Authors: Giorgio Faletti
El comisario se obligó a mirar las caras de los dos muertos. Pero ya no las había. El asesino había quitado por completo la piel de la cabeza, cuero cabelludo incluido, igual que se desuella un animal.
Se quedó un momento observando, impresionado, los ojos desmesuradamente abiertos hacia un techo que no veían, los músculos faciales enrojecidos de sangre coagulada, los dientes expuestos en una sonrisa macabra que la ausencia de labios no apagaría jamás.
Hulot tuvo la sensación de que su vida iba a detenerse allí para siempre, que él permanecería eternamente de pie en el umbral de aquella cabina, ante aquel espectáculo de horror y muerte. Por un instante rogó al cielo que la persona capaz de cometer semejante carnicería hubiera tenido al menos la misericordia de matar a esos dos desafortunados antes de infligirles tan atroz suplicio.
Se recobró a duras penas y fue a la cocina, donde Lassalle le esperaba. Morelli había hecho acopio de valor y había bajado; se hallaba de pie junto al médico y escrutaba el semblante del comisario para ver sus reacciones.
Hulot se dirigió primero al médico.
—¿Su opinión, doctor?
Lassalle se encogió de hombros.
—La muerte tuvo lugar hace algunas horas. El rigor monis apenas ha comenzado, como parecen confirmarlo las manchas hipostáticas. Presumiblemente, el hombre murió por arma blanca, de un golpe limpio que le atravesó el corazón. En cuanto a la mujer, aparte de... —El médico hizo una pausa para tragar saliva—.Aparte de las mutilaciones, no se observan heridas, al menos en la parte frontal. No he movido los cuerpos, porque estamos esperando a la policía científica. Sin duda la autopsia aclarará muchas cosas.
—¿Se sabe quiénes eran las dos víctimas?
Esta vez fue Morelli quien respondió.
—En el libro de navegación la embarcación está a nombre de una sociedad de Montecarlo. Todavía no lo hemos investigado.
—Los de la científica nos echarán la bronca. Con toda la gente que ha entrado y salido de este barco, la escena del crimen se ha contaminado, y quién sabe cuántas cosas se habrán perdido.
Hulot miró el suelo, el rastro de sangre. Aquí y allá había huellas de pisadas que no había visto antes. Cuando volvió la mirada hacia la mesa, le sorprendió darse cuenta de que lo hacía con la absurda esperanza de que la horrible inscripción ya no estuviera allí.
Oyó dos voces alteradas que provenían de cubierta. Subió los pocos escalones y se encontró de golpe en otro mundo, de sol, de luz, de vida, de aire fresco y salobre, sin ese olor a muerte que se respiraba abajo.
De pie en el puente, un agente se esforzaba por detener a un hombre de unos cincuenta y cinco años que gritaba en francés con fuerte acento alemán y que intentaba pasar el cordón policial.
—¡Déjeme pasar, le digo!
—No se puede; está prohibido. No puede pasar nadie.
El hombre se debatía con fuerza contra el agente que le sujetaba los brazos. Tenía la cara roja y su actitud era casi histérica.
—¡Le digo que tengo que pasar! Tengo que saber qué ha suc...
Cuando vio al comisario, el agente mostró una visible expresión de alivio.
—Disculpe, comisario, pero no hemos conseguido detenerle abajo.
Hulot le hizo un gesto para indicar que estaba todo en orden, y el agente soltó la presa. El hombre se acomodó el terno con expresión ultrajada y fue directo hacia el comisario; mostraba de forma ostensible su satisfacción de poder, al fin, hablar con alguien de igual jerarquía. Se detuvo ante él y se quitó las gafas de sol para mirarle directamente a los ojos.
—Buenos días, comisario. ¿Puedo saber qué está pasando en este barco?
—¿Y yo puedo saber con quién estoy hablando?
—Me llamo Roland Shatz y le garantizo que es un nombre con cierto peso. Soy amigo del propietario de esta embarcación. Exijo una respuesta.
—Señor Roland Shatz, yo me llamo Hulot y es probable que mi nombre pese mucho menos que el suyo, pero soy comisario de la policía. Eso significa que, en este barco, el que hace las preguntas y exige respuestas, hasta nueva orden, soy yo.
Hulot vio con claridad la cólera en los ojos de su interlocutor. Shatz se le acercó un poco más y su voz se volvió baja y sibilante.
—Señor comisario... —dijo a pocos centímetros de su cara. Había un desprecio infinito en sus palabras—. Esta embarcación pertenece a Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, de quien soy el manager y amigo personal. También soy amigo personal de su alteza el príncipe Alberto, por lo que usted me dirá de inmediato qué ha sucedido en este barco y a sus ocupantes.
Hulot dejó que estas palabras quedaran flotando un instante entre ellos. Después su mano saltó con la velocidad del rayo, agarró a Shatz por el nudo de la corbata y la retorció hasta cortarle la respiración. La cara del otro se puso violácea.
—Ah, ¿así que quiere usted saber? Pues bien, ¡entonces venga a ver qué ha pasado, cabrón!
Estaba furioso. Sacudió con violencia al manager y le obligó a seguirle hasta la cabina.
—¡Venga, amigo personal del príncipe Alberto! ¡Venga a ver con sus propios ojos qué ha pasado en este barco!
Se detuvo ante la puerta de la cabina y por fin le soltó. Le señaló con la mano los dos cuerpos tendidos en la cama.
—¡Mire!
Roland Shatz recobró la respiración, para volver a perderla al instante. Cuando tomó conciencia de la escena que tenía ante sí, su rostro adquirió una palidez mortal. El blanco de sus ojos brilló como un breve relámpago en la penumbra, y luego cayó al suelo, desmayado.
Mientras bajaba hacia el puerto a pie, Frank vio el grupo de curiosos que observaba los coches de policía y los hombres de uniforme atareados en las embarcaciones atracadas en el muelle. Oyó a su espalda el sonido de una sirena que iba aumentando de volumen. Aminoró un poco el paso. Tamaño despliegue de fuerzas debía de significar algo más grave que lo que él alcanzaba a ver, un simple choque entre dos yates.
Además, estaban los periodistas. Frank tenía la suficiente experiencia para reconocerlos a primera vista. Merodeaban olfateando y buscando noticias con un frenesí que solo algo importante podía provocar. La sirena, que al principio sonaba lejana como un presentimiento, se convirtió en una realidad ensordecedora.
Dos coches de policía surgieron de golpe de la Rascasse, bordearon el muelle y frenaron delante de las vallas, que un agente se apresuró a retirar para dejarlos pasar. Los vehículos se detuvieron detrás de una ambulancia que estaba aparcada cerca del muelle, con las puertas posteriores abiertas.
A Frank le parecieron las fauces abiertas de una bestia dispuesta a engullir a su presa.
De los automóviles salieron varios hombres, algunos de uniforme, dos o tres de paisano. Se dirigieron a la popa de un gran yate anclado un poco más allá. De pie ante la pasarela, Frank vio al comisario Hulot. Los recién llegados se detuvieron un momento a hablar con él, y luego subieron juntos al puente del barco encajado entre los otros dos.
Frank rodeó con lentitud la muchedumbre y fue a apoyarse en el muro del lado derecho del bar. Desde allí podía observar con comodidad toda la escena.
De la cabina del dos mástiles subieron unos hombres, que transportaban a duras penas, sobre el puente inclinado, dos grandes bolsas de plástico herméticamente cerradas. Frank reconoció de inmediato los contenedores para cadáveres.
Siguió con los ojos el transporte de los cuerpos hasta la ambulancia, con una extraña indiferencia. Antes, las escenas de crímenes eran su
habitat
natural. Ahora contemplaba el espectáculo como algo que no le concernía, sin ese sentimiento de desafío que experimenta todo policía en presencia de un crimen, sin el estremecimiento de horror que provoca la muerte violenta en la gente común.
Mientras las puertas de la ambulancia se cerraban sobre su carga, el comisario Hulot y sus acompañantes bajaron en fila india la pasarela del
Baglietto.
Hulot se encaminó enseguida hacia la pequeña multitud de periodistas que a duras penas conseguían retener dos agentes. Había reporteros de la prensa gráfica, cronistas de emisoras de radio, representantes de la televisión. El comisario llegó a ellos como un huracán sobre un cañaveral. Desde lejos, Frank imaginó el entrecruzamiento de preguntas, los micrófonos tendidos con movimientos espasmódicos hacia la boca del policía, con la esperanza de arrancarle alguna información, aunque solo fueran fragmentos a los que pudieran agregarse palabras que avivaran el interés del público. Cuando los periodistas no podían ofrecer la verdad, se contentaban con despertar la curiosidad.
Mientras hacía frente a la prensa, Hulot giró la cabeza hacia su lado y Frank se dio cuenta de que le había visto. El comisario abandonó a los periodistas con la expresión del policía que repite incansablemente «sin comentarios». Se marchó perseguido por un revuelo de preguntas que no podía o no quería responder. Se detuvo cerca de una valla e hizo señas a Frank para que se aproximara. De mala gana, el estadounidense se apartó de la pared, se abrió paso entre la gente, llegó ante Hulot y se detuvo del otro lado de la barrera de hierro.
Los dos se miraron. Sin duda no hacía mucho que el comisario había levantado, pero ya se le veía cansado, como si hiciera más de cuarenta y ocho horas que no dormía.
—Hola, Frank. Ven conmigo un momento.
Hizo una seña al agente apostado cerca de ellos, que apartó la barrera para permitirles pasar, y se sentaron a una mesa de la terraza del Restaurant du Port, bajo una sombrilla. Hulot dejó vagar su mirada por el lugar, como si aún no lograra entender qué pasaba. Frank se quitó las Ray-Ban y esperó.
—¿Y bien?
—Dos muertos, Frank. Salvajemente asesinados —dijo sin mirarle.
Una pausa. Después volvió la cara hacia él.
—Y no se trata de dos muertos cualesquiera. Jochen Welder, el piloto de Fórmula Uno. Y Arijane Parker, su amiga del momento, una campeona de ajedrez bastante famosa.
Frank no dijo nada. Presentía que Hulot no había terminado.
—Ya no tienen cara. El asesino los ha desollado como a animales. Es un espectáculo horrible. Jamás en mi vida había visto tanta sangre.
Mientras tanto, la partida quejumbrosa de la ambulancia y del furgón de la policía científica hicieron comprender a los curiosos que ya no había nada más que ver, y fueron alejándose poco a poco, vencidos por el calor y llamados por otras ocupaciones. También los periodistas, que ya habían recogido todo lo que era posible obtener, iban dispersándose.
Hulot hizo una nueva pausa. Miró a Frank a los ojos, y en silencio dijo muchas cosas.
—¿Quieres echar una ojeada?
Frank quería decir no. Dentro de él, todo decía no. Nunca más quería ver huellas de sangre o muebles volcados, ni tocar la garganta de un hombre tendido en el suelo para comprobar que estaba muerto. Él ya no era policía, ni siquiera era ya un hombre. No era nada.
—No, Nicolás. No quiero.
—No te lo pido por ti. Te lo pido por mí.
Frank Ottobre miró a Nicolás Hulot como si le viera por primera vez, aunque le conocía desde hacía años. En el pasado habían colaborado en una investigación conjunta entre el Bureau y la Süreté Publique, una historia de blanqueo internacional de dinero ligado al tráfico de drogas y al terrorismo. La policía monegasca, por su naturaleza y su eficiencia, mantenía vínculos constantes con las policías de todo el mundo, incluido el FBI. Frank, que hablaba muy bien tanto el francés como el italiano, había sido el encargado de seguir la investigación en el lugar. Se había sentido bien con Hulot, y enseguida se habían hecho amigos. Después de eso habían permanecido en contacto y, un verano, Frank y Harriet habían pasado unas vacaciones en Europa, en casa de Hulot y su esposa. A su vez, los Hulot estaban planeando un viaje a Estados Unidos cuando sucedió «lo de Harriet»...
Frank pensó que todavía no lograba dar nombre a los hechos, como si bastara con no mencionar la noche para que la oscuridad no llegara. En su cabeza, lo que había ocurrido era todavía «lo de Harriet».
Cuando se enteró, Hulot le llamó casi todos los días, durante meses. Hasta que al fin le convenció para que abandonara su reclusión y fuera a pasar algún tiempo en la Costa Azul, en su casa. Con la discreción de los verdaderos amigos, le procuró el piso que ahora ocupaba en Montecarlo, propiedad de André Ferrand, un hombre de negocios que pasaría algunos meses en Japón.
Ahora Hulot lo miraba como un marinero en dificultades mira a un salvavidas. Frank se preguntó quién de los dos era el marinero, y quién el socorrista. Eran dos hombres solos contra la fantasía cruel de la muerte.
Volvió a ponerse las gafas y se levantó con brusquedad, antes de que le dominara el impulso de volverle la espalda y huir.
—Vamos.
Como un autómata siguió al amigo hasta el
Forever;
notaba que el corazón le latía cada vez más fuerte. El comisario le indicó los peldaños que llevaban al interior del dos mástiles y le dejó pasar primero. Vio que el amigo se había fijado en el detalle del timón bloqueado pero no había dicho nada. Cuando llegaron al interior Frank miró a su alrededor, moviendo los ojos tras las gafas oscuras.
—Un barco de lujo, al parecer. Todo informatizado. Preparado para un navegante solitario.
—Ya. Por cierto que al propietario no le faltaba dinero. Pensar que se lo ganó arriesgando el pellejo durante años en un coche de carreras, para después terminar así...
Frank vio las pisadas del asesino, y también las que había dejado la brigada científica en su afán de encontrar otras huellas, más engañosas y menos evidentes. Había rastros de los que habían tomado huellas digitales, hecho mediciones y registros minuciosos. Aunque habían abierto todos los ojos de buey, todavía flotaba en el aire el olor a muerte.
—Los dos cuerpos fueron encontrados allí, en la habitación, acostados el uno junto al otro. Las huellas de pisadas corresponden a suelas de caucho. De un traje de submarinismo, tal vez. No hay huellas digitales. El asesino llevaba guantes y no se los quitó en ningún momento.
Frank recorrió el pasillo, hasta la cabina, y se detuvo en el umbral. Fuera todo estaba en calma, pero dentro era un infierno. A menudo había visto escenas como aquella. Había visto sangre salpicada hasta el techo, había visto auténticas matanzas. Pero en aquellas ocasiones se trataba de hombres que peleaban contra otros hombres, de forma despiadada, por motivos humanos: poder, dinero, mujeres o cosas semejantes. Eran criminales que luchaban contra otros criminales. En todo caso, hombres contra hombres.