi cabeza nunca ha sido muy sólida. Pero es que entonces, por menos de nada, me daban mareos, como para caer bajo las ruedas de los coches. Titubeaba en la guerra. En punto a dinero para gastillos, sólo podía contar, durante mi estancia en el hospital, con los pocos francos que mi madre me daba todas las semanas con gran sacrificio. Por eso, en cuanto me fue posible, me puse a buscar pequeños suplementos, por aquí y por allá, donde pudiera encontrarlos. Uno de mis antiguos patronos fue el primero que me pareció propicio al respecto y en seguida recibió mi visita.

Recordé con toda oportunidad que había trabajado en tiempos obscuros en casa de aquel Roger Puta, el joyero de la Madeleine, en calidad de empleado suplente, un poco antes de la declaración de la guerra. Mi tarea en casa de aquel joyero asqueroso consistía en «extras», en limpiar la plata de su tienda, numerosa, variada y, en épocas de regalos, difícil de mantener limpia, por los continuos manoseos.

En cuanto acababa en la facultad, donde seguía estudios rigurosos e interminables (por los exámenes en los que fracasaba), volvía al galope a la trastienda del Sr. Puta y pasaba dos o tres horas luchando con sus chocolateras, a base de «blanco de España», hasta la hora de la cena.

A cambio de mi trabajo me daban de comer, abundantemente por cierto, en la cocina. Por otra parte, mi currelo consistía también en llevar a pasear y mear los perros de guarda de la tienda antes de ir a clase. Todo ello por cuarenta francos al mes. La joyería Puta centelleaba con mil diamantes en la esquina de la Rue Vignon y cada uno de aquellos diamantes costaba tanto como varios decenios de mi salario. Por cierto, que aún siguen brillando en ella, esos diamantes. Aquel patrón Puta, destinado a servicios auxiliares cuando la movilización, se puso a servir en particular a un ministro, cuyo automóvil conducía de vez en cuando. Pero, por otro lado, y ello de forma totalmente oficiosa, prestaba, Puta, servicios de lo más útiles, suministrando las joyas del Ministerio. El personal de las altas esferas especulaba con gran fortuna con los mercados cerrados y por cerrar. Cuanto más avanzaba la guerra, mayor necesidad había de joyas. El Sr. Puta recibía tantos pedidos, que a veces encontraba dificultades para atenderlos.

Cuando estaba agotado, el Sr. Puta llegaba a adquirir una pequeña expresión de inteligencia, por la fatiga que lo atormentaba y sólo en esos momentos. Pero en reposo, su rostro, pese a la finura innegable de sus facciones, formaba una armonía de placidez tonta, de la que resultaba difícil no conservar para siempre un recuerdo desesperante.

Su mujer, la Sra. Puta, era una sola cosa con la caja de la casa, de la que no se apartaba, por así decir, nunca. La habían educado para ser la esposa de un joyero. Ambición de padres. Conocía su deber, todo su deber. La pareja era feliz, al tiempo que la caja era próspera. No es que fuese fea, la Sra. Puta, no, incluso habría podido ser bastante bonita, como tantas otras, sólo que era tan prudente, tan desconfiada, que se detenía al borde de la belleza, como al borde de la vida, con sus cabellos demasiado peinados, su sonrisa demasiado fácil y repentina, gestos demasiado rápidos o demasiado furtivos. Irritaba intentar distinguir lo que de demasiado calculado había en aquel ser y las razones del malestar que experimentabas, pese a todo, al acercarte a ella. Esa repulsión instintiva que inspiran los comerciantes a los avisados que se acercan a ellos es uno de los muy escasos consuelos de ser pobres diablillos que tienen quienes no venden nada a nadie.

Así, pues, era presa total de las mezquinas preocupaciones del comercio, la Sra. Puta, exactamente como la Sra. Herote, pero en otro estilo, y del mismo modo que las religiosas son presa, en cuerpo y alma, de Dios.

Sin embargo, de vez en cuando, sentía, nuestra patrona, como una preocupación de circunstancias. Así sucedía que se abandonara hasta llegar a pensar en los padres de los combatientes. «De todos modos, ¡qué desgracia esta guerra para quienes tienen hijos mayores!»

«Pero, bueno, ¡piensa antes de hablar! —la reprendía al instante su marido, a quien esas sensiblerías encontraban siempre listo y resuelto—. ¿Es que no hay que defender a Francia?»

Así, personas de buen corazón, pero por encima de todo buenos patriotas, estoicos, en una palabra, se quedaban dormidos todas las noches de la guerra encima de los millones de su tienda, fortuna francesa.

En los burdeles que frecuentaba de vez en cuando, el Sr. Puta se mostraba exigente y deseoso de que no lo tomaran por un pródigo. «Yo no soy un inglés, nena —avisaba desde el principio—. ¡Sé lo que es trabajar! ¡Soy un soldadito francés sin prisas!» Tal era su declaración preliminar. Las mujeres lo apreciaban mucho por esa forma sensata de abordar el placer. Gozador pero no pardillo, un hombre. Aprovechaba el hecho de conocer su mundo para realizar algunas transacciones de joyas con la ayudante de la patrona, quien no creía en las inversiones en Bolsa. El Sr. Puta progresaba de forma sorprendente desde el punto de vista militar, de licencias temporales a prórrogas definitivas. No tardó en quedar del todo libre, tras no sé cuántas visitas médicas oportunas. Contaba como uno de los goces más altos de su existencia la contemplación y, de ser posible, la palpación de pantorrillas hermosas. Era un placer por el que al menos superaba a su esposa, entregada en exclusiva al comercio. Con calidades iguales, siempre encontramos, al parecer, un poco más de inquietud en el hombre, por limitado que sea, por corrompido que esté, que en la mujer. En resumen, era un artistilla en ciernes, aquel Puta. Muchos hombres, en punto a arte, se quedan siempre, como él, en la manía de las pantorrillas hermosas. La Sra. Puta estaba muy contenta de no tener hijos. Manifestaba con tanta frecuencia su satisfacción por ser estéril, que su marido, a su vez, acabó comunicando su contento común a la ayudante de la patrona. «Sin embargo, por fuerza tienen que ir los hijos de alguien —respondía ésta, a su vez—, ¡pues es un deber!» Es cierto que la guerra imponía deberes.

El ministro al que servía Puta en el automóvil tampoco tenía hijos: los ministros no tienen hijos.

Hacia 1913, otro empleado auxiliar trabajaba conmigo en los pequeños quehaceres de la tienda; era Jean Voireuse, un poco «comparsa» por la noche en los teatrillos y por la tarde repartidor en la tienda de Puta. También él se contentaba con sueldos mínimos. Pero se las arreglaba gracias al metro. Iba casi tan rápido a pie como en metro para hacer los recados. Conque se quedaba con el precio del metro. Todo sisas. Le olían un poco los pies, cierto es, mucho incluso, pero lo sabía y me pedía que le avisara, cuando no había clientes en la tienda, para poder entrar sin perjuicio y hacer las cuentas con la Sra. Puta. Una vez cobrado el dinero, lo enviaban al instante a reunirse conmigo en la trastienda. Los pies le sirvieron mucho durante la guerra. Tenía fama de ser el agente de enlace más rápido de su regimiento. Durante la convalecencia, vino a verme al fuerte de Bicetre y fue incluso con ocasión de esa visita cuando decidimos ir juntos a dar un sablazo a nuestro antiguo patrón. Dicho y hecho. En el momento en que llegábamos por el Bulevard de la Madeleine, estaban acabando de instalar el escaparate…

«¡Hombre! ¿Vosotros aquí? —se extrañó un poco de vernos el Sr. Puta—. De todos modos, ¡me alegro! ¡Entrad! Tú, Voireuse, ¡tienes buen aspecto! ¡Eso es bueno! Pero tú, Bardamu, ¡pareces enfermo, muchacho! ¡En fin! ¡Eres joven! ¡Ya te recuperarás! A pesar de todo, ¡tenéis potra, chicos! Se diga lo que se diga, estáis viviendo momentos magníficos, ¿eh? ¿Allí arriba? ¡Y al aire! Eso es Historia, amigos, ¡os lo digo yo! ¡Y qué Historia!»

No le respondíamos nada al Sr. Puta, le dejábamos decir todo lo que quisiera antes de darle el sablazo… Conque continuaba:

«¡Ah! ¡Es duro, lo reconozco, estar en las trincheras!… ¡Es cierto! Pero, ¡aquí, verdad, también es duro de lo lindo!… ¿Que a vosotros os han herido? ¡Y yo estoy reventado! ¡Hace dos años que hago servicios de noche por la ciudad! ¿Os dais cuenta? ¡Imaginaos! ¡Absolutamente reventado! ¡Deshecho! ¡Ah, las calles de París por la noche! Sin luz, chicos… ¡Y conduciendo un auto y muchas veces con el ministro! ¡Y, encima, a toda velocidad! ¡No os podéis imaginar!… ¡Como para matarse diez veces todas las noches!…»

«Sí —confirmó la señora Puta—, y a veces conduce a la esposa del ministro también…»

«¡Ah, sí! Y no acaba ahí la cosa…»

«¡Es terrible!», comentamos al unísono.

«¿Y los perros? —preguntó Voireuse para mostrarse educado—. ¿Qué han hecho de ellos? ¿Todavía los llevan a pasear por las Tullerías?»

«¡Los mandé matar! ¡Eran un perjuicio para la tienda!… ¡Pastores alemanes!»

«¡Es una pena! —lamentó su mujer—. Pero los nuevos perros que tenemos ahora son muy agradables, son escoceses… Huelen un poco… Mientras que nuestros pastores alemanes, ¿recuerdas, Voireuse?… Se puede decir que no olían nunca. Podíamos dejarlos encerrados en la tienda, incluso después de la lluvia…»

«¡Ah, sí! —añadió el Sr. Puta—. No como ese jodio Voireuse con sus pies! ¿Aún te huelen los pies, Jean? ¡Anda, jodio Voireuse!»

«Me parece que un poco aún», respondió Voireuse.

En ese momento entraron unos clientes.

«No os retengo más, amigos míos —nos dijo el Sr. Puta, deseoso de eliminar a Jean de la tienda cuanto antes—. ¡Y que haya salud, sobre todo! ¡No os pregunto de dónde venís! ¡Ah, no! La Defensa Nacional ante todo, ¡ésa es mi opinión!»

Al decir Defensa Nacional, se puso muy serio, Puta, como cuando devolvía el cambio… Así nos despedían. La Sra. Puta nos entregó veinte francos a cada uno, al marcharnos. Ya no nos atrevíamos a cruzar de nuevo la tienda, lustrosa y reluciente como un yate, por nuestros zapatos, que parecían monstruosos sobre la fina alfombra.

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