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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (39 page)

BOOK: Viracocha
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¿Qué hacer?

Tal como Alonso de Molina imaginaba, no hicieron nada. Se limitaron a continuar cumpliendo la última orden que recibieran: enviar todo el oro del Imperio a Cajamarca, y aguardar con los brazos cruzados y un profundo desconcierto a que alguien impartiera nuevas órdenes.

Pero esas órdenes no llegaban.

Nunca llegarían.

Los capitanes españoles recorrían el país de punta a punta sin más escolta que una docena de arcabuceros, y ejércitos enteros de incas los veían pasar sin alzar un dedo. A patadas, a pedradas o a simples puñetazos podrían haber acabado con ellos, pero un inveterado fatalismo y un invencible temor supersticioso les impedía alzar siquiera la cabeza.

Media docena de monstruos barbudos vestidos de metal penetraban de improviso en una choza violando a las mujeres, pero nadie pronunciaba una palabra; un arcabucero le volaba la cabeza a un campesino por mero capricho y ni siquiera se movía una rama; los palacios y los templos se veían despojados de sus tesoros y sus dioses, y el mundo continuaba girando indiferente, porque el conjunto de una nación hasta aquel momento activa se había sumido de pronto en un estupor inexplicable.

Incluso los árboles del bosque o las piedras del camino hubieran reaccionado con más violencia, pero tan sólo la oculta ciudad secreta parecía capaz de seguir siendo la misma frente al desmoronamiento general, porque su indomable espíritu de continuismo a ultranza era el que sin duda se había empeñado en inculcarle el «Inca» Pachacutec a la hora de su fundación.

Durante más de cien años, el «Viejo Nido del Cóndor» había estado preparándose para la difícil prueba que ahora se avecinaba, y sus dignatarios dieron evidentes muestras de haber asumido a la perfección su papel en la vida, puesto que a partir del momento en que dieron fin los días de luto por la muerte del «Inca», comenzaron a mentalizar al pueblo de cara a su incierto futuro.

El gobernador Tito Amauri convocó una reunión extraordinaria del Gran Consejo, anunció que, lógicamente, se cancelaba ya la inútil aventura de intentar asaltar la fortaleza de Sacsaywaman, y tras un confuso discurso en el que evitó exponer abiertamente su opinión personal, puso a votación el tema de aceptar o no la autoridad de Atahualpa dado que el «Inca», al que siempre se habían mantenido fieles, había dejado de existir.

El historiador Airy Huaco expresó sin embargo el sentir general por medio de una corta intervención no exenta de cierto dramatismo en el tono de voz:

—Atahualpa sigue siendo un bastardo usurpador, traidor, asesino y fratricida. Al saberse apresado tenía la obligación de liberar a Huáscar para que éste se enfrentase a los extranjeros expulsándolos del país y dejando para más adelante las luchas internas, pero antepuso sus mezquinas ambiciones a los intereses del Imperio, por lo que lo considero indigno de gobernar sobre la sagrada ciudad de Pachacutec. Propongo, por tanto, que reconozcamos como único «Inca» a Manco Capac, hijo de Huáscar.

La moción fue aceptada por unanimidad y se designó al Sumo Sacerdote, Tici Puma, para que acudiera secretamente al Cuzco y comunicara a su sobrino-nieto la decisión del Gran Consejo de considerarle heredero del Imperio y señor indiscutible del «Viejo Nido del Cóndor».

Fue Topa Yupanqui el que inquirió a punto ya de darse por concluida la sesión:

—¿Qué hacemos con Alonso de Molina?

La cuestión, presente en el ánimo de todos, no ofrecía sin embargo una solución tan simple como la de elegir a quién reconocer como «Inca», pues mientras Airy Huaco encabezaba el grupo de los partidarios de ejecutarle mayor dilación, Urco Capac y el arquitecto Mayta Roca, se opusieron frontalmente alegando que aquélla constituiría sin duda una muerte inútil, estúpida y contraproducente.

—No sólo se trata de mi yerno y de un hombre dispuesto a ayudarnos a rescatar a Huáscar, sino también del único extranjero que habla nuestro idioma, conoce nuestras costumbres y se encuentra ligado a nosotros por lazos de sangre —puntualizó el astrólogo—. Matarle constituiría un error, una traición y un desprecio hacia mi persona y mi dignidad, ya que fui yo quien le convenció para que viniera en mi propia litera y bajo mi protección.— Recorrió uno tras otro, alternativamente, todos los rostros, y añadió—: Y os recuerdo que fue el Gran Consejo en pleno el que me pidió que fuera a buscarle.

—Estoy de acuerdo —admitió Tito Amauri, cuya opinión solía inclinar la balanza hacia uno u otro lado—. Matarle sería absurdo e indigno… ¿Pero qué hacemos con él? Como gobernador no puedo permitirle que conozca los pormenores de la ciudad.

—Déjale donde está.

—¿Para siempre?

—Al menos hasta que encontremos una solución mejor. Tal vez podríamos enviarle a parlamentar con Pizarro pidiéndole que acepte la autoridad de Manco Capac por encima de la de Atahualpa.

—¿Crees que alguien sería tan estúpido como para aceptar a un «Inca» que está libre y puede enfrentársele, teniendo en sus manos al único gobernante existente en estos momentos…? —inquirió el reservado y lógico Topa Yupanqui—. Yo, desde luego, me reiría de quien me hiciera semejante propuesta.

Una vez más el botánico demostró su indiscutible habilidad para poner el dedo en la llaga, por lo que el Consejo en pleno llegó a la conclusión de que por el momento no existía más alternativa que dejar encerrado al español a la espera de nuevos acontecimientos que, sin duda, no tardarían en hacer su aparición.

—¡Es injusto…! —protestó Alonso de Molina cuando el gobernador acudió a comunicarle la decisión del Gran Consejo—. Vine confiando en la palabra de Urco Capac, y hasta el presente he cumplido con mi parte del trato. Si no quieres que conozca la ciudad, deja al menos que me marche.

—¿Adónde?

—Adonde pueda vivir en paz con mi familia. El trato fue que si os ayudaba a liberar a Huáscar me proporcionarías un lugar en que establecerme con Naika y Shungu Sinchi.

—Huáscar ha muerto y el país se encuentra ahora en manos de Calicuchima, Quisquis o unos «Viracochas» con los que no podemos consentir que te reúnas. Les hablarías de este lugar y no cejarían hasta encontrarlo.

—Jamás revelaría el secreto y tú lo sabes.

—Lo imagino —aceptó Tito Amauri—. Pero nunca podré tener una absoluta certeza… —Había tomado asiento en un pequeño taburete y se le advertía profundamente fatigado—. En este tiempo he aprendido a apreciarte y a confiar en ti… —añadió—. Pero tan sólo a título personal. Oficialmente, y como gobernador del «Viejo Nido del Cóndor», mi obligación es mantener a toda costa la seguridad de la ciudad y antes te cortaría en pedazos que correr el más mínimo riesgo. Mientras los españoles continúen en el país, no te dejaré salir de aquí.

—Pizarro nunca se irá.

—Cuando tenga el oro que busca, lo hará.

—Te equivocas. A él, personalmente, el oro no le interesa. No es más que una forma de pagar a sus hombres y mantener contento al Emperador para que le deje las manos libres. Lo suyo es el poder, y sabiéndose a punto de adueñarse de un Imperio no dará un paso atrás ni aun después de muerto. Entrará en el Cuzco o se dejará la vida en el camino.

—En ese caso jamás volverás a salir de aquí.

—¿Debo considerarme por tanto prisionero?

—«Todos» somos hoy en día prisioneros… —fue la extraña respuesta—. Tú, de estos muros; nosotros, de una ciudad que ya nunca podremos abandonar; Atahualpa de Pizarro, y Pizarro de una ambición que le impide marcharse de un país que no es el suyo… —Le observo amargamente, y tras unos instantes inquirió interesado—: ¿Qué es lo que impulsa a un hombre como él a atravesar los océanos para buscar la muerte tan lejos de su patria?

—Allí cuidaba cerdos.

El otro meditó largamente y por último agitó la cabeza desconcertado:

—En eso estriba sin duda la diferencia: ninguno nuestros pastores aspiraría a hacer nada que no fuera cuidar ganado. Tan sólo a los reyes les está permitido conquistar imperios. Cada cual conoce su lugar en la vida y nunca lo abandona.

De nuevo a solas, contemplando una vez más la lluvia que parecía pretender apoderarse de la Tierra, Alonso de Molina rememoró la conversación que había mantenido con Tito Amauri y llegó a la conclusión de que éste «sabía», como lo sabían ya todos en la ciudad, que la antigua profecía de los doce Incas estaba a punto de cumplirse, y el final de una forma de vivir que había durado cuatro siglos se encontraba muy cerca.

Quienes durante cuatrocientos años habían sabido oponerse a una orografía demoníaca, un clima agresivo, centenares de destructivos terremotos y docenas de salvajes tribus hostiles, no encontraban sin embargo la forma de oponerse a un puñado de aventureros inconcebiblemente individualistas, con lo que una de las más perfectas organizaciones sociales jamás creadas estaba a punto de desmoronarse por culpa de la más anárquica de las desorganizaciones imaginables.

Recordó por enésima vez la escena en que un hambriento y destruido anciano de abollado yelmo blandía su herrumbrosa espada suplicando a una docena de desarrapados vagabundos que le siguieran al otro lado de la delgada línea que había trazado en la arena, y llegó a la conclusión de que las burlas del destino superaban en mucho al más absurdo sentido del humor de los humanos, y que si alguien había escrito alguna vez el libro del futuro, estaba loco.

M
ayta Roca, «Arquitecto de Arquitectos» y Tupac Queché, Orfebre Real, habían empleado todo su tiempo, habilidad y memoria, en confeccionar una maqueta de la portentosa fortaleza de Sacsaywaman, a la que no faltaba ni siquiera el detalle de minúsculos muñecos que marcaban el punto en que debían encontrarse los centinelas, y la celda de máxima seguridad en que mantenían prisionero al «Inca» Huáscar.

Para Alonso de Molina, que tan sólo había tenido oportunidad de contemplar su majestuoso muro exterior, ya de por sí impresionante, conocer en detalle la prodigiosa complejidad de aquella inimitable obra de ingeniería le reafirmó en su idea de que a todo lo largo y lo ancho del Viejo Continente no existía nada remotamente parecido a la maravilla que habían levantado al norte del Cuzco veinticinco mil obreros trabajando ininterrumpidamente durante ocho largos años.

Toda la población de la capital y sus alrededores podía recibir cobijo en el interior de aquel gigantesco recinto abastecido para resistir de ese modo un año de asedio, y ni al más enloquecido general de la Historia se le habría ocurrido intentar el asalto de un baluarte que parecía ideado para engullir sin esfuerzo ejércitos enteros de atacantes.

Únicamente la astucia, un valor sin límites, y un perfecto conocimiento de cada uno de sus innumerables pasadizos secretos y túneles subterráneos, conseguiría burlar su indiscutible inaccesibilidad, y el español pareció comprender al primer golpe de vista que pese a los esfuerzos de Mayta Roca y el entusiasmo del gobernador Tito Amauri, las posibilidades de llevar a feliz término tan arriesgada empresa eran de apenas una entre un millón.

—Tal como lo planteas… —le dijo a Mayta Roca—. Es muy posible que pasemos días perdidos en ese laberinto. Quien lo diseñó, tenía en verdad una mente retorcida.

—Fui yo.

—¡Enhorabuena…!

—En realidad no lo diseñé. Tan sólo lo reacondicioné, mejorando la vieja construcción original que un terremoto había dañado… —De una bolsa de piel extrajo una larga cuerda de la que pendían otras muchas de distintos colores—. Este «quipus», y algunas marcas que encontrarás en las piedras de las esquinas, te indicarán el camino.

—¡Fantástico…! —exclamó irónicamente el español—. Ahora tan sólo necesito tomar un curso de desciframiento de «quipus»… ¡Hermoso panorama!

—Uno de mis hombres irá contigo —replicó molesto, Mayta Roca, cuyo sentido del humor no se diferenciaba mucho del resto de sus compatriotas—. Tú concéntrate en los soldados.

—¿Cuántos?

—La guarnición actual puede calcularse en unos dos mil hombres, pero por donde yo te haré ir no creo que encuentres más de treinta.

—¿Y nosotros cuántos seremos?

—De momento tú, Calla Huasi y el guía… —intervino Tito Amauri—. No tenemos a nadie más en quien confiar.

—¿Y los guardianes del camino?

—Son intocables.

—Pero buenos… —insistió el español—. Vi cómo actuaba uno de ellos… Necesito a ése y dos más.

—¡No!

—¡Escucha…! —protestó Alonso de Molina—. No puedes pedirme milagros… Ignoro cuántos guardianes tenéis pero supongo que serán los suficientes como para que de tanto en tanto descansen y se releven. No creo que sea mucho pedir que para una ocasión tan especial distraigas a tres a costa de exigir un esfuerzo suplementario a los demás. Las posibilidades de éxito parecen mínimas, pero para dos hombres solos, son nulas.

Todo cuanto obtuvo fue una vaga promesa de meditarlo, y los días siguientes el español los pasó por tanto aguardando su respuesta y tratando de memorizar, punto por punto, la compleja distribución de la gigantesca ciudadela, puesto que desde que habían llegado al «Viejo Nido del Cóndor» se encontraba prácticamente prisionero.

Su horizonte se limitaba a un gran patio de altos muros, un pedazo de cielo gris durante el día y miríadas de estrellas en la noche, y en las escasas ocasiones en que había tenido ocasión de hablar con Calla Huasi éste no pudo o no quiso proporcionarle ninguna información sobre la ciudad.

A menudo se rebelaba por el hecho de saber que se encontraba en pleno corazón de lo que suponía uno de los lugares más maravillosos del planeta y no poder admirarlo, pero cuando su ira y frustración alcanzaba sus cotas más altas trataba de calmarse argumentándose a sí mismo que el gobernador Tito Amauri obraba correctamente al no permitir que un extranjero tuviera conocimiento directo del prodigioso «Viejo Nido del Cóndor».

Naika le había contado que existían allí mil veces más tesoros que en el mismísimo Cuzco, y que el fabuloso disco de oro representando al dios Sol que había podido contemplar en el palacio del Inti-Huasi durante su primera entrevista con Huáscar no era en realidad más que una triste imitación del verdadero disco que el «Inca» Pachacutec plantó en el centro de la plaza principal de «La Ciudad Secreta».

—Lo adornan esmeraldas como puños, y una de ellas, «El Ojo de la Luna» tiene el tamaño de la cabeza de un niño.

El andaluz no cesaba de preguntarse qué cara pondrían sus compañeros de armas cuando se enfrentasen a semejante espectáculo, y cuánta sangre estarían dispuestos a derramar con tal de apoderarse de tan inconcebibles riquezas.

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