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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (30 page)

BOOK: Bajo el hielo
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Una vez más se preguntó si aquella necesidad de inmiscuirse en la vida de los demás no se debía al hecho de que se había criado en una familia donde los silencios y los secretos eran mucho más abundantes que lo que se compartía. Se preguntó asimismo si su padre, el riguroso calvinista, habría engañado a su madre. Sabía sin margen de duda que lo contrario había ocurrido, que entre los discretos individuos que iban a visitar a su madre algunos habían abusado de su fértil imaginación, alimentando unas esperanzas que jamás se vieron cumplidas.

Se revolvió en la silla. ¿Qué ocurría? Experimentaba un sentimiento de creciente agobio mientras trataba de conectar la información de que disponía.

Lo peor era ese suceso de Saint-Martin, un crimen horrible. El hecho de que pudiera estar relacionado de una manera u otra con el Instituto intensificaba la sensación de opresión que sentía desde su llegada. Lamentó no tener a nadie a quien confiarse, alguien a quien hacer partícipe de sus dudas; su mejor amiga, o Pierre…

Volvió a pensar en aquel policía de quien solo conocía la voz y sus inflexiones. En él había percibido estrés, tensión, inquietud, pero al mismo tiempo fuerza y determinación, y también una viva curiosidad… Era una persona racional, segura de sí misma… La imagen que se había formado de aquel policía coincidía con la suya.

* * *

—Les presento a Élisabeth Ferney, nuestra enfermera jefe.

Servaz vio acercarse a una mujer alta cuyos tacones resonaban en las baldosas del pasillo. Sus cabellos, aunque no eran tan largos como los de Charlène Espérandieu, caían también sueltos sobre sus hombros. Saludó con una inclinación de cabeza, sin pronunciar una palabra ni sonreír tampoco, y su mirada se demoró un poco más de lo necesario sobre la capitana Irène Ziegler.

Servaz advirtió que la joven gendarme bajaba la vista.

Élisabeth Ferney parecía una persona seca y autoritaria. Servaz le calculó unos cuarenta y tantos años, aunque admitió que también podría tener treinta y cinco o cincuenta, dado que la amplia bata y su aspecto severo no permitían precisar más. Percibió en ella una gran energía y una voluntad inquebrantable. «¿Y si el segundo hombre fuera una mujer?», se preguntó de repente. Luego se dijo que aquella pregunta no hacía más que demostrar lo perdido que estaba: si todo el mundo se volvía sospechoso, era porque nadie lo era. No tenían ninguna pista sólida.

—Lisa es el alma de este establecimiento —explicó Xavier—. Lo conoce mejor que nadie y está enterada de todos los aspectos terapéuticos y prácticos. También conoce a todos y cada uno de los ochenta y ocho internos. Hasta los psiquiatras deben someterle su trabajo.

La enfermera jefe no esbozó ni un asomo de sonrisa. Después dirigió una tenue señal a Xavier, que enseguida dejó de hablar para escucharla; ella le murmuró algo al oído. Servaz se preguntó entonces si no se hallaba en presencia de la persona que detentaba realmente el poder en aquel lugar. Xavier le respondió de la misma forma mientras ellos aguardaban en silencio el final del pequeño conciliábulo. Al final, la enfermera asintió y tras saludarlos con una breve inclinación de cabeza, se marchó.

—Prosigamos —dijo el psiquiatra.

Mientras se iban en dirección contraria, Servaz se paró y giró sobre sí para mirar a Lisa Ferney, que se alejaba con un sonoro taconeo. Al llegar al final del pasillo, antes de desaparecer en la esquina, se volvió a su vez y se cruzaron sus miradas. Servaz tuvo la impresión de que sonreía.

* * *

—Lo importante —advirtió Xavier— es evitar toda actitud que pueda generar conflictos.

Se encontraban delante de la última antecámara, la que daba acceso a la unidad A. Allí las paredes ya no estaban pintadas, eran como murallas de tosca piedra que contribuían a crear la impresión de hallarse en una fortaleza medieval, en clara contradicción con la presencia de las puertas blindadas de acero, los blancuzcos fluorescentes y el suelo de cemento.

Xavier elevó la cabeza hacia la cámara suspendida por encima del marco de la puerta. Una lámpara de dos diodos pasó del rojo al verde mientras se descorrían unos cerrojos imbricados en el grueso blindaje. Después de tirar del pesado batiente, los invitó a entrar en el estrecho espacio previsto entre las dos puertas blindadas. Esperaron a que la primera se cerrara lentamente por sí sola, se accionara el ruidoso mecanismo de cierre y después a que se liberaran con igual estruendo los cerrojos de la gacheta de la segunda. En aquella oscuridad impregnada de olor a metal que solo mitigaba la luz de las ventanillas de las puertas, tenían la sensación de encontrarse en la sala de máquinas de un barco. Xavier los observó con solemnidad, uno por uno, y Servaz adivinó que se disponía a efectuar un anuncio que ya tenía listo y pensado… el mismo que debía de servir a cada visita que franqueaba aquella puerta.

—Bienvenidos al infierno —declaró sonriendo.

* * *

Primero había una garita acristalada con un guardia en el interior. Luego un pasillo a la izquierda. Servaz avanzó y vio un corredor blanco, una tupida moqueta azul, una hilera de puertas con ventanillas a la izquierda y apliques murales a la derecha.

El guardián dejó la revista que leía y salió de la garita. Xavier le estrechó la mano con ceremonia. Era un tiparrón de casi metro noventa.

—Les presento al señor Mundo —dijo Xavier—. Es el mote que le sacaron los internos de la unidad A.

El señor Mundo se echó a reír y les estrechó la mano con inusitada ligereza de pluma, como si temiera romperles algún hueso.

—¿Cómo están esta mañana? —preguntó Xavier.

—Calmados —repuso el señor Mundo—. Va a ser un buen día.

—Puede que no —contestó Xavier, mirando a las visitas.

—Lo importante es no provocarlos —explicó el guardián haciéndose eco de las recomendaciones del psiquiatra—, y guardar la distancia. Hay un límite que no se debe superar. Si lo hiciesen, ellos podrían sentirse agredidos y reaccionar de manera violenta.

—Me temo que estas personas han venido para superarlo, precisamente —apuntó Xavier—. Son de la policía.

La mirada del señor Mundo se endureció. Con un encogimiento de hombros, volvió a entrar en su garita.

—Vamos —dijo Xavier.

Prosiguieron por el pasillo, cuya moqueta absorbió el ruido de sus pasos. El psiquiatra señaló la primera puerta.

—Andreas vino de Alemania. Mató a su padre y a su madre mientras dormían con dos disparos de escopeta. Después, como tenía miedo de estar solo, les cortó las cabezas y las metió en el congelador. Las sacaba todas las noches para ver la tele en su compañía… y las ponía encima de dos maniquíes decapitados que sentaba a su lado en el sofá del salón.

Servaz, que escuchaba atentamente, se estremeció al visualizar la escena. Acababa de pensar en la cabeza del caballo que habían encontrado detrás del centro ecuestre.

—El día en que el médico de cabecera se presentó para preguntar por sus padres, extrañado de no verlos nunca en la consulta, Andreas lo mató a martillazos. Después le cortó también la cabeza. Decía que era formidable que sus padres tuvieran compañía, dado que el médico era un hombre tan agradable y buen conversador. La policía abrió, como es lógico, una investigación a raíz de la desaparición del médico. Cuando fueron a interrogar a Andreas y a sus padres, que figuraban en su lista de pacientes, el chico los invitó a entrar diciendo: «Están ahí». Y efectivamente estaban allí, en el congelador, esperando a que sacara para la velada… las tres cabezas.

—Encantador —comentó Confiant.

—El problema —continuó Xavier— fue que en el hospital psiquiátrico donde lo internaron, Andreas intentó decapitar a una enfermera de noche. La infortunada no murió, pero no podrá volver a hablar nunca sin ayuda de un aparato y llevará toda la vida pañuelos y cuello alto para ocultar la horrible cicatriz que le dejó el cortapapeles de Andreas.

Servaz cambió una mirada con Ziegler y vio que esta pensaba lo mismo que él. Allí tenían a alguien que tenía una clara vocación de decapitador y cuya celda se encontraba no lejos de la de Hirtmann. Miró por la ventanilla. Andreas era un coloso que debía de pesar unos ciento cincuenta kilos, usar una talla sesenta y dos y un cuarenta y seis o cuarenta y ocho de zapatos. Su enorme cabeza permanecía hundida entre los hombros, como si no tuviera cuello, y en su cara había una expresión enfurruñada.

Xavier señaló la segunda puerta.

—El doctor Jaime Esteban proviene de España. Mató a tres parejas en cuestión de dos veranos en el otro lado de la frontera, en los parques nacionales de Ordesa, Monte Perdido y Aigüestortes. Anteriormente era un ciudadano apreciado por todos, soltero pero muy respetuoso con las mujeres que recibía en su consulta, concejal de su pueblo que siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. —Se acercó a la ventanilla, se apartó y los animó a aproximarse—. Todavía no se sabe por qué hizo eso. Atacaba a excursionistas aislados, siempre parejas jóvenes. Primero partía el cráneo de los hombres con una piedra o un palo y después violaba y estrangulaba a las mujeres antes de arrojar sus cadáveres por un barranco. Ah, y también bebía su sangre. En la actualidad se cree un vampiro. En el hospital español donde estaba internado mordió en el cuello a dos enfermeras.

Servaz vio a un hombre delgado de reluciente cabello engominado y barba negra bien recortada, vestido con un mono blanco de manga corta, sentado en una cama. Por encima de esta había encendido un televisor.

* * *

—Y ahora nuestro interno más famoso —anunció Xavier con el tono del coleccionista que presenta su mejor pieza.

Marcó una combinación de teclas al lado de la puerta.

—Buenos días, Julian —saludó Xavier al entrar.

No hubo respuesta. Servaz entró tras él.

Lo sorprendieron las dimensiones de la habitación. Parecía mucho más espaciosa que las celdas anteriores. Aparte de eso, las paredes y el suelo eran blancos, como en las otras. Una cama en el fondo, una mesita adosada a una pared con dos sillas, dos puertas a la izquierda tras las cuales había tal vez una ducha y un armario y una ventana que daba delante de la copa de un abeto recubierto de nieve y las montañas.

Sorprendido por el ascetismo del cuarto, Servaz se preguntó si el suizo lo había elegido por voluntad propia o si se trataba de algo impuesto. A juzgar por los datos acumulados sobre él, Hirtmann había sido un hombre curioso, inteligente, sociable y sin duda alguna gran devorador de libros y de todas las modalidades de cultura a lo largo de su vida de persona libre y de asesino. Pero allí no había nada, aparte de un lector de CD de mala calidad puesto encima de la mesa. No obstante, a diferencia de las celdas anteriores, el mobiliario no estaba ni empotrado al suelo ni revestido de plástico. Por lo visto consideraban que Hirtmann no representaba un peligro ni para sí mismo ni para los demás…

Servaz se estremeció al reconocer la música que surgía del lector de CD: la
Cuarta sinfonía
de Gustav Mahler…

Hirtmann tenía la mirada gacha. Estaba leyendo el periódico. Servaz se inclinó un poco y advirtió que el suizo había adelgazado con respecto a las fotos de su expediente. Su piel, ahora más lechosa y transparente, contrastaba con el cabello oscuro y abundante, corto, entreverado de escasas canas. No iba afeitado y en su barbilla despuntaban unos negrísimos pelos. Conservaba, con todo, aquel aspecto de educación y de refinamiento que habría tenido incluso vestido de vagabundo bajo un puente de París… y aquel rostro un poco severo, con el entrecejo fruncido, que debía de haber impresionado en las salas de audiencia. Aparte de eso iba vestido con un mono de cuello abierto y una camiseta blancos que viraban al gris a fuerza de lavados.

También había envejecido un poco, en relación con las fotos.

—Le presento al comandante Servaz —dijo Xavier—, al juez Confiant, la capitana Ziegler y el profesor Propp.

Al contraluz de la ventana, el suizo levantó la vista y Servaz advirtió por primera vez el brillo de sus pupilas. No reflejaban el mundo exterior: ardían con un fuego interior. El efecto duró solo un segundo; pronto desapareció y el suizo volvió a ser el antiguo fiscal de Ginebra, cortés, educado y sonriente.

Corriendo la silla, desplegó su larga corpulencia. Era todavía más alto que en las fotos: debía de medir poco menos de metro noventa y cinco, según los cálculos de Servaz.

—Buenos días —dijo.

Clavó la mirada en Servaz. Durante un instante, los dos se observaron en silencio. Después Hirtmann hizo algo extraño: desplegó bruscamente la mano en dirección a Servaz, que casi estuvo a punto de retroceder de un brinco. Tomando la del policía en la suya, la estrechó vigorosamente. Servaz se estremeció. La mano del suizo estaba un poco húmeda y fría, como el pescado… Tal vez fuera una consecuencia de los medicamentos.

—Mahler —dijo el policía para no perder la compostura.

—¿Le gusta? —preguntó Hirtmann extrañado.

—Sí. La
Cuarta
, primer movimiento —añadió Servaz.


Bedächtig… Nicht eilen… Recht gemälich

—Deliberado. Sin prisa. A gusto —tradujo Servaz.

Hirtmann manifestó sorpresa y regocijo a la vez.

—Adorno dijo que este movimiento era como el «érase una vez» de los cuentos de hadas. —Servaz calló, escuchando las cuerdas—. Mahler lo escribió en circunstancias muy difíciles —prosiguió el suizo—. ¿Lo sabía?

«Y tanto que lo sé».

—Sí —respondió.

—Estaba de vacaciones… Unas vacaciones de pesadilla, con un tiempo execrable…

—Importunado sin tregua por el ruido de una banda municipal.

Hirtmann sonrió.

—Qué símbolo, ¿eh? Un genio de la música importunado por una banda municipal.

Poseía una voz profunda y bien impostada, agradable, una voz de actor, de tribuno. Sus facciones tenían algo de femenino, la boca sobre todo: grande y delgada. También los ojos. La nariz era carnosa y la frente despejada.

—Como pueden comprobar —declaró Xavier aproximándose a la ventana—, es imposible evadirse por aquí a menos que uno sea Superman. Hay catorce metros entre el suelo y la ventana. Además, esta está blindada y empotrada.

—¿Quién tiene el código de la puerta? —preguntó Ziegler.

—Pues yo, Élisabeth Ferney y los dos guardianes de la unidad A.

—¿Recibe muchas visitas?

—¿Julian? —dijo Xavier, volviéndose hacia el suizo.

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