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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (56 page)

BOOK: Bomarzo
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No hubiera querido abundar en detalles sobre la intimidad de mi noche de bodas, pues no es cosa propia de un gentilhombre, ni siquiera de una persona de gusto, pero se trata de algo importante para puntualizar aspectos de mi psicología y de las confusiones que me afligieron y, teniendo en cuenta la sinceridad de estas memorias, en las que me describo tal cual he sido y busco explicaciones de mi vida y de mi carácter, sería inconsecuente eludir un tema de tanta importancia.

Por lo pronto debo consignar el inquietante asunto del demonio. Fue Julia quien lo descubrió.

Yo había destinado para nuestra cámara nupcial una habitación del primer piso, más bien pequeña, a la cual mandé revestir de cerámicas verdes y amarillas. Con el objeto de ejecutar este trabajo, vinieron obreros especiales de Roma, quienes trajeron con ellos los mosaicos que había encargado en esa ciudad. Cuando la obra estuvo terminada, la examiné y le di mi aprobación. Era, dentro del castillo, algo distinto, y quise que fuera así, algo que se destacaba de la pompa y la austeridad que las decoraciones renacientes de mi padre y mías y la medieval pesadez habían impreso al resto de la fortaleza. Deseaba que la habitación que compartiría con Julia tuviera un aire recoleto y grácil, y lo conseguí. Las lises farnesianas y mis propias siglas VIC. ORS., distribuidas en el adorno de las pilastras y de los jarrones con entrelazadas rosas blancas, proclamaban discretamente que ése era nuestro refugio más personal, aquel en el cual la flora heráldica de ambas familias perdía su simbolismo guerrero, afirmado tantas veces en los escudos de combate, para recuperar su sencilla y natural hermosura. No advertí entonces nada anómalo en la composición, y en verdad el ámbito era de proporciones tan reducidas, con su ventana y sus dos puertas, que hubiera sido difícil que un desorden cualquiera del dibujo, por mínimo que fuese, escapara a mis ojos avizores. Partieron los artesanos, ubicáronse en la estancia el lecho de verdes colgaduras y los escasos muebles, y ya no volví a entrar allí sino muy de tarde en tarde, movido por la superstición de que mi presencia en esa cámara no le convenía a mi futura felicidad. Por el mismo motivo no se la mostré a Julia, reservándola, como una sorpresa, para la noche de bodas.

Ascendimos, pues, las angostas escaleras, escoltados por damas y pajes cuyas palmatorias proyectaban sombras danzantes en el camino. En una sala vecina cambié mis ropas por una delgada vestidura, inspirada en las líneas amplias del
lucco
florentino. Luego despedí a mis ayudantes. Silvio y Juan Bautista fueron los últimos en irse, y me besaron ambos. Maerbale, que asistía a la ceremonia con una luz en la diestra, me abrazó también. Me acuerdo de que en ese supremo instante todavía me empeñé por indagar en su rostro, en pos de un indicio de sus sentimientos, pero hallé la misma máscara cortesana, el mismo respeto impenetrable del cual no se separaba jamas. Lo oí alejarse de puntillas, y salí a la terraza que comunicaba con el aposento en el que sus damas desvestían a Julia.

Era una noche singularmente clara, que confería al paisaje una rara palidez, como si todo él estuviera sembrado de colosales osamentas. Me incliné en el parapeto y avisté, a la derecha, la parda ondulación de los tejados de Bomarzo, que nos circuían como un oleaje turbio que se había inmovilizado al tocar los muros del castillo. Todo el panorama montuoso daba la misma impresión de mar revuelto y estático, de un mar que, al helarse, había tomado la apariencia de esqueletos ciclópeos. Delante, a la distancia, erguíase la roca de Mugnano, y más allá, como una rota hoja de espada, relampagueaba el Tíber. Abrióse la puerta y adiviné que Julia estaba detrás de mí. Giré hacia ella y la vi, de pie contra el nido de sombras. Con su cabello suelto y el largo ropaje blanco, era una aparición lunar. Brillaban como aguamarinas, bajo las pestañas negras, sus ojos transparentes. Le tomé una mano y la conduje hasta el resguardo que formaba un severo balcón. El corazón me latía terriblemente y temblaba tanto que Julia, al percatarse de ello, sonrió y deslizó su brazo debajo del mío. Para ocultar mi turbación —yo tartamudeaba y me azaraba como un imbécil, cuando ella hubiera debido ser la atolondrada—, le indiqué la silueta de Mugnano, en la que parpadeaban algunas luces, y le dije que el duque, mi primo, estaría agasajando allí a los parientes que había llevado consigo al partir. Le mostré también, en la penumbra de los baluartes, el abandonado carro nupcial sobre el cual había entrado triunfalmente en mis dominios y en el que la osa seguía alzando, como un atributo viril, el lirio enhiesto, alegórico. Después, para ganar tiempo, frívolamente, me puse a comentar los incidentes de las fiestas, exagerando la bufonería, hasta que me di cuenta de que hablaba solo y callé. La atraje y la besé en las mejillas, en la frente, en los anchos ojos, en la boca. De su piel emanaba un suave perfume. Al actuar así, no cedía yo al arrebato espontáneo, anheloso; procedía como si cumpliera un rito, y el comprobarlo me angustió más. En aquel mismo sitio había tenido lugar la invocación diabólica de Silvio de Narni que antecedió a la muerte de mi padre, y eso, que no podía extirpar de mi memoria, contribuía a mi desazón. La campiña entera parecía acechar en torno, aguardando. No se oía ni un rumor, ni el canto de un grillo, ni el son de una esquila, ni el chistido de una lechuza, ni el secreteo del follaje, y el resto del caserón, en el cual sin embargo se alojaban todavía tantos convidados, guardaba silencio. Se diría que la casa respiraba quedamente, como un enorme animal. La imagen de Silvio y de su conjuro volvió a acosarme, nítida, como si el nigromante estuviera dibujando en el suelo la geométrica figura y el monograma sacro, y me arrepentí de haber rechazado, en esta oportunidad, el auxilio de su arcana sabiduría.

No era posible prolongar la espera. Regresamos al aposento y desprendí, con dedos torpes, transpirando, las leves vestiduras de mi mujer. En el medio de la habitación que iluminaba la cera de las lámparas, surgió ante mí, desnuda, y creí desfallecer, porque su esbeltez adolescente era más bella de cuanto había imaginado. Su blancura se tornaba, en los ángulos sedosos sobre los cuales se desplazaba la luz, casi celeste.

—Nunca pensé —me dijo— que Vuestra Excelencia hubiera invitado al Diablo a esta reunión.

Yo estaba de hinojos y levanté mi mirada hacia la suya, sin comprender. Julia sonreía y me señalaba algo en el muro. Había allí, junto a la puerta, entre la taracea de mosaicos, un dibujo que yo no había notado antes —y eso es lo imposible, lo fantástico, porque, como he expresado ya, la habitación era pequeña y yo la había examinado cuando los artesanos pusieron fin a su labor—, una cerámica del mismo tamaño que las otras que representaba una cabeza demoníaca, bicorne, con la boca abierta. Me puse de pie de un salto y palpé la imagen con los dedos titubeantes. No se trataba de una visión. Sentí bajo mis yemas los contornos del rostro faunesco, la nariz aguda, los ojos, el belfo colgante, las puntas de la cornamenta retorcida. Julia se echó a reír y tornó a cubrirse.

—¿Eres amigo del Diablo? —me preguntó.

Tanto como aquella presencia insólita, me sorprendía su actitud.

—Ignoro cómo está aquí —murmuré—. Es materia de hechicería.

—¿Crees en ella?

No le contesté. Buscaba, sobre las mesas, algo, un instrumento punzante, para destruir la efigie. Mi espada y mi daga habían quedado en la vecina habitación.

—La haré añicos. O no; mejor llamaré a Silvio para que la conjure. Y mañana sabré quién la ha puesto ahí.

Ella tornó a reír.

—Déjala. No llames. Déjala estar.

—Pero no entiendo cómo ni quién la ha colocado en ese muro.

Julia arrojó su veste sobre el respaldo de una silla y sus pliegues ocultaron la cerámica perversa. Ahora estaba desnuda de nuevo, estirada entre las colgaduras.

—Olvídala, Pier Francesco. Aquí tienes a tus santos protectores.

Y esa vez me mostró, a ambos lados del lecho, los esmaltes de San Pedro y San Francisco, rodeados de perlas, que me había enviado el Santo Padre. Me aproximé con aprensiva cobardía.

—Olvídala. Prométeme que no la quitarás. Es un juego, un adorno. Olvídala.

Se lo prometí. Quizás cometí un error esencial al prometerlo. A la mañana siguiente ordenaría que la rociaran con agua bendita, pero no la quitaría del revestimiento. Sigue en ese lugar, junto a la puerta, después de cuatro centurias y media. Quien vaya a Bomarzo, la podrá ver.

El alarmante hallazgo aguzó mi nerviosidad. También la acentuó la compostura de mi amada. ¿Dónde había dejado su recato, su timidez? Pero ¿acaso ese recato y esa timidez existían? ¿Acaso eran algo más que un disimulo? ¿La conocía yo, por ventura? ¡Ay!, si ella hubiera obrado en otra forma, si hubiera evidenciado cualquier indicio de una zozobra como la que me estremecía, en vez de esa desenvoltura inesperada, pienso que el episodio de la iniciación de nuestras relaciones hubiera tenido un cariz muy diferente, opuesto, porque entonces las circunstancias hubieran sido iguales para ambos y hubiéramos avanzado simultáneamente hacia el fuego de la pasión. Pero su desplante ahondaba mi soledad y mi desamparo. Me sentí solo, inerme, frente a ella que estaba sostenida, en cambio, por una fuerza incógnita, fruto quizás de la experiencia. Pero ¿no me asistía a mí mi experiencia de hombre?, ¿qué me pasaba?, ¿por qué venía a sumarse ahora, al ridículo ineludible de mi físico, este otro ridículo con el cual no conté y que me colocaba en una posición tan falsa y tan insegura, trastrocando grotescamente los papeles sin que nada concreto lo justificara? Me fui despojando del
lucco
, como si toda la escena fuese una pesadilla intensificada por el horror culminante de tener que exhibirme desnudo delante de Julia. Eso —y lo subrayo como he subrayado cada sensibilidad mía en esta pública confesión— es lo más tremendo del caso: que lo que por el momento me angustiaba primordialmente era lo que concernía a mi vanidad estética, al pavor de exponer mi tara, y no a la duda surgida de la actitud de Julia y que implicaba una posible traición. Primero se planteaba mi problema inmediato y obvio; el de Julia, desconocido, se postergaba. La herida en el corazón de la vanidad motivada por mi pobreza física podía más que la herida causada por una infidelidad que, de ser cierta, hubiera debido desesperarme incomparablemente más. Pero no quise pensar en eso, o no pude. La joroba crecía sobre mi espalda, sobre mis hombros, sobre mi frente, cegándome. Tenía que exhibirme por fin, y mientras ella se reclinaba sobre los almohadones con la indiferencia de una meretriz (o con la serenidad de una mujer de temple que encara la esencia del matrimonio, no como un azaroso sacrificio, sino como un paso tranquilo hacia la comunidad de la existencia, pues cabía también esa interpretación), a mí me castañeteaban los dientes.

¡Qué desgraciado, qué desvalido me sentí entonces! ¿cómo me atreví a suponer que las cosas sucederían de modo diverso? ¿Bastaban, para afianzarme, mis aventuras con rameras y con aldeanas, mis andanzas con Juan Bautista, en las que las reacciones habían sido súbitas y eficaces? ¿Qué me pasaba, qué me pasaba, Dios mío? Los meses de monacal continencia, esperando ese instante, preparándome para él, esos meses en el curso de los cuales había creído limpiar a mi cuerpo y a mi alma de impurezas, de nada servían. Como cuando fracasé en mi intento inicial junto a Pantasilea, recurrí a las imaginativas sustituciones, evoqué a Nencia, a Abul, a Juan Bautista, a la propia Pantasilea y hasta el recuerdo del espinazo rítmico de mi paje Beppo y de la abierta entrega de la hija del posadero de Arezzo, el día en que tuve la revelación del acto lascivo, para que me socorrieran en el trance y me insuflaran el vigor del cual carecía. La cámara se pobló de invisibles figuras ardientes y fue en vano que se retorcieran alrededor como llamas. Acaricié ese cuerpo fino y deseable, lo besé sin descanso, gimiendo, llorando, pero Julia Farnese salió de mis brazos, esa noche, como había llegado a ellos.

—Perdóname —balbuceaba, y al hablar de la suerte hacía, sin quererlo, lo más contraproducente, pues refrendaba mi impotencia—, perdóname, Julia, perdona al jorobado, al que no es digno de ti…

Ella me acariciaba también evitando que sus manos rozaran mi espalda, quizás con asco, quizás con cierta indulgencia, con cierta indiferencia, porque procedía como yo de una vieja casta y, en los linajes muy gastados por el tiempo, muy usados por los artificios decadentes, lo inhabitual, lo que entre otros puede resultar motivo de una ruptura inmediata, es asunto que se considera como entre cómplices, herederos de similares desconciertos, pues en esa atmósfera todo se torna más complejo y más extraño. Era el medio en el cual Julia Gonzaga había acompañado con su virginidad, hasta su muerte, a su marido Vespasiano Colonna; el medio en el cual Guidobaldo de Montefeltro y su mujer habían sobrellevado, sin ser santos, sus nupcias blancas. Pero tal vez yo pensaba así ante el horror de un escándalo que pondría de manifiesto una tara más del duque de Bomarzo. ¿Qué sabía yo de lo que andaba por la cabeza de Julia, en momentos en que me afanaba inútilmente, apretando los dientes, sacudiéndola, torturándola, torturándome, buscando de suplir con mi boca lo que no lograba de otro modo?; ¿qué sabía yo, desarmado, echado sobre aquel cuerpo hermoso y frío? Le hablé groseramente de las victorias que había obtenido en ese campo. Di nombres que para ella nada significaban, a fin de acreditar mi poder. Me porté como un rústico, después de portarme como un deleznable incapaz. Y sólo entonces se me ocurrió enrostrarle lo que llamé descaro. Sólo entonces —y no porque me perturbara esencialmente el atrevimiento de su actitud, sino porque lo utilicé como un pretexto para disculpar la mía— atiné a acusarla de prácticas y conocimientos previos en la materia que nos reunía sobre el lecho tumultuoso. La cólera la inflamó, bajo el insulto. La niña gentil, la mujer provocante, se convirtió en una diosa agraviada. Ejercía igual dominio sobre el registro majestuoso y sobre el registro sensual y cuando se le antojaba exteriorizaba hasta qué punto era la sobrina del cardenal Alejandro Farnese. Debo decir que se defendió muy bien, que infundió tal verosimilitud a sus palabras, aludiendo a su inocencia y a su solo deseo de hacerme feliz, brindándome cuanto poseía, que me obligó a excusarme, a apelotonarme, a postrarme a sus pies, pues de repente temí haber empeorado mi situación con un error gravísimo y haberlo perdido todo con un desacierto más. Eso colmó mi humillación. Para reconquistar por lo menos su amistad y obtener una prórroga de su confianza, recurrí a las adulaciones serviles, como si yo no fuera el duque y el gran señor que pretendía y que la había recibido en su castillo con tan noble pompa, entre los próceres de Italia, sino un villano vulgar, un esclavo, hasta que cedió su tensión y reanudamos nuestras frustradas caricias. Por fin, rendido, cubierto de sudor, caí en letargo.

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