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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (45 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Y sin embargo, ese mérito personal suyo estaba en cierto modo condicionado por tal idea. Esa actividad mental, esas aspiraciones socialistas que lo impulsaban a reunirse con jóvenes estudiantes presuntuosos y mal vestidos, parecían en él mucho más puras y desinteresadas que en esos otros muchachos precisamente porque Roberto era un aristócrata. Como se consideraba heredero de una casta ignorante y egoísta, hacia Saint-Loup porque le perdonasen su origen aristocrático aquellos amigos, cuando precisamente lo buscaban ellos por la seducción que" les ofrecía su linaje, aunque lo disimulaban fingiéndose con él fríos y hasta insolentes. De donde resultaba que Saint- Loup era el que tenía que dar los primeros pasos para buscarse unas amistades que hubieran dejado estupefactos a mis padres, porque, en su opinión y según la sociología de Combray, lo que hubiera debido hacer Roberto era huir de ellas. Un día estábamos los dos sentados en la arena de la playa, cuando oímos salir de una caseta de lona, a nuestro lado, imprecaciones contra el bullir de israelitas que infestaban a Balbec. "No se puede dar dos pasos sin tropezar con un judío. No es que yo sea irreductiblemente hostil por principios a la nacionalidad judía, pero aquí hay ya plétora de ellos. No se oye más que: "¡Eh, Efraim, mira, soy yo Jacob! Parece que está uno en la calle de Aboukir" Por fin salió de la caseta el individuo que tronaba contra los judíos, y alzamos la vista para ver al antisemita. Era mi camarada Bloch. Saint-Loup me pidió en seguida que recordara a Bloch que se habían conocido en los exámenes del bachillerato, donde Bloch tuvo premio de honor, y luego en una Universidad popular.

Alguna vez me sonreía yo al observar en Roberto el rastro de las lecciones de los jesuitas: por ejemplo, en el azoramiento que le causaba el miedo a molestar a un amigo, cuando alguna de sus amistades intelectuales incurría en un error mundano o hacía una cosa ridícula, a lo que él no atribuía ninguna importancia, pero que hubiese hecho ruborizarse al otro, caso de haberse dado cuenta de la falta. Y Roberto era el que se ponía encarnado, como si fuese el culpable; así ocurrió, por ejemplo, el día que Bloch le prometió ir a verlo al hotel; diciéndole:

—Pero como no me gusta estar esperando entre el lujo falso de esos asilos de caravanas y los
tziganes
[45]
me ponen malo, haga usted el favor de decir al
laift
que los mande callar y que le avise a usted. Yo no tenía ningún interés en que Bloch fuese a nuestro hotel. Estaba en Balbec; pero no él solo, sino con sus hermanas, que tenían una corte de parientes y amigos. Y esa colonia judía era más pintoresca que agradable. Ocurría con Balbec lo que ocurre, según las clases de geografía, con algunas naciones como Rusia o Rumania, esto es, que allí la población israelita no goza del mismo favor ni ha llegado al mismo grado de asimilación que en París, por ejemplo. Los parientes de Bloch iban siempre juntos, sin mezcla de ningún otro elemento; y cuando sus primas y sus tíos, con correligionarios de ambos sexos, se dirigían al Casino, las unas hacia "el baile" y los otros bifurcando hacia el
baccarat
[46]
, formaban una comitiva perfectamente homogénea y enteramente distinta de la gente que los veía pasar; gente que se los encontraba allí todos los años y que nunca cambiaba un saludo con ellos ni el círculo de los Cambremer, ni el clan del magistrado, ni burgueses ricos o pobres, ni siquiera los tratantes en granos de París, cuyas hijas, guapas, altivas, burlonas y francesas como la escultura de Reims, no querían mezclarse a esa horda de mozuelas mal educadas que llevaban la preocupación de la moda de "playa" hasta el punto de que siempre parecía que volvían de pescar quisquillas o de bailar el tango. En cuanto a los hombres, a pesar del brillo de
los smokings
y de los zapatos de charol, lo exagerado de su tipo traía a la memoria esas rebuscas llamadas "acertadas" de los pintores que, teniendo que ilustrar los Evangelios o
Las mil y una noches
, piensan en el país donde ocurre la escena y ponen a San Pedro o a Alí Babá precisamente la misma cara que tenía el "tío" más gordo de Balbec. Bloch me presentó a sus hermanas; las trataba muy bruscamente, cortándoles la palabra de pronto; pero ellas se reían a carcajadas de cualquier fanfarronada de su hermano, el cual era objeto de su admiración e idolatría. De modo que es posible que el ambiente de esa familia tuviese como otro cualquiera, o aun en mayor grado, sus encantos, sus buenas cualidades y sus virtudes. Pero para sentir todo eso hubiera sido menester entrar en él. Y no agradaba a la gente, cosa que ellos notaban y en la que veían la prueba de un antisemitismo al que hacían frente en falange compacta y cerrada, falange en que además nadie intentaba abrirse paso.

Lo de
lift
pronunciado
laift
no me sorprendió, porque unos días antes Bloch me preguntó a qué había ido yo a Balbec (en cambio, la presencia suya allí le parecía naturalísima), si era con "la esperanza de hacer buenas amistades"; y como yo le respondiera que ese viaje obedecía a un deseo mío antiquísimo, aunque no tan fuerte como el que tenía de ir a Venecia, me repuso él: "Sí, claro, para tomar sorbetes con señoronas guapas y hacer como que se lee las
Stones of Venaice
, de lord John Ruskin, pelmazo aburridísimo, uno de los hombres más latosos que existen". De manera que Bloch creía evidentemente que en Inglaterra todos los individuos del sexo masculino son lores, y además que la letra
i
se pronuncia siempre
ai
. A Saint-Loup este defecto de pronunciación no le pareció nada grave, porque lo consideraba como falta de una de esas nociones casi de buena sociedad, que mi amigo poseía a fondo y despreciaba afondo también. Pero el temor de que Bloch llegara a enterarse un día de que Ruskin no era lord y de que se dice Venice y se imaginara, retrospectivamente, que había hecho el ridículo delante de Roberto, lo puso en situación de culpable, cual si hubiese faltado a la indulgencia que siempre desbordaba y el rubor que algún día había dé asomar a las mejillas de Bloch cuando averiguara su error lo sintió él en su rostro anticipadamente y por reversibilidad. Porque pensaba, y con razón, que Bloch atribuía a esas cosas más importancia que él. Y así lo demostró Bloch algún tiempo después, un día que me oyó decir
lift
, interrumpiéndome:

—¡Ah, con que se dice
lift
!

Y añadió, en tono seco y altanero.

—Lo mismo da, no tiene ninguna importancia.

Frase que parece un movimiento reflejo; frase común a todos los hombres de mucho amor propio, lo mismo en las circunstancias más graves que en las más ínfimas de esta vida: frase que delata, corno en este caso, lo importante que parece la cosa de que se trate a aquél que la declara sin importancia; frase que es la primera que se escapa, y ¡cuán desgarradora entonces!, de los labios dé toda persona un poco orgullosa cuando al negarle un favor le acaban de arrancar la última esperanza a que se aferraba: "Bueno, lo mismo da, no tiene importancia, ya me las arreglaré de otra manera"; esa otra maniera, a la que se ve empujado por una cosa que no tiene importancia, puede ser el suicidio.

Luego Bloch me dijo cosas muy amables. Se veía que deseaba estar muy atento conmigo. Sin embargo, me preguntó:

"Oye, ¿te tratas tanto con Saint-Loup-en-Bray por ganas de elevarte hacia la nobleza, aunque sea una nobleza un poco olvidada, porque tú eres muy cándido? ¡Debes de estar pasando una buena crisis de
snobismo
! ¿Qué, eres ya
snob
? Sí, ¿verdad?" Y no es que de pronto hubiese cambiado su deseo de estar amable, no. Pero eso que se llama en francés bastante incorrecto la "mala educación" era su defecto capital, y, por consecuencia, defecto del que no se daba cuenta: de modo que no creía que pudiera chocar a los demás. Tan maravillosa es en el género humano la frecuencia de virtudes idénticas para todos como la multiplicidad de defectos que parecen particulares de un ser determinado. Indudablemente, lo que más abunda no es el sentido común, como se suele decir, sino la bondad. Se asombra uno al verla florecer solitaria en los rincones más remotos y extraviados, como amapola de un valle apartado igual a todas las demás amapolas del mundo, ella que no las ha visto nunca y que jamás conoció otra cosa que el viento cuando estremece su encarnado capirote solitario. Aun cuando esa bondad, paralizada por el interés, no se ejercite, existe, y siempre que no le estorbe el movimiento un móvil egoísta, por ejemplo, durante la lectura de una novela o de un periódico, abre sus pétalos y se vuelve, hasta en el corazón del que, asesino en la realidad, conserva su sensibilidad tierna de lector de folletín, hacia el débil, hacia el justo o el perseguido. Pero no menos admirable que la semejanza de las virtudes es la variedad de los defectos. Todo el mundo tiene los suyos, y para seguir queriendo á una persona no tenemos más remedio que no hacer caso de ellos y desdeñarlos en favor de las demás cualidades. La persona más perfecta tiene siempre un determinado defecto que choca o da rabia. Este es un hombre extraordinariamente inteligente, lo juzga todo desde un punto de vista muy elevado, nunca habla mal de nadie, pero se le olvidan en el bolsillo las cartas que uno le confió porque él mismo se brindó a llevarlas, y luego nos hace perder una cita importantísima, sin excusarse siquiera sonriente, porque tiene a prurito el no saber nunca qué hora es. Otro hay finísimo, muy cariñoso, de tan delicadas maneras, que nunca os dirá dé vosotros mismos más que las cosas que puedan seros gratas; pero bien se siente que hay otras que, se calla; que se le quedan dentro, agriándose, otras cosas muy distintas, y tal placer tiene en veros, que antes lo mata a uno dé fatiga que dejarle solo.

Un tercero, en cambio, tiene más sinceridad; pero la lleva al extremo, porque en ocasión en que nos excusamos de no haber ido a verlo porque estábamos malos insiste en que nos enteremos de que aquel mismo día nos vieron camino del teatro y con muy buena cara; o nos dice que apenas si le ha sido provechosa una gestión que hicimos por él, que ya otros tres le iban a hacer el mismo favor, y, por consiguiente, que tiene poco que agradecernos. En estos dos últimos casos el amigo de más arriba hubiese hecho como que no sabía que estuvimos en el teatro y se habría callado que otras personas le podían prestar el mismo favor. Y ese amigo sincero siente la imperiosa necesidad de ir a contar o a repetir a alguien la cosa que más nos contraría, se queda encantado de su franqueza y 'dice firmemente: "Yo soy así". Los hay que nos molestan con su curiosidad exagerada o con su absoluta falta de curiosidad, tan grande que ya puede uno hablarles de los más graves acontecimientos, seguro de que no saben de qué se trata; otros tardan meses en contestarnos si nuestra carta se refería a una cosa que a nosotros nos importaba y a ellos no; algunos nos anuncian que van a ir a preguntarnos una cosa, y cuando uno se queda en casa sin salir, por temor a que vengan y no nos hallen, resulta que nos hacen esperar semanas y semanas todo porque no contestamos a su carta, porque no era menester, y se figuran que nos hemos enfadado. Personas hay que consultan sus deseos y no los ajenos, de suerte que hablan sin dejarnos abrir la boca, cuando están contentas y tienen ganas de vernos; pero cuando se sienten cansadas por el tiempo, o de mal humor, no hay medio de sacarles una palabra, oponen a todo esfuerzo una lánguida inercia y no se toman la molestia de responder ni siquiera por monosílabos a lo que está uno diciendo, como si no Hubiesen oído. Cada uno de nuestros amigos tiene sus defectos y para seguir queriéndolo es menester hacer por consolarnos de esos defectos pensando en su talento, en su bondad o en su cariño; o prescindir de ellos desplegando toda nuestra buena voluntad en esta empresa Desgraciadamente, nuestra complaciente obstinación en no ver el defecto del amigo se ve siempre superada por la obstinación suya en mostrarlo, ya por ceguedad propia, ya porque crea que los ciegos somos nosotros. Porque o no ve él su defecto, o se imagina que no lo ven los demás. Como el peligro de desagradar proviene sobre todo de la dificultad de apreciar cuales cosas se notan y cuáles no, por lo menos por —prudencia no debiera uno hablar nunca de sí n mismo, porque ése es un tema donde de seguro la visión nuestra y la ajena no coinciden nunca. El descubrir la verdadera vida del prójimo, el universo real bajo el universo aparente, nos causa tanta sorpresa como visitar tina casa de buena apariencia y encontrarla llena de cadáveres, de riquezas y de ganzúas; y no es menor la sorpresa sentida cuando, en vez de la imagen nuestra que nos habíamos formado al oír hablar de nuestro carácter a los demás, nos enteramos, por lo que esas mismas personas dicen cuando no estamos delante, de la imagen enteramente distinta que en sí llevan de nosotros y de nuestra vida. De modo que cada vez que acabamos de hablar de nosotros no podemos saber si nuestras palabras, prudentes e inofensivas, escuchadas con aparente cortesía e hipócrita aprobación serán o no motivo de comentarios furiosos o regocijantes, pero desfavorables en todo caso. El menor de los peligros que corremos es el de irritar a los que nos oyen, cocí esa desproporción que hay siempre entre la idea que de nosotros tenemos y nuestras palabras; desproporción que convierte las cosas que dice la gente de sí misma en algo tan risible como esos canturreos de los falsos aficionados a la música que sienten necesidad de tararear tina melodía que les gusta, compensando la insuficiencia de su inarticulado murmullo con una mímica enérgica y un gesto de admiración en ningún modo justificado por lo que nos están cantando. A la mala costumbre de hablar de sí mismo y de los propios defectos hay que añadir, como formando bloque con ella, ese otro hábito de denunciar en los caracteres de los demás defectos análogos a los nuestros. Y se está constantemente hablando de los dichos defectos, como si fuera esto una especie de rodeo para hablar de sí mismo, en el que se juntan el placer de confesar y el de absolverse. Y es que nuestra atención, fija en lo más característico de nuestro ser, nota también esa cualidad en los demás mucho antes que las otras. Habrá miope que diga de otro—: "¡Si apenas puede abrir los ojos!"; a este enfermo del pecho le ofrece duda la integridad pulmonar del individuo más fuerte; un hombre poco aseado no hace más que hablar de los baños que no toman los demás; el que huele mal sostiene que allí donde está hay un olor que apesta; ve por todas partes maridos engañados el marido engañado, mujeres casquivanas la mujer casquivana,
snobs
el
snob
.

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