Yo mato (34 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Era un hombre que parecía llevar el diablo dentro. Coletti sabía mucho de demonios, y también sabía reconocer a quienes los acarreaban consigo. Quizá valiera la pena averiguar algo más de ese personaje...

Hacía tiempo que el periodista había renunciado a seguir a los coches patrulla. Los policías no eran estúpidos, y le habrían descubierto enseguida. Lo habrían detenido, y adiós a su exclusiva. No debía cometer ningún error.

Además, debido a la falsa alarma de la primera llamada, los polis debían de andar de muy mal talante. Coletti no habría querido estar en el lugar del que la había hecho, si le habían cogido. Y él no pensaba arrojarse de cabeza en una situación parecida.

Si la siguiente víctima de ese maníaco era realmente Roby Stricker, lo usarían de cebo, y el único lugar donde podían hacerlo era su casa. De modo que él solo debía encontrar un lugar adecuado donde colocarse, desde el cual poder ver sin ser visto. Si sus deducciones eran justas y atrapaban a Ninguno, sería el único testigo ocular y el único reportero que tendría la foto de la captura.

Si lo lograba, valdría su peso en oro.

En los alrededores no había casi nadie. Seguramente todo el mundo en la ciudad había escuchado el programa y oído la nueva llamada de Ninguno. Sabiendo que había un asesino suelto, no habría mucha gente que quisiera salir a dar un tranquilo paseo nocturno.

Coletti fue hacia la entrada iluminada de Les Caravelles. Cuando llegó delante de la puerta de cristal soltó un suspiro de alivio: la cerradura era normal, y no una de clave numérica. Hurgó en un bolsillo, como un inquilino cualquiera que busca las llaves.

Sacó un llavero que le había regalado un informador, un tío listo al que en una ocasión había ayudado a salir de un aprieto. Era un hombre que adoraba el dinero, viniera de donde viniera, ya fuera el que el periodista le daba por los datos que le pasaba, o el que él mismo que se procuraba entrando a robar en pisos sin vigilancia.

Metió el utensilio en la cerradura y la puerta se abrió. Coletti entró en el vestíbulo del edificio de lujo y echó una mirada a su alrededor. Espejos, sillones de piel, alfombras persas en el suelo de mármol. A esa hora no había vigilancia, pero durante el día debía de haber un encargado inflexible.

Sintió que el corazón se le aceleraba.

No era miedo.

Era adrenalina pura. Era el paraíso en la tierra. Era su trabajo.

A su derecha había dos puertas de madera. Una tenía una placa de latón en la que ponía: «Conserje». La otra, en el ángulo opuesto, debía de llevar al subterráneo. Ignoraba en qué piso vivía Roby Stricker, y despertar al encargado a esa hora para preguntárselo no le parecía la mejor táctica. Pero podía coger el ascensor de servicio, ir hasta la última planta y desde allí bajar por la escalera hasta identificar el piso que buscaba. Después encontraría un buen lugar desde donde observar, aunque tuviera que colgarse del exterior de una ventana, como ya había hecho en alguna ocasión.

Las Reebok que calzaba no hicieron ningún ruido mientras alcanzaba la puerta del subterráneo. La empujó, rogando que no estuviera cerrada. Tenía su utensilio, es cierto, pero cada segundo ahorrado era un segundo ganado. Lanzó un suspiro de alivio. La puerta estaba entornada. Del otro lado, oscuridad total. Bajo el reflejo de las luces del vestíbulo se veía la escalera que bajaba hacia las sombras. Dispuestas a intervalos regulares, brillaban como ojos de gato las pequeñas luces rojas de los interruptores eléctricos.

No podía encender la luz. Bajó los dos primeros escalones a tiempo que acompañaba la puerta que se cerraba. Agradeció mentalmente la eficiencia del que mantenía tan bien engrasadas las bisagras. Giró sobre sí mismo y se movió a tientas, buscando la pared con la mano. Comenzó a bajar despacio, prestando atención par no tropezar. El corazón le latía tan fuerte que no le habría sorprendido que resonara en todo el edificio. Extendió el pie y se dio cuenta que había llegado al final de la escalera. Tanteando con una mano la pared de revoque áspero, comenzó a avanzar con lentitud. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta y se dio cuenta de que, con el nerviosismo, se había olvidado en el coche, junto con los cigarrillos, el mechero Bic de dos liras, que ahora habría podido serle muy útil. Confirmó una vez más que la prisa es siempre mala consejera. Continuó avanzando a tientas. Apenas había dado algunos pasos en aquella oscuridad absoluta cuando sintió que una mano de hierro le apretaba la garganta y su cuerpo golpeaba con violencia contra la pared.

Séptimo carnaval

En el gran piso silencioso hay un hombre sentado en un sillón en la oscuridad.

Ha pedido quedarse solo, él, que siempre ha tenido terror a la soledad, a las habitaciones vacías, a la penumbra. Los otros se han ido después de haberle preguntado una última vez, antes de salir, con una nota de ansiedad en la voz, sí estaba realmente seguro de querer quedarse allí, sin nadie que lo cuidara.

Ha respondido que sí, tranquilizador. Conoce tan bien esa gran casa que puede moverse libremente, sin nada que temer.

Las voces se han disuelto en los ruidos de los pasos que se alejan, de una puerta que se cierra, de un ascensor que baja. Poco a poco esos ruidos se transforman en silencio.

Así que ahora está solo, y piensa.

En la calma de esta noche de finales de mayo piensa en el vigor de los años pasados. Piensa en su breve verano, que se precipita hacia el otoño de los años que vendrán, que ya no recorrerá sobre las puntas de los pies, sino con las plantas firmemente asentadas sobre el suelo, aprovechando cualquier sólido asidero para no caer.

Por la ventana abierta entra el perfume del mar. Tiende una mano y enciende una lámpara colocada sobre una mesita, a su lado. Casi nada cambia para sus ojos, que ya se han vuelto un teatro de sombras. Vuelve a pulsar el botón. La luz se apaga, al soplo de su suspiro sin esperanza, como una vela. El hombre sentado en el sillón piensa ahora en lo que le espera. Deberá habituarse al olor de las cosas, a su peso, a su voz, cuando todas queden anegadas en el idéntico color.

El hombre sentado en el sillón es ciego.

Hubo un tiempo en que no era así. Hubo un tiempo en que vivía de la luz, y de su ausencia y de su esencia. Un tiempo en que sus ojos se fijaban un punto que estaba «allá» y con un salto podía transportar su cuerpo hasta allí, mientras la música parecía hecha de luz, una luz que ni siquiera los aplausos podían alterar.

Así de breve ha sido su danza.

Desde el nacimiento de su gran pasión hasta el ansioso descubrimiento de su talento y el fulgor estupefacto del mundo que lo confirmó, transcurrió apenas un instante. Ciertamente, hubo momentos de placer tan intenso que bastarían para colmar una vida entera, momentos que otros no experimentarán nunca, ni aunque vivieran un siglo.

Pero el tiempo, ese estafador que trata a los humanos como juguetes y a los años como minutos, ha volado y le ha arrebatado con una mano lo que con tanta abundancia le había prodigado con la otra.

Multitudes enteras admirando su gracia, la elegancia de sus pasos, las palabras silenciosas de cada gesto suyo, cuando parecía que toda su figura surgía de la música misma, tal era su fusión con la armonía dentro de la cual se movía.

Todavía conserva, en los ojos casi apagados, los recuerdos. Una luz tan fuerte que casi podría reemplazar la que va perdiendo. La Scala de Milán, el Bolshoi de Moscú, el Théátre Princesse Grace de Montecarlo, el Metropolitan de Nueva York, el Royal Theatre de Londres. Una infinidad de telones que se abrían en silencio y se cerraban entre los aplausos de cada éxito suyo. Telones que no se abrirán nunca más.

Adiós, ídolo de la danza.

El hombre se pasa una mano por el pelo brillante y tupido.

Ahora sus manos son sus ojos.

El tejido áspero del sillón, el tejido suave de sus pantalones en las piernas musculosas, la seda de la camisa en el tórax, siguiendo la línea definida de los pectorales. La sensación lisa de la mejilla afeitada por otro, hasta encontrar el hilo incoloro de la lágrima que ahora se la humedece. El hombre ha pedido, y ha conseguido, quedarse solo, él, que siempre ha tenido terror a la soledad, a las habitaciones vacías, a la penumbra.

Y de golpe siente que esa soledad se ha roto, que ya no está solo en el piso.

No es un ruido, no es una respiración, ni unos pasos. Es una presencia que él advierte, con un sentido que ignora poseer, como un primitivo instinto de murciélago. Una mano ha arrebatado, otra mano ha dado.

Ahora puede sentir muchas más cosas.

La presencia se convierte en un andar liviano, ágil, sin ruido. Una respiración tranquila y acompasada. Alguien está recorriendo el piso y se acerca. Ese andar silencioso ahora se ha detenido a su espalda. El hombre domina el instinto de volverse a mirar, pues lo sabe inútil.

Huele el perfume, el agradable olor de una piel mezclado con una buena agua de Colonia. Reconoce la esencia pero no a la persona.

Eau d'Adrien, de Annick Goutal. Un perfume que sabe a cítricos, a sol y a viento. Lo compró para Boris, tiempo atrás, en una tienda de París, cercana a la place Vendóme, el día después de una actuación triunfal en la Opera. Cuando todavía...

Vuelve a oír los pasos. El recién llegado avanza más allá del sillón, que está de espaldas a la puerta. Vislumbra la sombra de su cuerpo mientras se coloca enfrente.

El hombre sentado en el sillón no está sorprendido. No tiene miedo. Solo siente curiosidad.

— ¿Quién eres?

Un instante de silencio; después el hombre que está de píe responde al hombre sentado con una voz profunda y armoniosa:

—¿Acaso importa?

—Sí, a mí me importa mucho.

—Mi nombre quizá no te diga nada. No es importante que sepas quién soy. Solo quiero que sepas qué soy y por qué estoy aquí.

—Eso lo imagino. He oído hablar de ti. Te esperaba, creo. Quizá dentro de mí esperaba que vinieras.

El hombre sentado se pasa una mano por el pelo. Quisiera pasarla también por el pelo del otro, por su cara, por su cuerpo, porque ahora las manos son sus ojos.

La misma voz profunda, tan rica en armonías, le responde en la oscuridad:

—Ahora estoy aquí.

—Imagino que no hay nada que yo pueda decir o hacer.

—No, nada.

—Entonces ha terminado. Creo que será mejor así, en cierto sentido. Yo nunca habría tenido el coraje.

—¿Quieres música?

—Sí, creo que sí. No, estoy seguro. La quiero.

Oye una serie de pequeños ruidos, el zumbido del lector de CD que se abre y vuelve a cerrarse, acentuado por la oscuridad y el silencio. No ha encendido la luz. Debe de tener ojos de gato si le basta la débil claridad que llega del exterior y los LED del equipo para orientarse.

Al cabo de un instante las notas de una trompeta se elevan oscilantes, en la habitación. El hombre sentado no conoce el tema, pero ese instrumento le recuerda la melancólica melodía compuesta por Niño Rota para la banda sonora de
La strada
, de Fellini. Bailó esa música en la Scala de Milán, al inicio de su carrera; era un ballet basado en la película y había una primera bailarina cuyo nombre no recuerda, pero sí la gracia sobrenatural de su cuerpo. El hombre sentado en el sillón se dirige a la oscuridad de la que viene la música, que es la misma en la habitación y en sus ojos.

—¿Quién es?

—Se llama Robert Fulton. Un músico grandioso...

—Lo oigo. ¿Qué representa para ti?

—Un viejo recuerdo. De ahora en adelante será también tuyo,

Un largo silencio inmóvil. El hombre sentado tiene por un instante la sensación de que el otro se ha ido. Pero cuando le habla, su voz llega de la cercana oscuridad.

—¿Me permites pedirte un favor?

—Sí, si puedo.

—Quisiera tocarte.

Un leve rumor de tela. El hombre de pie se inclina hacia delante. El hombre sentado siente el calor de su aliento, un aliento que sabe a hombre. Quizá un hombre al que en otros tiempos y en otra ocasión habría procurado conocer mejor...

Extiende las manos, las posa en ese rostro, lo recorre con las yemas hasta encontrar el pelo. Sigue la línea de la nariz, explora con los dedos los pómulos y la frente. Ahora las manos son sus ojos, y ven por él.

No siente miedo. Tenía curiosidad, y ahora solo está sorprendido.

—Así que eres tú —murmura.

—Sí —responde el otro sencillamente, y se levanta.

—¿Por qué lo haces?

—Porque debo.

El hombre sentado se contenta con esta respuesta. También él, en el pasado, hacía lo que creía que debía hacer. Tiene una última pregunta. En el fondo es solo un hombre. Un hombre que no teme el fin de todo, pero sí el dolor.

—¿Sufriré?

El hombre sentado no puede ver que el hombre de pie ha extraído una pistola con silenciador de una bolsa de tela que lleva en bandolera. No ve el cañón dirigido hacia él. No ve en el metal bruñido el reflejo amenazador de la poca luz que llega de la ventana.

—No, no sufrirás.

No ve el nudillo que se blanquea cuando el dedo aprieta el gatillo. La respuesta del hombre de pie se mezcla con el silbido sofocado de la bala que, en la oscuridad, le hace estallar el corazón.

32

—No tengo ninguna intención de vivir prisionero hasta que esta historia haya terminado. ¡Y sobre todo no me gusta que me usen de cebo!

Roby Stricker dejó sobre la mesa su vaso de Glenmorangie, se levantó del sillón y fue a mirar por la ventana de su piso. Malva Reinhart, la joven actriz estadounidense que estaba sentada en el otro sillón, posaba sus fantásticos ojos violeta, justificación de tantos primeros planos, alternativamente sobre él y sobre Frank. Callada y perdida, parecía despojada de golpe del personaje que interpretaba en público, rico en miradas demasiado largas y en escotes demasiado cortos. Había perdido la expresión de agresiva suficiencia que mostró como un trofeo cuando Frank y Hulot los habían abordado a la salida de Jimmi'z, la discoteca más exclusiva de Montecarlo.

Se hallaban en la plazoleta asfaltada contigua al Sporting d'Été, un poco más allá de la puerta de cristal del local, a la izquierda de la luz azul del cartel. Estaban hablando con un hombre. Frank y Hulot habían bajado del coche y se habían dirigido hacia ellos. La Persona con la que él y Malva hablaban en aquel momento se alejo y los dejó solos bajo el resplandor de los faros.

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