—
Xariif —
murmuró Ayaan. Significaba «listo», y era lo más bonito que me había dicho nunca.
Me colgué el tubo vacío, del que todavía emanaba humo por ambos extremos, al hombro y le hice una señal a nuestra exploradora para que se reuniera con nosotros. El tiempo era un verdadero problema. Una vez nos hubimos reagrupado, conduje a las chicas en una carrera desesperada por la Catorce abajo en dirección al este, hacia el Virgin Megastore. La entrada principal, un vestíbulo de forma triangular con puertas de cristal, estaba cerrada a cal y canto, pero eso era bueno. La entrada secundaria que había al lado de la cafetería de la tienda se abrió cuando tiré del pomo de cromo. Hice pasar a las chicas, indicándoles que se dispersaran en abanico y aseguraran el lugar. Gary cerraba la fila. Crucé el arma en la puerta antes de dejarlo entrar. Estábamos asustados, cansados y seguíamos en grave peligro. No sería de gran ayuda para la moral de las chicas tener que ver a Ifiyah morir. Quería hablar con Gary sobre qué se podía hacer y cuáles eran nuestras opciones.
—Ella morirá —dije, pero él estaba preparado.
—Déjame intentarlo. Quizá pueda salvarla.
Ambos sabíamos las posibilidades que había. Nadie había sobrevivido a la mordedura de un no muerto. La boca del muerto que había atacado Ifiyah seguramente rebosaba de microbios —gangrena, septicemia, tifus—, que debían de haberse inoculado directamente en la herida. A eso había que sumarle el shock y la pérdida masiva de sangre; el resultado era que Ifiyah apenas tenía más oportunidades dentro, con nosotros, que fuera con los muertos.
No obstante, seguía viva. Quizá acababa de disparar una granada autopropulsada por cohete a una multitud, pero eso no me había cambiado por completo. Si había una posibilidad de que Ifiyah sobreviviera, tenía que concedérsela.
Suspiré y le sujeté la puerta abierta. Masculló un gracias y entró en los sombríos grandes almacenes. Lo seguí pegado a sus talones y cerré la puerta a mí espalda.
Nos dividimos para cubrir la primera planta de la tienda, moviéndonos silenciosamente entre los pasillos de expositores, apuntando con los rifles detrás de los mostradores y dentro de los armarios. Los grandes almacenes constaban de dos plantas, una planta principal con una fachada de cristal que nos permitía vigilar la plaza y un sótano lleno de películas. La luz del atardecer iluminaba la planta principal bastante bien, pero el nivel inferior estaba sumido en la oscuridad. Envié a Ayaan y su escuadrón de chicas con linternas a explorarlo. Regresaron en unos minutos. Parecían asustadas, pero no tenían nada de lo que informar. Bien.
Lo primero era asegurar la puerta de la cafetería. Encontramos las llaves en la oficina del gerente y la cerramos, después empujamos las mesas y las sillas para formar una barricada. Las otras chicas hicieron lo mismo en la puerta principal. A esas alturas, los muertos ya habían llegado. Se pegaron contra los escaparates. Se empujaban unos a otros intentando atravesar el cristal. Lo golpeaban con las manos, estampaban la cara. Durante diez minutos críticos, creí que el cristal reventaría por la presión de sus cuerpos. Aguantó. Era horrible mirarlos: tenían la cara cubierta de heridas blancas y rosáceas, cortes y fracturas en las manos. Daban puñetazos, impotentes, al cristal. Por el bien de la moral general, les dije a las chicas que se apartaran de las ventanas, que se replegaran en la oscuridad del fondo de la tienda.
Sentamos a Ifiyah en la silla de cuero del gerente y Gary utilizó el kit de primeros auxilios de la cafetería para vendarle la herida. La piel que rodeaba la mordedura estaba hinchada y sin sangre. Yo no albergaba muchas esperanzas. En ese momento, la comandante Ifiyah todavía podía hablar y Fathia, su experta en bayoneta, le sujetaba la mano y le hizo una serie de preguntas, en tono pausado, que no entendí del todo. —
See tahay?
—preguntó Fathia. —
Waan xanuunsanahay
—fue la respuesta—.
Biyo?
Fathia le dio una cantimplora a su comandante y la chica herida bebió con ansiedad, derramando el agua por la pechera de su chaqueta. Me volví y vi a Ayaan acercándose a mí por los pasillos de discos.
—Dekalb. Estamos a salvo por ahora, ¿verdad? A algunas de las chicas les gustaría rezar. Hace mucho que no han tenido oportunidad.
Asentí con la cabeza, sorprendido de que pidiera permiso. Parecía que ante el vacío de poder que había dejado la caída de Ifiyah me había convertido en la máxima autoridad del equipo. No estaba seguro de cómo me sentía al respecto. No creo que de verdad quisiera ese tipo de responsabilidad pero como occidental, era un alivio no tener a nadie ladrándome órdenes a mí. Más de la mitad de las chicas deseaban rezar. Estiraron alfombras
derin
tejidas a mano en el suelo de la tienda orientadas al este, era la mejor estimación posible de la situación de la Meca. Oraron en árabe mientras yo observaba a las otras chicas, supongo que las menos devotas. La mayoría miraba a los muertos de fuera por las ventanas. ¿Se preguntarían que haríamos a continuación? Yo sí lo hacía.
Una chica —una de las más jóvenes, Leyla, creo— paseaba por los expositores de mercancías, con una mano sujetaba la correa de su AK-47 y con la otra pasaba los CD. Subía y bajaba el labio inferior mientras leía los títulos. Cuando encontraba uno que le gustaba de veras se doblaba como si estuviera intentando desesperadamente saltar de alegría. Observarla me hizo pensar en Sarah. Leyla era bastante más mayor y mucho más peligrosa., pero todavía tenía el espíritu inquieto, la energía incontenible que yo había llegado a adorar de mi hija.
Dios, Sarah nunca había estado tan lejos como entonces. —No puedo hacer nada más por ella —me dijo Gary, quitándose unos guantes de látex. Eché un vistazo donde estaba Ifiyah y vi que estaba durmiendo o había quedado inconsciente. Le habían atado trozos de tela con tanta fuerza alrededor del muslo que el pie se le había puesto azul. Un torniquete. Aunque sobreviviera, probablemente perdería la pierna.
Gary se sentó en el suelo y abrió una barrita de carne. Estuvo masticando monótonamente hasta que comencé a sentir que tenía que domar el silencio que se había creado entre nosotros. Pero Gary tomó la palabra primero.
—¿Por qué habéis venido a Nueva York? —preguntó—. ¿Tienes familia aquí?
Negué con la cabeza.
—Hace mucho tiempo, sí. Pero mis padres murieron antes de… esto.
Mi madre murió en un accidente aéreo y mi padre fue incapaz de vivir sin ella. Se consumió. Es curioso: en el funeral de mi madre recuerdo que pensaba lo mucho que deseaba que volviera. —Miré hacia las ventanas—. Supongo que hay que tener cuidado con lo que se desea, ¿no?
—Dios, eres tan explícito —dijo Gary, poniendo los ojos en blanco—. Relájate un poco.
Yo asentí y me agaché a su lado. Me di cuenta de que estaba hambriento, y acepté agradecido uno de sus sucedáneos de comida recubiertos de plástico.
—Perdona. Supongo que estoy asustado. No, vinimos a Manhattan en busca de medicamentos. La presidenta vitalicia de Somaliland tiene sida, pero ahora mismo es imposible conseguir antirretrovirales en África.
—¿Y tú que sacas de todo esto?
Saqué la foto de Sarah de la cartera, pero no le permití tocarla, no con aquellas manos muertas. Se la enseñé y luego la contemplé durante un rato.
—Ella y yo conseguiremos la ciudadanía de pleno derecho en uno de los últimos Lugares seguros de la Tierra.
En la foto, Sarah, con cinco años, acariciaba la nariz de un camello que era indescriptiblemente dócil en esa época. En la fotografía no sale lo que sucedió a continuación: el estornudo del camello, los chillidos de Sarah mientras corría por un campamento de nómadas que sonreían y aplaudían y le ofrecían frutas. Ése había sido un buen día. Siempre tendí a pensar que África había sido una larga historia de terror —un gaje del oficio, supongo—, pero hubo muchos días buenos.
—Si no te importa, me gustaría descansar un rato —le dije. No estaba tan cansado como introspectivo, tanto que cada vez me costaba más concentrarme en cualquier otra persona. Él me complació escabullándose a una esquina polvorienta donde pudo masticar sus SlimJims en paz.
Yo, por mi parte, me volví para mirar por la ventana —no a los muertos, apenas era consciente de que estaban allí—, sino al Empire State, que se veía con claridad por encima de los árboles del extremo norte de Union Square. Daba la impresión de que el simbólico rascacielos flotaba en el aire, apartado del mundo. Me pregunté qué habría en ese momento en las plantas superiores. Haría falta una caminata infernal para llegar arriba, ya que el ascensor no debía de funcionar, pero quizá merecía la pena. ¿Qué seguridad, qué tipo de tranquilidad habría allí arriba? Había estado en el observatorio muchas veces de pequeño y sabía que se veía toda la ciudad desde allí, pero en mis reflexiones nada estaba a la vista excepto una helada extensión de nubes, un velo entre mí y la podredumbre de la superficie.
Me han contado que ese tipo de desapego es habitual entre los veteranos de guerra. Tras una batalla peligrosa la mente bloquea sus facultades una a una y navega a la deriva —quizá reviviendo eternamente el momento en que un compañero fue alcanzado por una bala, tal vez tratando de recordar los detalles del caos una vez que éste pasó, sólo tal vez— como estaba haciendo la mía en ese momento, deambulando sin ningún pensamiento o sentimiento. Se trata de un fenómeno que incluso tiene nombre, «Mirada de los mil metros», para ese tipo de inconsciencia. La medicina contemporánea a veces lo denomina «Reacción de estrés de combate». Es mucho menos zen de lo que suena. Más parecido a lo opuesto de la iluminación inconsciente. Es como estar atrapado en tu peor recuerdo. Normalmente, la víctima lo abandona cuando tiene una nueva misión o cometido. A veces los soldados no logran superarlo, a veces entran y salen de ese estado durante el resto de sus vidas, eso es lo que se denomina. «Trastorno por estrés postraumático», algo que todo el mundo sabe qué es.
En ese momento no había ningún estímulo que pudiera llevarme de vuelta. No tenía nada que hacer aparte de esperar, esperar a que los muertos del exterior se pudriesen. Esperar que una de las chicas tuviera una idea brillante. Esperar a que todos muriésemos de hambre. Contemplé el cambio de luz, el Empire State mutó de eminencia gris a obelisco dorado y después se convirtió en una línea negra que cruzaba el cielo estrellado mientras la tarde daba paso al atardecer que precedía la noche. Con el tiempo, me dormí y soñé.
—
Baryo.
—La chica, la comandante de las chicas, gimió, revolviéndose en sueños. Gary la había atado a la silla de oficina acolchada con su propio cinturón para que no se cayera si le daban convulsiones.
Él no la miró. No podía, todavía no. El sabía que se estaba muriendo y sabía lo que vería si se daba media vuelta y la miraba, y no quería verlo. En cambio, miró por la ventana la turba de muertos que había allí. Empujaban con la misma fuerza que antes, pero durante las últimas horas su desesperación había decaído un poco. No se trataba de que tuviesen menos hambre, por supuesto que no, pero la noche, la oscuridad, parecía ablandarlos un poco. Ellos no necesitaban dormir. Gary lo sabía de buena tinta. Él tampoco podía dormir: recordaba la vieja sensación de párpados que caen y pesadas extremidades. No. Eso había acabado para él, y para ellos. Pero algún tipo de recuerdo arraigado de sus vidas anteriores les debía de decir que cuando el sol se ponía era hora de descansar. «Sería fascinante estudiar su comportamiento en directo», pensó Gary. ¡Qué oportunidad para la ciencia!
—
Daawo
—dijo ella, a su espalda. Hizo ademán de mirar por encima del hombro. Se detuvo a tiempo.
Tendría tiempo de sobra para vivir entre los muertos y aprender sus comportamientos. Le había quedado claro durante las últimas horas que las somalíes no se lo llevarían con ellas cuando se marcharan. Por supuesto que no: era un no muerto. A sus ojos, sucio. Sin embargo, había aflorado un extraño vestigio de esperanza de ser rescatado desde que había divisado su barco en el Hudson. En el clímax de su captura y la batalla que se siguió no había tenido oportunidad de pensar con claridad, pero en ese momento, no podía evitarlo. No importaba cuánto las ayudara, les hiciera la pelota o cómo las persuadiera para ganarse su corazón, nunca lo sacarían de Nueva York. Sería afortunado si le daban una palmadita en la espalda. Aunque era más probable que le metieran una bala en la frente como recompensa por lo servicios prestados.
—
Maxaa? Masaya ayaa i xanuunaya… gaajo.
A Gary le hubiera gustado entender lo que decía. La chica estaba sufriendo muchísimo y él no podía hacer nada. Se volvió y la miró. La cara de la chica se había puesto del color de la ceniza de un cigarrillo y tenía los ojos fuera de órbita. Se agachó y levantó la manta que le cubría las piernas. Se habían hinchado tanto que apenas se distinguía dónde estaban las rodillas. No era sólo la pierna herida. La infección se había extendido por la parte inferior de su cuerpo. Estaba condenada.
—
Canjeero —
dijo lastimeramente—.
Soor. Maya, Hilib. Hilib. Xalaal hililb. Baryo.
Gary notaba el calor que irradiaba de su rostro. No, no era calor. Era algún tipo de energía, pero nada verdaderamente palpable. Se trataba de algo parecido a la vibración que notabas en el interior de un edificio cuando pasaba un camión. O la forma en que se erizaba la piel cuando sabías que había alguien detrás pero no lo veías. Una sensación fantasmagórica, a caballo entre la conciencia y el subconsciente, pero presente si alargabas la mano para atraparla. Gary alargó la mano.
—
Fadlam maya
—gimió la chica, como si notara lo que él estaba haciendo. Después, dijo con más rabia—:
Ka tegid!
—Él no conocía las palabras, pero podía suponer el significado. Quería que la dejaran sola.
«Dame sólo un segundo», pensó él, consciente de que podía mejorar su comportamiento al lado de la enferma. No obstante, tenía que saberlo.
No la analizó tanto con los ojos, nariz u oídos como con otra cosa, el vello de los brazos, la piel de detrás de las orejas. Algunas partes de su cuerpo estaban respondiendo a la extraña energía que ella liberaba. Se le ponía la piel de gallina. Energía. Como las vibraciones de un diapasón. Revoloteaba alrededor de ella y se elevaba en el aire como el humo, como las brasas que explotaban en una hoguera. Calentaba la piel de Gary como si lo tocara, lo irritaba de una forma positiva. Como el aliento de un amante en la nuca. Gary no había tenido muchas novias, pero sabía cómo era que lo tocaran. Ser acariciado ¿Qué le estaba sucediendo?