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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (71 page)

BOOK: Bajo el hielo
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Ya no oía nada…

Le zumbaban los oídos…

Le faltaba el aire…

Iba a morir asfixiado… enterrado…

«Se acabó».

* * *

Diane vio antes que él la inmensa nube que bajaba por la montaña.

—¡Cuidado! —chilló a causa del peligro, pero también para asustarlo y desestabilizarlo.

Hirtmann miró sorprendido de ese lado y Diane vio cómo entornaba los ojos con estupor. En el momento en que la masa de nieve, detritos y piedras llegaba a la altura de la carretera y los iba a engullir, dio un brusco volantazo que le hizo perder el control del vehículo. Diane se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta y sintió que el coche se colocaba de través. En ese mismo instante, la avalancha se precipitó sobre ellos.

El cielo y la tierra se invirtieron. Sacudida de un lado a otro, Diane vio cómo la carretera giraba igual que en un tiovivo. Se golpeó la cabeza contra el vidrio y la manecilla de la puerta. Una blanca niebla los envolvió con un sordo y terrorífico mugido. El coche dio varias vueltas de campana en la pendiente, hasta que a duras penas lo frenaron los arbustos. Diane perdió brevemente el conocimiento un par o tres de veces, de tal modo que aquella secuencia se le presentó como una serie de irreales fogonazos intercalados de negras pausas. Cuando el coche se inmovilizó por fin con un lúgubre chirrido metálico, estaba aturdida pero consciente. Delante de ella, el parabrisas había estallado en añicos; el capó estaba totalmente recubierto de un montón de nieve; por el salpicadero resbalaban pequeños regueros de nieve y guijarros que le caían encima de las piernas. Miró a Hirtmann. Estaba sin cinturón, inconsciente, y tenía sangre en la cara… «El arma…». Diane intentó desesperadamente desabrocharse su propio cinturón y lo consiguió con esfuerzo. Después se inclinó y buscó la pistola con la mirada. Acabó descubriéndola entre los pies del asesino, casi debajo de los pedales. Tuvo que inclinarse todavía más y, con un estremecimiento, pasar el brazo entre las piernas del suizo para cogerla. Estuvo mirándola un momento, preguntándose si tendría puesto o no el seguro. «Existe una buena manera de saberlo…». La apuntó hacia Hirtmann, con el dedo en el gatillo, y de inmediato comprendió que no tenía madera de asesina. Pese a todo lo que había hecho aquel monstruo, era incapaz de apretar el gatillo. Bajó pues la pistola.

Solo entonces tomó conciencia de algo: el silencio.

Aparte de las desnudas ramas agitadas por el viento, todo estaba inmóvil.

Atisbó alguna reacción en la cara de Hirtmann, algún indicio de que se fuera a despertar, pero permanecía completamente inerte. «Quizás está muerto…». No tenía ganas de tocarlo para comprobarlo. El miedo seguía allí… y no cesaría mientras siguiera encerrada con él en aquel caparazón de metal. Miró en los bolsillos buscando el móvil y constató que se lo había quitado. Era posible que Hirtmann lo llevara encima, pero tampoco se sentía con ánimos para registrarle los bolsillos.

Sin dejar de empuñar la pistola, comenzó a trepar por encima del salpicadero. Pasando a gatas por el hueco del parabrisas, emergió encima de la nieve que cubría el capó. No notaba siquiera el frío. La adrenalina le aportaba calor. Al bajar del coche, se hundió hasta los muslos en la nieve que la rodeaba. Le iba a resultar difícil avanzar. Dominando un acceso de pánico, emprendió el ascenso hacia la carretera. Con la reconfortante compañía del arma, echó un último vistazo al coche. Hirtmann no se había movido. Quizás estaba muerto.

* * *

Parece que se deeespiertaaa

¿Nos oyeeeeee?

Percibió unas voces lejanas. Le hablaban a él. Y luego el dolor, o los dolores más bien… El agotamiento, las ganas de descansar, los medicamentos… Tuvo un instante de lucidez durante el cual entrevió rostros y luces. Después, de nuevo, el alud, la montaña, el frío y, por fin, la oscuridad…

Maaartiin, ¿meee oyeeeees?

Abrió los ojos… despacio. Primero quedó deslumbrado por el círculo luminoso del techo. Después una silueta entró en su campo de visión y se inclinó hacia él. Servaz trató de enfocar la cara de aquella persona que le hablaba con suavidad, pero le dolían los ojos al mirar hacia el círculo de luz que había detrás y que la perfilaban con una aureola. La cara aparecía tan pronto borrosa como nítida. Le dio, sin embargo, la impresión de que era una cara hermosa.

Una mano de mujer tomó la suya.

Martin, ¿me oyes?

Asintió con la cabeza. Charlène le sonrió. Después le dio un beso en la mejilla. Fue un contacto agradable, acompañado de un tenue perfume. A continuación la puerta de la habitación se abrió, dando paso a su ayudante.

—¿Está despierto?

—Parece que sí. Todavía no ha dicho nada.

Charlène se volvió hacia él para dirigirle un guiño de complicidad y de repente se sintió muy despierto. Espérandieu cruzó la habitación con dos humeantes vasos en la mano y tendió uno a su esposa. Servaz trató de volver la cabeza y enseguida sintió una molestia en el cuello: un collarín.

—¡Madre mía, qué peripecias! —dijo Espérandieu.

Servaz quiso incorporarse, pero no pudo. Espérandieu advirtió su mueca de dolor.

—El médico ha dicho que no tenías que moverte. Tienes tres costillas astilladas, diversas contusiones a nivel del cuello y la cabeza y sabañones. Y te han amputado tres dedos del pie.

—¿¿Cómo??

—No, era broma.

—¿E Irène?

—Salió de esta. Está en otra habitación, un poco más escacharrada que tú, pero nada grave. Tiene varias fracturas solo.

Servaz sintió un gran alivio. Luego formuló con precipitación otra pregunta.

—¿Y Lombard?

—No han encontrado su cuerpo. Hace demasiado mal tiempo allá arriba para buscar bien. Lo han dejado para mañana. Sin duda murió enterrado en el alud. Vosotros dos tuvisteis suerte, porque solo os rozó.

Servaz volvió a esbozar una mueca. Habría preferido ver a su ayudante expuesto a esa clase de «roce».

—Sed… —dijo.

Espérandieu volvió a salir y regresó con una enfermera y un médico. Luego abandonó la habitación con Charlène y Servaz fue sometido a un interrogatorio y un exhaustivo examen. Después la enfermera le ofreció un vaso de agua con una paja. Tenía una terrible sequedad en la boca. Después de apurar el contenido pidió otro. Acto seguido, la puerta se abrió y apareció Margot. Por su expresión, dedujo que debía de tener muy mala cara.

—¡Podrías salir en una película de terror! ¡Das miedo! —bromeó.

—Me he permitido traértela —dijo Espérandieu, con la mano en el picaporte—. Os dejo solos.

Cerró la puerta.

—Un alud —dijo Margot sin atreverse a mirarlo demasiado—. Ufff, para cagarse de miedo. —Sonrió con embarazo y después se puso seria—. ¿Te das cuenta de que la habrías podido palmar? ¡Joder, no me vuelvas a hacer algo así, mierda!

«¡Pero qué manera de hablar!», se dijo una vez más. Luego se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Debía de haber llegado mucho antes de que recobrara el conocimiento y seguramente había quedado afectada por lo que había visto. De repente, sintió un cosquilleo en el estómago.

—Siéntate —la invitó, señalando el borde de la cama.

Le cogió la mano y, por una vez, ella no se soltó. Después de un momento de silencio, iba a decir algo cuando llamaron a la puerta. Al volver la mirada hacia allí, vio entrar en la habitación a una mujer de unos treinta años. Estaba seguro de que nunca la había visto. Tenía algunos cortes en la cara… en la ceja y el pómulo derechos, un profundo tajo en la frente y los ojos rojos y ojerosos. ¿Sería otra víctima del alud?

—¿Comandante Servaz?

Asintió con la cabeza.

—Soy Diane Berg, la psicóloga del Instituto. Hablamos por teléfono.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Tuve un accidente de coche —respondió sonriendo, como si aquello tuviera algo de divertido—. Podría hacerle la misma pregunta a usted, pero ya conozco la respuesta. —Dirigió la vista hacia Margot—. ¿Podría hablar un minuto con usted?

Servaz miró a Margot quien, tras observar de arriba abajo a la joven, se levantó con mala cara y salió. Diane se acercó a la cama y Servaz le señaló la silla libre.

—¿Sabe que Hirtmann ha desaparecido? —preguntó, sentándose.

Servaz la observó un instante. Luego negó con la cabeza, a pesar del collarín. «Hirtmann libre…». De pronto, se le endureció la expresión y ella vio cómo su mirada se volvía sombría, como si alguien hubiera apagado la luz en el interior. A fin de cuentas, pensó, toda esa noche no había sido más que un inmenso desastre. Aunque fuera un asesino, Lombard solo representaba un peligro para un puñado de individuos dañinos. Lo que animaba a Hirtmann era, en cambio, muy distinto. Él estaba habitado por un furor incontrolado que ardía sin cesar como una negra llama en su corazón, separándolo del resto de los mortales; una crueldad sin límites, una sed de sangre y una total ausencia de remordimientos. Servaz sintió un hormigueo en la columna. ¿Qué iba a ocurrir ahora que el suizo andaba suelto? Fuera, sin medicamentos, se despertarían su comportamiento psicopático, sus pulsiones y sus instintos de predador. La perspectiva lo dejó helado. Los grandes perversos psicópatas del estilo de Hirtmann no conservaban ningún resto de humanidad. El goce que les procuraban la tortura, la violación y el asesinato era demasiado grande. En cuanto tuviera ocasión, el suizo volvería a las andadas.

—¿Qué ocurrió? —preguntó.

Diane le relató la noche que había vivido desde el momento en que Lisa Ferney la había sorprendido en su despacho hasta cuando había echado a andar por aquella carretera helada, abandonando a Hirtmann inanimado en el coche. Había caminado durante casi dos horas antes de encontrar un alma y cuando había llegado a la primera casa del pueblo estaba helada, en estado de hipotermia. Cuando los gendarmes llegaron al lugar del accidente, el coche estaba vacío, y había huellas de pasos y de sangre que subían hasta la carretera y que después se perdían por completo.

—Lo ha debido de recoger alguien —dedujo Servaz.

—Sí.

—Un coche que pasaba por allí o bien… otro cómplice.

Volvió la mirada hacia la ventana. Detrás del cristal, todavía era noche cerrada.

—¿Cómo consiguió descubrir que era Lisa Ferney la cómplice de Lombard? —preguntó.

—Es largo de contar. ¿De verdad lo quiere oír?

La miró sonriendo y se percató de que ella, la psicóloga, necesitaba hablar con alguien, sacar lo que llevaba dentro sin tardanza. Aquel era el momento adecuado, para ella y para él. Comprendió que en ese instante ella experimentaba el mismo sentimiento de irrealidad que él, un sentimiento nacido de esa extraña noche llena de terrores y de violencia, pero también de los días anteriores. Allí, solos en el silencio de aquella habitación de hospital, con la noche pegada contra el cristal, aun siendo dos desconocidos, estaban muy cercanos.

—Tengo toda la noche —respondió.

Ella le sonrió.

—Pues bien —inició su evocación—, yo llegué al Instituto la mañana en que encontraron muerto allá arriba a ese caballo. Me acuerdo muy bien. Nevaba y…

EPÍLOGO
Crimen extinguitur mortalite
[L
a muerte extingue el crimen
]

Cuando César se dio cuenta, dirigió la señal convenida a la cuarta hilera que había formado con seis cohortes. Aquellas tropas se precipitaron hacia delante a gran velocidad y efectuaron, en formación de asalto, una carga tan vigorosa contra la caballería de Pompeyo que nadie pudo resistir.

—Allí están —dijo Espérandieu.

Servaz despegó la vista de
La guerra de las Galias
y bajó la ventanilla. Al principio solo vio una multitud compacta que caminaba con prisas bajo las iluminaciones navideñas… después, como si hubiera aplicado el zoom en una foto de grupo, dos figuras emergieron entre el gentío. La visión le oprimió el pecho: Margot no iba sola. A su lado caminaba un hombre alto, vestido de negro, elegante, de unos cuarenta y pico años…

—Es él —confirmó Espérandieu quitándose los cascos, por los que sonaba
The Rip
de Portishead.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Servaz abrió la puerta.

—Espérame aquí.

—Nada de tonterías, ¿eh? —le advirtió su ayudante. Sin responder, se fundió en la muchedumbre. A ciento cincuenta metros de él, Margot y el hombre torcieron a la derecha. Servaz se apresuró a llegar a la esquina, por si se les ocurría desaparecer por una calle lateral pero, una vez que hubieron cruzado, comprobó que iban directamente a la plaza del Capitole, con su mercadillo de Navidad. Después de reducir el paso, se encaminó a la vasta explanada donde se elevaban un centenar de casetas de madera. Margot y su amante se detenían a mirar los puestos. Su hija se veía absolutamente feliz. De vez en cuando rodeaba el brazo del hombre y le enseñaba algo; él reía y le mostraba otra cosa a su vez. Aun cuando evitaran manifestarlo, en sus gestos se evidenciaba una clara proximidad física. Servaz sintió un acceso de celos. ¿Cuánto hacía que no había visto tan contenta a Margot? Acabó por admitir que Espérandieu tenía tal vez razón… que aquel hombre podía ser inofensivo.

Después atravesaron la plaza en dirección a los cafés de los porches y se sentaron en una terraza a pesar de la temperatura invernal. Viendo que el hombre pedía para él solo, infirió que Margot no se iba a quedar. Aguardó disimulando detrás de una caseta y al cabo de cinco minutos, se confirmaron sus sospechas. Su hija se levantó y tras depositar un somero beso en los labios del hombre, se alejó. Servaz esperó todavía unos minutos, que aprovechó para observar al amante de Margot. Un hombre apuesto, con aplomo, de frente despejada, vestido con ropa cara que indicaba una buena posición. Aunque estaba bien conservado, Servaz le calculó algunos años más que él. Cuando reparó en una alianza en el anular izquierdo, se reavivó su cólera. Su hija de diecisiete años salía con un hombre casado más viejo que él…

Respirando hondo, cubrió los últimos metros con paso decidido y tomó asiento en la silla libre.

—Buenos días —saludó.

—Este sitio está ocupado —dijo el hombre.

—No creo, porque la chica se ha ido.

El hombre lo miró con sorpresa, examinándolo. Servaz le sostuvo la mirada, sin manifestar la menor emoción. Una sonrisa divertida iluminó la cara del hombre.

—Hay otras mesas libres, ¿ve? Me gustaría estar solo, si no le molesta.

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