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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (12 page)

BOOK: Volver a empezar
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—Linda, sé que esto ha empezado mal, pero dame la oportunidad de explicártelo. Danos un margen de acción para que podamos conocernos de una forma abierta, honesta, y así poder…

—No sé quién demonios eres y no quiero saberlo ni quiero conocerte. Y me trae sin cuidado si eres rico, ni que fueras el mismísimo J. Paul Getty, ¿vale? ¡Déjame en paz!

—Comprendo que estés molesta. Sé que todo esto debe parecerte raro…

—Si vuelves a marcar mi número, o si apareces por mi casa, llamaré a la policía. ¿Está claro?

El ruido que hizo al colgar el teléfono le reverberó a Jeff en el oído. Le habían dado la ocasión de volver a vivir gran parte de su vida, lo habría dado todo a cambio de que le dejaran repetir ese único día.

Los viñedos Mirassou estaban llenos a rebosar de cosechadores que trabajaban en las laderas al sudeste de San José, cargando sobre sus cabezas enormes cubos de uvas blancas y frescas y abriéndose paso como hormigas colectoras en dirección a la trituradora y las prensas situadas delante de la vieja bodega. Las filas de vides emparradas formaban ondulaciones sobre las colinas y, entre los edificios de ladrillo, los robles y olmos lucían un esplendor de colores otoñales.

Diane llevaba todo el día enfadada con él, y el fondo bucólico y las arcanas complicaciones del lugar habían contribuido muy poco en apaciguar sus ánimos. Jeff no debía habérsela llevado consigo aquella mañana; creyó que ella se sentiría fascinada, o al menos divertida, por los dos jóvenes genios, pero se equivocó.

—Hippies, eso es lo que son. Ese chico alto iba descalzo, por el amor de Dios, y el otro parecía un…, ¡un Neanderthal!

—La idea de esos chicos tiene mucho potencial, el aspecto que lleven es lo de menos.

—Pues alguien tendría que decirles que los sesenta ya han pasado, si es que quieren llevar a buen puerto esa estúpida idea que se les ha ocurrido. ¡No acabo de entender que te la hayas tragado y que les hayas dado todo ese dinero!

—Es mi dinero, Diane. Ya te he dicho que en los negocios las decisiones también son mías.

No podía culparla por la forma en que había reaccionado; sin contar con el beneficio de la previsión, los dos jóvenes y su garaje lleno de piezas electrónicas de segunda mano no tenían ninguna pinta de llegar algún día a ocupar un puesto en la revista Fortune 500. Pero dentro de cinco años, ese garaje de Cupertino, California, saltaría a la fama, y Steve Jobs y Steve Wozniak resultarían ser la inversión más sólida de 1976. Jeff les había dado medio millón de dólares, insistió en que siguieran los consejos de un joven ejecutivo de marketing, ex empleado de Intel, al que acababan de conocer y les dijo que hicieran lo que quisiesen con tal de que siguieran llamándolo «Apple». Les dejó quedarse con el 49% de la nueva empresa.

—No hay nadie en el mundo que quiera tener un ordenador en su casa. Además, ¿cómo sabes tú que esos dos desaliñados saben cómo hacer uno?

—Cambiemos de tema, ¿quieres?

Diane se encerró en uno de sus silencios petulantes; Jeff sabía que no iban a cambiar de tema, ni siquiera si a partir de ese momento ella no volvía a abrir la boca. Se había casado con ella un año antes, por pura conveniencia, nada más, en cuanto hubo cumplido los treinta. Ella tenía veintitrés años, pertenecía a una familia de alcurnia de Boston, y era heredera de la empresa de seguros más importante y más antigua del país; era delgada como un junco, bastante atractiva y capaz de manejarse con suficiente soltura en cualquier reunión en la que los patrimonios individuales de los participantes superaran los siete dígitos. Jeff y ella se llevaban todo lo bien que era de esperarse de dos personas que tenían poco en común, aparte de su familiaridad con el dinero. Diane estaba embarazada de siete meses y Jeff abrigaba la esperanza de que la criatura sacara a relucir lo mejor en su esposa y forjara entre ambos un lazo más profundo. La joven rubia del traje chaqueta azul marino los condujo al interior del edificio principal del lagar, a la sala de degustaciones, situada en una esquina que daba al frente. Las paredes estaban tapizadas de estanterías en forma de rombos, repletas de botellas de vino, interrumpidas de vez en cuando por unos huecos suavemente iluminados en los que se exhibían fotos de los viñedos, junto con flores frescas y botellas de productos Mirassou puestas en posición vertical. Jeff y Diane esperaron en la barra de palo de rosa que había en el centro de la estancia y aceptaron los sorbos rituales de Chardonnay. Aparentemente, cuanto le había dicho Linda, siete años atrás, después del desastroso encuentro de la playa, había ido en serio. Las cartas que le envió le habían sido devueltas sin abrir, y rechazó todos los regalos que le hizo. Al cabo de unos meses ya no siguió intentando ponerse en contacto con ella, si bien añadió su nombre a la lista de «Temas Personales/Prioritarios» para que lo tuvieran presente los del servicio de recortes periodísticos al que se había apuntado. Así fue como en mayo de 1970 se enteró de que Linda se había casado con un arquitecto de Houston, un viudo con dos hijos pequeños. Jeff le deseó felicidad, pero no pudo evitar sentirse abandonado… por alguien que jamás lo había conocido, al menos por lo que a ella respectaba.

Volvió a buscar consuelo en su trabajo. Su éxito más reciente había sido la venta, con un gran margen de beneficios, de sus campos petrolíferos de Venezuela y Abu Dhabi, sustituidos inmediatamente por propiedades similares de Alaska y Texas, y por una decena de contratos en unas plataformas petrolíferas en alta mar. Negocios que por supuesto cerró justo antes de que la OPEC desenfundara la espada. Las mujeres cuya compañía buscaba se habían parecido, en la mayoría de los aspectos, a Diane; eran atractivas, bien educadas, versadas en las más raras habilidades sociales, expertas en la cama y, en algunas ocasiones, hasta entusiastas. Hijas de fortuna, constituían una hermandad que pasaba muy bien por el beau monde norteamericano. Mujeres que conocían las reglas básicas, que desde la cuna habían entendido que poseer grandes fortunas trae aparejado ciertos límites y ciertas obligaciones. Eran ahora sus pares; constituían la fuente de la cual, con toda lógica, debía escoger una pareja. Había elegido a Diane por puro azar. Porque respondía al perfil adecuado. Si de su unión llegaba a surgir algo más grande, pues muy bien…, si no, al menos no había llegado al matrimonio con grandes expectativas, poco ceñidas a la realidad.

Jeff comió un trozo de queso para limpiarse el paladar y cató un Fleuri Blanc semi dulce. En esta ocasión, Diane se abstuvo dándose unas palmaditas en el vientre por toda explicación.

Tal vez la criatura cambiara las cosas, después de todo. Nunca se sabía. El rechoncho gato anaranjado se escabulló por el parquet de madera dura y emprendió una carrera impetuosa, a campo través, digna de ser comparada con las mejores exhibiciones de O. J. Simpson. Su presa, una cinta brillante de satén amarillo, había sufrido ya bastantes daños y acabaría convertida en una pura hilacha si el gato se salía con la suya.

—¡Gretchen! —gritó Jeff—. ¿Sabías que Chumley está destrozando una de tus cintas amarillas?

—No importa, papá —le contestó su hija desde el extremo de la amplia sala de estar, junto a la ventana que daba al Hudson—. Ken ya está de vuelta y Chumley y yo ayudamos a celebrarlo.

—¿Cuándo volvió? ¿No estaba en el hospital de Alemania?

—No, papá; les dijo a los médicos que no estaba enfermo y que tenía que volver a casa de inmediato. Así que Barbie le mandó un billete para el Concorde, y llegó antes que nadie, y en cuanto entró por la puerta, ella le preparó seis panecillos de arándanos y cuatro perritos calientes. Jeff lanzó una sonora carcajada y Gretchen le lanzó la mirada más asesina de la que era capaz una niña de cinco años de ojos enormes.

—Es que en Irán no hay perritos calientes —le explicó—. Y tampoco panecillos de arándanos.

—Ya me lo imagino —dijo Jeff, con una expresión cuidadosamente sombría—. Supongo que a estas alturas echaría de menos la comida americana, ¿eh?

—Y tanto. Barbie sabe cómo hacerlo feliz.

El gato saltó en otra dirección, agitando la cinta destrozada entre sus garras; luego se sentó a su lado, donde daba el sol, a disfrutar de su conquista, a la que pateaba esporádicamente con las patas traseras. Gretchen volvió a sus juegos, ensimismada en la realidad alternativa de la complicada casita de muñecas que Jeff había tardado más de un año en construir y ampliar siguiendo las instrucciones de la pequeña. Los árboles en miniatura que había en el patio de adelante, cubierto de felpa verde, aparecían festoneados de brillantes lazos amarillos, y en la última semana, la niña había seguido las noticias sobre el final de la crisis de los rehenes con un interés que la mayoría de los niños dedicaba únicamente a los dibujos animados de los sábados por la mañana. Al principio, a Jeff le había preocupado la fascinación que sentía su hija por los acontecimientos de Teherán, y había tratado de protegerla de los efectos potencialmente traumatizantes de ver a aquellas masas enfurecidas gritando «Muerte a Estados Unidos»; pero como sabía que aquel episodio acabaría pacíficamente, decidió respetar el precoz interés de su hija por el mundo y confió en su flexibilidad emocional.

La quería de una manera que jamás habría creído posible, y deseaba al mismo tiempo protegerla de todo lo negro y compartir con ella toda la luz. El nacimiento de Gretchen no contribuyó a cimentar su matrimonio con Diane, cuya reacción fue detestar los límites que la niña imponía a su vida. Pero no le importó, porque Gretchen fue la fuente y el objeto de todo el cariño que era capaz de dar o imaginar.

Jeff la observó mientras quitaba otra cinta de uno de los árboles de la casa de muñecas y provocaba con ella al viejo y rechoncho de Chumley. El gato estaba cansado, no quería seguir jugando; con aire de súplica, posó una suave patita en la mejilla de Gretchen; la niña sepultó el rostro en el vientre dorado y peludo y, para satisfacción del animal, frotó la nariz contra él. Desde el otro extremo de la sala, Jeff oyó los ronroneos mezclados con la risa suave de su hija.

El sol entraba al sesgo por los amplios ventanales y caía en brillantes haces estriados sobre el suelo pulido donde Gretchen mimaba al gato. Aquella casa, aquel tranquilo refugio de madera en el condado de Dutchess, le hacía bien a la niña; su serenidad era un bálsamo para cualquier alma humana, joven o anciana, inocente o atribulada. Jeff pensó en Martin Bailey, su antiguo compañero de cuarto. Había llamado a Martin poco después del nacimiento de Gretchen, para restablecer el contacto que, de algún modo, había permanecido interrumpido durante varios años de aquella vida. Jeff no había logrado convencerlo de que pusiera fin a aquel matrimonio particularmente desastroso, un matrimonio que originalmente lo había impulsado al suicidio, pero se aseguró de que Martin tuviera un buen puesto en Future, Inc., y de vez en cuando, alguna que otra información sobre ciertas acciones excelentes. Su amigo había vuelto a pasar por un divorcio desgraciado, pero al menos estaba vivo y gozaba de una posición solvente. Jeff rara vez pensaba en Linda, ni en su existencia anterior. Ahora, lo que le parecía un sueño era aquella primera vida; la realidad era su estancamiento emocional con Diane, la dicha de estar con su hija Gretchen y los agridulces beneficios que le proporcionaban su riqueza y su poder cada vez mayores. La realidad era el saber y todo aquello que el saber le había proporcionado: lo bueno y lo malo.

La imagen de la pantalla ofrecía un despliegue de movimiento orgánico: el líquido fluía suavemente por cámaras curvadas, la expansión y la contracción se alternaban en un ritmo perfecto y perezoso.

—…Como pueden apreciar, no hay bloqueo aparente de los ventrículos. Y por supuesto, el electrocardiograma de Holter no registró signos de taquicardia en las veinticuatro horas que lo llevó puesto.

—¿Y qué significa exactamente todo eso? —inquirió Jeff.

El cardiólogo apagó el aparato de vídeo en el que habían visto la imagen ultrasónica del corazón de Jeff y sonrió.

—Significa que su corazón está tan perfecto como podría estarlo el de cualquier persona de cuarenta y tres años. Lo mismo puede decirse de sus pulmones por lo que se desprende de la radiografía y de las pruebas de capacidad pulmonar.

—Entonces mi esperanza de vida es de…

—Usted siga manteniéndose así en forma y probablemente llegará a los cien años. Supongo que sigue yendo al gimnasio…

—Tres veces por semana.

Jeff había sacado partido de sus conocimientos sobre la locura por estar en forma de finales de los setenta en más de una forma. No sólo era propietario de Adidas, de Nautilus y de la cadena de establecimientos Holiday Health, sino que llevaba ya diez años usando a fondo todas sus instalaciones.

—Pues no lo deje —le sugirió el médico—. Ojalá todos mis pacientes se cuidaran como usted.

Jeff siguió conversando durante unos instantes, pero tenía la cabeza en otra parte: en sí mismo a esa misma edad, ese mismo año, pero más de veinte años atrás. En sí mismo cuando era un ejecutivo sedentario, agobiado por el estrés, con un ligero exceso de peso, que se aferraba el pecho y caía de bruces sobre su escritorio mientras el mundo quedaba en blanco.

Esta vez no. Esta vez no le pasaría nada.

Jeff prefería la comodidad del salón posterior de La Grenouille, pero Diane consideraba que incluso el almuerzo era una ocasión en la que ver y ser vista resultaba algo de la máxima importancia. Por eso comían siempre en el salón de adelante, atestado y siempre ruidoso. Jeff degustaba su salmón hervido al perfume de estragón y albahaca con vinagreta suave y se esforzaba por pasar por alto el malhumor de Diane y las conversaciones de las otras mesas apiñadas a su alrededor. Una pareja hablaba de casarse y otra de divorciarse. En ese momento, la conversación de Jeff y Diane giraba en torno a un tema intermedio.

—Pero quieres que la acepten en Sarah Lawrence, ¿no? —le espetó Diane entre bocado y bocado de vieiras á la nage.

—Tiene trece años —suspiró Jeff—. A los de la oficina de admisiones de Sarah Lawrence les importa un bledo lo que haga ella a esa edad.

—Yo a los once ya iba a la academia Concord.

—Eso era porque a tus padres les importaba un bledo lo que hicieras a esa edad. Ella dejó el tenedor y le lanzó una mirada furibunda.

—Mi educación es algo que no te incumbe.

—Pero la de Gretchen sí me incumbe.

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