Wyrm (49 page)

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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: Wyrm
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—Muy divertido -dije-. Pero no llevo máscara. ¿No crees que Oz me va a reconocer enseguida?

—¡Oh, casi me olvido! -exclamó Al, y sacó del bolso un objeto parecido a una bolsa de arpillera con una cara pintada.-. Es lo mejor que he encontrado -dijo disculpándose.

—Oye, ¿de qué se supone que vas disfrazada tú? -le preguntó George, mirándola de arriba abajo.

—Te daré una pista -dijo, y levantó las piernas para enseñar las largas medias que llevaba-. ¡Soy Pippi Calzaslargas!

Llegamos a casa de Oz con una tardanza honorable, una hora más o menos. Vimos con desolación que ya había por lo menos un centenar de personas, todas ellas disfrazadas. Una debía de ser Oz, pero ¿quién?

Vamos a separarnos y mezclarnos con los invitados -sugerí-. Así cubriremos más territorio y lo encontraremos más pronto.

Nos dividimos y empezamos a pasearnos. Al cabo de una hora, todavía no lo había encontrado. Empezaba a pensar que era una tarea tan difícil como hallar a Roger Dworkin en la DEF CON. Recorrí la casa para ver la suerte que habían tenido los demás. Al estaba charlando con uno que parecía una cabeza gigantesca sin cuerpo. Estuve a punto de creer que lo había hallado, pero parecía demasiado evidente. George hablaba con una persona disfrazada de monstruo, con cabeza de rinoceronte, cinco ojos y un cuerpo con cinco brazos y piernas. Por unos momentos, me pregunté qué tenía de particular el número cinco. Luego seguí adelante.

Encontré a León conversando con un tipo que llevaba un disfraz realmente espectacular. Parecía el producto de un sueño de estudiante de ingeniería basado en la fibra óptica; daba la sensación de que el tipo estaba ardiendo. Después de reprimir un grito al verle por primera vez, era divertido observar las reacciones de las otras personas cuando lo descubrían. Sin embargo, seguíamos sin hallar a Oz. Mientras contemplaba a aquella especie de antorcha humana y me preguntaba si podía ser Oz, se me acercó una mujer muy atractiva ataviada con un traje de diáfano color verde y unas alas en sus hombros. Me dio un vaso de ponche verde y dijo:

—He visto que no tienes nada para beber.

En realidad, había visto el ponche, pero decidí no prestarle atención. Su color me recordaba el suéter favorito de Oz. Tomé un sorbo por cortesía. Era fuerte. -Gracias. No has visto a nuestro anfitrión, ¿verdad?

—¿Marión? No, creo que no lo he visto en toda la noche. A veces se esconde en la biblioteca.

—¿Dónde está?

Señaló la dirección con el dedo. Doblé tina esquina justo a tiempo de ver que se ajustaba la puerta de la biblioteca, como si alguien quisiera cerrarla deprisa sin dar un portazo.

Fui en busca de Al, George y León, y los conduje a la puerta de la biblioteca, que seguía cerrada pero no con llave. Entramos. La biblioteca era una habitación grande con paneles de madera y unas estanterías que llegaban al techo, totalmente abarrotadas de libros, más de los que había visto jamás en una residencia particular. Por supuesto, no había ningún ordenador a la vista.

—Debería pasarlos a CD-ROM -dijo George-. Ahorraría mucho espacio…

—¡Chist! -exclamó León, llevándose un dedo al morro de su disfraz, y señaló hacia el otro lado. Una ventana que estaba cubierta por una cortina larga hasta el suelo tenía un bulto sospechoso en uno de los lados.

Fui al otro lado de la cortina y tiré del cordel. Al abrirse, descubrió a Marión Oz, quien ni siquiera iba disfrazado, si no consideraba como tal el repulsivo cárdigan. Cuando se volvió hacia nosotros, vi que sus enjutas mejillas habían adquirido un intenso color rojo; por unos segundos, pensé que había bebido demasiado ponche. Luego se me ocurrió que el viejo cabrón estaba avergonzado, quizá sentía incluso timidez.

—¿Buscan a alguien? -preguntó. Lo disimulaba bastante bien.

—A usted, doctor Oz -dije, quitándome la bolsa de la cabeza. No pestañeó. De algún modo, comprendí que siempre supo que éramos nosotros.

—No recuerdo haberlo invitado a mi fiesta, Arcangelo -dijo, aunque empezaba a asomar su sonrisa torcida.

—Lamento haberme metido en su fiesta, de verdad. Pero necesitamos su ayuda
y
era la única manera de hablar con usted.

Volvió a ponerse serio y titubeó, como si se sintiera desgarrado por un dilema. Por fin, asintió con la cabeza.

—Siéntense todos -dijo.

Le puse al corriente de las ideas que habíamos estado desarrollando. En aquel momento, creo que todavía esperaba que me dijera que todo aquello era totalmente imposible. Quedé decepcionado.

—Lo sorprendente sería que no pudiésemos hacerlo -dijo Oz-. Al fin y al cabo, las abejas lo hacen.

—¿Hacer qué, exactamente? -indagué. Me preguntaba si también era aplicable a los pájaros y las pulgas amaestradas.

—Poner en común su escasa inteligencia. Hay investigaciones que han demostrado que un gran número de abejas son más inteligentes que unas pocas.

—¿Qué tipo de investigaciones? -preguntó Al.

Yo me esforzaba por no imaginarme un grupo de estudiantes de psicología haciendo tests de Stanford-Binets a los insectos.

—Se toma agua azucarada y se pone en una barca en el centro de un estanque -explicó Oz-. Cuando una abeja la descubre, vuelve a la colmena para informar de su hallazgo a las otras. Supongamos que sólo encuentra una abeja. Bailará su peculiar danza que dice: «Hay comida a cien metros en esa dirección». La otra abeja irá volando a buscarla. Hasta ahora, todo va bien. Pero imaginemos que la primera abeja se topa con un grupo numeroso de compañeras: baila la misma danza, sin embargo las otras abejas no van a buscar la comida. Al parecer, son capaces de realizar una operación cognitiva que era excesivamente compleja para una sola abeja,
y
que les lleva a la siguiente conclusión: «Allí no pueden crecer flores, es una barca en medio de un estanque».

—Pero en realidad hay comida -objeté-, por lo que la abeja solitaria tenía razón.

—Lo que demuestra que es posible ser tonto
y
tener razón, al igual que ser inteligente y estar equivocado.

La moraleja. Me pregunté si era lo más cercano a una disculpa que iba a oír jamás de Marión Oz.

—Estaba pensando que todo esto tiene algo que ver con su idea de que la conciencia es un fenómeno relativamente reciente en la historia humana -continué.

—No es idea mía

—Pero aparece en su libro…

—Quiero decir que no la concebí yo. ¿Nunca lee las notas al pie?

Se levantó y fue a una de las estanterías.

—Tenga -me dijo, y me arrojó un libro de bolsillo muy usado

Una reacción extrañamente modesta en
OZ:
no se consideraba el autor de una idea. Cuando reflexioné sobre ello pensé que seguramente se creía demasiado inteligentepara tener que apropiarse de las ideas de los demás. La cubierta del libro que me había arrojado decía:
El origen de la conciencia en la irrupción de la mente bicameral,
de Julián Jayties.

—¿Qué es esto?

—Fue Jaynes quien descubrió que la gente se había vuelto consciente hace sólo unos miles de años. Mi libro únicamente presenta otro punto de vista de cómo ocurrió.

Sentí la tentación de decirle que tampoco había leído su libro. Parecía incapaz de admitir la posibilidad de que alguien no lo hubiera hecho.

—No lo entiendo -dijo George-. ¿Cómo vivían si no tenían conciencia?

—La mayoría de las funciones mentales son inconscientes, incluso ahora. La idea de Jaynes es que el hemisferio derecho decidía lo que había que hacer y se lo comunicaba al izquierdo mediante alucinaciones auditivas.

—Eso parece bastante descabellado -dije.

—Jayne lo presenta de forma muy plausible. Sólo hay un par de problemas, y puede que usted, sin querer, haya encontrado una posible respuesta.

Sin querer. Muchísimas gracias.

—Siempre he pensado que uno de los problemas de la argumentación de Jaynes es que, si la sociedad estaba gobernada por esas alucinaciones del hemisferio derecho de todas las personas, habría un caos total, porque cada alucinación diría algo distinto. Jaynes creía que el hemisferio derecho del individuo era como un dios personal que intercedía por él ante el gran jefe, pero las posibilidades de conflicto parecen enormes.

»Un problema mucho más grave es éste: ¿cómo se explica que el hemisferio derecho pudiese hacer lo que el izquierdo no había aprendido todavía, sin ni siquiera haber adquirido la capacidad que al fin permitirá que el izquierdo actúe?

—¿De qué capacidad está hablando?

—La de pensar de forma metafórica.

—Entonces, ¿cómo he dado una respuesta a ese problema?

—Me refería a su idea sobre las redes mentales. Desde luego, el hemisferio derecho de un hombre del neolítico podía ser tan estúpido como el izquierdo, pero si todos los hemisferios derechos de una sociedad estaban conectados en red, bueno, podría haber una explicación. Pensándolo bien -meditó-, también podría explicar la frecuencia de la simultaneidad de las ideas innovadoras en la ciencia y las matemáticas.

—¿Se refiere a casos como los de Newton y Leibniz, que descubrieron el cálculo matemático al mismo tiempo?

—En efecto. -Miró alrededor de la mesa-. ¿Por qué tengo la sensación que hay algo más?

Inspiré hondo y dije:

—Esta idea de la mente superior grupal… creemos que puede causar un a auténtico problema ante el fin del milenio.

—¿Qué clase de problema? -preguntó Oz con brusquedad, pero noté su cambio de actitud.

—Como el eclipse en Europa el pasado agosto…

—¡Oh, Dios mío! -exclamó, y el escaso color que había quedado en sus mejillas desapareció por completo. Se cubrió el rostro con las manos por unos momentos; luego irguió de nuevo la cabeza con gesto brusco y señaló a George-. Usted, el Hombre de Lata, tráigame a Dan Morgan -rugió-. Es el que va disfrazado de cabezudo. Dígale que venga con Logan.

Unos momentos después, George volvió con Dan y la antorcha humana. Parecían perplejos, o al menos Dan, que se había quitado la parte superior del disfraz. Logan sólo parecía inflamado.

—Repítaselo a ellos -me ordenó Oz.

Le obedecí.

Logan fue el primero en reaccionar.

—¡Hostia! -exclamó-. Las leónidas…

Su voz se apagó y quedó boquiabierto.

—¿Qué? -preguntó Al-. ¿Qué pasa con las leónidas?

Logan se levantó de su silla de un brinco y empezó a pasearse por la habitación.

—Es una tormenta de meteoritos que puede verse cada noviembre -explicó- Lo que pasa es que este noviembre será una pasada.

—¿Qué? ¿Por qué este noviembre?

Se detuvo y miró al techo.

—Cada treinta y tres o treinta y cuatro años, se produce un máximo, una tormenta especialmente intensa.

—¿Hasta qué punto?

—Mucho -dijo, agitando las manos-. Hasta doscientos mil meteoritos por hora. ¿Recuerdan la escena en
La guerra de las galaxias,
cuando el
Halcón Milenario
realiza el salto al hiperespacio? Pues es algo parecido: todo un abanico de haces de luz irradiando desde un único punto del cielo. Las personas que las han visto en un año de intensidad máxima quisieron arrojarse al suelo y agarrarse a algo porque parecía que fuesen a caer en la Tierra.

Se produjo una pausa mientras imaginábamos el efecto que esto causaría en una mente situada al mismo borde de la histeria del milenio, esperando un portento que la arrojara al vacío.

—¿Qué día de noviembre? -preguntó León, rompiendo el silencio.

—La tormenta dura desde el catorce al veinte, aproximadamente, pero el máximo debería producirse alrededor del diecisiete.

—Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó George-. ¿Rezar para que ese día esté nublado?

—Lo haremos público -dijo Oz.

—¿Hacerlo público? ¿No empeorará las cosas?

Movió enfáticamente la cabeza en sentido negativo.

—Tenemos que saturar la mente colectiva con la información de que se trata fenómeno científico bien conocido, que ha ocurrido muchas veces en el pasado y no quiere decir que vaya a acabar el mundo. Lo peor que podría suceder es que mucha gente saliera por la noche sin haber oído ningún aviso, sin saber qué es ni por qué sucede.

»Quiero que esto aparezca en las portadas de todos los periódicos del mundo -continuó- y que el día diecisiete sea la primera noticia del telediario de la noche. Mañana temprano empezaremos a realizar llamadas.

»Y ahora pasemos a las malas noticias -añadió Oz.

Dan y Logan parecían sorprendidos, pero los demás sabíamos a lo que se refería.

—Wyrm -dije.

Oz asintió.

—Logan todavía no lo sabe. Dan, más tarde le pondrás al corriente. -Me miró y dijo-: Si necesita ayuda, sea lo que sea, informe a Dan.

»Una cosa más: si están pensando en hacer algo ilegal relacionado con ordenadores, sobre todo si tiene que ver con cierta compañía gigantesca de software que no mencionaré, quiero que quede muy claro lo siguiente: yo no sé nada, nunca he oído nada y nunca hemos mantenido esta conversación.

—Creo que estoy perdiendo la chaveta -comentó Tahmurath.

Gunnodoyak apoyó una mano en su hombro.

—Eso pensábamos, jefe, pero no queríamos decirte nada. ¿Verdad, Zerika?

—Lo que tú digas, Gunny.

—Tu tacto es admirable. Recuérdame que añada algo a tu próxima nómina como gesto de agradecimiento. Como el finiquito.

—¿Despedirías a tu mejor programador y probador de juegos? Debes de estar loco.

—Eso es justo lo que estaba diciendo. Es por culpa de este tomo, el
Ars Magna.
Desde que empecé con esta cuestión de los anagramas, no puedo quitármelo de la cabeza. Siempre estoy pensando en anagramas. ¿Sabíais que
santa
es un anagrama de
Satán

—Hummm… Si te refieres a Santa Claus, lleva un traje rojo, tiene barba… Tal vez hayas descubierto algo.

—Y el gorro -añadió Ragnar-. Nunca lo he visto sin él. ¿Qué oculta debajo?

Tahmurath no le hizo caso.

—Gunny, ¿tienes la lista de contraseñas del MUD?

—Sí, pero está cifrada.

—Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Vámonos.

El grupo se había dado un breve descanso antes de seguir subiendo la empinada senda que pasaba por un espeso pinar y desaparecía en la bruma que rodeaba el pico de la montaña. Habían dejado la Máquina de Exploración Universal en la falda porque era demasiado grande para pasar por los escarpados y sinuosos caminos que estaban recomendó.

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