Yo mato (26 page)

Read Yo mato Online

Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
6.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Muy bien, señor Ottobre. Creo que para ti las mujeres son la excelente excusa para esconderte. No se puede esperar nada señor Ottobre. Cerrado por defunción. Quizá tu muj...

Frank avanzó tan rápidamente que el otro, aunque lo esperaba no lo vio venir. El puño le golpeó en plena cara; se desplomó en el suelo; un hilo de sangre le salía de la boca. Sin embargo, no pareció muy afectado. Sonrió otra vez, con un brillo triunfal en los ojos.

—Lo lamento, pero no tendrás mucho tiempo para pensar en el error que has cometido.

Se puso en pie con agilidad y casi al mismo tiempo le asestó una patada, un velocísimo
maegeri
con la pierna izquierda. Frank eludió el golpe atajándolo con el antebrazo, por lo que perdió un poco el equilibrio. De inmediato se dio cuenta del error que había cometido. Mosse era un magnífico luchador; la patada había conseguido su objetivo. El capitán se deslizó hasta el suelo y con la pierna derecha barrió las piernas de Frank, que cayó pesadamente. A duras penas logró darse la vuelta y amortiguar el golpe con el hombro. Frank pensó que hace tiempo no se habría dejado sorprender así. Hace tiempo no habría...

Mosse se le echó encima como un rayo. Le inmovilizó las piernas con las suyas y lo bloqueó con una llave con el brazo derecho. En su mano izquierda apareció como por arte de magia un cuchillo militar, que apuntaba a la garganta de Frank. Los dos permanecieron inmóviles, tensos, como una escultura caída en el suelo. Parecían esculpidos en mármol. El capitán tenía los ojos brillantes, encendidos por el combate. Frank se dio cuenta de que aquello le gustaba, que luchar era su razón de ser. Era una de esas personas para las que un enemigo vale más que un tesoro.

—Y bien, señor Ottobre, ¿qué piensas ahora? Y sin embargo dicen que eres hábil... ¿Tu instinto de
boy scout
no te ha dicho que es mejor no meterse con los que son más grandes que tú? ¿Que pasa con tu olfato, señor Ottobre?

La mano que sostenía el cuchillo se movió, y Frank notó que la punta le penetraba en una fosa nasal. Temió que Mosse quisiera cortársela y le acudió a la mente la imagen de Jack Nicholson en
Chinatown.
Se preguntó si también Mosse habría visto esa película; la incongruencia de ese pensamiento le hizo sonreír. Esto pareció irritar aún más a su adversario, y notó que la hoja avanzaba hacia e cartílago de la fosa nasal.

—Ya basta, Ryan.

La orden, seca, llegó desde atrás; la presión de la hoja disminuyó de inmediato. Frank reconoció la voz del general Parker. Sin volverse, después de una última e imperceptible presión del brazo contra su cuello, Mosse soltó la presa. Esa presión quería decir que el enfrentamiento entre ellos no había terminado; solo quedaba aplazado.

«Un soldado no llora. Un soldado no olvida. Un soldado se venga.»

El capitán se levantó y se sacudió el polvo de los livianos pantalones de verano. Frank se quedó un instante mirando a los dos hombres que lo amenazaban, uno al lado del otro, muy similares físicamente porque, en realidad, eran iguales. A la mente de Frank acudió el recuerdo de su abuela italiana y sus omnipresentes proverbios.

«Dime con quién andas y te diré quién eres.»

No era casualidad que el general y el capitán fueran inseparables, que tuvieran los mismos propósitos y con toda probabilidad los mismos métodos para alcanzarlos. Lo que acababa de suceder allí no significaba nada, no había ni vencedor ni vencido. No había sido más que una fanfarronada, excrementos con los que Mosse había marcado el territorio. Frank temía más lo que podría suceder a continuación.

—Debería utilizar otra orden para su doberman, general. Dicen que
platz
es más eficaz.

Mosse se puso rígido, pero Parker lo frenó con un movimiento del brazo.

Tendió la otra mano a Frank. Sin dignarse mirarlo, Frank se levanto solo y se sacudió la ropa. Un poco jadeante, se plantó frente a los dos hombres; a los ojos azules y fríos de Parker y a la mirada del capitán Mosse, que ahora había perdido todo brillo y reflejaba de nuevo el limbo en que vivía su mente.

Una gaviota pasó planeando sobre ellos. Voló hacia el mar por cielo azul, lanzando su grito ronco, como una burla.

Parker se dirigió a Mosse.

—Ryan, por favor, ¿quieres ir a la casa a controlar que Helena no haga alguna otra tontería? Te lo agradezco.

Mosse lanzó una última mirada a Frank. Por un instante sus ojos relampaguearon.

«Un soldado no olvida.»

Se dio la vuelta y se dirigió a la casa. Frank, viéndolo alejarse, pensó que Mosse habría andado de la misma forma aunque el camino estuviera cubierto de cadáveres humanos, y que probablemente, si Ryan Mosse hubiera encontrado la inscripción «Yo mato...» escrita con sangre, él habría escrito debajo: «Yo también...».

Era un hombre sin piedad, y más le valdría no olvidarlo.

—Debe disculpar usted al capitán Mosse, señor Ottobre.

En la voz del general no había rastro de ironía, pero Frank no se hizo ilusiones. Sabía muy bien que en otro momento, en otras circunstancias, todo habría sido distinto. La orden de Parker no habría llegado y Ryan no se habría detenido.

—El... cómo decirlo... a veces se preocupa en exceso por la suerte de nuestra familia. A veces se excede un poco, lo admito, pero es una persona de confianza y muy apegada a nosotros.

Frank no lo dudaba. Solo albergaba dudas con respecto a cuáles serían los límites de los excesos del capitán, límites seguramente trazados por el general. Según Frank, debían de ser bastante flexibles.

—La mujer que ha visto hace un rato es mi hija, Helena. La hermana mayor de Arijane. El niño que la acompañaba es Stuart, mi nieto. Su hijo. Ella...

La voz de Parker se suavizó, y hasta apareció una nota de tristeza.

—Verá... para decirlo sin rodeos... ella sufre una forma grave de agotamiento nervioso. Muy grave. La muerte de Arijane ha sido el golpe de gracia. Hemos tratado de ocultárselo, pero ha sido imposible.

El general bajó la cabeza. A pesar de todo, a Frank le costaba verlo en el papel de padre viejo y abatido. No se le escapó que había definido al niño ante todo como su nieto, y después como hijo de Helena. Tal vez el sentido de la jerarquía y la disciplina formaban parte no solo de su vida pública sino también de su vida privada. Con cierto cinismo, Frank se preguntó si la presencia de la hija y el nieto en Montecarlo no sería una pantalla para esconder las reales intenciones de Parker.

—Arijane era distinta, más fuerte. Una mujer con un carácter de acero. Era hija mía. Helena, en cambio, ha salido a la madre y es frágil. Muy frágil. A veces hace cosas de las que no se da cuenta, corno hoy. Una vez se fugó y vagó durante dos días antes de que lográramos encontrarla, en un estado penoso. Y esta vez habría sido igual. La tenemos constantemente vigilada, para evitar que corra ningún peligro, tanto por ella como por los demás.

—Lo lamento por su hija, general. Por Helena y sobre todo por Arijane, aunque eso no cambia en absoluto mi opinión sobre usted y sus intenciones. Quizá en su lugar me comportaría de la misma manera, no lo sé. Pero formo parte de esta investigación y haré todo lo posible por atrapar a ese asesino; de eso puede estar seguro. Y de la misma manera haré todo lo posible por impedir que usted siga adelante por su camino, sea el que fuere.

Parker no tuvo la reacción violenta de la noche anterior. Tal vez ya había archivado la negativa de Frank a colaborar, con la inscripción «Tácticamente irrelevante».

—Me doy por enterado. Es usted un hombre de carácter, pero no le sorprenderá saber que yo también lo soy. Por lo tanto, le aconsejo que preste mucha atención si cruza ese camino mientras esté pasando yo, señor Ottobre.

Esta vez sí había cierta ironía, y Frank se dio cuenta. Sonrió.

—Tendré en cuenta su consejo, general, pero espero que no le moleste si mientras tanto continúo la investigación a mi manera. De todos modos le agradezco, señor Parker...

Ironía con ironía.

Frank se dio la vuelta y recorrió los pocos metros que le separaban de la calle principal. Sentía en la espalda la mirada fija del general. A su derecha se entreveía, más allá de los setos y la vegetación e los jardines, el tejado de la casa de Jean-Loup. Mientras cruzaba a calle para volver al coche que lo esperaba, Frank se preguntó si el echo de que Parker hubiera alquilado una casa a pocos metros de del locutor era una mera coincidencia o una acción premeditada.

27

Desde el balcón de su piso, en el Pare Saint-Román, Frank vio cómo el coche que lo había llevado a su casa se alejaba por la calle des Giroflées y el bulevar d'Italie. Probablemente los agentes se habían detenido abajo para recibir órdenes de la central antes de marcharse, porque había tenido tiempo de subir, entrar en el piso, abrir la puerta cristalera y salir al balcón. Trató de imaginar sus comentarios sobre todo aquel asunto y sobre él en particular. Hacía tiempo que se había dado cuenta de la actitud general en lo que concernía a su parte en el affaire, como decían allí. Salvo Nicolás y Morelli, los policías monegascos lo consideraban con un cierto y comprensible chovinismo. No le ponían trabas, desde luego, porque en el fondo perseguían un objetivo común, pero sí había cierta desconfianza. Sus antecedentes y la amistad con Hulot eran un salvoconducto suficiente para garantizarle la colaboración de todos, pero no necesariamente su simpatía.

Solo puertas medio abiertas para el primo de América.

Qué más daba; él no estaba allí para hacerse popular, sino para atrapar a un asesino. Un trabajo que podía llevar a cabo perfectamente sin recibir continuas palmadas en la espalda.

Miró el reloj. Las dos y media de la tarde. Se dio cuenta de que tenía hambre. Se dirigió hacia la pequeña cocina. Había pedido a Amélie, la mujer de la limpieza empleada por André Ferrand, que solo comprara lo indispensable. Con lo que encontró en el frigorífico se preparó un bocadillo. Abrió una Heineken, volvió al balcón y se sentó a comer en una tumbona que el propietario del piso había dejado en el balcón. Apoyó su comida en el cristal de la mesa Se quitó la camisa y se quedó bajo el sol con el torso desnudo. Por una vez no miro sus cicatrices, por visibles que fueran. Ahora las cosas habían cambiado. Había otros problemas en que pensar.

Levantó los ojos hacia el cielo sin nubes. Las gaviotas daban vueltas por el aire, observando a los hombres y cazando peces. Eran los únicos puntos blancos en aquel azul casi chillón. El día era espléndido. Desde el comienzo de toda aquella historia, parecía que el tiempo había decidido no preocuparse por las miserias humanas y avanzar hacia el verano por su cuenta. Ninguna nube había ido, ni siquiera por un instante, a tapar el sol. Daba la impresión de que alguien, desde alguna parte, había decidido dejar que fueran los seres humanos quienes administraran la luz y la oscuridad, amos y señores de sus propios eclipses.

Paseó la mirada a lo largo de la costa.

Montecarlo, bajo el sol, era una pequeña y elegante colmena con demasiadas abejas reina. Muchos se comportaban como tales, sin serlo. Fachada, solo fachada. Personas apoyadas en puntales para sostener una elegante fragilidad, como algunos decorados de película. Detrás de la puerta, tan solo la línea lejana del horizonte. Y ese hombre vestido de negro, que con una reverencia burlona iba abriendo una a una todas esas puertas y con una mano enguantada les indicaba el vacío que había detrás.

Terminó el bocadillo y bebió directamente de la pequeña botella el largo sorbo de cerveza que había dejado para el final.

Volvió a mirar el reloj. Las tres de la tarde. Quizá, si no andaba por ahí con algún lío entre manos, pudiera encontrar a Cooper en su despacho, en la gran construcción de piedra que era la sede del FBI, en la calle Nueve, en Washington. Cogió el inalámbrico y marcó el número.

Cooper respondió al tercer timbrazo, como de costumbre.

—Cooper Danton.

—Hola, Coop, soy Frank otra vez.

—Hola, viejo. ¿Estás bronceándote al sol de la Costa Azul?

—Más bien me estoy olvidando del sol de la Costa Azul. Nuestro amigo me hace vivir de noche, Cooper. Estoy blanco como la nieve.

—Ya. ¿Novedades de tu investigación?

—Oscuridad total. Las pocas bombillas que teníamos se están fundiendo una a una. Y como si no bastara con el hijo puta ese, llega el general Parker con su matón para complicar las cosas. Ya sé que te estoy dando la lata, pero ¿ya has averiguado algo sobre el general y su esbirro?

—Sí, muchas cosas; espero que no te asuste trabajar duro. Te estaba mandando un mensaje de correo electrónico con un archivo adjunto, pero te me has adelantado por unos segundos.

—Envíamelo de todos modos, pero anticípame algo por teléfono, mientras tanto.

—Vale. Resumo: General Parker, Nathan James, nacido en Montpellier, Vermont, en 1937. De familia no riquísima, pero sí de clase media alta, muy acomodada. A los diecisiete años se fue de casa y falsificó sus documentos para poder ingresar en el ejército. El primero de su curso en la academia militar. Brillante oficial, de carrera rapidísima. Implicado en el asunto de Cuba de 1963. Condecorado en Vietnam. Brillantes operaciones en Nicaragua y en Panamá. Donde quiera que hubiera que mostrar los músculos, pegar y usar el cerebro, ahí estaba él. Pronto pasó a formar parte del Estado Mayor del ejército. Mente estratégica oculta de Tormenta del Desierto y de la guerra de Kosovo. El presidente ha cambiado un par de veces pero él sigue en su puesto, lo que significa que sabe muy bien lo que hace. Y también ahora, con este asunto de Afganistán, su opinión pesa. Tiene dinero, apoyo, poder y credibilidad. Un tío que puede mearse en la cama y afirmar que ha sudado mucho. Es un tío duro. Muy duro, Frank.

Cooper hizo una pausa para tomar aliento y darle tiempo para asimilar los datos.

—¿Y del otro qué me dices?

—¿Quién? ¿El capitán Ryan Mosse?

Frank volvió a notar la punta del cuchillo de Mosse en la nariz' y se la frotó para disipar la sensación.

—Exacto. ¿Has averiguado algo?

—¡Vaya que sí! Capitán Mosse, Ryan Wilbur, nacido el 2 de marzo de 1963 en Austin, Texas. De él hay mucho menos. Y mucho más al mismo tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—A partir de cierto momento, Mosse se convirtió en la sombra de Parker. Donde está uno está el otro. Mosse daría su vida por el general.

—¿Por algún motivo en particular, o solo porque siente fascinación por Parker?

Other books

Against the Wall by Rebecca Zanetti
Signs of Life by Melanie Hansen
The Last Revolution by Carpenter, R.T.
Havoc (Storm MC #8) by Nina Levine
Holly Lester by Andrew Rosenheim
Inheritance by Lo, Malinda
Aaron's Revenge by Kelly Ilebode
Quoth the Raven by Jane Haddam
Trouble In Paradise by Norris, Stephanie