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Authors: Emile Zola

Yo Acuso (9 page)

BOOK: Yo Acuso
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Veamos, ¿cuántos entre ustedes ambicionan la presidencia de la República? Todos, ¿no es así? Se miran de reojo unos a otros, creen superar al vecino en los negocios, unos por prudencia, otros por popularidad, algunos por austeridad. Me hacen reír, porque ninguno de ustedes parece sospechar que, dentro de tres años, el político que llegue al Elíseo será el que haya restaurado en nosotros el culto a la verdad y la justicia, empezando por la revisión del caso Dreyfus.

Créame, los poetas tienen algo de videntes. Dentro de tres años, Francia ya no sera Francia; Francia habrá muerto, a no ser que se halle en la presidencia el jefe político, el ministro justo y sensato que haya pacificado la nación. [...]

Justicia

El artículo que sigue se publicó en L'Aurore el 5 de junio de 1899.

Diez meses y medio transcurrieron entre éste y el artículo anterior. El 18 de julio de 1898, al fracasar el recurso que Labori, mi abogado, presentó con la intención de aplazar de nuevo el caso, comparecimos ante la Audiencia de Versalles; el tribunal me condenó otra vez a un año de cárcel y a una multa de tres mil francos. Esa misma noche salí para Londres para que no pudieran notificarme la sentencia y ésta no pudiera ejecutarse.

Resumiré ahora los hechos más importantes ocurridos durante el largo lapso que transcurrió entre el precedente y este artículo. El 31 de agosto de 1898, el coronel Henry, tras haber confesado su falsificación, se suicida en Mont-Valérien. El 26 de septiembre, se presenta ante el Tribunal Supremo la petición de revision. El 29 de octubre, el Supremo admite a trámite el recurso y dice que se procederá a una instrucción suplementaria. El 31, el gabinete Dupuy sustituye al gabinete Brisson. El 16 de febrero de 1899, fallece el presidente Félix Faure y el 18 de febrero le sustituye el presidente Émile Loubet. Las Cámaras votan la ley de revocación el 1 de marzo. Por fin, después de que el Tribunal Supremo anulase la sentencia de 1894, volví a Francia, el 5 de junio, la misma mañana en que se publicaba este artículo. Por otra parte, el 10 de agosto de 1898, el Tribunal Supremo, confirmando la sentencia pronunciada por la Audiencia, me condenó en rebeldía a un mes de cárcel, a una multa de mil francos y a pagar diez mil francos por daños y perjuicios a cada experto. A instancias de los querellantes (los expertos Belhomme, Varinard y Couard), durante mi ausencia, mi casa fue embargada el 23 y el 29 de septiembre, y la subasta se celebró el 20 de octubre; se adjudicó una mesa por treinta y dos mil francos, cantidad a la que ascendía la multa impuesta. El 26 de julio, el comité de la Orden de la Legion de Honor creyó su deber suspenderme de mi grado de oficial.

Pronto hará once meses que me fui de Francia. Durante once meses, sin interrupción, me impuse el exilio más absoluto, el retiro más anó nimo, el más completo silencio. Me encontraba como un muerto voluntario que yace en una secreta tumba en espera de que reluzcan la verdad y la justicia. Y hoy que la verdad ha vencido, que por fin reina la justicia, renazco, regreso y recupero mi lugar en suelo fiancés. [...]

Sin embargo, lo que hoy no digo, lo que algún día contaré, es el quebranto, la amargura de aquel sacrificio. La gente olvida que no soy un amante de las polémicas ni un político que saca provecho de las disputas. Soy un escritor libre que en su vida solo tuvo un afán, el de la verdad, y que luchó por ella en todos los campos de batalla. Hace ya casi cuarenta años que sirvo a mi país con la pluma, con todo mi valor, con toda la energía de mi trabajo y buena fe. Y os aseguro que duele horriblemente irse solo en una noche oscura, ver cómo a lo lejos se van borrando las luces de Francia cuando se ha luchado por su honor, por que mantenga su gran labor justiciera entre los pueblos. ¡Yo! ¡Yo, que la he exaltado en más de cuarenta obras! ¡Yo, que convertí mi vida en un prolongado afán por llevar su nombre a los cuatro extremos del mundo! ¡Yo, irme asi, huir asi, con aquella jauría de miserables y de locos pisándome los talones, persiguiéndome con ame nazas a insultos! Son ésas horas atroces que calan en el alma y la vuelven para siempre invulnerable a las heridas. Después, durante los largos meses de exilio que siguieron,

¿puede alguien imaginarse la tortura de sentirse muerto entre los vivos en la espera cotidiana del despertar de la justicia, diariamente aplazada? Ni al peor de los criminales le deseo el sufrimiento que, desde hace once meses, me ha causado la lectura de los comunicados que llegaban de Francia a aquella tierra extranjera, donde resonaban como un eco espantoso de locura y desastre. Es menester haber paseado con ese tormento durante largas horas solitarias, es menester haber vivido de lejos, y siempre solo, la crisis en que se hundía la patria, para saber qué es el exilio en las trágicas condiciones que acabo de vivir. Y los que piensan que me fui para huir de la cárcel y para pertirme en el extranjero, a buen seguro con el oro judío, son unos desgraciados que me inspiran cierto asco y mucha piedad.

Yo debía regresar en octubre. Habíamos decidido esperar a la reapertura de las Cámaras, en prevision de algún acontecimiento imprevisto, lo cual era para nosotros, tal como estaban las cosas, un acontecimiento seguro. Y he aquí que ese imprevisto no esperó a octubre, sino que estalló a finales de agosto, con la confesión y suicidio del coronel Henry.

Al día siguiente mismo, quise regresar. En mi opinion, se imponía la revisión del caso, la inocencia de Dreyfus iba a ser inmediatamente reconocida. Por lo demás, y dado que siempre me había limitado a pedir la revision, mi papel debía terminar forzosamente no bien se reuniera el Tribunal Supremo, y estaba dispuesto a eclip sarme. En cuanto a mi proceso, no era ya a mis ojos sino una pura formalidad, ya que la prueba presentada por los generales De Pellieux, Gonse y De Boisdeffre, a tenor de la cual me había condenado el jurado, era un documento falso cuyo autor acababa de refugiarse en la muerte. Así pues, me disponía a regresar cuando mis amigos de Paris, mis consejeros, todos los que se habían mantenido en la brecha, me escribieron cartas llenas de inquietud. La situación seguía siendo grave. Lejos de resolverse, la revision parecía aún incierta. Monsieur Brisson, el jefe del gabinete, se topaba con obstáculos que resurgían sin cesar; traicionado por todos, no disponía siquiera de un simple comisario de policía. De tal modo que mi regreso, en medio de encendidas polémicas, aparecía como un pretexto para nuevas violencias, un peligro para la causa, un trastorno más para el Ministerio en su ya ardua labor. Deseoso de no complicar la situación, tuve que inclinarme y consentí en esperar un poco más.

Cuando se reunió por fin la Sala de lo Criminal, decidí volver. [...] Pero me llegaron nuevas cartas suplicándome que esperara, que no precipitara las cosas. [...] Y me incline una vez más; y me quedé a11í, sometido al tormento de mi soledad y de mi silencio. Cuando la Sala de lo Criminal, admitiendo la petición de revisión, decidió abrir una amplia investigación, quise regresar. En esa ocasión, lo confieso, me sentía completamente descorazo nado, comprendía que la investigación se prolongaría durante largos meses, y presentía la angustia continua en que me haría vivir. [...] Todas las acusaciones que había formulado en mi «Carta al presidente de la República» se veían confirmadas. Mi misión se había cumplido, no tenía más que regresar a mi puesto. Y sentí un dolor enorme, una gran indignación, primero, al hallar en mis amigos la misma resistencia a mi regreso. Seguían en plena batalla, me escribían que yo no podía juzgar la situación como ellos, que sería un peligroso error pretender que se reiniciara mi proceso paralelamente a la investigación del tribunal. [...]

Por eso, pasados ya once meses, todavía no he regresado. Manteniéndome al margen, sólo he actuado, igual que el día en que me embarqué en la lucha, como un soldado de la verdad y la justicia. Tan sólo he sido un buen ciudadano que lleva su abnegación hasta el exilio, hasta la total desaparición, que consiente en dejar de existir a fin de lograr la pacificación del país y de no exacerbar inútilmente las sesiones del mons truoso caso. Debo confesar asimismo que, ante la certeza de la victoria, reservaba mi proceso como el recurso supremo, la lamparita sagrada con que se haría de nuevo la luz si las fuerzas malignas llegaran a apagar el sol.

[...] Con todo, aunque para mí haya concluido esta lucha, aunque de la victoria no me interese sacar beneficio, cargo político, colocación ni honor alguno, aunque mi única ambición es la de proseguir mi lucha en pro de la verdad con la pluma, mientras mi mano pueda sostenerla, querría hacer constar, antes de lanzarme a otras luchas, la prudencia y la moderación de que hice gala en la batalla. ¿Quién no recuerda los abominables clamores con que se acogió mi «Carta al presidente de la República»? Me tacharon de ofensor del ejército, de vendido, de apátrida. Algunos amigos míos del mundo de las letras, consternados, aterrados, se apartaban de mí, me abandonaban, horrorizados ante mi crimen. Se escribieron articulos que atormentaran la conciencia de los que los firmaron. En suma, jamás un escritor brutal, demente o enfermo de orgullo había dirigido a un jefe de Es tado carta más grosera, mentirosa y criminal. Pero ¡que lean ahora mi pobre carta! Me avergüenzo un poco, lo confieso, de su discreción, de su oportunismo, casi diría de su cobardía. Ya que me estoy confesando, no me cuesta reconocer que suavicé mucho las cosas, que pasé muchas otras por alto, cosas que son hoy ya conocidas y están demostradas, cosas que me negaba a creer porque se me antojaban mons truosas y disparatadas. Si, sospechaba ya por entonces del coronel Henry, pero carecía de prue bas, hasta el punto que juzgué prudente no ponerlo en entredicho. Apinaba bastantes historias, habían llegado a mis oídos algunas reve laciones tan terribles que, dadas sus espantosas consecuencias, no me senti autorizado a revelarlas. ¡Y resulta que ya se han revelado, que se han convertido en la verdad banal al orden del día! Mi pobre «Carta» ha perdido fuerza; comparada con la soberbia y feroz realidad, parece infantil, una simple novelita rosa, la obra de un literato timido.

Repito que no siento el deseo ni la necesidad de triunfar. No obstante, he de hacer constar que los acontecimientos, en la hora actual, han venido a confirmar todas mis acusaciones. La investigación ha dejado patente la culpabilidad de todas las personas a las que acusé. Lo que declaré, lo que preví, ahí está, evidente. Lo que más me enorgullece es que mi carta carecia de violencia; era una carta fruto de la indignación, pero digna de mí: nadie sera capaz de hallarle un insulto, una palabra de más, solo el altivo dolor de un ciudadano que pide justicia al jefe del Es tado. Tal ha sido el eterno sino de mis obras: nunca llegué a escribir un libro, una página, sin que me colmaran de mentiras y de insultos, pese a que, más tarde, se vieran obligados a darme la razón. [...]

El quinto acto

El texto apareció en L'Aurore el 12 de septiembre de 1899.

Yo había impugnado la sentencia de la Audiencia de Versalles y el veredicto del Tribunal Supremo de Paris, referentes a la denuncia de los expertos, y esperé. La justicia, por su parte, no tenía prisa, pues deseaba conocer el resultado del nuevo proceso a Dreyfus celebrado en Rennes. El gabinete Dupuy, que cayó el 12 de junio de 1899, acababa de ser reemplazado por el gabinete Waldeck-Rousseau el 22 de junio. El 1 de julio, una noche tormentosa, Dreyfus desembarcó en Francia; el 8 de agosto se inició el nuevo juicio y el 9 de septiembre un consejo de guerra condenó a Dreyfus por segunda vez. Al día siguiente escribí este artículo.

Estoy aterrado. No siento ya rabia, o indignación ávida de venganza, o deseo de denunciar el crimen, de pedir que castiguen ese crimen en nombre de la verdad y de la justicia, sino que siento miedo, siento el terror sagrado de quien ve cómo lo imposible se vuelve posible, cómo retroceden los ríos a sus fuentes y cómo tiembla la tierra bajo el sol. Mi grito denuncia el desamparo de nuestra generosa y noble Francia, el terror al abismo hacia donde se desliza.

Como decía en mi «Carta al presidente de la República» después de la escandalosa absolución de Esterhazy, es imposible que un consejo de guerra deshaga lo que hizo otro consejo de gue rra. Va contra la disciplina. Y la sentencia del consejo de guerra de Rennes, con su indecision jesuítica y su falta de valor para decir sí o no, pone de manifiesto que la justicia militar no puede ser justa porque carece de libertad y porque niega las evidencias; prefiere condenar de nuevo a un inocente antes que dudar de la propia infalibilidad. Ya no es un instrumento de ejecución en las manos de los superiores. Ahora no pasaría de ser una justicia expeditiva propia de tiempos de guerra. En tiempos de paz, esa clase de justicia debe desaparecer, pues carece de equidad, de simple lógica y de sentido común. Se ha condenado ella misma. [...]

A Cristo lo condenaron sólo una vez. Pero ¡que se hunda todo, que caiga Francia víctima de escisiones, que la patria incendiada se derrumbe entre los escombros, que el mismo ejército pierda su honor, todo antes que confesar que unos compañeros se equivocaron y que unos superiores pudieron mentir y falsificar! El ideal será crucificado y el sable seguirá sie ndo rey. [...]

Voy a hablar de una vez, sin reparos, de mi temor. Siempre fue, como ya di a entender en va rias ocasiones, el temor de que la verdad, la prueba decisiva y contundente, nos viniera de Alemania. No conviene seguir callando por más tiempo ese peligro mortal. Irradia demasiada luz y hay que enfrentarse con valor a la posibilidad de que Alemania, con un golpe fulminante, provoque el quinto acto. [...] Me aterra pensar que Alemania, que tal vez sea mañana nuestra ene miga, nos abofetee con las pruebas que posee. Vean ustedes. El consejo de guerra de 1894 condena a Dreyfus, un inocente; el consejo de guerra de 1898 declara inocente a Esterhazy, un culpable; y nuestro enemigo conserva las prue bas del doble error de nuestra justicia militar; y Francia se obceca tranquilamente en este error, acepta el escalofriante peligro que la amenaza. Alemania, dicen, no puede utilizar documentos procedentes del espionaje. Pero ¿quién sabe? [...]

Carta a la esposa de Alfred Dreyfus

Este artículo se publicó en L'Aurore el 29 de septiembre de 1899.

Lo escribí cuando el presidente Loubet hubo firmado el indulto de Alfred Dreyfus, el 19 de septiembre, y el inocente, por dos veces condenado, fue devuelto a su familia. Yo estaba decidido a guardar silencio mientras la Audiencia de Versalles no se pronunciase con respecto a mi caso; sólo allí hubiera hablado. Pero debido a algunas circunstancias, no pude permanecer callado.

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