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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (18 page)

BOOK: Yo, la peor
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La marquesa deslizó su mano hacia su pie y desprendió aquel zapato ceñido, al fin que en ese momento nadie la miraba. Y si su marido se diese cuenta, aprovecharía el regaño por su desacato para pedirle que fueran a la recámara y la desvistiera él y no sus sirvientas, como cuando de más joven la deseaba en momentos caprichosos, allá en España, cuando Leonor aún era virgen y había conocido su cuerpo por las manos de Antonio. Era la manera en que Cristóbal miraba a Juana Inés la que le alteraba los pensamientos y le recordaba su propia carne joven y el apetito de su marido, porque sin duda el joven se estaba entusiasmando. Aunque igualmente rodeada de hombres en otras ocasiones, la estampa que ahora veía la virreina era otra. Se respiraba desenfado y coquetería. Entonces sucedió: Cristóbal rozó la mejilla de Juana Inés con su mano al tiempo que Antonio caminaba hacia la virreina, se hincaba a sus pies y colocaba el zapato en su sitio. Leonor quiso recordar algún poema de amor cortés pero ya Antonio la llevaba de la mano hacia sus aposentos al tiempo que la fiesta se desarmaba y que Juana Inés quedaba fuera de su vista.

La indiscreción de Bernarda

Bernarda Linares había insistido en las clases de baile que sería bueno que tomaran en Palacio. La virreina había cedido con tal de que aquel canario turbulento se quedase sosegado. Manolo Vargas iría los miércoles por la tarde y las chicas aprenderían las zarabandas y gallardetas que se bailaban en Europa. Tal era la insistencia de Bernarda cuando quería algo, que visto con más malicia en realidad era su deseo por los galanteos y las caricias de Juan Mata, que persuadió a la virreina de que la pequeña aprovechase también las clases aunque no tuviera edad de estar en las tertulias de salón. Total, la postura y el movimiento beneficiarían la gallardía de su cuerpo. Y logró también que después de la primera clase en que Juana Inés permaneció junto al clavecinista, apresando la elocuencia de las melodías y observando el manejo de los dedos en las teclas de marfil, se animara a hacer los pasos y a intentar la coreografía que el bailarín proponía. Con las palmas marcaba el acento, y con su salero ponía algo costeño a los movimientos de las chicas. Gonzalo Vargas era de Veracruz y sin duda llevaba sangre de esclavos en sus cadenciosos movimientos. Muchos decían que había provocado delirios de hombres y mujeres por igual cuando bailaba en el fandango de su rancho, que borracheras y peleas sacudieron no sólo el caserío sino la plaza de la ciudad y que tuvo que salir a donde sus maneras se disimularan y la desmesura se atenuara con otras preocupaciones. Juana Inés le había confesado esa primera noche que tomaría las clases del maestro sólo porque las llevaba a los negros de Panoayan, que se reunían junto al fuego y cantaban y bailaban, que por instantes se había olvidado del Palacio y sus adornos para instalarse en la desnuda belleza de los volcanes nevados. Bernarda no se conmovió con sus recuerdos; sólo pensó que iba por buen camino, que si la melancolía la movía al baile, el baile bien podía llevarla a los brazos de un hombre que acompañara sus pasos. Y ese hombre, le estaba claro a Bernarda, sería Cristóbal Pocilio, no sólo porque notó su interés por las palabras de la chica y por su aguda inteligencia, sino porque ella misma, aprovechando que Juan Mata hablaba con el virrey, se le acercó y le insinuó por lo bajo:

—Yo sé un secreto.

Cristóbal era un hombre serio y disimuló ante la provocación de la rubia, pero Bernarda insistió dando sorbos al vaso de oporto.

—Es sobre Juana Inés.

Cristóbal, entonces, aunque fingiendo poco interés, preguntó:

—¿Qué hay sobre ella, además de que es la favorita de la marquesa de Mancera?

—Está tomando clases con Vargas para poder bailar contigo.

Sin esperar respuesta, se fue hacia donde la hija de los virreyes aparecía en el salón con su ropa de cama y el gesto de venir de una pesadilla. Qué oportuna era la chiquilla.

Cuando se alejó del muchacho hacia los aposentos, volvió a verlo con disimulo. Su desconcierto era total; así desarmado se veía como un niño ingenuo. Pensó que si en ese momento lo viera Juana Inés también su corazón habría de rebosar ternura.

Ella misma, Bernarda Linares, podía sentirla. Y aunque se acercó a la habitación de Juana Inés para seguir con sus artes alcahuetas, no pudo entrar a la habitación. Tras la puerta escuchó unos sollozos taimados. Soltó a la hija de los virreyes y le dijo que siguiera de frente, ya la alcanzaría, y con el oído pegado a la puerta se quedó escuchando el sufrimiento de la sobrina de Juan Mata. De quien exhibía tanta seguridad sin duda era un gesto extraño. Iba a tocar a la puerta pero el pudor la detuvo. Ya la abordaría en los próximos días.

El cuerpo acariciado

Bernarda había notado los ojos hinchados de Juana Inés a la mañana siguiente de aquellos sollozos tras la puerta. Durante el paseo que hicieron con la marquesa a la plaza del Volador intentó estar a su lado para aliviar sus congojas. Entonces no sólo le interesaba que Juana Inés no le estorbase en su amorío con Juan Mata sino que tenía curiosidad por el origen de sus tribulaciones. Ahora no comprendía la súbita decisión de la joven, que había dejado tan triste a la virreina y que había desconcertado al virrey, a Manolo Vargas, a su tío y a ella misma. En aquel paseo con la tarde venciéndose sobre la plaza, protegidas por los parasoles de seda, Bernarda se había atrevido a preguntarle si era un mal de amores lo que la aquejaba. El silencio esquivo de Juana Inés pareció darle la razón.

—¿Acaso te besó? —se atrevió.

Parecía que Juana Inés necesitaba descargar su emoción, porque asintió.

—¿Y no te ha gustado el peso de sus labios sobre los tuyos?

Bernarda se atrevió a tomarse de su brazo, intimando. Si Juan Mata no hubiese sido su tío, le hablaría del placer de esa boca recorriendo palmo a palmo su cuerpo, deteniéndose juguetona en su escote, en sus senos, aprehendiendo a mordidas y salivazos sus pezones. Lo pensaba y ya el cuerpo se le erizaba ansioso.

—¿Acaso acarició tu talle, te apretó la cintura, te dobló como a un tul de la laguna?

Los pasos de Juana Inés se hacían más lentos como queriendo distanciarse del resto de las chicas y de la propia virreina.

—Si ya conociste el placer de las manos de un hombre no es posible dormir en paz.

¿Acaso era esa sentencia que Bernarda soltó confiando en quien ese día descubría más amiga de lo que se hubiera imaginado la que la había orillado a irse al convento? ¿Pero qué tenía que perder? A Cristóbal parecía gustarle la joven, ¿por qué abandonar esa veladora?

Tomaron hacia el Baratillo para curiosear entre lo que vendían y el alboroto de la gente. Juana Inés se detuvo y miró a Bernarda a los ojos.

—Por favor no digas nada a la virreina.

Bernarda sospechó que Cristóbal no había hecho más que disimular que no sabía del interés de Juana Inés por él y que ella había fingido distancia cuando en realidad habían estado en la intimidad de su alcoba. Juana Inés no tuvo que decir más, ni ella indagar sobre la manera en que, después de la visita de un hombre, el cuerpo desnudo ya no se contempla de la misma manera frente al espejo. La mirada lleva los ojos del otro. Uno se mira como si se espiara a sí misma. Ajena. Hay una sensación de pureza y de abismo. ¿En qué lado se habría quedado Juana Inés?

La virreina las llamó para que se acercaran. Bernarda apretó el brazo de Juana Inés y le susurró al oído:

—Estate tranquila.

Y después de aquello no hubo confidencia alguna hasta que se enteró que Juana Inés se iba con las Carmelitas Descalzas. Intentó volver a hablar con Juana Inés pero la chica había construido un muro. Fue preciso que, durante una de las conversaciones de Juana Inés con el padre Antonio, Bernarda se introdujera a su habitación y hurgara en los cajones de la cómoda para encontrar razones de aquello que la orillaba a irse y que ella no dudaba estaba relacionado con los sollozos que había escuchado tras la puerta. ¿Se protegía del mundo o de sí misma?

No tenía mucho tiempo y no quería dejar huella de su presencia, pero por más que movía ropa, hurgaba en los bargueños y en las repisas no encontraba evidencia alguna. Estaba por abandonar su propósito cuando entre un chal de lana gruesa encontró unos pergaminos. Tomó uno con ganas de llevárselo pero lo pensó torpe. Leyó lo que no debía y la transparencia de las palabras la ensombreció. Eran trazos apresurados, invocaciones a la virgen y luego palabras que revelaban que una parte de Juana Inés había sido descubierta entre las manos, y los besos, las caricias y los apretujones, y la forzada entrada de quien la hacía prometer silencio. Las palabras referían a la sangre que escurría entre sus piernas y a la brutalidad de su cuerpo tomado. En nada se parecía aquello a lo que Bernarda sentía junto a Juan Mata. Se asustó ante tal revelación y tuvo una leve sospecha de que aquel hombre no podía ser Cristóbal Pocilio. Pero quién lo podía asegurar. Escuchó voces en el pasillo y colocó de nuevo el papel entre los dobleces del chal. El corazón se le quedó adolorido. Ella, Bernarda Linares, había sido afortunada en el descubrimiento del placer y la delicadeza. Aún no conocía el abismo.

Lo cierto era que Juana Inés ya no estaba allí para hablar, para revelarle la verdad y para volverse su aliada. El pergamino sin duda había sido incinerado y era una confesión ceniza entre los escombros del fogón del cuarto vacío.

Perder a Juana Inés

Así como le había dado gusto a Leonor observar las charlas sosegadas entre el padre Antonio y Juana Inés, ahora se arrepentía de esa alegría. Volvía a Palacio andando con ganas de hacerlo sola, de que se le desprendiera ese racimo de mujeres que ella y su marido ataviaban con el dinero de la corte, que dejaran sus alharacas bobas, su coquetería con los caballeros que las miraban y le permitieran estarse a solas con ese pedazo helado que se le había instalado en el pecho después de dejar a Juana Inés a las puertas del convento de las carmelitas.

Sintió asco por quien tanto respeto le causaba, ese viejo jesuita vestido de andrajos, exhibiendo su voto de pobreza, su voluntad de sacrificio, esparciendo su olor a poco aseo, su mirada victoriosa: una mujer más ganada para el reino de Dios, una mujer más desviada del pecado y el mundo de perdición que provocaban ellas; eran tentación, fruto por morder, tierra por poseer. Si nunca se había atrevido a esgrimir tales pensamientos, ahora Leonor se sentía con derecho a ello. Si había soportado ese olor a viejo, a orines, a aceite rancio, era porque lo había confundido con santidad. Porque toda iglesia tenía ese incierto olor a tiempo detenido, a flor marchita. El padre intentó alcanzar a la virreina y ponerse a su lado, pero ella no iba a permitir que el monstruo aplacara su ira y su pérdida.

—Vuestra merced —dijo insistente—, no hay pérdida, hemos ganado todo.

El padre Antonio sabía lo que le ocurría. Era su confesor, en quien ella depositaba sus miedos y tribulaciones, sus accesos de envidia y de vanidad, sus disgustos con el virrey que olvidaba sus cuitas amorosas, que desatendía su melancolía cuando pensaba en su madre vieja en España y ella aquí; las dos tal vez morirían en extremos del reino. El padre Núñez estaba al tanto de esa distancia que la oprimía y que le oscurecía el ánimo y el entendimiento. Tanto poder sobre su alma le pareció obsceno.

Habían llegado a la esquina entre Palacio y catedral; bastaba con girar a la derecha para que pudieran entrar a Palacio, pero la virreina siguió de frente dispuesta a andar por las calles para que con el paso brioso se calmara su pena.

—No quiero hablar en este momento, padre —se atrevió a decirle, recobrando la cortesía de su rango.

—Ya lo harás, hija, ya lo harás.

¿Habría sido el interés por Cristóbal Pocilio lo que había acelerado todo?, pensó mientras el padre se empequeñecía a sus espaldas. Qué empeño el de este hombre en hacer de las mujeres esposas de Dios. Estaba bien que procurara algunas, al fin y al cabo los conventos hacían su labor con los pobres, enseñando a las niñas a bordar, a cocinar, a leer; recogiendo huérfanas, confeccionando manjares dulces, pero Juana Inés no podía desperdiciarse en semejante matrimonio. La conciencia de Leonor sangraba. Era católica, creía en el juicio final, pero también en la injusticia de los hombres. Y aunque casi santo, Núñez era un hombre. Apretó los puños y arreció el paso sin mirar ni saludar a quienes hacían reverencias a su paso. Juana Inés estaba casada con la curiosidad desde siempre, con la sed de saber. Y el cura astuto le había pagado aquellas clases de latín, le había acercado libros para ganarse su confianza, sus consejos, y así la había orillado a entrar al convento de las carmelitas.

Juana Inés se lo había dicho gozosa como si un barco náufrago divisara tierra.

—Seré monja, me casaré con Cristo, vuestra majestad.

Leonor lo había sentido al principio como una niñería, pero a los veinte años Juana Inés no estaba para bromear con semejante decisión. Reconoció la fachada de la iglesia del Pilar y sintió deseos de refugiarse en la penumbra del templo. Sabía que sería imposible desprenderse del grupo de damas que siempre la acompañaba, pero lo intentó. Cruzó la calle sin advertir la carreta que pasó tan cerca de ella que al punto los guardias la siguieron para detener a los incautos. La virreina no estaba para defender inocentes. Ella era la única inocente que le preocupaba en ese instante. Ya los obligaban a apearse; un hombre rubio con la gola recién planchada, con la espada al cincho y un lacayo negro vestido de luces le salieron al paso. La gente se arremolinaba, curiosa. El padre Núñez había dado alcance a la virreina y soltaba una verborrea contra el caballero que, tomando la mano de Leonor, la besaba y pedía disculpas. Leonor salió de su arrobo y reconoció al propio Cristóbal Pocilio. Le vio la mirada limpia y lo perdonó al instante. Pensar que Juana Inés había preferido el encierro a la compañía de ese hombre apuesto que la procuraba de mil maneras en Palacio, que era abogado y poseía tierras. Lo miró con tristeza. Y ajena al incidente y a las miradas de la muchedumbre y los codazos de las chicas que discretamente deslizaban los mantones para exhibir sus escotes o sus cinturas, le dijo:

—Se nos ha ido.

Cristóbal la miró intrigado. Era hombre inteligente. Otra vez el padre Núñez, que todo lo sabía porque había escuchado las tribulaciones de la propia Juana Inés, entusiasmada por este hombre ilustrado y rico, salió al quite.

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