Vuelo final (51 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

BOOK: Vuelo final
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Ya casi había llegado al bosque cuando oyó un grito.

Harald fingió estar sordo y siguió andando sin volverse o apretar el paso.

El centinela volvió a gritar, y Harald oyó un ruido de botas que corrían.

Entró en la arboleda. Karen apareció ante él.

—¡Escóndete donde no puedan verte! — susurró—. Yo lo alejaré de aquí.

Harald se apresuró a esconderse entre unos matorrales. Tumbándose bocabajo en el suelo, se arrastró por debajo de un arbusto, llevando la lata consigo. Thor intentó seguirlo, pensando que aquello era un juego. Harald le dio un cachete en el hocico y el perro se retiró, sintiéndose muy ofendido.

—¿Dónde está ese hombre? — oyó decir Harald al centinela.

—¿Te refieres a Christian? — preguntó Karen.

—¿Quién es Christian?

—Uno de los jardineros. Estás terriblemente guapo cuando te enfadas por algo, Ludie.

—Olvídate de eso. ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Tratar árboles enfermos con lo que lleva dentro de esa lata, algo que mata a esos horribles hongos que ves crecer encima de los troncos de los árboles.

Harald pensó que aquello era una buena muestra de inventiva por parte de Karen, incluso si se le había olvidado la palabra alemana para decir fungicida.

—¿Tan temprano? — dijo Ludie escépticamente.

—Me dijo que el tratamiento siempre surte más efecto cuando hace frío.

—Lo vi alejarse del camión cisterna del combustible.

—¿Combustible? ¿Qué iba a hacer Christian con el combustible? No tiene coche. Supongo que estaba tomando por un atajo a través del césped.

—Hum. — Ludie todavía no se había quedado del todo tranquilo—. Yo no he visto que haya ningún árbol enfermo.

—Bueno, fíjate en éste. — Harald los oyó alejarse unos cuantos pasos—. ¿Ves esa especie de enorme verruga que está saliendo del árbol? Pues si Christian no le aplicase su tratamiento, eso terminaría matándolo.

—Sí, supongo que lo haría. Bueno, haz el favor de decirles a tus sirvientes que se mantengan alejados del campamento.

—Lo haré, y te pido disculpas. Estoy seguro de que Christian no pretendía causar ningún daño.

—Muy bien.

—Adiós, Ludie. Puede que te vea mañana por la mañana.

—Aquí estaré.

—Adiós.

Harald esperó unos minutos, y luego oyó decir a Karen:

—Ya no hay peligro.

Harald salió de debajo del arbusto.

—¡Estuviste brillante!

—Estoy aprendiendo a mentir tan bien que empiezo a preocuparme.

Echaron a andar hacia el monasterio…, y se llevaron otra desagradable sorpresa.

Cuando estaban a punto de salir del amparo del bosque, Harald vio a Per Hansen, el policía del pueblo y nazi local, esperando delante de la iglesia.

Soltó una maldición. ¿Qué demonios estaba haciendo Hansen allí? ¿Y a aquella hora de la madrugada?

Hansen permanecía muy inmóvil con las piernas separadas y los brazos cruzados, contemplando el campamento militar al otro lado del parque. Harald puso la mano sobre el brazo de Karen advirtiéndole de que no debían moverse, pero no reaccionó lo bastante deprisa para detener a Thor, quien percibió al instante la hostilidad que estaba sintiendo Karen. El perro salió del bosque como una exhalación, corrió hacia Hansen, se detuvo a una distancia prudencial de él y volvió a ladrar. Hansen pareció asustarse y enfadarse al mismo tiempo, y su mano fue hacia la pistolera de su cinturón.

—Yo me ocuparé de él —murmuró Karen. Sin esperar a que Harald pudiera replicar, echó a andar hacia delante y llamó al perro con un silbido—. ¡Ven aquí, Thor!

Harald dejó en el suelo su lata de gasolina, se agazapó y miró por entre las hojas.

—Debería mantener controlado a ese perro —dijo Hansen a Karen.

—¿Por qué? Vive aquí.

—Es muy agresivo.

—Ladra a los intrusos. Es su trabajo.

—Si ataca a un miembro de la fuerza policial, podrían pegarle un tiro.

—No sea ridículo —dijo Karen, y Harald no pudo evitar darse cuenta de que estaba exhibiendo toda la arrogancia de su riqueza y su posición social—. ¿Qué está haciendo, husmeando por mi jardín al romper el alba?

—Estoy aquí por un asunto oficial, señorita, así que tenga un poco más de cuidado con sus modales.

—¿Un asunto oficial? — dijo ella escépticamente. Harald supuso que estaba fingiendo incredulidad para poder sonsacarle más información a Hansen—. ¿Qué clase de asunto oficial?

—Estoy buscando a alguien llamado Harald Olufsen.

—Oh, mierda —murmuró Harald, que no se esperaba aquello.

Karen se sobresaltó un poco, pero consiguió ocultarlo.

—Nunca he oído hablar de él —dijo.

—Es un amigo de la escuela de su hermano, y la policía lo está buscando.

—Bueno, no se puede esperar de mí que conozca a todos los compañeros de escuela de mi hermano.

—Ha estado en el castillo.

—¿Oh? ¿Qué aspecto tiene?

—Varón, dieciocho años de edad, un metro ochenta y dos de estatura, cabello rubio y ojos azules, probablemente con una chaqueta escolar azul con una franja en la manga —dijo Hansen, hablando como si estuviera recitando algo que se había aprendido de memoria de un informe policial.

—Suena terriblemente atractivo, aparte de la chaqueta, pero no me acuerdo de él.

Karen estaba manteniendo su aire de despreocupado desdén, pero Harald pudo percibir tensión y preocupación en su rostro.

—Ha estado aquí dos veces como mínimo —dijo Hansen—. Yo mismo lo he visto.

—Será que no habré coincidido con él. ¿Cuál es su crimen? ¿No devolvió un libro que había cogido prestado de la biblioteca?

—No tengo ni… Verá, el caso es que no puedo hablar de ello. Quiero decir que se trata de una investigación de rutina.

Hansen obviamente no sabía cuál era el delito, pensó Harald. Tenía que estar haciendo todas aquellas preguntas porque algún otro policía, presumiblemente Peter Flemming, se lo había ordenado.

—Bueno —estaba diciendo Karen—, mi hermano ha ido a Aarhus y ahora no tenemos a nadie por aquí…, aparte de cien soldados, claro está.

—La última vez que vi a Olufsen, llevaba una motocicleta que parecía muy peligrosa.

—Oh, ese chico… —dijo Karen, fingiendo acordarse—. Le expulsaron de la escuela. Papá no le permitiría volver nunca más.

—¿No? Bueno, creo que hablaré con su padre de todas maneras.

—Todavía está durmiendo.

—Esperaré.

—Como quiera. ¡Vamos, Thor!

Karen se alejó, y Hansen se quedó en el camino.

Harald esperó. Karen fue hacia la iglesia, se volvió para asegurarse de que Hansen no la estaba mirando y luego entró por la puerta. Hansen echó a andar por el camino que subía hacia el castillo. Harald esperó que no se detuviera a hablar con Ludie, y descubriese que el centinela había visto a un hombre alto y rubio sospechosamente cerca del camión cisterna. Afortunadamente, Hansen pasó de largo por el campamento y terminó desapareciendo detrás del castillo, presumiblemente para dirigirse hacia la puerta de la cocina.

Harald fue corriendo a la iglesia y entró en ella. Dejó la última lata de petróleo encima del suelo embaldosado.

Karen cerró la gran puerta, hizo girar la llave en la cerradura y puso la barra en su sitio. Luego se volvió hacia Harald.

—Tienes que estar agotado.

Lo estaba. Le dolían los brazos, y tenía las piernas doloridas de tanto correr por el bosque cargando con un gran peso. Tan pronto como se relajó, Harald se sintió ligeramente mareado por los vapores de la gasolina. Pero también se sentía inmensamente feliz.

—¡Estuviste maravillosa! — dijo—. Flirteaste con Ludie como si fuera el soltero más apetecible de Dinamarca.

—¡Es cinco centímetros más bajo que yo!

—Y engañaste por completo a Hansen.

—Cosa que no resultó muy difícil.

Harald volvió a coger la lata y la dejó dentro de la cabina del Hornet Moth, colocándola encima de la repisa para el equipaje que había detrás de los asientos. Luego cerró la puerta y se volvió para ver a Karen inmóvil justo detrás de él, sonriendo de oreja a oreja.

—Lo hicimos —dijo ella.

—Dios mío, lo hicimos.

Karen lo rodeó con los brazos y alzó la mirada hacia él con una expresión expectante. Era casi como si quisiese que la besara. Harald pensó en preguntárselo, y luego decidió actuar de una manera más resuelta. Cerró los ojos y se inclinó hacia delante. Los labios de Karen eran cálidos y suaves. Harald hubiese podido quedarse así, inmóvil y disfrutando del contacto de los labios de ella, durante mucho tiempo, pero Karen tenía otras ideas. Primero puso fin al contacto, y después volvió a besarlo. Besó el labio superior de Harald, luego el inferior, luego su barbilla, y luego volvió a besar sus labios. La boca de Karen estaba muy ocupada jugando y explorando. Harald nunca había sido besado de aquella manera anteriormente. Abrió los ojos y se sorprendió al ver que ella lo estaba mirando con un brillo de diversión en los ojos.

—¿En qué estás pensando? — le preguntó Karen.

—¿Realmente te gusto?

—Por supuesto que me gustas, idiota.

—Tú también me gustas.

—Qué bien.

Harald titubeó y luego dijo:

—De hecho, te quiero.

—Lo sé —dijo ella, y volvió a besarlo.

26

Mientras iba por el centro de Morlunde bajo la intensa luz de una mañana de verano, Hermia Mount corría más peligro del que había corrido en Copenhague. La gente de aquella pequeña población la conocía.

Hacía dos años, antes de que ella y Arne se prometieran, él la había llevado a la casa de sus padres en Sande. Hermia había acudido a la iglesia, asistido a un partido de fútbol, visitado el bar favorito de Arne, e ido de compras con la madre de este. Recordar aquel tiempo tan feliz le rompía el corazón.

Aquella mañana llevaba un sombrero y gafas de sol, pero todavía se sentía peligrosamente reconocible. Aun así, tenía que correr el riesgo.

Había pasado la noche anterior recorriendo el centro del pueblo, con la esperanza de tropezarse con Harald. Sabiendo lo mucho que le gustaba el jazz, primero había ido al club Hot, pero estaba cerrado. No lo había encontrado en ninguno de los bares y cafés donde se reunía la gente joven. Había sido una noche desperdiciada.

Aquella mañana estaba yendo a su casa.

Había estado pensando en telefonear, pero era arriesgado. Si daba su verdadero nombre, corría el peligro de que la oyeran y la traicionaran. Si daba un nombre falso, o llamaba anónimamente, podía asustar a Harald y hacerlo huir. Tenía que ir allí en persona.

Eso sería todavía más arriesgado. Morlunde era un pueblo, pero en la pequeña isla de Sande cada residente conocía a todos los demás. Hermia tenía que aferrarse a la esperanza de que los isleños pensaran que había ido allí a pasar unos días de vacaciones y que no se fijaran demasiado en ella. No tenía ninguna opción mejor. Faltaban cinco días para la luna llena.

Fue hasta el puerto, cargando con su pequeña maleta, y subió al transbordador. Al final de la pasarela esperaban un soldado alemán y un policía danés. Hermia enseñó sus papeles a nombre de Agnes Ricks. Los documentos ya habían superado tres inspecciones, pero aun así Hermia sufrió un estremecimiento de temor mientras ofrecía las falsificaciones a los dos hombres de uniforme.

El policía examinó su tarjeta de identidad.

—Está usted muy lejos de su casa, señorita Ricks.

Hermia ya había preparado la historia que utilizaría como tapadera.

—Vengo por el funeral de un pariente.

Era un buen pretexto para un largo viaje. Hermia no estaba segura de cuándo iba a tener lugar el entierro de Arne, pero no había nada de sospechoso en el hecho de que un miembro de la familia llegara con uno o dos días de antelación, especialmente teniendo en cuenta los imprevistos de los viajes en tiempos de guerra.

—Supongo que habrá venido por el funeral de los Olufsen.

—Sí. — Lágrimas abrasadoras acudieron a sus ojos—. Soy prima segunda, pero mi madre estaba muy unida a Lisbeth Olufsen.

El policía percibió su pena a pesar de las gafas de sol, y dijo amablemente:

—Mis condolencias. — Le devolvió sus documentos—. Llega con tiempo de sobras.

—¿Sí? — Aquello sugería que el funeral se celebraría hoy—. No estaba segura, porque no pude telefonear para que me lo confirmaran.

—Creo que el servicio es a las tres de esta tarde.

—Gracias.

Hermia siguió andando y se apoyó en la barandilla. Mientras el transbordador iba saliendo del puerto, contempló la isla, llana y desprovista de accidentes geográficos, y se acordó de su primera visita a Sande. Se había quedado bastante sorprendida al ver las habitaciones, frías y carentes de adornos, en las que había crecido Arne y conocer a sus adustos padres. El cómo aquella solemne familia había producido a alguien tan divertido como Arne era un auténtico misterio.

Ella también era una persona un tanto severa, o eso parecían pensar sus colegas. En ese sentido, su presencia había desempeñado un papel similar al de la madre de Arne en la vida de este. Hermia había hecho que Arne se volviera puntual y lo había convencido de que no se emborrachara, mientras que él le enseñaba a relajarse y pasarlo bien. En una ocasión Hermia le había dicho: «Hay un tiempo y un lugar para la espontaneidad», y Arne había pasado el día entero riéndose de sus palabras.

Luego había vuelto a Sande una vez más, para las fiestas navideñas. Allí se parecían más bien a la Cuaresma. La Navidad era un acontecimiento religioso, no una bacanal. Aun así Hermia había encontrado la festividad agradable a su manera silenciosa y tranquila, haciendo rompecabezas de palabras con Arne, empezando a conocer a Harald, comiendo los sencillos platos de la señora Olufsen y paseando por la fría playa envuelta en un abrigo de piel, cogida de la mano de su amante.

Nunca había imaginado que regresaría allí para su funeral.

Anhelaba ir al servicio fúnebre, pero sabía que eso era imposible. Demasiadas personas la verían y la reconocerían. Incluso podía haber presente un detective de la policía, estudiando las caras. Después de todo, si Hermia podía adivinar que ahora la misión de Arne estaba siendo llevada a cabo por otra persona, la policía también podía llegar a la misma conclusión.

De hecho, Hermia cayó en la cuenta de que el funeral iba a retrasarla unas cuantas horas. Tendría que esperar a que hubiera terminado el servicio antes de ir a la casa. Antes habría vecinas en la cocina preparando comida, feligreses en la iglesia poniendo bien las flores, un agente de pompas fúnebres preocupándose por los horarios y decidiendo quiénes cargarían con el féretro. Sería casi tan terrible como el mismo servicio. Pero después, en cuanto quienes habían ido a dar el pésame hubieran tomado su té con smorrebrod, todos se irían, dejando que la familia más próxima se lamentara a solas.

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