Debajo de él, Pamela comprendió lo que había encontrado. Se alejó abruptamente de las suaves corrientes ascendentes del desfiladero y fue hacia donde él estaba. Su planeador parecía encogerse más y más a medida que Jeff y Christopher cabalgaban la masa de aire y subían sin parar, describiendo un giro pronunciado para mantenerse en los estrechos confines del centro de la corriente. Pamela voló haciendo rizos con el viento de cola tratando de acercarse a él. Finalmente topó con la cálida corriente ascendente y logró así acortar la distancia entre ambos hasta que los dos planeadores quedaron casi ala con ala, y así muy juntos, surcaron los cielos frescos y limpios sobre la enigmática y eterna cima del monte Shasta.
Kimberly había dejado de llorar y estaba afuera recogiendo un ramo de flores silvestres otoñales para llevarse en su viaje al este. Christopher se comportaba como un hombre. Al fin y al cabo tenía quince años y hacía tiempo que imitaba a Jeff en su actitud de aceptar las adversidades y las alegrías cuando éstas, como había ocurrido con frecuencia en los últimos años, se presentaban.
—Mamá, no me caben los borceguíes en la maleta.
—Cariño, en New Rochelle no vas a necesitarlos —le contestó Pamela.
—Supongo que no. A lo mejor, si a papá le da por acampar en Berkshires, como prometió en su día, podría utilizarlos.
—¿Qué tal si te los envío por correo?
—Bueno…, no hace falta. No te preocupes. De todos modos, volveremos antes de Navidad, así que tendría que volver a mandarlos para aquí. Pamela asintió, y apartó la cara para que su hijo no le viera los ojos.
—Sé que te gustaría llevártelos —intervino Jeff—. Lo mejor será que te los enviemos y nosotros te conseguiremos otro par para aquí. Si quieres podemos hacer lo mismo con todas las demás cosas.
—¡Es una idea estupenda! —exclamó Christopher con una sonrisa.
—Tiene sentido —dijo Jeff.
—Claro, si me voy a pasar medio año con papá y el otro medio con mamá y contigo… ¿Estás seguro de que no os importa? Mamá, ¿te parece bien?
—Me parece una muy buena idea —respondió Pamela, esforzándose por sonreír—. ¿Por qué no haces una lista con todas las cosas que quieres que te enviemos?
—De acuerdo —dijo Christopher, dirigiéndose al anexo de dos dormitorios que Jeff había hecho en la cabaña para los hijos de Pamela. Luego se detuvo y se volvió a preguntarles—: ¿Se lo puedo decir a Kimberly? Apuesto a que a ella también le gustaría llevarse un montón de cosas al este.
—Claro —repuso Pamela—, pero no os entretengáis demasiado. Dentro de una hora tenemos que salir hacia Redding o perderéis el avión.
—Nos daremos prisa, mamá —dijo él, y salió corriendo a buscar a su hermana. Pamela se volvió hacia Jeff y dio rienda suelta a las lágrimas contenidas.
—No quiero que se vayan. Todavía falta un mes para…, para… Él la abrazó y le acarició el pelo.
—Ya lo hemos discutido antes —le dijo en voz baja—. Para ellos será mejor marcharse ahora, así podrán acostumbrarse a estar con su padre, a hacerse amigos de él. Les ayudará a aguantar el golpe.
—Jeff—dijo ella, sollozando—, ¡tengo miedo! ¡No quiero morir! No quiero morir para siempre…
Él la abrazó con fuerza y la acunó entre sus brazos mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Piensa en lo que hemos vivido. En todo lo que hemos hecho, y trata de sentirte agradecida por eso.
—Pero podríamos haber hecho mucho más. Podríamos…
—Chss —le susurró—. Hicimos lo que pudimos. Más de lo que hubiéramos soñado antes de que empezara todo esto.
Pamela se separó de él y buscó sus ojos como si fuera la primera vez que los veía. O la última.
—Ya lo sé. Es que… Me he acostumbrado tanto a la infinidad de posibilidades, a que el tiempo no estuviera…, no estuviera sujeto a nuestros errores, a saber que volveríamos para cambiar las cosas, para mejorarlas. Pero no lo logramos, ¿verdad? Lo único que conseguimos fue hacerlas distintas.
Una voz murmuraba sin cesar en el fondo de la conciencia de Jeff. No importaba a quién pertenecía aquella voz o lo que estuviera diciendo.
Pamela estaba muerta y no volvería más. La idea lo cubrió como una ola que baña una herida abierta y llenó su mente con una pena infinita que no experimentaba desde que perdiera a su hija Gretchen. Apretó los puños, bajó la cabeza ante el peso de lo innegable, lo intolerable…, pero la voz continuaba repitiendo su insensata letanía:
—…Intenta averiguar si Charlie logra que el alcalde Koch le comente lo que piensa sobre el viaje de Reagan a Bitburg. Me parece que esta vez se va a desatar una verdadera tormenta; la Legión Americana le caerá encima con toda la fuerza y el Congreso empieza a inquietarse. Es… ¿Jeff? ¿Te encuentras bien?
—Sí —respondió, y levantó la vista brevemente—. Muy bien. Sigue. Se encontraba en la sala de reuniones de WFYI de Nueva York, la emisora de radio enteramente dedicada a las noticias donde se desempeñaba como jefe de informaciones la primera vez que murió. Estaba sentado en un extremo de una larga mesa ovalada; estaba flanqueado por los encargados de noticias de la mañana y del mediodía, y los periodistas ocupaban los demás asientos. Llevaba décadas sin ver a esta gente, pero Jeff reconoció inmediatamente el lugar y la situación. Durante años había mantenido esa misma reunión todos los días para asignar a cada uno su trabajo y planificar de antemano, y de la mejor manera posible, la cobertura de noticias del día. Gene Collins, el encargado de noticias del mediodía, lo miraba con cara de preocupación.
—¿Seguro que te encuentras bien? Si quieres levantamos ahora mismo la reunión, ya no hay mucho más que discutir.
—No, continúa, Gene. Me recuperaré.
—Bueno…, de acuerdo. De todos modos, ya hemos discutido las notas locales. En el ámbito nacional, esta mañana tenemos el lanzamiento del transbordador y…
—¿Cuál de ellos? —preguntó Jeff con un hilo de voz.
—¿Cómo? —inquirió Gene, sorprendido.
—¿Qué transbordador?
—El Discovery. Ya sabes, el que lleva un senador a bordo.
Gracias a Dios que era ése; inmediatamente después de la muerte definitiva de Pamela. Jeff no estaba seguro de haber podido soportar que se repitiera el caos y la depresión vividos en la redacción el día del desastre del Challenger. De todos modos, si hubiera tenido la mente despejada lo habría podido deducir; Reagan había viajado a Bitburg la primavera de 1985. O sea que estaban alrededor del mes de abril de ese año, nueve o diez meses antes de que el transbordador estallara. Cuantos estaban sentados a la mesa lo miraban con cara rara, preguntándose por qué
se le veía tan turbado, tan desorientado. Al diablo con todo. Que pensaran lo que quisieran.
—Acabemos aquí, ¿de acuerdo, Gene?
El encargado de noticias del mediodía asintió y se puso a recoger los papeles desparramados sobre la mesa que había llevado a la reunión.
—La única nota buena que nos queda hoy es la de ese violador de Illinois. Dotson vuelve hoy a la cárcel mientras su abogado prepara una apelación. Es todo. ¿Alguna pregunta?
—Parece que la reunión de la junta escolar de hoy durará bastante —comentó un periodista—. No sé si lograré llegar a tiempo para la entrega de premios del Departamento de Bomberos que es a las dos. ¿Quieres que salga de la junta escolar antes de que acabe o que ponga a otra persona a cubrir la entrega de premios?
—¿Jeff? —inquirió Collins, pasándole el problema.
—Me da igual. Decide tú.
Gene volvió a fruncir el ceño y se dispuso a decir algo pero luego cambió de idea. Se dirigió a los periodistas que habían empezado a murmurar.
—Bill, quédate en lo de la junta escolar todo lo que haga falta. Charlie, tú cubrirás la ceremonia de los bomberos cuando hayas terminado de hablar con el alcalde. Pásanos una crónica en vivo con Koch y de lo de Bitburg a la una. Los resúmenes nos los pasas en cuanto acabe la entrega de premios. Ah, y Jim, el Móvil Cuatro está en el taller, tendrás que llevarte el Siete. Se levantó la sesión en silencio, sin los habituales chistes y risotadas sonoras. Los periodistas y el jefe de noticias de la mañana salieron en fila india de la sala de reuniones mirando disimuladamente a Jeff. Gene Collins se quedó rezagado ordenando una y otra vez la pila de papeles.
—¿Quieres que lo comentemos? —dijo al fin. Jeff negó con la cabeza.
—No hay nada que comentar. Ya te lo he dicho, me pondré bien.
—Oye, si tienes problemas con Linda…, no sé, quiero decirte que lo comprendo. Ya sabes lo mal que lo pasamos Carol y yo hace unos años cuando tuvimos problemas. Me ayudaste mucho entonces, sabe Dios la paliza que te di, así que cuando quieras que nos vayamos a tomar una cerveza para hablar, no tienes más que pedírmelo.
—Gracias, Gene. Agradezco tu preocupación. De verdad. Pero es algo que tengo que solucionar yo solo.
Collins se encogió de hombros y se levantó de la mesa.
—Como quieras. Pero si algún día te da por desembuchar tus problemas, cuenta conmigo, te debo el favor. Jeff asintió brevemente y cuando Collins salió de la sala volvió a quedarse solo.
Jeff dejó su trabajo, hizo apuestas e inversiones con rendimiento a corto plazo suficientes como para permitirle a Linda salir adelante los siguientes tres años. No tenía tiempo de conseguir una herencia mayor que dejarle; aumentó diez veces la cobertura de su seguro de vida y así dejó las cosas.
Se mudó a un pequeño apartamento del Upper West Side y se dedicó a pasar los días y las noches deambulando por las calles de Manhattan, disfrutando de las imágenes, los olores y los sonidos de la humanidad de la que llevaba aislado tanto tiempo. Lo que más le fascinaba eran los ancianos, sus ojos llenos de recuerdos lejanos, de esperanzas perdidas, sus cuerpos encogidos a la espera de que se acabara el tiempo. Ahora que Pamela ya no estaba, los temores y los pesares que le había manifestado volvieron para preocuparlo igual que la habían preocupado a ella hacia el final. Había hecho lo que había podido para darle fuerzas, para aliviar el dolor y el miedo que sintió
los últimos días, pero ella había tenido razón. A pesar de todo lo que habían luchado, de todo lo que habían logrado, el resultado final era nulo. Incluso la felicidad que habían logrado encontrar juntos les había resultado de una brevedad frustrante; unos cuantos años robados aquí y allá, momentos fugaces de amor y alegría como trocitos de espuma que se disuelve en un mar de soledad, de separación inútil.
Y pensar que les había parecido que iban a tener un infinito de posibilidades por delante. Habían malgastado demasiado de aquel tiempo inestimable que les había sido concedido, lo habían desperdiciado en amarguras, en culpas y en la búsqueda inútil de respuestas inexistentes, cuando ellos mismos, el amor que sentían el uno por el otro había sido la única respuesta que necesitaban. Y ahora le estaba eternamente negada la oportunidad de decírselo, de estrecharla entre sus brazos y contarle cuánto la había querido, cuánto la había venerado. Pamela estaba muerta, y dentro de tres años Jeff también moriría sin saber por qué había vivido. Vagó por las calles de su ciudad observando y escuchando, bandas de punks de miradas duras, enfadados con el mundo, hombres y mujeres vestidos para ir a la oficina afanándose por alcanzar los objetivos que se habían fijado, multitud de niños sonrientes, exuberantes ante la novedad de sus vidas. Jeff los envidiaba a todos, codiciaba su inocencia, su ignorancia, sus expectativas. Unas cuantas semanas después de que dejara su trabajo en la emisora WFYI, recibió una llamada de uno de los reporteros de noticias que trabajaba allí, una mujer, en realidad una chica, llamada Lydia Randall. Le comentó que en la radio todos estaban preocupados por él y que se habían quedado de piedra con su dimisión, y su preocupación aumentó aún más cuando supieron que se había separado de su mujer. Jeff le dijo lo mismo que le había dicho a Gene Collins, que estaba bien. Pero ella no se dio por satisfecha e insistió para reunirse con él, tomar una copa y charlar. Se encontraron al día siguiente por la tarde, en el Sign of the Dove, en la esquina de la Tercera Avenida con la calle Sesenta y Cinco. Ocuparon una mesa junto a una de las ventanas que estaba abierta pues hacía uno de esos gloriosos días soleados de junio en Nueva York. Lydia llevaba un vestido de algodón blanco que dejaba al desnudo sus hombros y un sombrero a juego de ala ancha del que colgaba una cinta de satén rosa. Era una muchacha extraordinariamente guapa, con una abundante cabellera rubia y ondulada y unos ojos verdes enormes. Jeff le soltó la historia que se había inventado para explicarle su súbito retiro, el manido cuento del periodista quemado, combinado con algunas verdades a medias sobre la «suerte» repentina que había tenido en sus inversiones. Lydia asintió, comprensiva, y pareció aceptar sus explicaciones tal como él se las ofrecía. En cuanto a su matrimonio, le dijo que hacía tiempo que se había terminado sin entrar en más detalles, le explicó que se trataba del caso de dos personas que poco a poco se habían ido alejando. Lydia lo escuchó, solícita. Se pidió otra copa y se puso a hablar de su propia vida. Tenía veintitrés años, se había establecido en Nueva York en cuanto acabó sus estudios en la Universidad de Illinois y vivía con el novio que había conocido en la facultad. Se llamaba Matthew y estaba ansioso porque se casaran, pero ella ya no estaba tan segura. Se sentía «atrapada», necesitaba «espacio», quería hacer nuevos amigos y vivir todas las experiencias arriesgadas que se había perdido al haberse criado en un pequeño pueblo del Oeste Medio. Ni ella ni Matthew eran las mismas personas de antes, le comentó ella, pues sentía que había madurado más que él.
Jeff la dejó hablar, dejó que descargara sobre él todos los lugares comunes y las añoranzas de la juventud que para ella era abrumadoramente fresca y tenía una importancia fundamental en su vida. No tenía la perspectiva suficiente como para darse cuenta de lo corriente que era su historia, si bien podía decirse que había abierto un poco los ojos puesto que deseaba deshacerse del cliché en que se había convertido su vida. Él se compadeció de ella, y estuvieron charlando una hora o más de la vida, el amor, la independencia; después le dijo que tenía que tomar sus propias decisiones, que debía aprender a arriesgarse; le dijo todas las cosas obvias y necesarias que hay que decirle a alguien que se enfrenta a una crisis universal y humana por primera vez en su vida. Por la ventana se coló un remolino de aire que fue a agitar el pelo de Lydia y a echarle la cinta del sombrero sobre la cara. La muchacha la apartó y Jeff encontró en ese gesto, en la forma infantil en que movió la mano, algo que lo conmovió de un modo inexplicable. En su cara ansiosa vio de repente un reflejo de Judy Gordon, y de Linda el día en que le llevó el ramo de margaritas, era un rostro brillante de promesas y sueños incipientes. Se terminaron las copas y Jeff la acompañó hasta el taxi. Cuando se metía en el taxi, lo miró a la cara y con todo el optimismo y la supuesta eternidad de la juventud le dijo: