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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (22 page)

BOOK: Viracocha
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Abandonaron dos de las literas, conservando la de Naika que se la cedía al español cuando le molestaba mucho la pierna, y de este modo avanzaron, muy despacio, por una región más inhóspita aún que todas cuantas habían atravesado anteriormente ya que su oscuro color contribuía a aumentar la sensación de agobio, y resultaba evidente que ni tan siquiera alacranes, lagartos o serpientes se habían decidido a colonizar semejante rincón perdido del infierno.

Tan sólo aisladas aves marinas hacían su aparición de tanto en tanto lanzando sonoros chillidos con los que parecían pretender avisarles del terrible error que cometían al aventurarse por semejantes soledades, para alejarse de nuevo hacia la costa y perderse de vista sobre las frías y plomizas aguas del Pacífico.

Nadie les seguía, ni nadie les espiaba.

Nadie hablaba tampoco porque una simple palabra Constituía un supremo esfuerzo, y los sufridos porteadores tenían que sustituirse continuamente porque el peso del palanquín y su carga parecía haberse multiplicado por diez con el paso del tiempo.

Escaseaba el agua y no eran muchos tampoco los alimentos, pero Calla Huasi que conocía perfectamente la región, les condujo por el camino más corto asegurando que antes de caer la noche alcanzarían las márgenes de un riachuelo que aún debía conservar una mínima corriente.

Constituyó aquél, sin duda, un día particularmente largo y penoso para Alonso de Molina, ya que la herida de la pierna le dolía más de lo que quería admitir y se encontraba profundamente inquieto por haber arrastrado a tan insensata aventura a Chabcha Pusí y a la muchacha.

Esta última seguía siendo sin embargo la menos afectada por el largo y difícil viaje, tan feliz y satisfecha como si en verdad participase en una divertida excursión campestre, convirtiéndose en el único miembro del grupo capaz de entusiasmarse a la vista de un extraño paisaje o una formación rocosa de fantasmales características. Cuando alcanzaron por fin la orilla del triste arroyo que parecía constituir los límites de la desolada región, se alejó unos metros para disfrutar de un largo y reconfortante baño, y se dispuso luego a preparar la cena con la vivacidad y la alegría de una chiquilla en vacaciones.

Entrada ya la noche, y tras tomarse un merecido descanso, el oficial y uno de sus hombres se perdieron de vista en las sombras, para regresar al alba en compañía un atemorizado lugareño que a punto estuvo de desmayarse al enfrentarse a la impresionante humanidad del español.

Tardó en recuperar el habla, pero cuando lo hizo fue para responder con todo lujo de detalles a cuantas preguntas se le hicieron, y la seria amenaza de Calla Huasi de que si se atrevía a mentir el monstruoso «Viracocha» aprovecharía para devorarle el cerebro, surtió tal efecto que el desgraciado se esforzó por conseguir que cada de sus palabras sonara absolutamente sincera.

Admitió que, en efecto, había oído hablar de un dios blanco surgido de las aguas que habitó durante meses en una cercana fortaleza celosamente protegido y agasajado por las más hermosas mujeres y los más renombrados hechiceros mientras los hombres eran convocados a reuniones secretas en las que se les pedía que comenzasen a desenterrar sus viejas armas preparándose para una inminente revuelta contra los incas, ya que el latente orgullo de un pueblo pisoteado renacía de sus cenizas al contar con un líder capaz de conducirles a la victoria.

Muy pronto resultó evidente sin embargo que aquel supuesto líder lo único que en realidad deseaba era corner, emborracharse y disfrutar de mujeres cada vez más jóvenes, sin que jamás llegara a pronunciar una sola palabra inteligible, ejerciera su jefatura, ni apuntara el más mínimo gesto que viniera a indicar que tenía intención de alzarse contra nadie.

—Muy propio de Bocanegra —admitió el andaluz. Siempre tuvo fama de holgazán, borrachín y, sobre todo, mujeriego.

—¿Luego estás convencido de que es él? —señaló Chabcha Pusí.

—Todo coincide…: el lugar donde debió arrojarse al mar, la fecha en que desapareció del barco y la descripción del personaje… —Se volvió al indígena—. ¿Donde está ahora? —quiso saber.

El otro señaló un punto indeterminado hacia el Nordeste:

—Por allí… Al pie de las montañas, no lejos de la Ciudad Roja.

—¿Qué ciudad es ésa?

—Una de las antiguas capitales de su reino antes de nuestra llegada… —aclaró Calla Huasi—. Les está prohibido pronunciar su verdadero nombre y hoy día se encuentra prácticamente abandonada.

—Los incas nos obligaron a irnos… —replicó el nativo mostrando un súbito y manifiesto rencor—. Desviaron nuestros ríos, destruyeron nuestros canales y arrasaron nuestros campos arruinando las ciudades. Hoy somos un pueblo condenado a vagar por los desiertos y pasar miserias, pero muy pronto llegará un redentor que vendrá del mar, será muy alto, tendrá cuatro piernas y dos cabezas, y en el transcurso de un solo día, ¡uno solo!, acabará con la tiranía del Inca. «Llandú» lo ha visto.

—«Llandú» es «La Sombra»… —puntualizó de nuevo el oficial—. Una especie de brujo rebelde empeñado en destruirnos. Surge de noche en la cima de las montañas y desde allí grita sus predicciones desapareciendo luego como si se lo hubiese tragado la tierra. No me extrañaría que toda esta historia del hombre blanco nacido de las aguas fuera obra suya. Hace años que lo perseguimos inútilmente.

—Un ser muy alto de cuatro piernas y dos cabezas podría tratarse de un jinete… —señaló, Alonso de Molina meditabundo—. La verdad es que en estas tierras ocurren extraños prodigios que a menudo me desconciertan—. Soñé que Guzmán Bocanegra me necesitaba y he aquí que todo parece indicar que ese sueño puede convertirse en realidad… —Se volvió a Chabcha Pusí—. ¿Por qué?

—Sí tuviéramos respuesta para todo, no valdría la pena continuar viviendo —replicó el «curaca» seriamente—. También yo soñé con tu amigo Pizarro y lo vi tal como acaba de describirlo… —Se encogió de hombros—. Los incas conquistamos a todas estas tribus, que nunca fueron un auténtico reino, sino una confederación de ciudades y asentamientos agrícolas que poco tenían en común, más que absurdas supersticiones. Tratamos de adaptarlos a nuestra forma de vida, proporcionándoles unidad, paz y orden, pero lo único que hemos conseguido es odio, desprecio y que se aferren cada vez con más fuerza a sus brujerías y sus falsos ídolos. Jamás conseguí entenderlo.

—Tal vez prefieran la libertad.

—¿Para seguir los pasos de ese «Llandú»…? —se indignó Chabcha Pusí—. ¿Qué puede ofrecerle más hambre, horror y sacrificios humanos? Todos estos pueblos de la costa vivían bajo el yugo de fanáticos sacerdotes que les tiranizaban con falsos ídolos sedientos sangre… ¿Acaso deberíamos abandonarlos a su suerte?

—¿Es mejor nuestra suerte de ahora? —intervino el lugareño con hostilidad—. Prefiero entregarle a un dios la vida de un soldado enemigo al que he vencido en lucha abierta, que la de un niño inocente como hacéis vosotros.

—¿Es eso cierto…? —se horrorizó el español incapaz de creer en lo que estaba oyendo—. ¿Sacrificáis niños a los dioses?

—Tan sólo en muy contadas ocasiones… —replicó el «curaca» visiblemente incómodo—. Y se trata siempre de niños que sus padres ofrecen de forma voluntaria en caso de hambruna o catástrofe…

—… O cuando muere un «Inca» —le interrumpió el nativo—. Vinisteis a «liberarnos» y mira en lo que nos habéis convertido… —Se volvió a Alonso de Molina y podría creerse que la ira que sentía había conseguido que incluso olvidara su miedo—. ¿Qué haces entre ellos? —inquirió—. ¿Eres tan falso como el dios blanco?

—No soy ningún dios… —replicó—. Ni Bocanegra tampoco. Tan sólo es un marinero que se cayó de un barco. ¿Me ayudarás a encontrarlo?

—¿Por qué? El español le colocó el cañón del arcabuz en la frente y presionó con fuerza al tiempo que aproximaba amenazantemente su velludo rostro al del pobre infeliz que súbitamente se desinfló como un globo:

—¡Porque si no lo haces te volaré los sesos!

—Si «Llandú» está metido en esto buscará problemas —intervino Calla Huasi—. Lo lógico sería que fuéramos tú y yo, y los demás esperaran aquí nuestro regreso. De lo contrario no conseguiríamos nada.

Naika y el «curaca» intentaron protestar, pero Alonso de Molina se mostró de acuerdo con el oficial haciéndoles comprender que a partir de aquel punto dos hombres de armas se desenvolverían mucho mejor si no contaban con la impedimenta que significaba una litera, una mujer, y un puñado de asustadizos porteadores a los que si dejaban allí solos se arriesgaban a no volver a encontrar nunca.

Mediada la mañana emprendieron por tanto la marcha llevando ante ellos al prisionero, a través de un paisaje que mostraba constantes huellas de que en otro tiempo debió encontrarse densamente poblado ya que los innumerables canales de irrigación, ahora cegados, ruinosos e inservibles, hablaban por sí solos de una avanzada cultura de gentes inconcebiblemente laboriosas que habían sabido aprovechar hasta el último pedazo de tierra útil.

Las aguas que en época de deshielo tan generosamente debieron descender en torrentera desde la lejana cordillera habían sido meticulosamente embalsadas y canalizadas más tarde a través de enormes distancias, transformando los áridos desiertos en auténticos vergeles, y cada detalle de la hostil orografía parecía estudiado con particular inteligencia para colocarlo al servicio del hombre. Debieron necesitarse sin duda cientos, o tal vez miles de años para alcanzar semejante nivel de perfección, aunque probablemente tan sólo se precisaron unos meses para concluir con una obra tan ingente y admirable.

—No pudo ser de otra manera… —admitió espontáneamente Calla Huasi mientras hacían una corta pausa frente a uno de aquellos inmensos muros de adobe inutilizados—. Mantener a espaldas del Imperio a todo un enjambre de tribus poderosas y relacionadas entre sí, constituía un auténtico suicidio. Cuzco se encuentra situado en el centro del mundo y hacia cualquier punto que mire se enfrenta con seres hostiles. O los debilita, o acaba devorada por ellos.

—Entiendo… —admitió el español—. Aunque llevar el debilitamiento hasta esos extremos se me antoja cruel y, exagerado… —Señaló hacia el frente—. ¿Falta mucho?: —quiso saber.

—Al atardecer llegaremos a la Ciudad Roja. Lo más probable es que a tu amigo lo mantengan oculto en alguna de las viejas necrópolis excavadas al pie de los cerros del Norte.

—Allí está —confirmó secamente el nativo—. Donde duermen «Los Antiguos».

—¿Y «Llandú»? —quiso saber el inca—. ¿Dónde se encuentra?

—En la noche… —fue la extraña respuesta—. «Llandú» sólo vive en la noche porque es hijo de la Luna. El Sol, vuestro dios, es su enemigo.

—Y la Luna, vuestra diosa, su amiga… —replicó Calla Huasi—. Aquellos que tan sólo aman las tinieblas no pueden ser más que discípulos de Sopay, el maligno.

—Nos arrojasteis a la oscuridad de esta vida humillante —masculló el lugareño—. Pero vuestros días están contados y tal como vinisteis vendrán otros que os hundirán en las tinieblas para siempre. ¿Me oyes bien…? ¡Para siempre!

Calla Huasi alargó la mano y de un violento revés lo lanzó e hizo ademán de abalanzarse de nuevo sobre él y patearlo, pero el español interpuso su enorme humanidad.

—¡Déjalo! —suplicó conciliador—. No es digno de un oficial golpear a un hombre maniatado… ¡Y tú! —amenazó al otro—. ¡Cierra el pico o te muerdo!

Tal como señalara el inca, a la caída de la tarde avistaron las ruinas de una gran ciudad de ladrillos de adobe que se extendía al borde del río en el centro de una especie de amplio anfiteatro configurado por parduscas colinas de escasa altura que la protegían de los vientos cálidos, pero abierta a los que bajaban, refrescantes, de la alta cordillera, en un enclave perfecto que debió constituir siglos atrás un asentamiento humano capaz de soportar sin agobios una población estable de cuatro o cinco mil habitantes. Abandonados bancales de cultivo y diseminados árboles que aún ofrecían abundante sombra y escasos frutos, hablaban por sí solos de las extensas huertas bien cuidadas que debieron transformar aquel pedazo de desierto en un auténtico oasis.

Una veintena de harapientas figuras les observaron llegar desde muy lejos, pero, en cuanto se aproximaron desaparecieron como por arte de magia adentrándose en el laberinto de muros y callejuelas.

Las viviendas, algunas francamente amplias y señoriales, recordaban en cierto modo la arquitectura incaica de la alta montaña, aunque parecían haber sido cortadas a ras por un inmenso cuchillo, ya que el tiempo y el viento habían arrancado los tejados de los que no se conservaban la más mínima huella.

Las había, eso sí, de deterioradas pinturas de tonos rojizos que conformaban geométricos dibujos de probable significado mágico y restos de lo que debió constituir una gran muralla defensiva sistemáticamente aniquilada, lo que daba a entender que, durante el asedio, la ciudad ofreció una desesperada resistencia.

Recogieron aguacates y chirimoyas que crecían salvajes en lo que fueran antiguos huertos, y la caída de la noche les sorprendió acuclillados en torno a una pequeña hoguera en el interior de la más protegida de las viviendas del centro de la ciudad.

—Tendremos que repartirnos las guardias… —señaló con naturalidad el inca—. No me fío de esta gente.

—Espero que al menos no empiecen a llover pedruscos. Me molesta dormir con casco.

—El otro le observó un tanto desconcertado porque, como la mayoría de los miembros de su raza, carecía de sentido del humor y a menudo parecía no entender una sola palabra de lo que el andaluz pretendía decirle.

Fuerte, delgado, fibroso y muy serio, Calla Huasi poseía a todas luces dotes de mando, valentía y una notable inteligencia natural, pero no había logrado hacerse por completo a la idea de que se había embarcado en la en otro tiempo inconcebible aventura de ayudar a un supuesto «Viracocha» a rescatar a un tal vez inexistente prisionero de manos del temido «Llandú».

Grandes cambios estaban ocurriendo en el Imperio en el transcurso del último año; cambios que indudablemente habían afectado de forma notable a quienes como él estaban acostumbrados desde niños a que todo en la vida se encontrase regido por normas muy estrictas y órdenes muy concretas, puesto que desde el momento mismo en que tuvo noticias de que el viejo «Inca» Huayna Capac había muerto y un monstruoso «hombre-dios» blanco había surgido de las aguas para rebelar a las tribus costeñas, los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que a menudo le costaba trabajo aceptar que no fuesen únicamente fruto de un mal sueño.

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