Viaje al fin de la noche (22 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Muy divertido con aquellos múltiples incidentes, me despedí de Grappa, quien precisamente se retiraba, para la siesta, a su choza, donde ya se encontraba descansando su ama indígena, de vuelta de la aldea. Un par de chucháis espléndidos, aquella negra, bien educada por las hermanas de Gabón. No sólo sabía la joven hablar francés ceceando, sino también presentar la quinina en la mermelada y sacar las niguas de la planta de los pies. Sabía ser agradable de cien modos al colonial, sin fatigarlo o fatigándolo, según su preferencia.

Alcide estaba esperándome, un poco molesto. Aquella invitación con que acababa de honrarme el teniente Grappa fue lo que le decidió seguramente a hacerme confidencias. Y eran subidas de tono, sus confidencias. Me hizo, sin que se lo pidiera, un retrato exprés de Grappa con caca humeante. Le respondí a todo que era de la misma opinión. El punto débil de Alcide era que traficaba, pese a los reglamentos militares, absolutamente contrarios, con los negros de la selva circundante y también con los doce tiradores de su milicia. Abastecía de tabaco a toda aquella gente, sin piedad. Cuando los milicianos habían recibido su parte de tabaco, no les quedaba nada de la paga; se la habían fumado. Se la fumaban por adelantado incluso. Esa modesta práctica, en vista de la escasez de numerario en la región, perjudicaba, según Grappa, a la recaudación de impuestos.

El teniente Grappa, prudente, no quería provocar bajo su gobierno un escándalo en Topo, pero en fin, celoso tal vez, ponía mala cara. Le habría gustado que todas las minúsculas disponibilidades indígenas estuvieran destinadas, como es lógico, a los impuestos. Cada cual con su estilo y sus modestas ambiciones.

Al principio, la práctica del crédito en función del salario les había parecido un poco extraña e incluso dura, a los tiradores, que trabajaban únicamente para fumar el tabaco de Alcide, pero se habían acostumbrado a fuerza de patadas en el culo. Ahora ya ni siquiera intentaban ir a cobrar su paga, se la fumaban por adelantado, tranquilamente, junto a la choza de Alcide, entre las vivaces florecillas, entre dos ejercicios de imaginación.

En resumen, en Topo, por minúsculo que fuera el lugar, había, pese a todo, sitio para dos sistemas de civilización, la del teniente Grappa, más bien a la romana, que azotaba al sumiso para extraerle simplemente el tributo, del que, según la afirmación de Alcide, retenía una parte vergonzosa y personal, y el sistema de Alcide propiamente dicho, más complicado, en el que se vislumbraban ya los signos de la segunda etapa civilizadora, el nacimiento en cada tirador de un cliente, combinación comercial o militar, en una palabra, mucho más moderna, más hipócrita, la nuestra.

En lo relativo a la geografía, el teniente Grappa calculaba apenas, con ayuda de algunos mapas muy aproximativos que tenía en el puesto, los vastos territorios confiados a su custodia. Tampoco tenía demasiado deseo de saber más sobre aquellos territorios. Los árboles, la selva ya se sabe, al fin y al cabo, lo que son, se los ve muy bien desde lejos.

Ocultas entre el follaje y los recovecos de aquella inmensa tisana, algunas tribus extraordinariamente diseminadas se pudrían aquí y allá entre sus pulgas y sus moscas, embrutecidas por los tótems y atiborrándose de mandioca podrida… Pueblos de una ingenuidad perfecta y un canibalismo cándido, azotados por la miseria, devastados por mil pestes. Nada por lo que valiera la pena acercarse a ellos. Nada justificaba una expedición administrativa dolorosa y sin eco. Cuando había acabado de imponer la ley, Grappa prefería volverse hacia el mar y contemplar aquel horizonte por el que cierto día había aparecido él y por el que cierto día desaparecería, si todo iba bien. Pese a que aquel lugar había llegado a serme familiar y, al final, agradable, tuve, sin embargo, que pensar en abandonar por fin Topo para dirigirme a la tienda que me estaba prometida al cabo de unos días de navegación fluvial y de peregrinaciones selváticas.

Alcide y yo habíamos llegado a entendernos muy bien. Intentábamos juntos pescar peces-sierra, especie de tiburones que pululaban delante de la choza. Él era tan poco hábil para ese juego como yo. No pescábamos nada.

Su choza estaba amueblada sólo con su cama desmontable, la mía y algunas cajas vacías o llenas. Me parecía que debía de ahorrar bastante dinero gracias a su modesto comercio.

«¿Dónde lo metes?… —le pregunté en varias ocasiones—. ¿Dónde lo escondes, tu asqueroso parné? —Era para hacerle rabiar—. Menuda vidorra te vas a dar, cuando regreses.» Yo lo pinchaba. Y veinte veces por lo menos, mientras nos poníamos a comer el inevitable «tomate en conserva», imaginaba, para su regocijo, las peripecias de un periplo fenomenal, a su regreso a Burdeos, de burdel en burdel. No me respondía nada. Se limitaba a reírse, como si le divirtiera que le dijese esas cosas.

Aparte de la instrucción y las sesiones de justicia, no ocurría nada, la verdad, en Topo, conque, por fuerza, yo repetía lo más a menudo posible mi chiste de siempre, a falta de otros temas.

Hacia el final, una vez me dieron ganas de escribir al Sr. Puta, para darle un sablazo. Alcide se encargaría de echar al correo mi carta en el próximo
Papaoutah.
El material de escritura de Alcide estaba guardado en una cajita de galletas, como la de Branledore, la misma exactamente. Así, pues, todos los sargentos reenganchados tenían la misma costumbre. Pero, cuando me vio abrir la caja, Alcide hizo un gesto que me sorprendió, para impedírmelo. Me sentí violento. No sabía por qué me lo impedía; volví, pues, a dejarla sobre la mesa. «¡Bah! ¡Ábrela, anda! —dijo por fin—. ¡No tiene importancia!» Al instante vi, pegada al reverso de la tapa, la foto de una niña. Sólo la cabeza, una carita muy dulce, por cierto, con largos bucles, como se llevaban en aquella época. Cogí el papel y la pluma y volví a cerrar rápido la caja. Me sentía muy violento por mi indiscreción, pero también me preguntaba por qué lo habría turbado tanto aquello.

Al instante imaginé que se trataba de una hija suya, de la que no había querido hablarme hasta entonces. Yo no quería saber más, pero le oí detrás, a mi espalda, intentando contarme algo en relación con la foto, con voz extraña, que nunca le había oído hasta entonces. Farfullaba. Yo quería que me tragara la tierra. Tenía que ayudarlo a hacerme su confidencia. No sabía qué hacer para pasar aquel momento. Iba a ser una confidencia penosa, estaba seguro. La verdad es que no deseaba escucharla.

«¡No tiene importancia! —oí que decía por fin—. Es la hija de mi hermano… Murieron los dos…»

«¿Sus padres?…»

«Sí, sus padres…»

«Entonces, ¿quién la cría ahora? ¿Tu madre?», le pregunté, por decir algo, por manifestar interés.

«¿Mi madre? También murió…»

«Entonces, ¿quién?»

«¡Pues yo!»

Lanzó una risita, Alcide, carmesí, como si acabara de hacer algo indecoroso. Se apresuró a proseguir:

«Mira, te voy a explicar… Está en un colegio de monjas de Burdeos… Pero no de las hermanitas de los pobres, ¿eh?… Las monjas “bien”… Como soy yo quien me ocupo de ello, no hay cuidado. ¡No quiero que le falte de nada! Ginette, se llama… Es una niña muy buena… Como su madre, por cierto… Me escribe, progresa; sólo, que los pensionados así, verdad, son caros… Sobre todo porque ahora tiene diez años… Quiero que aprenda el piano al mismo tiempo… ¿Qué te parece el piano?… Está bien, ¿eh?, el piano para las chicas… ¿No crees?… ¿Y el inglés? ¿Es útil también el inglés?… ¿Lo sabes tú el inglés?…»

Me puse a mirarlo más de cerca, a Alcide, a medida que iba confesando la culpa de no ser demasiado generoso, con su bigotito cosmético, sus cejas de excéntrico, su piel calcinada. ¡Púdico Alcide! ¡Qué de economías debía de haber hecho sobre su mísera paga… sobre sus famélicas primas y su minúsculo comercio clandestino… durante meses, años, en aquel Topo infernal!… Yo no sabía qué responderle, no me sentía competente, pero me superaba tanto, en corazón, que me puse colorado como un tomate… Al lado de Alcide, un simple patán impotente, yo, basto y vano… De nada servía simular. Estaba claro.

Ya no me atrevía a hablarle, me sentía de pronto absolutamente indigno de hablarle. Yo que el simple día antes no le hacía demasiado caso e incluso lo despreciaba un poco, a Alcide.

«No he tenido potra —prosiguió, sin darse cuenta de que me ponía violento con sus confidencias—. Imagínate que hace dos años le dio la parálisis infantil… Figúrate… ¿Sabes tú lo que es la parálisis infantil?»

Entonces me explicó que la pierna izquierda de la niña permanecía atrofiada y que seguía un tratamiento a base de electricidad en Burdeos, con un especialista.

«¿Crees tú que la podrá recuperar?…», me preguntaba inquieto.

Le aseguré que se podía recuperar perfectamente, del todo, con el tiempo y la electricidad. Hablaba de su madre, que había muerto, y de la enfermedad de la pequeña con muchas precauciones. Temía, incluso de lejos, hacerle daño.

«¿Has ido a verla después de la enfermedad?»

«No… estaba aquí.»

«¿Vas a ir a verla pronto?»

«Creo que no voy a poder hasta dentro de tres años… Date cuenta, aquí hago un poco de comercio… Conque eso la ayuda… Si me marchara de permiso ahora, al regreso me habrían cogido el puesto… sobre todo por ese otro cabrón…»

Así, Alcide sólo pedía la posibilidad de ampliar su estancia al doble, cumplir seis años seguidos en Topo, en lugar de tres, por su sobrinita, de la que sólo tenía unas cartas y el retratito. «Lo que me preocupa —prosiguió, cuando nos acostamos— es que no tenga a nadie allí para las vacaciones… Es duro para una niña…»

Evidentemente, Alcide evolucionaba en lo sublime con facilidad y, por así decir, con familiaridad, tuteaba a los ángeles, aquel muchacho, y parecía un mosquita muerta. Había ofrecido, casi sin darse cuenta, a una niña vagamente emparentada, años de tortura, la aniquilación de su pobre vida en aquella monotonía tórrida, sin condiciones, sin regateo, sin otro interés que el de su buen corazón. Ofrecía a aquella niña lejana ternura suficiente para rehacer un mundo entero y era algo que no se veía.

Se quedó dormido de repente, a la luz de la vela. Acabé levantándome para mirar en detalle sus facciones a la luz. Dormía como todo el mundo. Tenía aspecto muy corriente. Sin embargo, no sería ninguna tontería que hubiera algo para distinguir a los buenos de los malos.

Hay dos métodos para penetrar en la selva, o bien abrir un túnel en ella, como las ratas en los haces de heno. Ése es el método asfixiante. No me hacía ninguna gracia. O bien soportar la subida río arriba, encogidito en el fondo de un tronco de árbol, impulsado con pagaya entre recodos y boscajes, y, acechando así el fin de días y días, ofrecerse de plano al resplandor, sin recurso. Y después, atontado por los aullidos de los negros, llegar adonde vayas hecho una lástima.

Todas las veces, al arrancar, para coger el ritmo, necesitan tiempo, los remeros. La disputa. Primero una pala entra en el agua y después dos o tres alaridos acompasados y la selva responde, remolinos, te deslizas, dos remos, luego tres, todavía descompasados, olas, titubeos, una mirada atrás te devuelve al mar, que se extiende allá, se aleja, y ante ti la larga extensión lisa que se va labrando, y luego Alcide aún, un poco, sobre el embarcadero, al que veo lejos, casi oculto por los vahos del río, bajo su enorme casco, en forma de campana, un trocito de cabeza, de cara, como un quesito, y el resto de Alcide debajo flotando en su túnica, como perdido ya en un recuerdo extraño con pantalones blancos.

Eso es todo lo que me queda de aquel lugar, de aquel Topo.

¿Habrán podido defenderla aún por mucho tiempo, aquella aldea ardiente, de la guadaña solapada del río de aguas color canela? Y sus tres chozas pulgosas, ¿seguirán aún en pie? ¿Habrá nuevos Grappas y Alcides entrenando a tiradores recientes en esos combates inconsistentes? ¿Seguirán ejerciendo aquella justicia sin pretensiones? ¿Seguirá tan rancia el agua que intenten beber? ¿Tan tibia? Como para asquearte de tu propia boca durante ocho días después de cada ronda… ¿Seguirán sin nevera? ¿Y los combates de oído que libran contra las moscas los infatigables abejorros de la quinina? ¿Sulfato? ¿Clorhidrato?… Pero, antes que nada, ¿existirán aún negros pustulentos desecándose en aquella estufa? Muy bien puede ser que no…

Tal vez nada de eso exista ya, quizás el pequeño Congo haya lamido Topo de un gran lengüetazo cenagoso una noche de tornado, al pasar, y ya no quede nada, haya desaparecido de los mapas hasta el nombre, ya sólo quede yo, en una palabra, para recordar aún a Alcide… Tal vez lo haya olvidado su sobrina también. Puede que el teniente Grappa no haya vuelto a ver su Toulouse… Que la selva que acechaba desde siempre la duna, al regreso de la estación de las lluvias, haya invadido todo, haya aplastado todo bajo la sombra de las inmensas caobas, todo, hasta las florecillas imprevistas de la arena, que, según Alcide, no había que regar… Que ya no exista nada.

Lo que fueron los diez días de ascenso río arriba es algo que no olvidaré por mucho tiempo… Transcurridos vigilando los remolinos cenagosos, en el hueco de la piragua, eligiendo un paso furtivo tras otro, entre los ramajes enormes a la deriva, evitados con agilidad. Trabajo de forzados evadidos.

Después de cada crepúsculo, nos deteníamos en un promontorio rocoso. Una mañana, abandonamos por fin aquella sucia lancha salvaje para entrar en la selva por un sendero oculto que se insinuaba en la penumbra verde y húmeda, iluminado sólo a ratos por un rayo de sol que caía desde lo alto de aquella infinita catedral de hojas. Monstruosos árboles caídos obligaban a nuestro grupo a dar muchos rodeos. En su hueco un metro entero habría maniobrado a sus anchas.

En determinado momento volvió la luz deslumbrante, habíamos llegado ante un espacio desbrozado, tuvimos que subir aún, otro esfuerzo. La eminencia que alcanzamos coronaba la infinita selva, encrespada con cimas amarillas, rojas y verdes, que poblaba, estrujaba montes y valles, monstruosamente abundante como el cielo y el agua. El hombre cuya vivienda buscábamos vivía, me indicaron con señas, un poco más lejos… en otro vallecito. Allí nos esperaba, el hombre.

Entre dos grandes rocas se había construido una especie de refugio, al abrigo, me hizo observar, de los tornados del Este, los peores, los más iracundos. No tuve inconveniente en reconocer que era una ventaja, pero en cuanto a la choza misma pertenecía con toda seguridad a la última categoría, la más astrosa, vivienda casi teórica, deshilachada por todos lados. Me esperaba sin falta algo por el estilo en punto a vivienda, pero, aun así, la realidad superaba mis previsiones.

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