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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (3 page)

BOOK: 13 balas
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Le arranqué el corazón como quien coge un melocotón de un árbol.

El rostro de Lares ensombreció de terror, los ojos embravecidos, abría y cerraba la boca como si no pudiese controlarla, le goteaba sangre y saliva de la barbilla. Resopló por la nariz y de ambos orificios salió un fuerte hedor a cloaca. El corazón se agitaba dentro de mi puño como si quisiera volver a su lugar, pero yo lo apreté, lo sujeté con las pocas fuerzas que me quedaban, Lares me abofeteó, pero en realidad ya no le quedaba fuerza en los músculos. Cayó de rodillas y aulló, aulló y aulló. Al cabo de un rato sus alaridos se habían convertido en maullidos.

Se estaba quedando incluso sin aliento para gritar.

Aún así, parecía que no quería morirse. Se aferraba a aquella extraña no vida que de algún modo poseía, se agarraba como un yanqui a una jeringuilla vacía, intentaba no morir del todo sirviéndose tan sólo de pura fuerza de voluntad.

Su mirada se cruzó con la mía e intentó apoderarse de mí.

Quería hipnotizarme, debilitarme una vez más, pero no lo logró.

Cuando finalmente dejó de moverse casi había amanecido.

Su corazón, dentro de mi puño cerrado, parecía una piedra inerte. El resto de los vampiros, los que estaban descompuestos, salieron a rastras de sus ataúdes con los brazos extendidos hacia mí y hacia Lares. No entendían qué había sucedido. Estaban ciegos, sordos y mudos, para ellos sólo existía el sabor de la sangre. Me los quité de encima a patadas, me sobrepuse al dolor y al pánico, y logré ponerme en pie.

Encontré un bidón de gasolina en la sala de máquinas y un librito de cerillas en la cocina en desuso de la embarcación. Les prendí fuego y salí a trompicones hacia la fría lluvia, me arrojé precipitadamente sobre un estrecho muelle de madera y esperé a que saliera el sol preguntándome qué iba a suceder primero: que me encontrara la policía local o que la hipotermia, las heridas y el shock acabaran conmigo.

CONGREVE

Un idiota había que rezaba (igual que tú y yo) a un trapo y a un hueso y a un mechón de pelo; (le llamábamos la mujer despreocupada) pero el idiota le llamaba su dama perfecta.

El vampiro, RUDYARD KIPLING

CAPÍTULO 4

Veinte años más tarde

La agente del cuerpo de policía del Estado de Pensilvania Laura Caxton encendió una bengala de emergencia y las chispas rojas le llegaron hasta la codera de piel de la chaqueta del uniforme. Arrojó la chisporroteante bengala sobre el pavimento y dio media vuelta. Había notado algo a sus espaldas, una presencia, y aquella noche en concreto tenía motivos para estar seriamente acojonada.

El hombre que tenía detrás llevaba una gabardina marrón encima de un traje negro. Tenía el pelo del color de la lana de acero y lo llevaba cortado al cepillo. Se le veía en forma, pero debía de tener por lo menos sesenta años, tal vez incluso setenta. Bajo la escasa luz de las cuatro de la madrugada, los surcos de su cara podrían haber sido tanto arrugas como cicatrices. Tenía los párpados caídos y su boca era apenas una fina ranura en la parte inferior del rostro.

—Buenas noches —dijo el hombre con voz pastosa y algo afónica. Su cara se dobló como un mapa de carreteras. Estaba sonriendo, pero era el tipo de sonrisa que le dedicas a un niño que no te cae particularmente bien. Sus ojos desaparecieron por completo bajo aquella sonrisa—. No lleva ninguna insignia en el uniforme —añadió, pero a Caxton le sonó como si la reprendiera por no haberse lavado detrás de las orejas.

—No —respondió ella. Aquel tío empezaba a cabrearle—. La buena conducta de un policía es la única insignia que necesita —añadió, repitiendo más o menos lo que le habían enseñado en el cuerpo de cadetes.

El traje negro y la gabardina lo delataban de inmediato —podría haber llevado las siglas del FBI escritas en la espalda con letras grandes—, pero Caxton vio algo en el pecho del hombre, su insignia— una estrella de cinco puntas dentro de un círculo. Se trataba de la insignia de los U.S. Marshals.

—El sargento dijo que iba a llamar al FBI —dijo Caxton.

—Y ellos me llamaron a mí, que es lo que tienen que hacer. Vivo a tan sólo unas horas de aquí y además, supongo que podría decirse que llevo mucho tiempo esperando este momento. No me haga espera más, por favor. Al llegar, su sargento me ha indicado que debía acudir a usted; me ha dicho que es usted la única persona que queda que presenció lo ocurrido.

Caxton asintió. Se quitó el sombrero de ala ancha reglamentario y se rascó la cabeza. Hasta entonces, Caxton se había resistido al cansancio y el shock.

—Supongo que así es —dijo finalmente y le tendió la mano.

A lo mejor la aversión que le producía aquel hombre era fruto del rechazo aún mayor que le producía toda aquella noche en general.

Pero él no le estrechó la mano; se quedó impávido, como si tuviera ambos brazos paralizados.

—Soy el agente especial Arkeley, si eso es lo que le interesa saber. ¿Podemos ir a lo importante y dejar las formalidades para más tarde?

A lo mejor simplemente era un capullo. Caxton se encogió de hombros, lo apartó con una mano y se marchó; se suponía que la seguiría. Al llegar a lo alto de la cuesta se giró y señaló la caseta que había junto a la vía de acceso del peaje. El tráiler de los agentes del control de alcoholemia estaba en medio de la carretera, abandonado. Los pilotos anaranjados de los caballetes perforaban la oscuridad, y su luz se expandía por las ramas de los árboles muertos que colgaban encima de la carretera. A Caxton aquella luz intermitente le provocaba dolor en los ojos.

—Pertenecemos a la unidad de control del peaje; somos policías de tráfico, nada más. No estamos preparados para esto.

Al tipo no parecía importarle demasiado. Caxton continuó:

—Otros tres agentes y yo estábamos realizando un control de alcoholemia estándar en este punto. Nada especial, lo hacemos cada sábado por la noche. Eran alrededor de las diez y cuarto y teníamos a tres coches parados, esperando. Un cuarto vehículo, un coche de lujo negro último modelo, se detuvo unos quince metros antes de llegar a la línea del control. El conducto dudó un instante y a continuación intentó realizar un cambio de sentido. Es algo que vemos muy a menudo: alguien se da cuenta de que no va a pasar la prueba e intenta escabullirse. Sabemos cómo debemos actuar.

El tipo seguía sin abrir la boca. Su postura indicaba que estaba escuchando, asimilando toda la información que ella pudo ofrecerle. Caxton prosiguió:

—Dos unidades, los agente Wright y Leuski, estaban apostados en sus vehículos allí y allí —indicó, y señaló el lugar donde los coches patrulla habían estado esperando, aparcados en el arcén—. Entre los dos abordaron el coche con el clásico movimiento de tenaza y lo obligaron a detenerse. Entonces el sospechoso abrió la puerta del coche y se bajó. Antes de que Wright y Leuski pudieran atraparlo, echó a correr hacia el oeste, hacia aquellos árboles —explicó señalando otra vez—. El sujeto logró evitar la detención, pero dejó algunas pruebas.

Arkeley asintió con la cabeza. Empezó a alejarse de ella y se acercó al vehículo abandonado. Se trataba de un Cadillac CTS, con un morro enorme. Había restos de barro en los estribos y un rayón considerable en la puerta del conductor, pero por lo demás el coche estaba impecable. Estaba tal como el sujeto lo había abandonado, a excepción del maletero, que ahora estaba abierto. Los intermitentes de emergencia se encendían y se apagaban con tristeza, imitando las luces más brillantes del control de carretera.

—¿Qué hicieron entonces sus hombres? —preguntó Arkeley.

Caxton cerró los ojos e intentó recordar cómo se habían sucedido exactamente los acontecimientos.

—Leuski se puso a perseguir al sujeto y encontró, bueno, la prueba. Regresó y abrió el maletero del vehículo, pues consideró que disponía ya de elementos suficientes que lo autorizaban a un registro exhaustivo. Cuando vimos lo que había dentro nos dimos cuenta de que no se trataba de un borracho que quisiera evitar el etilómetro. Wright avisó a la policía, que es el procedimiento estándar. Nosotros pertenecemos a la policía de carreteras, no nos dedicamos a este tipo de asuntos criminales, sino que los derivamos a la policía local.

Arkeley frunció el ceño, un gesto que encajaba mucho más con su expresión que su sonrisa.

—Pues yo no veo a ningún policía local por aquí.

Caxton casi se ruborizó. Aquello resultaba embarazoso.

—Esta zona es bastante rural y la mayoría de policías trabajan sólo entre semana. Se supone que tiene que haber siempre alguien de guardia, pero el sistema tiende a fallar a estas horas de la madrugada. Tenemos un número de móvil del policía local, pero no responde.

El rostro de Arkeley no mostró ninguna sorpresa. Era una suerte, pues Caxton no tenía energías para inventar excusas para nadie más.

—Hemos llamado a las autoridades del condado, pero ha habido un accidente múltiple cerca de Reading y la oficina del sheriff estaba ocupada. Enviaron a un agente a recoger muestras de tejido, ADN y huellas dactilares, pero hace horas que se ha marchado. Dijeron que iban a mandar más efectivos por la mañana, por lo que vamos a tener que quedarnos aquí toda la noche. El sargento se dio cuenta de esto —dijo señalando la matrícula del coche: era de Maryland —. Había pruebas claras de un presunto cruce de frontera ilegal, de modo que el sargento creyó oportuno llamar al FBI. Y aquí le tenemos a usted.

Pero Arkeley la ignoró, fue a la parte trasera del coche e inspeccionó el contenido del maletero. Caxton esperaba que le viniera una náusea, o por lo menos que diera un respingo, pero no fue así. En realidad no era la primera vez que Caxton veía a un tipo que intentaba hacerse el duro delante de una carnicería. Se detuvo junto a él, frente al maletero.

—Creemos que ahí dentro hay tres personas: un hombre y dos niños de sexo aún por determinar. Lo que queda de la mano del hombre nos ha permitido tomarle las huellas dactilares. Tal vez tengamos suerte.

Arkeley no apartaba la vista del maletero. Puede que estuviera demasiado horrorizado para hablar, aunque Caxton lo dudaba. Llevaba tres años trabajando en la policía de carretera y había visto ya muchos accidentes. A pesar de la brutalidad de los asesinatos y de que los cuerpos estaban destrozados y seriamente mutilados, podía decir sinceramente que había visto cosas peores. En primer lugar, porque no había rastros de sangre en el maletero; ni una sola gota. El hecho de que las caras estuvieran completamente desfiguradas hacía que resultara más fácil no tener que pensar que se trataba de seres humanos.

Al cabo de un rato Arkeley apartó la mirada. —Vale. Acepto el caso —dijo, como si tal cosa.

—No, espero un momento: lo han incorporado como asesor, nada más.

Él la ignoró:

—¿Dónde está la prueba que dejó el sujeto?

—Está allí, detrás de los árboles. Pero maldita sea, ¿Qué ha querido decir? ¿A qué viene eso de que acepta el caso?

En esa ocasión Arkeley sí se detuvo. Entonces se volvió y le dedicó una mirada que la hizo sentirse como una niña de seis años. A continuación le habló con un tono que la hizo sentirse como si tuviera cinco.

—Acepto el caso porque lo que mató a toda esa gente del maletero, lo que se bebió su sangre, fue un vampiro. Y yo estoy al cargo de los vampiros.

—No hablará en serio, ¿verdad? Nadie ha visto un vampiro desde los años ochenta. Vale, cazaron a uno en Singapur hace dos años y luego hubo aquel otro que quemaron en la hoguera, pero todo eso sucedió muy lejos de aquí.

CAPÍTULO 5

Arkeley se puso en cuclillas junto a la alambrada y sacó una pequeña linterna del bolsillo. En la penumbra el haz brillaba de un modo imponente. Enfocó la prueba. Se trataba de una mano humana y parte del antebrazo. Le habían arrancado la piel de cuajo y habían dejado al descubierto los huesos, tendones y venas desgarradas. Donde terminaba el muñón, las venas se retorcían. Lo que quedaba de la extremidad estaba aplastado y en carne viva, como si lo hubieran cercenado con un cuchillo no demasiado afilado. El brazo estaba completamente enredado en el alambre de púas. Sería imposible sacarlo sin cortar la alambrada.

Caxton había visto muchas cosas horribles. Había presenciado decapitaciones y destripamientos y había visto cuerpos totalmente desfigurados. Sin embargo, esto era peor porque aún se movía. Los dedos trataban de agarrarse a la nada. Los músculos del antebrazo se tensaban y luego volvían exhaustos a su sitio. La extremidad mutilada llevaba haciendo eso desde que la habían arrancado del cuerpo del sujeto hacía ya casi seis horas.

—¿Tiene usted una explicación? —preguntó Caxton. Se había cansado de discutir y además pensó que tal vez Arkeley tuviera la respuesta— ¿Cómo puede ocurrir algo así?

—Cuando un vampiro se bebe tu sangre su maldición se apodera de ti —le dijo Arkeley en tono casi amistoso—. Se alimenta de ti, de tu cadáver. Puede hacerte regresar de entre los muertos y cumples sus órdenes porque lo único que te queda en el corazón y en el cerebro es su presencia. Vives para él, lo abasteces. La maldición te quema por dentro y te convierte en algo contaminado. Tu cuerpo empieza a descomponerse más rápido de lo que debería. Se te cae la piel a trizas como la mortaja de un paria. Se te hiela el corazón. Te conviertes en lo que llamamos «siervos». En Europa los denominamos «los sin rostro».

—¿Este tipo era el esclavo de un vampiro? —preguntó Caxton—.

Había oído que los vampiros tenían siervos, pero no sabía que sus brazos seguirían moviéndose incluso después de que se los cortaran. Eso no sale en las películas.

—Estaba intentando deshacerse de las víctimas de su amo. Por eso no quiso detenerse en el control. Se dirigía hacia el bosque para enterrar los cuerpos en tumbas poco profundas, de modo que cuando éstos volvieran a la vida, pudiesen escarbar la tierra y regresar del mundo de los muertos para servir a su nuevo amo. Tenemos que quemar los cadáveres.

—No creo que eso les guste mucho a las familias. Sobre todo teniendo en cuenta que no sabemos quiénes son —dijo Caxton sacudiendo la cabeza—. A lo mejor podemos destinar a un agente para vigilar la morgue o algo así.

—Yo me encargaré del papeleo.

Arkeley sacó una navaja multiusos del bolsillo de la pechera y cortó el alambre de espino con unas diminutas tenazas. En un momento logró soltar el brazo desollado. Lo apretó contra su pecho y los dedos trataron de agarrarle los botones. Pero estaban demasiado débiles para sujetarlos con fuerza.

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