La Luisa nos dijo que nos iba a llevar al
híper
que acababan de abrir, pero no el
híper
al que nos llevaba mi madre, que tiene el chopped al lado de los calzoncillos; ella nos iba a llevar a un
híper
de lujo, y cuando fuéramos a buscar a mi padrino Bernabé a su almacén de aceitunas rellenas no nos iba a conocer. Iba a decir: «Pero, Luisa, ¿quiénes son estos niños tan pijos con los que has venido?». Yo le dije a la Luisa que yo no quería parecer un pijo porque en mi barrio como te llamen pijo lo llevas claro, nadie quiere nada contigo. Yo no sé muy bien lo que es un pijo, pero sé que en mi barrio no vive casi ninguno. Me parece que son los que llevan pantalones azules de tela y el pelo peinado con raya. Menos mal que a mi lo del pelo no me afecta porque los García Moreno tenemos un remolino en toda la superficie craneal que nos pone un pelo
pacá
y otro
pallá
sin que ningún peine haya podido nunca hacerse con el control (tercer tema para los científicos).
La Luisa me dijo que dejara de decir tonterías que si los pijos, que si los pijos; me dijo que los niños de ahora siempre le teníamos que poner pegas a todo, y me estuvo hablando un rato de la libertad y otro rato del libertinaje, pero no me enteré mucho porque me puse a pensar en que mis amigos estarían todos en clase, haciendo como que atendían a la
sita
Asunción, para que la
sita
no se enfade, porque si no haces como que atiendes se lo toma fatal. Se me puso una sonrisa de patilla a patilla (de las gafas) de la alegría inmensa que tenía de no estar con ellos, así que escuchaba a la Luisa de fondo hablar sobre los niños de ahora, que al parecer son horribles (no sé si a nosotros nos incluía), unos niños sin educación y que siempre van con unos chándals y unas zapatillas que huelen que apestan, que no sabe cómo los maestros no se caen redondos nada más entrar a la clase. Y yo me imaginé ahora una clase en la que todos los alumnos fueran la Luisa, todos vestidos de flores, y todos oliendo a la colonia de la Luisa, y yo el profesor, entrando a la clase y recibiendo el impacto oloroso, y cayéndome como un muerto en medio de todos ellos.
Miré al Imbécil; el Imbécil tampoco la escuchaba, fijo. Iba a lo suyo, y lo suyo es últimamente no pisar las rayas de las aceras. Como verás, es inútil darnos una charla porque no nos enteramos de nada, y no porque no queramos atender, es que nuestro cerebro no la deja entrar dentro: la expulsa (cuarto tema a estudiar científicamente).
La Luisa paró un momento de hablar y yo y el Imbécil respiramos, porque aunque no la estuviéramos atendiendo, escucharla de fondo también nos cansa. La Luisa paró de hablar, y señalé el edificio que teníamos delante de nuestros ojos:
—Aquí está el
híper
. Cuando salgáis no seréis los mismos.
Y yo imaginé que entrábamos por la rampa metálica con nuestros chándals apestosos y salíamos por otra rampa de la parte de atrás del edificio convertidos en unos niños pedorrillos. Estábamos a las puertas del Gran Edificio Transformador de Niños. Me dio un poco de pena dejar de ser el que era, el Gafotas de Carabanchel (Alto), o el de las gafas, como me llamaba la mamá del Imbécil. Pero tuve valor y entré, y me monté en la rampa con el Imbécil y la Luisa de la mano. Me pareció ver que desde las puertas del
híper
nos decían adiós el Manolito antiguo y el Imbécil antiguo. Pensarás que estoy loco, pero esa noche, cuando el Imbécil y yo estábamos acostados en la cama de invitados de la Luisa, el Imbécil me dijo que había pensado lo mismo.
La Luisa fue corriendo hacia la sección en la que íbamos a ser transformados sin piedad. Y nosotros detrás de ella. En realidad, nos pasamos la vida corriendo detrás de las mujeres. Cuando digo las mujeres, me refiero sólo a dos, claro: mi madre y la propia Luisa.
Subimos por escaleras mecánicas, por rampas, cruzamos plantas, siempre corriendo, y de pronto, sin previo aviso, la Luisa se paró en seco, tan en seco que yo y el Imbécil nos estrellamos contra su culo.
«Boing, boing»
, fue el sonido que hicieron nuestras cabezas contra el culo de flores de la Luisa. Pero ella no se dio ni cuenta, porque, cuando la miramos para saber a qué venia ese frenazo, vimos que tenía una sonrisa en los labios y que suspiró como si por fin hubiera encontrado lo que buscaba. Lo había encontrado. Sin moverse del sitio, la Luisa chasqueó los dedos, como hace mi abuelo en El Tropezón cada vez que quiere que el señor Ezequiel le ponga otro tinto, y nada más chasquear los dedos aparecieron al instante dos señoritas dependientes, y tanto yo como el Imbécil pensamos que la Luisa tenía algún poder. Por lo menos, poder de convocatoria.
La Luisa estaba como hipnotizada delante de una pareja de niños maniquíes que había subidos en un pedestal. Las señoritas dependientas le dijeron buenos días y qué desea y en qué podemos atenderla, pero la Luisa no las contestó, parecía que no escuchaba a nadie. De pronto, dijo, como si hubiera vuelto a la realidad:
—¿Ven ustedes estos dos niños que he traído? —nos señaló a nosotros, que estábamos a sus espaldas y todavía un poco mareados por el impacto craneal contra las partes del cuerpo de la Luisa—. Pues quiero que salgan de aquí convertidos en algo parecido a esos dos maniquíes.
Las señoritas dependientes nos miraron por primera vez. Las dos se rascaron la cara con un gesto de preocupación que a nosotros nos asustó bastante. Volvimos a esconder nuestras cabezas detrás de la Luisa y quedamos completamente ocultos, porque el cuerpo de la Luisa da para ocultar, así tirando por lo bajo, a otros tres niños tan gordos como nosotros. Una de las señoritas dependientes dijo, como si tuviera por delante una gran misión:
—Será difícil, pero haremos lo que podamos.
Las tres mujeres (Luisa y dependientes) empezaron a tocarnos por todas partes, como si en vez de niños vivos fuéramos otro par de maniquíes. Nos tomaban medidas con un metro y hablaban de tallas y de colores. Yo quise insistirle a la Luisa que no me comprara los pantalones azules para que el chulo de mi calle, Yihad, no se me riera en la cara nada más verme, porque según Yihad el color de los pijos es el azul y que eso es algo demostrado por sociólogos de todo el mundo. Pero la Luisa me dijo que me callara porque mi opinión le importaba bien poco, y que encima de que se iba a gastar un dineral, que no pusiera pegas idiotas, y luego habló de un caballo que si te lo regalaban no tenías ni que mirarle los dientes.
A los cinco minutos ya estaban las tres cargadas con no sé cuántos pantalones y camisas y hasta un cinturón que la Luisa llevaba entre los dientes. Llegamos a los probadores y había una señorita cuidadora de probadores, y yo le dije que contara todo lo que nos íbamos a probar para que no pudiéramos llevarnos nada. Las cuatro mujeres se echaron a reír porque les pareció que yo era un niño bastante gracioso.
—No, cariño —dijo la cuidadora—, no hace falta, yo ya sé que no os vais a llevar nada.
—Yo no, pero mi hermano sí. Cuando no le cuentan la ropa que mete en el probador, intenta llevársela debajo de su propia ropa. Lo vio hacer en una película de una señora ladrona y cogió la costumbre.
—Pues esa costumbre no es bonita para un niño tan chico —dijo la cuidadora.
—Y como encima las cosas llevan la alarma esa que suena cuando sales por la puerta, pues siempre nos pillan con algo que se ha metido por dentro de los pantalones.
Todas las mujeres miraban al Imbécil como si fuera un monstruo. Sentí pena por él, pero también alegría, tengo que reconocerlo. Soy un niño complicado.
—Aunque yo no creo que lo haga por robar, creo que lo hace porque le gusta que al cruzar la puerta de salida suenen las alarmas y se llene la puerta de guardas jurados.
Entonces todas las mujeres cambiaron su gesto de susto por un gesto de «pobrecito, lo que le gusta es la alarma», y les pareció muy gracioso y se rieron mucho, y a mí me dejó de dar pena el Imbécil porque siempre se lleva a la gente a su terreno y siempre cae bien a todo el mundo, aunque haga lo peor. Y encima a mí, que soy mucho más bueno, nadie me lo reconoce.
La Luisa quiso entrar con nosotros en el probador, pero el Imbécil la empujó para que no entrara; como la Luisa insistía, el Imbécil le pegó un
bocao
en todo el culo-ocultador. Morder en el cuerpo de los demás es el recurso que utiliza el Imbécil para salirse con la suya. A mí me tiene las espaldas marcadas con sus dientes. Cada vez que quiere quitarme el mando de la tele o quiere que le lleve al parque del Ahorcado, recurre a su arma más eficaz: sus dientes asesinos. Cuando chillo por el mordisco, ya está mi madre diciendo: «Por Dios, Manolito, no exageres, si son dientecillos de leche, que eso no te puede hacer más que cosquillas». Desde luego, es un milagro que no me traumatice. Estoy empezando a pensar que no tengo sensibilidad, porque si no, es que no me lo explico.
El caso es que la Luisa chilló como una loca, pero el Imbécil aprovechó el momento para cerrar la puerta del probador y dejarla fuera. La verdad es que a veces tengo suerte con tener el hermano que tengo, porque hace las cosas que yo no me atrevería y encima nunca se la carga. Ni a mí ni al Imbécil nos gusta que las mujeres nos vean mientras nos desnudamos (en este caso, las mujeres son Luisa y madre), porque las mujeres te sacan muchas faltas cuando te ven sin ropa. Guiñan los ojos como fijándose mucho y se acercan a ti para verte mejor. No les importa hablar de tus partes (de todas) como si tú no estuvieras presente. Del Imbécil dicen:
—Mira, qué michelín más gracioso, qué barrigota más rica, que no tiene cuello mi niño de lo hermosote que está.
Y de mí dicen:
—No me digas que es normal que este niño tenga un estómago que parece el de un hombre de 40 años. Se le está poniendo el culo panadero; claro, como es un niño que no se mueve, porque este niño no dirás tú que se mata por bajar a jugar al balón como otros. Éste se levanta del sofá y se va al parque a sentarse en el banco. Como un abuelo. ¿Y esa papada? Le voy a prohibir los bollos.
Estos comentarios delante de mí. Y yo, sin traumatizarme. Me gustaría que vinieran a estudiarme psicólogos de todo el mundo, pero no vienen.
El caso es que como nadie está contento nunca con lo que tiene, al Imbécil tampoco le gustan esas cosas que dicen las dos mujeres de su barrigota y de su cuello de torete. Así que uno por una cosa y el otro por la otra, hace tiempo que decidimos que ninguna mujer nos viera desnudos. Y mucho tienen que cambiar las cosas para que nos echemos atrás. Estamos muy quemados de sus comentarios.
Mientras la Luisa se quejaba del mordisco, a este lado de la puerta yo y el Imbécil nos empezamos a probar la ropa. Estábamos delante del espejo vestidos de azul-pijo, cuando el Imbécil dijo:
—El nene se hace caca.
Lo dijo con una cara de bastante urgencia. Y mi hermano es un niño que no sabe mentir.
La única verdad verdadera que ha dicho mi madre desde que nos conocemos (ya va para diez años) es que el Imbécil es el niño más inoportuno del planeta. Tiene sed cuando no hay agua, tiene sueño cuando no hay cama, hambre cuando no hay comida, y ganas de hacer caca cuando no hay váter. Y nunca se puede aguantar. Si tiene sed, tenemos que entrar a cualquier bar; si tiene hambre, comprarle un bollo; si ha perdido el chupete, ir a la farmacia de urgencia aunque sean las cuatro de la mañana, y si tiene ganas de ir al váter, lo único que hace es llevarse las manos para atrás, ponerse rojo y, como dice mi madre, que sea lo que Dios quiera. ¡Anda que no hemos corrido escaleras arriba para salir del metro y llegar por lo menos a un arbolillo! Ha mejorado un poco: cuando tenía tres años, se bajaba los pantalones en mitad de la calle; ahora ya se puede aguantar hasta el bar más cercano. Pero no te creas, es igual de impaciente para todo. Como se le antoje un helado, se pone a berrear y hasta que mi madre no se lo compra no se calla. A mí eso me viene bien, la verdad, porque gracias a sus berridos me llevo yo otro helado por el morro, así que en los últimos tiempos le animo a que llore un poco para que mi madre se ablande. Eso sí, si el tío no tiene el cuerpo para helados, por mucho que intentes que monte el número para que nos compren, no hace el menor esfuerzo. Yo me pongo a su lado y le digo al oído: «Anda, anda, anda, tonto, que luego te dejo que te vengas conmigo y con el Ore un rato al parque», y él se pone a cantar y a mirar para otro lado como si no existieras. Es un niño cruel.
Así que cuando le vi en la esquina del probador, vestido de azul-pijo, y con las manos atrás, me empecé a poner de los nervios:
—No te estarás haciendo nada encima de estos pantalones, que no son nuestros.
—El nene se caga.
El nene se caga. Ésa es su frase. A mí me parece una frase un poco fuerte para un niño tan chico, pero no ha habido manera de enseñarle otra. Una vez me pasé toda una semana diciéndole: «Tienes que decir que te haces caca, porque los niños tan pequeños no dicen que se cagan». Entonces él me miraba y me decía con su cara de niño rubio:
—El nene se hace caca.
Y yo le aplaudía y le daba uno de mis cromos como premio. Por algo soy su entrenador. Así le fui dando uno tras otro; pero lo increíble era que cuando llegaba el momento de la verdad, cuando le entraban ganas, volvía a las andadas y nos anunciaba:
—El nene se caga.
El resultado final es que se acabó quedando con toda mi colección de cromos y, encima, mis clases de educación inglesa no le sirvieron para nada. Para acabarlo de arreglar, mi madre asomaba la cabeza por la puerta de la cocina y me decía: