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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (53 page)

BOOK: Bomarzo
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Entre tanto, lo que más urgía era organizar la casa, y nada me distraería de lo que me había propuesto. Incesantemente, los vigías anunciaban el avance fatigoso de los carros por los caminos, rumbo al castillo y a la aldea. Venían cargados hasta el tope de cajas, de bultos, con escolta de hombres de armas, y mi gran placer, que compartía mi abuela más que por lo que esas cosas representaban en sí por el júbilo que para mí nacía de ellas, fincaba en asistir, en los patios o en alguno de los aposentos, a la apertura de las arcas, y en observar cómo aparecía, entre las arrancadas maderas y la paja del embalaje, el brazo arqueado de una escultura, promisorio de una diosa que se sumaría al Olimpo fantasmal de Bomarzo; o un bronce verdoso que conservaba todavía adheridos a la gracia de los flancos, parches de la tierra desplazada por los excavadores; o el retrato de Julia que, a semejanza del de la otra Julia, la inefable Julia Gonzaga, encargado por Hipólito de Médicis, le confié a Sebastiano del Piombo.

Todo ello se fue situando, con el andar de los meses, en la vastedad de las estancias que resonaban con los golpes de los martillos y la grita de los obreros, y me obligó a viajar más de una vez, especialmente a Roma. La gente de la familia, con quien tropezaba en mis itinerarios, me interrogaba sobre el alhajamiento del castillo porque ya habían empezado a cundir las informaciones de mi afán y era un asunto que interesaba por igual a grandes y a mezquinos, en una época que se caracterizó doquier por la persecución de los elementos que conciernen a la formal hermosura. Esa curiosidad sumó una vanidad flamante a las muchas que me distinguían e hinchó mi pecho de engreída y asombrada satisfacción. Si Paracelso me hizo sentir en Venecia, con sus explicaciones acerca del macrocosmo y del microcosmo, que yo era el centro del mundo, aquel fisgoneo me convenció de que a la sazón yo era, aunque efímeramente, el centro de mi complicado linaje cuyos ojos innúmeros y sorprendidos estaban fijos en la labor del esteta giboso, porque yo aportaba, al seno de los Orsini solicitados hasta entonces por otras inquietudes prácticas, que se vinculan con el poder material y con la influencia política, el matiz envidiado del refinamiento, que daba tanto lustre a las primeras casas de la península, matiz que yo incorporaba, como una pieza más y muy codiciada, al escudo legendario de la Osa que los siglos cuadriculaban de nuevos e intrincados cuarteles.

Como es lógico, con tanto ajetreo, tampoco tuve solaz para dedicarlo a los manuscritos del alquimista Dastyn, pero ellos continuaron presentes en el fondo de mi memoria, inseparables ya de lo que más intensamente me concernía, y en ese último reducto, que era como la base sobre la cual se asentaba mi personalidad, su sedimento fue elaborando, imperceptiblemente, una especie de fuerza que sustituía mi carencia de estímulos religiosos. Mi religión, por aquellos años, se nutría, como desde mi niñez, del vigor espiritual de Bomarzo, tan rico en milenarias esencias impregnadoras que ligaban a mi estirpe con el albor místico de Italia, y se alimentaba también, confusamente, del sustento que le ofrecía la noción de que quizás me sería dado comunicarme con las potencias arcanas que rigen nuestro destino y que mi voluntad lograría acaso torcer y sojuzgar, obteniendo de ellas, con el manjar supremo de la vida, la energía necesaria para enfrentar quién sabía qué misteriosas visiones, qué peregrinas respuestas a las preguntas que presentía y que no alcanzaba ni siquiera a formular con exactitud.

Ese período organizador y expectante se distinguió, en lo que atañe a mi vida íntima, por una pureza excepcional. Preocupado por el quehacer que me embargaba, no le di ocasión a mi sensualidad para desperezarse. Además la duda de si estaría a la altura de las circunstancias, al enfrentar a Bomarzo con los Farnese, obró como un antídoto contra las tentaciones. La provocación lúbrica seguía tan alerta y latente como siempre, en el ámbito del castillo y del pueblecito que lo rodeaba, pero me aislé de ella, no sé si movido por el propósito de llegar a los brazos de Julia saneado de turbios erotismos, o por el de que nada me distrajera de mi empeño de exaltador de mi querido Bomarzo. Mis primos Orso y Mateo, que se habían establecido en el caserón, no salían de su asombro, habituados como estaban a acompañarme en correrías rijosas, y fue necesario que usara el peso de mi autoridad para convencerlos de que no se trataba de un fugaz capricho. Les cayó muy mal mi rigidez incorruptible. Descontaban que, de vuelta yo a mis tierras, renacería el entretenimiento y sacudirían el tedio provinciano. Prescindieron de mí para reanudar las andanzas y aun así lo hicieron a espaldas mías, como si temieran los regaños del duque austero que implantaba su insólita asepsia en un aire que, desde los etruscos, los romanos y los primeros Orsini truculentos, afirmaba su voluptuosa contaminación. Juan Bautista, luego de rondarme un tiempo, desconcertado, optó por apartarse de mí y por incorporarse al grupo renegón de mis primos. Silvio y Porzia, cuando me presentaba súbitamente en su aposento, asumían unas actitudes púdicas grotescas. Y, mientras Silvio me mostraba sus dibujos y sus cálculos astrológicos y me explicaba las señales que designaban al verano como la época más oportuna para mi casamiento, yo gozaba interiormente con la confusión que suscitaba y descubría en ella un placer más, una forma nueva de ejercer mi dominio, que me divertía bastante. Era bueno que quienes dependían de mí no se sintieran nunca muy seguros, que no presupusieran mis reacciones. Ahora, pálido como un monje, arrastrando mi pierna, yo iba por los corredores y por las cámaras como si Bomarzo fuese un monasterio, y experimentaba una alegría aguda ante ese florecer de un aspecto desacostumbrado de mi personalidad, por lo demás ficticio. Una atmósfera de respeto distinto —fruto sobre todo de la desorientación, del no saber cómo había que actuar para no importunar al joven duque— circundó a Bomarzo. Me bañé en ella como en un agua lustral, feliz, porque nada podía procurarme tanta fruición como imponer mi individualidad y hacer que los otros ajustaran a la mía sus composturas, y de ese modo la desconocida continencia sustituyó para mí el goce ausente con otro, más sutil, más extraño, engendrado por una forma singular del despotismo y por la certidumbre de que mi sacrificio —aunque en ello no había sacrificio, sino una manifestación inesperada de las alternativas de mi carácter— respondía a altas razones de ejemplo, de autoridad y de perfecto amor.

A veces, al crepúsculo, mandaba encender las antorchas en la vastedad de las estancias, para juzgar mi obra, y caminaba largamente entre los cuadros, las estatuas y los tapices. Los bustos de los emperadores romanos que compré en Venecia —la majestad de Augusto, la dureza de Tiberio, la locura de Nerón, las bocas crueles, las narices astutas, las frentes severas, el heroísmo, la sagacidad, la obscenidad, la avaricia, la estupidez y el orgullo— y las efigies aparatosas de mis antepasados —los brazos tendidos, como si aquel guerrero fuera un cantante; las piernas danzarinas adelantadas, las expresiones de mando testarudo e ingenuo— escoltaban con inmóvil reverencia mis cavilaciones, y yo no los separaba ya, como si todos, lo mismo Galba que el papa Nicolás III, lo mismo Trajano que el cardenal Giambattista Orsini que me bañó en la fuente bautismal de Santa Maria in Traspontina, hubieran construido mi árbol genealógico y fueran el fundamento de mi personalidad.

Naturalmente, lo que más me turbaba era la proximidad del momento en que mi destino se uniría al de Julia. Lo ansiaba y lo temía, y no bien me intranquilizaba ese pensamiento lo descartaba de mi mente atribulada, sustituyéndolo con la agitación que me causaban los trabajos del castillo. A cualquier hora, para engañarme, hacía llamar a capataces y obreros. Los interrogaba, los criticaba, inventaba faenas y reemplazaba mi preocupación permanente con otras, superficiales, a las que confería desmesurado valor. Pero mi amor por Julia era una curiosa realidad. Como la había visto tan poco y apenas la conocía a través de sus cartas circunspectas, había elaborado de ella una imagen cuyos rasgos eran hijos de mi fantasía. Me paraba delante de su retrato por Sebastiano del Piombo, que reproducía admirablemente el encanto de su belleza, y le decía cuanto no me había animado a decirle: las esperanzas de mi pasión, la necesidad de que me comprendiera, de que me alentara, de que me ayudara, de que nos comprendiera a mí y a Bomarzo y reinara sobre ambos con dulce imperio, porque entonces, si ella me transmitía la seguridad que brota del entendimiento amoroso, quizás yo sería capaz de realizar lo que no había realizado aún, y de ser lo que más ambicionaba: un Orsini, un duque Orsini, digno de los míos y acaso superior a ellos.

Un día, en Roma, no resistí al impulso de verla. Envié a Silvio a que le comunicara diplomáticamente mi deseo a su padre, y Galeazzo Farnese accedió. En su palacio, desde la altura de la
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, semioculta entre Galeazzo y sus dos hijos, el hermoso Fabio y Fernando, a quien acababan de conceder el obispado de Soana, me asomé a las penumbras del salón donde, junto con sus hermanas Yolanda y Battistina, mi prometida estudiaba su lección de laúd. Era una escena fascinante, casi muda, pues sólo la rompían las risas breves de las jóvenes, algo que hacía pensar en el teatro y en la pintura y que escapaba a las convenciones de la vida cotidiana. Galeazzo Farnese me codeaba, aplastándome con la masa colosal de su cuerpo, y, cuando iba a retirarme, Julia, sin duda avisada de mi visita, alzó la cabeza y me sonrió. Con un mohín gracioso me mostró, en su anular, la sortija de Benvenuto Cellini. Sus pechos pequeños pujaban bajo el corpiño, y el laúd, apoyado en la falda, le marcaba el dibujo de las piernas. No me atreví a pedirle a su padre que me permitiera quebrar el pacto y descender a departir con la niña. Me asustaba esa probabilidad. De repente, ahora que la tenía tan cerca, medía todo lo que nos separaba. Regresé a Bomarzo —faltaba un mes para la boda—, alterado, mohíno.

Mi abuela me distrajo de esa desazón —que luego me desveló noches enteras— volviendo sobre su plan de que hiciera la paz con Maerbale. Mi hermano había aceptado las condiciones de la repartición trazada por el cardenal Farnese; ¿acaso no había que ver en ello una prueba de su buena voluntad? La costumbre imponía que él, mi pariente más próximo, fuera el encargado de buscar a mi prometida y de conducirla, con su cortejo familiar, a Bomarzo. Diana Orsini había iniciado ya consultas en ese sentido y Maerbale se mostraba inclinado a ceder. Por lo demás, ¿qué agravios tenía yo, concretamente, contra mi hermano?, ¿una carta, una inocente carta?; sus presuntos atentados contra mí, ¿habrían existido en verdad, cuando yo no había logrado confirmar su origen?, y por mi parte, ¿no había querido yo vengarme de él en Venecia, con ayuda de mis primos?, ¿no estábamos en iguales condiciones?; y ¿no correspondía que la magnanimidad del duque, como cuando Maerbale había hecho causa común con el administrador Martelli, perdonara las ofensas, si ofensas había habido y si todo no era una tramoya urdida por quienes aspiraban a separarnos?, ¿no afirmaría yo así la nobleza de mi jerarquía?; ¿me convenía desgarrarlo de mí para siempre, ahora que comenzaba a crecer su prestigio, y no debía, por el contrario, atraerlo, absorberlo, para que su gloria de condottiero se confundiera con la gloria de Bomarzo y constituyera un todo inseparable de la fuerza del duque, de modo que cuando él lograba un triunfo fuera como si lo lograra yo, porque era un triunfo de la rama del clan que yo regía?; y —pero éste era mi pensamiento más hondo y menos revelado— ¿acaso no me procuraría una satisfacción incomparable y un pleno desquite del giboso que había sido objeto de sus burlas, frente al segundón que se le parecía tanto pero que era dueño de cuanto a él le faltaba, la exhibida posesión de Julia Farnese? Le dije a mi abuela que estaba de acuerdo, que procediera a su arbitrio, y la anciana me besó en la mejilla. Maerbale iría, con Mateo y Orso, a buscar a Julia. También iría Segismundo. Le escribí a Roma una carta que podía interpretarse como una orden y como una expresión de deseos, porque si yo quería recordarle de ese modo a Pier Luigi Farnese que Segismundo seguía dependiendo de mí, no era oportuno que por ello me enemistara con un miembro peligroso de la familia con la cual iba a aliarme, ni debía tampoco correr el riesgo de topar con una negativa que desmedrara mi crédito de jefe orsiniano. Felizmente, Segismundo respondió en seguida proclamando su fidelidad a la casa y agradeciendo el honor que la embajada llevaba implícito.

Mi abuela y yo escribimos muchas cartas, en esos meses, invitando a parientes y amigos a presenciar la boda. Ansiaba yo que estuvieran en ella los representantes más significativos de la estirpe, las cabezas de otras grandes alcurnias de Italia y algunos artistas e intelectuales famosos, para destacar así que el duque de Bomarzo era un mantenedor de las tradiciones que había recibido con su herencia y que los otros señores compartían, y a la vez un hombre moderno,
à la page
, y como tal desdeñaba los prejuicios feudales y el retardo espiritual que, en un mundo en plena evolución, lleno de príncipes mecenas y humanistas, continuaban caracterizando a los arrogantes y arcaicos descendientes de la Osa. Me hubiera gustado que Ariosto fuera mi huésped y envié un correo a Ferrara para manifestárselo, pero el poeta declinaba ya y murió ese año mismo. Tampoco pude contar con Paracelso, que ejercía su profesión en Saint-Gall, ni con Lorenzo Lotto, cuya timidez se deshizo en excusas. En cambio Aretino, Benvenuto Cellini, Sansovino, Tolomei y Sebastiano del Piombo no perdieron la ocasión que se les ofrecía de brillar junto a los duques de Urbino y al cardenal de Médicis. Había que alojar durante varios días a tantos señores y sus séquitos, cuidando de que no se produjeran rozamientos por precedencias, y eso importaba tareas complicadas. Además, quise que Julia entrara en Bomarzo, como otras princesas en sus nuevas posesiones, en un carro cuyas alegorías suntuosas impresionarían al pueblo y, para construirlo según mis planes, llegaron al castillo artesanos de los Este, discípulos de esa escuela de Hércules de Roberti a la cual se debía el carro triunfal en el que la novia de Francisco Gonzaga ingresó en el palacio mantuano. El dorado vehículo aguardaría a mi prometida y a sus acompañantes en las inmediaciones de Orte, donde se improvisaron unas tiendas armadas con antiguos tapices para que el cortejo farnesiano reposara en ellas y vistiera las ropas de ceremonia.

Sí, había que pensar en mil cosas: en la ubicación adecuada de cinco cardenales, en el alimento especial de los halcones del duque de Mantua, que no se trasladaba sin ellos; en no colocar a los escuderos de los Orsini cerca de los de los Colonna; en que Leonardo Emo estuviera al alcance de Valerio Orsini, sin que eso implicara una ofensa para la gente de la familia de Oliverotto de Fermo, a la cual pertenecía su mujer; en no agraviar al quisquilloso Benvenuto, ni menos al acerado Aretino; en hallar la manera de que Hipólito de Médicis pudiera verse privadamente con Julia Gonzaga, su ilustre amor platónico, dentro de un castillo sembrado de ojos acechantes, en que funcionaran las fuentes y no fallaran los fuegos de artificio; en que Pier Luigi Farnese no bebiera demasiado ni se desmandara con los jóvenes pajes; en que los Orsini más viejos que yo y más acaudalados (principalmente los de la rama arrolladora de Bracciano) se sintieran cómodos en mis tierras, como si no hubieran abandonado las suyas, pero sin olvidar que yo era el amo allí; en distribuir sabiamente a los músicos escondidos; en que mi abuela y el cardenal Franciotto estuvieran siempre por encima de todos los demás, por grandes que éstos fuesen; en que mi suegro no pusiera inconvenientes cuando el asunto de la dote, porque no ignoraba yo cómo le había ido a mi padre con mi abuelo, al enfrentar una situación semejante; en que las cocinas recién acondicionadas respondieran al esfuerzo enorme que se les exigiría; en las ironías de la marquesa Isabel de Mantua, la mujer más cortejada de Europa; en la vanidad de su hijo Hércules; en su nuera, la duquesa Margarita, que procedía de la sangre de los Paleólogos, lo cual eran palabras mayores, pero que no debía impresionarme, porque yo descendía de Caio Flavio Orso; en mí —¡Dios mío, en mí, en Vicino Orsini!—, en los pliegues del manto que colgaría de mi pobre espalda… Mil cosas complejas, contradictorias, que se vinculaban con el servicio de Dios, pues por lo menos treinta clérigos, príncipes de la Iglesia y capellanes tendrían que rezar en Bomarzo sus misas diarias, y con la frivolidad del mundo, ya que cada uno de los invitados se juzgaba un ser excepcional y requería excepcionales miramientos, debían ser tenidas en cuenta al organizar aquel laberinto de etiqueta cortesana, enredado de formulismos, y al empeñarse porque las tribus recelosas no cayeran en las eternas discusiones brutales provocadas por los turbulentos Orsini.

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