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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (58 page)

BOOK: Bomarzo
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Sí, fueron aquellos para Bomarzo, en el pegajoso calor veraniego que se imponía entre nubes de moscas, días muy sacudidos. El aparato mundano continuó en pie, como si nada extraordinario aconteciera, porque nos reuníamos en colaciones gárrulas, gozando de los sitios pintorescos, o, de tarde, inventábamos difíciles juegos de ingenio en los que triunfaba la picardía de Isabel de Este y la desfachatez de Aretino, o bailábamos, haciéndonos reverencias con las faldas y jubones, como si fuéramos unos pájaros saltarines que oscilaban y canturreaban en la fronda de los tapices áureos, pero, no bien caían las sombras y la luna despertaba antiguos monstruos, el contenido frenesí se apoderaba nuevamente del castillo. Aquellos príncipes y artistas alterados —Gonzaga, della Rovere, Farnese, Cellini— eran capaces de disponer, con un relámpago de aceros, de la vida de sus congéneres. El obispo de Soana, que harto lo sabía, rezaba sin cesar para que se apaciguara su efervescencia.

No sólo nosotros, los señores, nos percatamos del vaivén erótico que nos arrastraba en su delirante torbellino, sino también el vulgo, que nos contemplaba de lejos, como si asistiera a un espectáculo inverosímil al cual seguramente envidiaba. En el villorrio, cada uno se las arregló como pudo para participar de la contagiosa embriaguez que difundieron la soldadesca y las servidumbres y, cumplido el plazo que fija esa ordenada evolución, me tocó apadrinar en Bomarzo numerosos bautizos que complicaron la modesta economía del vasallaje y me obligaron a multiplicar las gratificaciones. La fábula de las orgías y los escándalos de Bomarzo comenzó a cundir y llegó a Roma, soplada, inflamada, henchida, hasta que los últimos huéspedes partieron. Cuando Aretino se despidió de mí, me costó defender de su avidez las copas bizantinas que me había obsequiado Valerio. Entonces tornó a afirmar su imperio una paz ficticia. Hubo paz para todos menos para mí. Mi nonagenaria abuela, espantada de los comentarios de sus damas, cuchicheados en el aletear de los ventalles —y habrá que atribuir su puritano repudio a la alta vejez, pues había convivido con los Borgia—, volvió a bajar al jardín, abandonando su alcoba, su celda, como si quisiera retomar, después de la borrasca, en sus nudosas manos, las riendas perdidas. Me cruzaba con su silla, que conducían dos lacayos, en los senderos que bordeaban las rosas, y ella me miraba de hito en hito. Julia oteaba la campiña, hacia donde había desaparecido, dentro de una nube de polvo, el séquito de sus parientes. Y yo entrecerraba los párpados, robado de mi secreto por la sapientísima Diana Orsini, y simulaba estar absorbido por pensamientos graves, como corresponde a los duques.

Un médico, un psicoanalista actual, gente de experiencia, de libros, de teorías, podría explicar probablemente con facilidad (o con dificultad) qué era lo que me pasaba, qué exactas, delicadas, mínimas y tremendas ruedecillas habían entrado en juego y habían puesto en marcha el mecanismo de mi inhibición frente a Julia. En cambio algún lector poco sutil dirá su escepticismo ante el hecho de que, simultáneamente, yo reiterara los testimonios de mi eficacia viril en colaboración con distintas vasallas de Bomarzo y la nulidad de mis empeños amatorios con referencia a mi legítima esposa. No me adentraré demasiado en el análisis del problema y me limitaré a repetir que las cosas sucedieron de ese modo. Sólo subrayaré para el lector escéptico la circunstancia de que mis triunfos se lograran sobre gente de categoría subalterna, unida a mí y a los míos por siglos de obediencia, y que era como una proyección humana de esa tierra leal de Bomarzo que nos servía desde la penumbra medieval, esa tierra incapaz de traicionarme. Julia Farnese, gran dama, hija de una casa célebre, ubicada delante de mí en condiciones de igualdad, introdujo en las permutas voluptuosas un elemento nuevo. Por primera vez encaraba yo, en un nivel en el cual sentía siempre, en el fondo, la inferioridad de mi situación —como cada oportunidad en que mi cuerpo se ponía en evidencia—, una responsabilidad de esa índole con alguien que era no sólo mi asociada contractual en tales zarandeos, sino también mi par, mi equivalente jerárquico, mal pese al orgullo de los Orsini, y, por consiguiente, un posible juez íntimo e irónico. Y la inhibición que resultó de este planteo fue más fuerte que mi voluntad, que mi urgencia por afirmarme entonces más que nunca.

Todo esto es triste, pequeño, desagradable, hasta repugnante. Si Julia procedió como si no le otorgara importancia, como si estuviera en una altura dulce y secreta a la cual no llegaba el jadeante rumor de esas inútiles tentativas, a mí, en cambio, me desquició, puesto que era el culpable de situación tan mísera. Como en otras ocasiones, traté de desembarazarme de la culpa, descargándola sobre un inocente, convenciéndome de que si las cosas se producían así era a causa de la frialdad y de la indiferencia de mi compañera, lo cual, si era verdad en parte lo era en una parte muy minúscula. Me dediqué, pues, a vejarla, como si me vengase de un agravio que no existía en realidad y, puesto que mis engaños con modestas campesinas de Bomarzo, que Julia no podía ignorar, la dejaban insensible, eché mano del recurso más aparatoso y ofensivo que me facilitaban Juan Bautista y Segismundo. Ya no me separé de ellos, a las horas del día en que familiares y criados atestiguaban continuamente en el castillo y en el parque, la singularidad de nuestros contactos. El calor apretaba todavía y lo aproveché para que ambos muchachos anduvieran semidesnudos, suprimida la camisa y subrayado el cuerpo por el ceñimiento procaz de las calzas y, con ellos así vestidos —o desvestidos—, se me solía ver entre sus torsos brillantes, apoyado en las balaustradas o riendo a la sombra de los jarrones de terracota del jardín que decoraban rosas y laureles. Pero ni siquiera ese exhibicionismo logró conmoverla. Si me cruzaba con ella junto a algunos de los macizos recortados o en las terrazas que entoldaban los tapices viejos, cuando iba en tan escandalosa compañía, Julia Farnese se limitaba a sonreírme, desde la distancia de su desapego aristocrático, con lo cual enardecía mi cólera humillada. Mi abuela me espiaba en tanto, apoyada en el alféizar de su ventanal, entre sus gatos inmóviles, y yo, perdido, desesperado, extremaba la pantomima insolente como si ubicara a Diana Orsini en el clan de imaginarios enemigos que exacerbaban mis ansias de desquite.

Corrió el tiempo de ese modo, mezquinamente, y en momentos en que me inquietaba en pos de un pretexto que me permitiera alejarme de Bomarzo y del suplicio que significaba compartir en silencio el lecho de mi mujer —y de alejarme sin que ello despertara sospechas peligrosas—, me lo dio el anuncio, que trajo un fraile, de que mi abuelo Franciotto agonizaba en su palacio romano. Partí para allá en seguida, exagerando las manifestaciones de mi alarma. Me acompañaron Juan Bautista Martelli y los tres primos Orsini —Orso, Mateo y Segismundo—, quienes esperaban sin duda que el cardenal los recordara en su testamento. Si fue así, concluyeron los tres defraudados.

Una mezcla de alivio y de zozobra me embargó al apartarme del castillo. Las tribulaciones maritales quedaban para después. Quizás, a mi regreso, todo se equilibraría. Lo único que me intranquilizaba ahora era el fin del anciano. Aunque mi abuelo me había demostrado rotunda y permanentemente su desamor, me sobrecogió un sentimiento nuevo hacia él, mientras galopaba camino de Roma, algo que se parecía a la ansiedad de que, antes de morir, el cardenal me certificase que me quería, porque eso era lo que necesitaba mi angustia, saber que me querían, que me apoyaban con el calor de la ternura, y, cuando entré en las calles abigarradas de mi ciudad natal, advertí con sorpresa, en momentos en que mi comitiva contorneaba el Foro que había presenciado mis ingenuas búsquedas de arqueólogo infantil —el Foro en el cual pastaban unos búfalos endebles y una piara de cerdos ronzaba entre las ruinas—, que se me llenaban los ojos de lágrimas; y estaba yo tan endurecido por el egoísmo, por la desconfianza, por el encono y por la adversidad, que el llanto insólito me hizo un enorme bien, al enseñarme que en algún escondido rincón de mi alma manaba todavía la tibia fuente conmovedora.

Mi abuelo se apagaba como un cirio suntuoso, en su gran lecho rojo del palacio de San Giacomo degl’Incurabili, donde cien servidores proclamaban con ceremoniosa pereza el esplendor de su jerarquía y el desorden de sus finanzas. Un mundo de prelados, de parientes y de señores agregados al servicio pontificial, me rodeó no bien ascendí la escalinata y atravesé los salones en los que se amontonaban las obras de arte que me corresponderían en herencia. Me abrazaron, me besaron, me palmearon. Inquirieron por la salud de mi abuela, por la felicidad de Julia. Tal vez unos pocos sentían un auténtico pesar ante la muerte del príncipe que, cuando organizaba las cacerías de su primo León X, había contribuido a divertirlos y que, en la época anterior a su exaltación a la púrpura, siendo condottiero de la Iglesia y de la Serenísima, al lado del terrible Malatesta Baglioni que vendió a Florencia después, había compartido sus riesgos en asedios y en combates, pero la mayoría estaba probablemente barajando el cálculo de las ventajas que sucederían a la eliminación de quien, por su carácter de tenaz candidato a la tiara, interceptaba muchas ambiciones.

El fin tardó en llegar. Durante una semana permanecí junto a mi abuelo. Una anhelosa lucidez lo iluminó en ese período. Yo, para distraerlo, le referí pormenores relativos a los huéspedes de Bomarzo que habían asistido a mi casamiento. Le expliqué que el problema de la dote de Julia se había arreglado con felicidad, gracias a la munificencia de Galeazzo, y eso le arrancó un suspiro, porque él no había concluido nunca de cumplir con la de mi madre. Le describí los celos que Sebastiano del Piombo seguía alimentando contra Rafael de Urbino, tantos años después de su muerte. Le conté lo que el duque Federico de Mantua me había narrado acerca de su tío Ludovico Gonzaga, el coleccionista de objetos raros, el que siempre andaba a la pesca de comedias antiguas para hacerlas representar ante su corte de Gazzuolo, y le dije que yo también, algún día, quisiera convertir a Bomarzo en un pequeño centro del ingenio italiano. Pero él, con una voz lejana, transformada, moviendo apenas sus manos transparentes, aludió al eco de las orgías del castillo que había alcanzado hasta Roma. Me sorprendió que hablara así, tan luego él que había sido famoso por su frivolidad y por su mundana indulgencia, porque las presuntas orgías a la postre no habían sido tales, y, si bien para serenarlo le declaré que nada extraordinario había acontecido en mis tierras —lo cual, desde el punto de vista del criterio general de entonces, era cierto—, pensé, al notar su melancolía, que la proximidad de su tránsito y de la definitiva rendición de cuentas lo tornaba postrimeramente puntilloso. Sorteando los escollos que ese tema era capaz de suscitar lo cambié y volví sobre el asunto de las cartas del alquimista Dastyn al cardenal Napoleón Orsini, ilusionándome con la idea de que la perspicacia que debía a una consunción que había devorado su cuerpo y sólo dejaba viva, trémula, quemante, la llama de la conciencia, pudiera auxiliarlo a recordar lo que antes escapara a su memoria indecisa, pero mi abuelo repitió que nada sabía de esos documentos.

—La inmortalidad, Vicino, pobre Vicino —susurró con un hilo de voz—, es la sucesión en el tiempo. Somos eslabones de una cadena inmensa. Cuando tengas un hijo, serás inmortal.

—Julia aguarda un hijo —le respondí impetuosamente, y el orgullo que me causó esa mentira me hizo ver algo que no había notado aún: cuánto deseaba asegurarle a Bomarzo un heredero, porque lo otro, la promesa de que yo sería su dueño infinitamente, se diluía, por monstruoso, con su espléndida tentación, en la niebla de una inseguridad que cubría la penuria de todas mis inseguridades. Lo dije sin meditar en las consecuencias de mis palabras, convenciéndome de que las había pronunciado piadosamente, luego que se me escaparon, para procurarle una paz utópica al anciano moribundo que no verificaría el embuste; pero lo dije también para aliviarme artificialmente de la sofocación con que la incertidumbre me ahogaba.

Franciotto Orsini me atrajo y olí de cerca el olor de la muerte. Me besó y me eché a llorar. Jamás me besaba, ni siquiera de niño, cuando sus tres nietos acudíamos a recibirlo en el patio de Bomarzo, tironeándole los pliegues púrpuras.

—Te bendigo, duque —añadió—, y bendigo al que te sucederá y a los que lo sucederán a él. Los Orsini no mueren. No morirán hasta que el Señor lo decida. Yo moriré, tú morirás a tu turno, pero no morirán los Orsini. Y eso es lo que importa. La inmortalidad es… es… la voluntad de Dios…

Levanté los ojos hacia el tapiz cuyos hilos multicolores dibujaban nuestras armas. Acaso el cardenal estuviera en lo cierto y el secreto no se escondiera en la fórmula mágica de un sabio sino en el diseño hermético de la rosa, la sierpe y los osos. Pero en seguida rechacé la idea. La obsesión que desde la adolescencia me mantenía tenso como un arco que apuntaba hacia el futuro eterno, y que me alimentaba con su maravilla, se rebelaba contra esa solución lógica, familiar, común a la mayoría de los hombres.

Mis primos solían entrar en la cámara, mientras hablábamos, y mantenerse a distancia respetuosa. Se los adivinaba más que se los descubría, en la penumbra donde refulgían los grandes relicarios. Espiaban inútilmente un gesto del cardenal, algo que indicara que se había acordado de ellos. Nos miraban, hermosos, bronceados, como aves de presa.

Cuando Maerbale llegó de Venecia, Franciotto Orsini se desbarrancaba ya, delirante, hacia la noche definitiva. En los jirones de sus balbuceos alentaba todavía su rencor contra los Colonna, que había dominado tal vez en la superficie de las horas clarividentes que lo congraciaron con el Hacedor, pero que su subconsciencia liberaba ahora y arrojaba hacia afuera, como venenos escondidos y tenaces. Él, que había sido casado con una Colonna —con esa abuela Colonna a la cual creo haber mencionado al comienzo de estas memorias y que he descartado a propósito al escribirlas, como si con ello lograse suprimirla de la lucha de mi sangre—, juraba que todas sus desgracias emanaban de la saña de la estirpe enemiga. De repente el desvarío cambiaba de rumbo y, llamada por su voz exhausta, una visión dinámica colmaba el aposento. Bastaba que murmurase los nombres de los perros elásticos del primer papa Médicis, que yo conocía tan bien —Lacone, Nebrofare, Icnobate, Argo— para que el estrépito de las cacerías remotas resonara sobre el murmullo de los rosarios que los monjes rezaban sin parar, y para que la cámara se estremeciese como si un viento febril sacudiera los cortinajes escarlatas. Los ojos de mi abuelo ardían, enormes, en la profundidad de las almohadas que mojaba el sudor, y la escena piadosa que tenía por centro a un anciano que había recibido la extremaunción y que pronto se encararía con el supremo juez, adquiría extraños toques paganos, una macabra alegría, por el fuego vital que chisporroteaba en el lecho y que creaba la ficción de una luz que encendía, entre las colgaduras, las negras siluetas del duque jorobado, del condottiero Maerbale, de los otros nietos indistintos, Francisco, Arrigo, León, y de los parientes despechados que no se resignaban a su desventura financiera, Orso, Mateo, Segismundo. Yo, entre tanto, cavilaba sobre mi destino. Pensaba en Julia, a quien ansiaba y temía rever y que, con el alejamiento sosegador, se desperfilaba, hasta que su imagen se confundía con otras imágenes vagas, la de Adriana, la de Abul… La suponía dando agua a las rosas del jardín de Bomarzo, conversando con los campesinos; la soñaba abrazándome en nuestra habitación nupcial, entregándose por fin, como si se deshelara, acogiéndome en su intimidad excluyente. Y mis ojos iban, disimulados, hacia la estática figura de Maerbale, como si recelase que mi hermano pudiera avizorar lo que pasaba por mi interior.

BOOK: Bomarzo
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