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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (2 page)

BOOK: Xaraguá
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—«Asalto» es una palabra muy dura, y a mi modo de ver plagada de connotaciones negativas —sentenció Fray Bernardino—. Y me espanta mirar hacia delante e imaginar en qué puede convertirse lo que nació como una hermosa labor evangelizadora. Cada día llegan más y más hombres de armas y cada día menos pastores de almas.

Aquélla era una verdad tan evidente, que ni tan siquiera alguien tan proclive a la retórica como Ovando encontraba argumentos válidos con los que combatirla, e incluso a él mismo le preocupaba el hecho de que casi cada mes arribaran grandes naves cargadas de desesperados aventureros que creían ver en las tierras de aquella orilla del océano la solución a todos sus problemas.

El continuo flujo de nuevas bocas que alimentar, nuevos cuerpos a los que dar cobijo, y nuevos brazos a los que ofrecer un trabajo digno, comenzaba a proporcionarle innumerables quebraderos de cabeza, robándole demasiadas horas del día dado que su afán por centralizar el poder le obligaba a hacer frente a una infinidad de cuestiones absurdas que con frecuencia le exasperaban.

Sobraban capitanes, soldados, abogados, vagabundos, campesinos, comerciantes y prostitutas, a la par que faltaban médicos, artesanos, maestros de obras y arquitectos capaces de planificar una ciudad destinada a convertirse en capital de un imperio en ultramar.

—Me envían los desechos… —se quejaba, con amargura—. ¡Basura!, cuando lo que tan magna empresa necesita es lo mejor de cuanto pueda dar España.

Y es que en buena lógica, lo mejor que en ese campo tenía España en aquella época, y que por desgracia no era gran cosa, prefería quedarse en Toledo, Sevilla o Barcelona, a lanzarse a una incierta aventura por tierra de salvajes.

En lo más íntimo de su ser el Gobernador Ovando echaba de menos a los intelectuales y artesanos judíos, y sin osar comentarlo ni aun con el fiel Fray Bernardino, a menudo se sorprendía a sí mismo calculando la cantidad de prodigios que conseguiría llevar a cabo si le permitieran rodearse de un puñado de los cientos de miles de judíos y moriscos que habían sido expulsados de la Península diez años antes.

En su opinión, aquélla era gente que sabía hacer bien las cosas, a la que gustaba el trabajo, sobria, eficaz y diametralmente opuesta a la pandilla de inútiles borrachines que infestaban las tabernas de Santo Domingo, y que no pensaban más que en fanfarronear sobre las fabulosas hazañas que llevarían a cabo en un futuro.

Fray Nicolás de Ovando tenía muy claro que el español era un pueblo que siempre estaba pensando en construir un fantástico futuro partiendo de un desastroso presente, y cada vez que se asomaba a la balconada del Alcázar para tomar conciencia del manicomio en que se había convertido aquel perdido rincón del paraíso, se echaba las manos a la cabeza y clamaba al cielo para que tuviera a bien enviarle a alguien que le ayudara a poner un poco de orden en semejante caos.

Le habían enviado a edificar los cimientos de un imperio con ayuda de hombres que tan sólo pensaban en destruir, y a levantar ciudades con quienes preferían quemarlas.

—Menos espadas y más paletas de albañil es lo que necesito —mascullaba—. Menos ballestas y más hoces; menos caballos enjaezados, y más mulas que tiren de los carros.

Lo decía, aunque en el fondo le constaba que para poder alzar allí una ciudad, alguien tenía que haber luchado antes espada en mano por dominar aquella tierra.

Y le constaba, también, que Santo Domingo era tan sólo el comienzo; la cabeza de puente; el punto de partida desde el que semejante cuerda de fantoches alborotadores se lanzarían a conquistar el Nuevo Mundo.

Y eso le aterrorizaba.

El Gobernador Fray Nicolás de Ovando, Caballero de la Orden de Alcántara, Doctor por las Universidades de Valladolid y Salamanca, hombre culto y prudente, pero cuyo principal defecto era un ciego racismo, ofrecía, no obstante, un curioso contraste en su compleja y desconcertante personalidad, puesto que pese a sentirse castellano hasta la médula y adorar a su patria, experimentaba un profundo desprecio y casi aborrecimiento por la mayoría de sus compatriotas.

Aunque a decir verdad, lo que Fray Nicolás de Ovando aborrecía, no era a su gente, sino la ignorancia en que se encontraba inmersa una sociedad recién salida de una guerra que había durado casi ocho siglos, y que se esforzaba por olvidar todo lo bueno que los invasores les habían proporcionado, sin molestarse por aportar nada a cambio.

No habían pasado más que diez años desde la conquista del último reino moro de Granada y la expulsión de los judíos, pero ya había quienes se empecinaban en negar toda evidencia de la incontestable influencia que sus culturas habían tenido en la sociedad española, alzando el execrable pendón de un cristianismo a ultranza, incluso en cuestiones que hubieran obligado a sonreír a no ser porque en ocasiones llegaba a convertirse en algo trágico.

Un simple gesto, una exclamación, e incluso el hecho de no escupir al pasar ante una antigua mezquita o una sinagoga, podía acarrear una grave acusación que acababa por conducir al más inocente ante las mismas gradas de un tribunal de la Santa Inquisición.

Fray Nicolás de Ovando se consideraba a sí mismo un buen cristiano con una sincera fe nacida de su profundo amor a Dios y no del miedo a su cólera, y tal vez era por ello por lo que se sentía tan íntimamente ligado a quien, como Fray Bernardino de Sigüenza, anteponía dicha fe a cualquier otra consideración política.

Pero aun así no podía olvidar que seguía siendo un político.

—Nuestro signo es la cruz —musitó por último—. Y si os fijáis advertiréis que toda cruz no es más que una espada que oculta su parte más afilada y agresiva. Utilicemos pues, la espada el tiempo que resulte imprescindible, para enterrarla luego y que pase a convertirse en un eterno símbolo de paz.

El mugriento franciscano se negaba a aceptar que la paz fuera un árbol que diese buenos frutos cuando hundía sus raíces en un charco de sangre, por lo que aún insistió en su intento de convencer a su antiguo condiscípulo de que olvidase a la Princesa Anacaona y a su diminuto e inofensivo «reino» de Xaraguá.

—Tened en cuenta —concluyó— que en muy determinadas circunstancias, un enemigo puede llegar a ser mucho más peligroso muerto que vivo.

Doña Mariana Montenegro
tuvo un parto extremadamente difícil.

Primeriza pese a haber superado los treinta y cuatro años, su reciente enfermedad y las infinitas penalidades sufridas durante un embarazo cuya primera parte había transcurrido en las insanas y terroríficas mazmorras de la Santa Inquisición, complicaron aún más las cosas, y, por si fuera poco, a ello se unió el hecho de verse perseguida más tarde a través de las montañas y las selvas de una isla húmeda y caliente.

Tan sólo la «medicina» del viejo hechicero Yauco, y el infinito amor con que la cuidaron
Cienfuegos
, Araya y la Princesa Anacaona, que no la dejaron sola ni un instante, consiguieron que muy a duras penas saliera con bien de un durísimo trance que la dejó, no obstante, tan maltrecha y debilitada, que cuando al fin tuvo fuerzas para ponerse en pie, apenas era una sombra de la altiva y decidida mujer que siempre fuera.

Se sumió luego en una profunda atonía que Anacaona quiso atribuir a causas propias del parto, pero cuando la depresión se prolongó más allá de toda lógica,
Cienfuegos
comenzó a preocuparse seriamente.

Observar a aquella espléndida mujer, a la que recordaba llena de vida y entusiasmo, convertida en una criatura ausente, encorvada y macilenta, que apenas respondía con monosílabos a sus preguntas, le producía una angustia tal, que superaba en mucho sus días más amargos y los terribles sufrimientos que había padecido a todo lo largo de su muy agitada y azarosa existencia.

Era como si el destino continuara queriendo negarse a permitirle disfrutar de una felicidad a la que creía tener derecho, y cansado de tenderle trampas de las que siempre había logrado escapar, le enfrentaba a una última prueba a la que jamás sabría hacer frente.

Nada existe en el mundo más complejo que los vericuetos de una mente humana, por lo que no es de extrañar que el astuto cabrero, tan sobrado por lo general de recursos, se sintiera absolutamente desarmado a la hora de intentar ahondar en los pensamientos de la mujer que amaba.

Por fortuna, el recién nacido crecía fuerte y saludable, vivo retrato de su padre pese a que hubiera sacado los inmensos ojos celestes de su madre, aunque quizás el hecho de que se supiese incapaz de amamantarlo, teniendo que recurrir a los servicios de una nodriza indígena, contribuyó en gran manera a que la hermosa alemana se considerase súbitamente envejecida y acabada.

De nada sirvió que
Flor de Oro
le señalase que tampoco ella se había sentido con fuerzas para criar al menor de sus hijos, puesto que observando a la atractiva Princesa de carnes prietas y tersa piel, nadie hubiese podido imaginar que ya era abuela, y que en algún momento de su vida había pasado por una situación semejante.

Y es que el caso de Anacaona era el opuesto al de
Doña Mariana
.

Considerablemente mayor que Ingrid, seguía teniendo, no obstante, un aspecto tan llamativo, que cualquier hombre normal hubiera perdido la cabeza por ella, y consciente de tal fascinación la utilizaba como arma para conservar un «trono» que hacía ya tiempo que amenazaba con aplastarla bajo su peso.

La Princesa era valiente, inteligente y agresiva, y quizá también era el único miembro de su raza que había sabido captar la auténtica personalidad de los altivos blancos que habían invadido su isla, y el único que se había empeñado en aprender su idioma y sus costumbres con el exclusivo fin de combatirlos.

Sabía que nada podía esperar de unos recién llegados cuya ambición no conocía límites, y aun odiándolos como los odiaba por el mal que causaban a su pueblo, en el fondo los admiraba y hasta cierto punto trataba de imitarles.

Aún amaba al valeroso y altivo Alonso de Ojeda casi tanto como aborrecía al Gobernador Ovando, pero al igual que despreciaba a cuantos se escandalizaban por sus senos desnudos, apreciaba a aquella comprensiva
Doña Mariana
que, desde el primer día, se había mostrado fiel amiga y consejera.

Por ello no dudaba en dejar ahora de lado la difícil tarea de gobernar un diminuto reino que se iba empequeñeciendo día tras día asfixiado por la presión de los agresores llegados del otro lado del mar, para intentar ayudar a quien se hundía de un modo harto evidente en un insondable abismo interior.

—¿Por qué? —inquiría
Cienfuegos
desasosegado—. ¿Por qué se comporta así cuando ya estamos a salvo?

—Quizá porque tuvo que ser demasiado fuerte durante demasiado tiempo —le señalaba la Princesa—. Y es precisamente ahora cuando esa entereza se ha venido abajo.

Pero la verdadera respuesta tal vez no la conocía ni aun la propia Ingrid, ya que durante los largos y solitarios paseos que solía dar por la playa se preguntaba a menudo la razón por la que aquella invencible abulia había caído sobre su ánimo impidiéndole ser feliz en compañía de quienes tanto amaba.

Lo más terrible de la depresión que asalta sin motivo aparente a ciertas personas, se centra en el hecho de que quien la sufre se siente absolutamente impotente para combatirla aun a sabiendas de que únicamente está en su mano hacerlo, pues llega a convertirse en una densa niebla que se espesa hasta el punto de distorsionar cualquier tipo de razonamiento válido.

El hermoso sueño tan largamente acariciado por la alemana; tener un hijo de
Cienfuegos
, se había cumplido, pero podía creerse que al dar a luz se había vaciado por completo de ilusiones, como si el terrible esfuerzo que significó concebirlo y traerlo al mundo la hubiese desangrado.

Vivía en un lugar paradisíaco, a unas tres leguas al norte del poblado indígena, en una amplia cabaña alzada junto a la desembocadura de un diminuto río de aguas cristalinas, rodeada de flores y palmeras; en una tierra que parecía bendita de los dioses y que invitaba a disfrutar en paz de lo mejor que el Supremo había sido capaz de imaginar en el momento de la Creación.

Y vivía con el hombre al que adoraba, el hijo que tanto había ansiado y dos criaturas, Araya y Haitiké, que permanecían siempre atentas a sus deseos, acompañada además por su fiel amigo Bonifacio Cabrera, que se iba reponiendo poco a poco de su amarga aventura en la selva.

¿Qué más podía desear?

Se repetía día y noche tal pregunta sin hallar nunca respuesta, y esa misma incapacidad de encontrar explicación razonable a su abatimiento agudizaba aún más el problema, transformándolo en una espiral que amenazaba con no alcanzar nunca su vértice.

Luchaba contra fantasmas que ni siquiera habían nacido en su memoria, que es donde con más frecuencia suelen nacer los fantasmas, sino que más bien parecían surgidos de la nada absoluta; del vacío interior que se apodera en ocasiones del ser humano cuando se siente injustamente culpable.

La terrible muerte del Capitán León de Luna, había significado sin duda un contrapeso muy negativo en un momento clave de su existencia, pues pese a lo mucho que su ex esposo le hubiera hecho padecer en los últimos años, nadie podía negar el hecho evidente de que era ella quien en realidad le había abandonado, y quien le había abocado al cúmulo de desgracias que acabaron desembocando en un final tan trágico.

Y quedaba por último una cuestión en apariencia intrascendente, pero que para una mujer tan sensible como
Doña Mariana Montenegro
llegaba a tener capital importancia: mientras resultaba evidente que la mazmorra, el embarazo y el parto la habían envejecido de forma harto cruel, su pareja, el cabrero
Cienfuegos
, al que llevaba más de ocho años de edad, amenazaba con convertirse en una especie de semidiós cuya sola presencia hacía que las más bellas muchachas perdieran la compostura.

Para las desenvueltas indígenas, acostumbradas a hombres de ojos oscuros y no más de metro sesenta de estatura, aquel gigante pelirrojo de ojos verdes constituía sin duda una especie de Apolo reencarnado, y pese a que Ingrid se sintiese segura de su fidelidad, el hecho de ver cómo lo acosaban a todas horas, contribuía a desquiciarla.

Y no es que se tratase de una simple cuestión de celos por culpa de una pléyade de chicuelas dispuestas a retozar sobre la arena y entre los matorrales; era la cruel constatación del hecho de que como mujer había iniciado una imparable decadencia, mientras su amante ni tan siquiera había alcanzado su total plenitud como hombre.

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