En el edículo, a la altura de las piernas, me encontré a Bébert precisamente. Había entrado para protegerse también él. Me había visto correr, al salir de la casa de los Henrouille. «¿Viene usted de su casa? —me preguntó—. Ahora tendrá usted que subir al quinto de nuestra casa, a ver a la hija…» A aquella clienta, de la que me hablaba, la conocía yo bien, la de las caderas anchas… La de los hermosos muslos largos y suaves… Había un no sé qué de ternura, voluntad y gracia en sus movimientos, propio de las mujeres sexualmente equilibradas. Había venido a consultarme varias veces por el dolor de vientre que no se le iba. A los veinticinco años, con tres abortos a las espaldas, sufría de complicaciones y su familia lo llamaba anemia.
Había que ver lo sólida y bien hecha que estaba, con un gusto por los coitos como pocas mujeres tienen. Discreta en la vida, de modales y expresión razonables. Nada histérica. Pero bien dotada, bien alimentada, bien equilibrada, auténtica campeona de su clase, así mismo. Una hermosa atleta para el placer. Nada había malo en eso. Sólo a hombres casados frecuentaba. Y sólo entendidos, hombres que sabían reconocer y apreciar los hermosos logros naturales y que no consideraban buen asunto a una viciosilla cualquiera. No, su piel trigueña, su sonrisa amable, sus andares y la amplitud noblemente móvil de sus caderas le valían entusiasmos profundos, merecidos, por parte de ciertos jefes de oficina que sabían lo que querían.
Sólo, que, claro está, no podían, de todos modos, divorciarse por eso, los jefes de negociado. Al contrario, era una razón para seguir felices en su matrimonio. Conque, todas las veces, al tercer mes de estar encinta, iba, sin falta, a buscar a la comadrona. Cuando se tiene temperamento pero no un cornudo a mano, no todos los días hay diversión.
Su madre me entreabrió la puerta con precauciones de asesinato. Susurraba, la madre, pero tan fuerte, con tal intensidad, que era peor que las imprecaciones.
«¿Qué he podido hacer al cielo, doctor, para tener una hija así? Ah, por lo menos, ¡no diga nada en el barrio, doctor!… ¡Confío en usted!» No cesaba de agitar su espanto ni de correrse de gusto con lo que podrían pensar sobre el caso los vecinos y las vecinas. En trance de tontería inquieta estaba. Duran mucho esos estados.
Me iba dejando acostumbrarme a la penumbra del pasillo, al olor de los puerros para la sopa, al empapelado de las paredes, a los ramajes absurdos de éstas, a su voz de estrangulada. Por fin, de farfulleos en exclamaciones, llegamos junto a la cama de la hija, postrada, la enferma, a la deriva. Quise examinarla, pero perdía tanta sangre, era tal papilla, que no se le podía ver ni un centímetro de vagina. Cuajarones. Hacía «gluglú» entre sus piernas como en el cuello cortado del coronel en la guerra. Me limité a colocarle de nuevo el algodón y a arroparla.
La madre no miraba nada, sólo se oía a sí misma. «¡Me voy a morir, doctor! —clamaba—. ¡Me voy a morir de vergüenza!» No intenté disuadirla en absoluto. No sabía qué hacer. En el pequeño comedor contiguo, veíamos al padre, que se paseaba de un extremo a otro. Él no debía de tener preparada aún su actitud para el caso. Tal vez esperara a que los acontecimientos se concretasen antes de elegir una actitud. Se encontraba en una especie de limbo. Las personas van de una comedia a otra. Mientras no esté montada la obra y no distingan aún sus contornos, su papel propicio, permanecen ahí, con los brazos caídos, ante el acontecimiento, y los instintos replegados como un paraguas, bamboleándose de incoherencia, reducidos a sí mismos, es decir, a nada. Cabrones sin ánimos.
Pero la madre, ésa sí, lo desempeñaba, el papel principal, entre la hija y yo. El teatro podía desplomarse, le importaba tres cojones, se encontraba a gusto en él, buena y bella.
Yo sólo podía contar con mis propias fuerzas para deshacer la mierda del hechizo.
Aventuré el consejo de que la trasladaran de inmediato a un hospital para que la operasen rápido.
¡Ah, desgraciado de mí! Con ello le proporcioné su más hermosa réplica, la que estaba esperando.
«¡Qué vergüenza! ¡El hospital! ¡Qué vergüenza, doctor! ¡A nosotros! ¡Ya sólo nos faltaba esto! ¡El colmo!»
Yo no tenía nada más que decir. Me senté, pues, y escuché a la madre debatirse aún más tumultuosa, liada en los camelos trágicos. Demasiada humillación, demasiado apuro conducen a la inercia definitiva. El mundo es demasiado pesado para uno. Abandonas. Mientras invocaba, provocaba al Cielo y al Infierno, atronaba con su desgracia, yo bajaba la nariz y, al hacerlo, destrozado, veía formarse bajo la cama de la hija un charquito de sangre; un reguerito chorreaba despacio de ella a lo largo de la pared y hacia la puerta. Una gota, desde el somier, caía con regularidad. ¡Plaf! ¡Plaf! Las toallas entre las piernas rebosaban de rojo. Pregunté, de todos modos, con voz tímida si ya había expulsado toda la placenta. Las manos de la muchacha, pálidas y azuladas en los extremos, colgaban a cada lado de la cama, sin fuerza. Ante mi pregunta, fue la madre de nuevo la que respondió con un torrente de jeremiadas repulsivas. Pero reaccionar era, después de todo, demasiado para mí.
Estaba tan obsesionado, yo mismo, desde hacía tanto, por la mala suerte, dormía tan mal, que ya no tenía el menor interés, en aquella deriva, por que sucediera esto en lugar de lo otro. Me limitaba a pensar que para escuchar a aquella madre vociferante se estaba mejor sentado que de pie. Cualquier cosa basta, cuando has llegado a estar del todo resignado, para darte placer. Y, además, ¡qué fuerza no me habría hecho falta para interrumpir a aquella salvaje en el preciso momento en que no sabía «cómo salvar el honor de la familia»! ¡Qué papelón! Y, además, ¡es que seguía gritándolo! Tras cada aborto, yo lo sabía por experiencia, se explayaba del mismo modo, entrenada, claro está, para hacerlo cada vez mejor. ¡Iba a durar lo que ella quisiera! Aquella vez me parecía dispuesta a decuplicar sus efectos.
Ella también, pensaba yo, debía de haber sido una criatura hermosa, la madre, bien pulposa en su tiempo, pero más verbal, de todos modos, derrochadora de energía, más demostrativa que la hija, cuya concentrada intimidad había sido un auténtico y admirable logro de la naturaleza. Esas cosas no se han estudiado aún maravillosamente, como merecen. La madre adivinaba esa superioridad animal de la hija sobre ella y, celosa, reprobaba todo por instinto, su forma de dejarse cepillar hasta profundidades inolvidables y de gozar como un continente.
El aspecto teatral del desastre la entusiasmaba, en cualquier caso. Acaparaba con sus dolorosos trémolos el reducido mundillo en que estábamos enfangados por su culpa. Tampoco podíamos pensar en alejarla. Sin embargo, yo debería haberlo intentado. Haber hecho algo… Era mi deber, como se suele decir. Pero me encontraba demasiado bien sentado y demasiado mal de pie.
Su casa era un poco más alegre que la de los Henrouille, igual de fea, pero más confortable. Había buena temperatura. No era siniestro, como allá abajo, sólo feo, tranquilamente.
Atontado de fatiga, mis miradas vagaban por las cosas de la habitación. Cosillas sin valor que había poseído desde siempre la familia, sobre todo el tapete de la chimenea con borlas de terciopelo rosa, de las que ya no se encuentran en los almacenes, y ese napolitano de porcelana y el costurero con espejo biselado, cuya réplica debía de tener una tía de provincias. No avisé a la madre sobre el charco de sangre que veía formarse bajo la cama ni sobre las gotas que seguían cayendo puntuales, habría gritado aún más fuerte sin por ello escucharme. No iba a acabar nunca de quejarse e indignarse. Tenía vocación.
Más valía callarse y mirar afuera, por la ventana, los terciopelos grises de la tarde que se apoderaban ya de la avenida de enfrente, casa por casa, primero las más pequeñas y luego las demás, las grandes, y después la gente que se agitaba entre ellas, cada vez más débiles, equívocos y desdibujados, vacilando de una acera a otra antes de ir a hundirse en la obscuridad.
Más lejos, mucho más lejos que las fortificaciones, filas e hileras de lucecitas dispersas por toda la sombra como clavos, para tender el olvido sobre la ciudad, y otras lucecitas más que centelleaban entre ellas, verdes, pestañeaban, rojas, venga barcos y más barcos, toda una escuadra venida allí de todas partes para esperar, trémula, a que se abriesen tras la Torre las enormes puertas de la Noche.
Si aquella madre se hubiera tomado un respiro, hubiese guardado silencio un momento, habríamos podido por lo menos abandonarnos, renunciar a todo, intentar olvidar que había que vivir. Pero me acosaba.
«¿Y si le diera una lavativa, doctor? ¿Qué le parece?» No respondí ni que sí ni que no, pero aconsejé una vez más, ya que tenía la palabra, que la enviaran de inmediato al hospital. Otros aullidos, aún más agudos, más decididos, más estridentes, como respuesta. Era inútil.
Me dirigí despacio hacia la puerta, a la chita callando.
Ahora la sombra nos separaba de la cama.
Ya casi no distinguía las manos de la muchacha, colocadas sobre las sábanas, a causa de su palidez semejante.
Volví a tomarle el pulso, más débil, más furtivo que antes. Su respiración era entrecortada. Seguía oyendo perfectamente, yo, la sangre que caía sobre el entarimado, como el tenue tictac de un reloj cada vez más lento. Era inútil. La madre me precedió hacia la puerta.
«Sobre todo —me recomendó, transida—, doctor, ¡prométame que no dirá nada a nadie! —suplicó—. ¿Me lo jura?»
Yo prometía todo lo que quisieran. Tendí la mano. Fueron veinte francos. Volvió a cerrar la puerta tras mí, poco a poco.
Abajo, la tía de Bébert me esperaba con su cara de circunstancias. «¿Cómo va? ¿Mal?», preguntó. Comprendí que llevaba media hora ya, esperando allí, abajo, para recibir su comisión habitual: dos francos. No me fuera yo a escapar. «Y en casa de los Henrouille, ¿qué tal ha ido?», quiso saber. Esperaba recibir una propina por aquéllos también. «No me han pagado», respondí. Además, era cierto. La sonrisa preparada de la tía se volvió una mueca de desagrado. Desconfiaba de mí.
«¡Mira que es desgracia, doctor, no saber cobrar! ¿Cómo quiere que le respete la gente?… ¡Hoy se paga al contado o nunca!» También eso era cierto. Me largué. Había puesto las judías a cocer antes de salir. Era el momento, caída la noche, de ir a comprar la leche. Durante el día, la gente sonreía al cruzarse conmigo con la botella en la mano. Lógico. No tenía criada.
Y después el invierno se alargó, se extendió durante meses y semanas aún. Ya no salíamos de la bruma y la lluvia en que estábamos inmersos.
Enfermos no faltaban, pero no había muchos que pudieran o quisiesen pagar. La medicina es un oficio ingrato. Cuando los ricos te honran, pareces un criado; con los pobres, un ladrón. ¿«Honorarios»? ¡Bonita palabra! Ya no tienen bastante para jalar ni para ir al cine, ¿y aún vas a cogerles pasta para hacer unos «honorarios»? Sobre todo en el preciso momento en que la cascan. No es fácil. Lo dejas pasar. Te vuelves bueno. Y te arruinas.
Para pagar el mes de enero vendí primero mi aparador, para hacer sitio, expliqué en el barrio, y transformar mi comedor en estudio de cultura física. ¿Quién me creyó? En el mes de febrero, para liquidar las contribuciones, me pulí también la bicicleta y el gramófono, que me había dado Molly al marcharme. Tocaba
No More Worries!
[16]
Aún recuerdo incluso la tonada. Es lo único que me queda. Mis discos Bézin los tuvo mucho tiempo en su tienda y por fin los vendió.
Para parecer aún más rico conté entonces que iba a comprarme una moto, en cuanto empezara el buen tiempo, y que por eso me estaba procurando un poco de dinero contante. Lo que me faltaba, en el fondo, era cara dura para ejercer la medicina en serio. Cuando me acompañaban hasta la puerta, después de haber dado a la familia los consejos y entregado la receta, me ponía a hacer toda clase de comentarios sólo para eludir unos minutos más el instante del pago. No sabía hacer de puta. Tenían aspecto tan miserable, tan apestoso, la mayoría de mis clientes, tan torvo también, que siempre me preguntaba de dónde iban a sacar los veinte francos que habían de darme y si no irían a matarme, para desquitarse. Me hacían, de todos modos, mucha falta, a mí, los veinte francos. ¡Qué vergüenza! Podría no haber acabado nunca de enrojecer.
«¡Honorarios!…» Así seguían llamándolos, los colegas. ¡Tan campantes! Como si la palabra fuese algo bien entendido y que ya no hiciera falta explicar… ¡Qué vergüenza!, no podía dejar de decirme y no había salida. Todo se explica, lo sé bien. Pero, ¡no por ello deja de ser para siempre un desgraciado de aúpa el que ha recibido los cinco francos del pobre y del mindundi! Desde aquella época estoy seguro incluso de ser tan desgraciado como cualquiera. No es que hiciese orgías y locuras con sus cinco francos y sus diez francos. ¡No! Pues el casero se me llevaba la mayor parte, pero, aun así, tampoco eso es excusa. Nos gustaría que fuera una excusa, pero aún no lo es. El casero es peor que la mierda. Y se acabó.
A fuerza de quemarme la sangre y de pasar entre los aguaceros helados de aquella estación, estaba adquiriendo más bien aspecto de tuberculoso, a mi vez. Fatalmente. Es lo que ocurre cuando hay que renunciar a casi todos los placeres. De vez en cuando, compraba huevos, aquí, allá, pero mi dieta esencial eran, en suma, las legumbres. Tardan mucho en cocer. Pasaba horas en la cocina vigilando su ebullición, después de la consulta, y, como vivía en el primer piso, tenía desde allí una buena vista del patio. Los patios son las mazmorras de las casas de pisos. Tuve la tira de tiempo, para mirarlo, mi patio, y sobre todo para oírlo.
Allí iban a caer, crujir, rebotar los gritos, las llamadas de las veinte casas del perímetro, hasta los desesperados pajaritos de las porteras, que enmohecían piando por la primavera, que no volverían a ver nunca en sus jaulas, junto a los retretes, todos agrupados, los retretes, allí, en el fondo de sombra, con sus puertas siempre desvencijadas y colgantes. Cien borrachos, hombres y mujeres, poblaban aquellos ladrillos y llenaban el eco con sus pendencias jactanciosas, sus blasfemias inseguras y desaforadas, tras las comidas de los sábados sobre todo. Era el momento intenso en la vida de las familias. Desafíos a berridos tras darle a la priva bien. Papá manejaba la silla, que había que ver, como un hacha, y mamá el tizón como un sable. ¡Ay de los débiles, entonces! El pequeño era quien cobraba. Los guantazos aplastaban contra la pared a todos los que no podían defenderse y responder: niños, perros o gatos. A partir del tercer vaso de vino, el tinto, el peor, el perro era el que empezaba a sufrir, le aplastaban la pata de un gran pisotón. Así aprendería a tener hambre al mismo tiempo que los hombres. Menudo cachondeo, al verlo desaparecer aullando bajo la cama como un destripado. Era la señal. Nada estimula tanto a las mujeres piripis como el dolor de los animales, no siempre se tienen toros a mano. Se reanudaba la discusión en tono vindicativo, imperiosa como un delirio, la esposa era la que dirigía, lanzando al macho una serie de llamadas estridentes a la lucha. Y después venía la refriega, los objetos rotos quedaban hechos añicos. El patio recogía el estrépito, cuyo eco resonaba por la sombra. Los niños chillaban horrorizados. ¡Descubrían todo lo que había dentro de papá y mamá! Con los gritos atraían su ira.