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Authors: Agatha Christie

Cartas sobre la mesa (2 page)

BOOK: Cartas sobre la mesa
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Shaitana le interrumpió.

—Pero ha quedado conmovida su sensibilidad burguesa, ¿verdad? Amigo mío, debe usted desembarazarse de las limitaciones que impone la mentalidad de un policía.

—Realmente, tengo un concepto absolutamente burgués acerca del asesinato —replicó el detective.

—Pero, ¿por qué? Cuando se trate de un asunto estúpido, vulgar, sanguinario... sí; estoy de acuerdo con usted. ¡Pero el asesinato puede ser un arte! Y el asesino un artista.

—Lo admito.

—Entonces, ¿qué? —preguntó el señor Shaitana.

—De todos modos, no deja de ser un asesino.

—Estoy convencido, monsieur Poirot, de que el hacer una cosa extremadamente bien, constituye en sí una justificación. Usted, dejando a un lado de toda imaginación, quiere coger el asesino, esposarle, encerrarle en la cárcel, y finalmente hacer que le rompan el cuello en las primeras horas de la mañana. En mi opinión, un asesino realmente afortunado debiera tener derecho a que el Estado le pagara una pensión, y yo no tendría inconveniente en invitarle a comer.

Poirot se encogió de hombros.

—No soy tan indiferente al arte en el crimen, como usted supone. Puedo sentir admiración hacia el asesino perfecto... como podría admirar también a un tigre... que es una fiera espléndida. Pero lo admiraría desde el exterior de la jaula. No entraría en ella, a no ser que mi deber me obligara. Porque, como usted sabe, señor Shaitana, el tigre puede saltar y...

Su interlocutor rió.

—Comprendo. ¿Y el asesino...?

—Puede matar —comentó Poirot gravemente.

—¡Pero qué alarmista es usted! Entonces, ¿no quiere venir a ver mi colección de... tigres?

—Al contrario. Tendré mucho gusto.

—¡Qué intrépido!

—No me ha entendido usted del todo, señor Shaitana. Con mis palabras quería prevenirle. Quiso hacerme admitir que su idea de coleccionar asesinos era divertida. Le dije que, en lugar de «divertida», podía emplear otra palabra. «Peligrosa», diría yo. Creo, señor Shaitana, que su distracción puede serlo.

El otro lanzó una risotada mefistofélica.

—Le espero, pues, el día dieciocho; ¿de acuerdo?

Poirot hizo una reverencia.

—Puede usted esperarme ese día.
Mille remerciments
.

—Arreglaré una pequeña reunión —dijo Shaitana, como si hablara consigo mismo—. No se olvide. A las ocho.

Durante unos momentos, Poirot contempló cómo se alejaba.

Después sacudió lentamente la cabeza con aspecto pensativo.

Capítulo II
 
-
Comida en casa del señor Shaitana

La puerta del piso que ocupaba el señor Shaitana se abrió silenciosamente. Un mayordomo de cabellos grises se apartó para que pasara Poirot. Cerró después con tanto cuidado como abrió y ayudó eficientemente al invitado a que se despojara del abrigo y sombrero.

—¿A quién anuncio, por favor? —preguntó con voz baja e inexpresiva.

—A monsieur Hércules Poirot.

Un rumor de conversaciones se difundió por el vestíbulo cuando el mayordomo abrió una puerta y anunció:

—Monsieur Hércules Poirot.

Shaitana se adelantó para recibirle, llevando un vaso de jerez en la mano. Iba inmaculadamente vestido, como acostumbraba. Su aspecto mefistofélico había crecido de punto aquella noche y sus cejas parecían más acentuadas debido a la expresión burlona que las levantaba.

—Permítame que le presente... ¿conoce usted a la señora Oliver?

La teatralidad que había en él quedó satisfecha al ver el pequeño gesto de sorpresa que hizo Poirot.

La señora Ariadne Oliver pasaba por ser una de las principales escritoras de novelas policíacas y otros asuntos sensacionales. Escribía de forma amena, aunque no muy gramaticalmente, artículos que aparecían en diversas revistas relacionadas con el crimen y sus problemas. Era también una furibunda feminista y cuando algún asesinato famoso ocupaba la atención de la Prensa, podía darse por sentado que se publicaría una entrevista con la señora Oliver, en la que diría: «¡Ah; si una mujer estuviera al frente de Scotland Yard!» Creía firmemente en la intuición femenina.

Por lo demás, era una mujer agradable, de mediana edad, que vestía con elegancia, aunque de una forma bastante desaliñada. Tenía bonitos ojos, hombros erguidos y una gran cantidad de pelo gris, con el que continuamente estaba haciendo experimentos. Unos días su aspecto era altamente intelectual, pues se peinaba con el pelo recogido en un moño sobre la nuca. En otras ocasiones, la señora Oliver aparecía de repente con el pelo ondulado, estilo Madonna, o con gran cantidad de rizos revueltos. Aquella noche llevaba flequillo.

Con su agradable voz de tono profundo saludó a Poirot, a quien ya había sido presentada anteriormente en una comida literaria.

—Y al superintendente Battle, conocido de usted sin duda alguna —prosiguió Shaitana.

Un hombre corpulento y macizo, de rudas facciones, se adelantó. El superintendente, no sólo daba la impresión a quien lo viera de que estaba tallado en madera, sino que se esforzaba en patentizar que la madera en cuestión era de una dureza extraordinaria.

Battle tenía fama de ser uno de los mejores elementos de Scotland Yard, aunque su aspecto fue siempre estólido y un tanto estúpido.

—Ya conozco a monsieur Poirot —dijo.

Su rígida cara se distendió en una sonrisa y luego volvió a tomar la apariencia inexpresiva de antes.

—El coronel Race —continuó Shaitana.

Poirot no había sido presentado con anterioridad al coronel Race, pero sabía algo acerca de él. Era un hombre enigmático, elegante, profundamente bronceado por el sol y de unos cincuenta años de edad. Por lo general, podía encontrársele en cualquier lugar remoto del Imperio... sobre todo si por allí se fraguaba algún disturbio. «Servicio Secreto» es un término melodramático, pero con él se puede describir llanamente y con exactitud la naturaleza y alcance de las actividades del coronel Race.

Poirot entendió entonces y valoró adecuadamente el significado especial que contenían las intenciones humorísticas de su anfitrión.

—Los demás invitados se han retrasado —dijo el señor Shaitana—. Tal vez tenga yo la culpa, pues creo que los cité para las ocho y cuarto.

En aquel momento se abrió la puerta y el mayordomo anunció:

—El doctor Roberts.

El hombre entró en la habitación con los modales rápidos que los médicos utilizan cuando visitan a sus enfermos. Era un individuo jovial, de rostro encarnado y edad mediana. Tenía ojos pequeños y brillantes, ciertos indicios de calvicie, tendencia al
embonpoint
y un aspecto general de médico bien lavado y desinfectado. Sus maneras eran alegres y resueltas. Daba la sensación de que los diagnósticos que formulara tenían que ser necesariamente correctos; sus tratamientos agradables y prácticos... «quizás un poco de champaña durante la convalecencia». Un hombre de mundo, en todos los aspectos.

—Espero que no habré llegado tarde —dijo el doctor Roberts cordialmente.

Estrechó la mano del anfitrión y fue presentado a los demás invitados. Pareció particularmente satisfecho de conocer a Battle.

—¡Caramba! —exclamó—. Usted es uno de los peces gordos de Scotland Yard, ¿verdad? ¡Muy interesante! Ya sé que es mala cosa hacerle hablar de su profesión ahora, pero le advierto que trataré de que lo haga. Posiblemente no sea muy conveniente para un médico, pero siempre me ha interesado el crimen. No debo confesarlo a mis pacientes nerviosos... ¡Ja, ja!

La puerta volvió a abrirse.

—La señora Lorrimer.

Era una mujer elegantemente vestida, de unos sesenta años. Sus facciones estaban firmemente diseñadas; llevaba arreglado con mucho gusto el cabello gris y tenía una voz clara e incisiva.

—Supongo que no me habré retrasado —dijo, avanzando hacia el señor Shaitana.

Luego saludó al doctor Roberts, a quien ya conocía.

El mayordomo anunció:

—El mayor Despard.

El recién llegado era un joven alto, delgado y distinguido. Una cicatriz en la sien le desfiguraba algo la cara. Después que fue presentado gravitó naturalmente hacia donde estaba el coronel Race y pronto estuvieron los dos hablando de deportes y comparando sus experiencias en el
safari
.

Por última vez se abrió la puerta y el mayordomo anunció:

—La señorita Meredith.

Era una muchacha de poco más de veinte años. De mediana estatura y aspecto gallardo, unos rizos castaños le caían sobre el cuello y sus ojos eran grandes, aunque un tanto separados. Llevaba la cara empolvada, sin rastro de maquillaje. Hablaba con lentitud y un poco tímidamente.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Soy la última?

El señor Shaitana se apresuró a recibirla con un vaso de jerez y una respuesta adornada y galante. Hizo las presentaciones con mucha formalidad y ceremonia.

La señorita Meredith quedó por fin al lado de Poirot, bebiendo su vaso de jerez.

—Nuestro amigo es muy puntilloso —observó el detective sonriendo.

La muchacha asintió.

—Desde luego. La gente no se preocupa actualmente de las presentaciones. Se limitan a decir «Espero que ya conocerá a todos», y te dejan en mitad de la reunión, sin más aclaraciones.

—Tanto si conoces a los demás como si no, ¿verdad?

—Eso es. Algunas veces se siente una confusa... pero creo que el sistema del señor Shaitana infunde mucho más temor.

Titubeó un momento y luego preguntó:

—¿Aquélla es la señora Oliver, la novelista?

En aquel momento se oyó sobre los demás la voz grave de la aludida, que hablaba con el doctor Roberts.

—No puede usted ignorar el instinto de una mujer, doctor. Las mujeres conocen esas cosas.

Olvidándose de que no iba peinada con el pelo sobre la nuca, trató de alisarlo hacia atrás, pero se lo impidió el flequillo.

—Sí; ésta es la señora Oliver —dijo Poirot.

—¿La que escribió
Un cadáver en la biblioteca
?

—La misma.

La señorita Meredith frunció el entrecejo.

—Y ese hombre de cara de palo... ¿dijo el señor Shaitana que es un superintendente?

—Sí; de Scotland Yard.

—¿Y usted?

—¿Y yo?

—Le conozco muy bien, monsieur Poirot. Fue usted quien en realidad descubrió el misterio de la Guía de ferrocarriles.

—Me llena usted de confusión, mademoiselle.

La señorita Meredith volvió a juntar las cejas.

—El señor Shaitana... —empezó a decir, pero calló—. El señor Shaitana...

Poirot comentó sosegadamente:

—Pudiera decirse que está obsesionado por el crimen. Al menos, lo parece. No hay duda de que desea oír cómo disputamos entre nosotros. Ya está incitando a la señora Oliver contra el doctor Roberts. Ahora discuten sobre los venenos que no dejan rastro.

La joven tembló un poco al decir:

—¡Qué hombre tan extravagante!

—¿El doctor Roberts?

—No; el señor Shaitana.

Volvió a estremecerse.

—Hay algo en él que asusta —dijo—. Nunca se sabe qué cosas considera como divertidas. Pudiera ser... pudiera ser que le gustara la crueldad.

—¿Como las cacerías de zorras?

La señorita Meredith le dirigió una mirada de reproche.

—Quería decir... ¡Oh! Me refería a la refinada crueldad oriental.

—Tal vez tenga una mente tortuosa —admitió Hércules Poirot.

—¿De atormentador?
[2]
.

—No, no. Dije tortuosa.

—De todas formas, creo que no me gusta en absoluto —confesó la muchacha bajando la voz.

—No obstante, le gustará la comida —aseguró Poirot—. Tiene un cocinero maravilloso.

Ella lo miró con recelo y luego rió.

—¡Vaya! Ya veo que también es usted humano.

—¡Claro que lo soy!

—Compréndame —dijo la señorita Meredith—. Es que todas estas celebridades intimidan un poco.

—Mademoiselle, no debe usted intimidarse... En todo caso, debiera estar fuertemente emocionada. Debía tener listo su libro de autógrafos y la estilográfica.

—Pero a mí no me interesan los asuntos relacionados con el crimen, ni creo que le interesan a ninguna mujer. Los hombres son los únicos que leen novelas policíacas.

Hércules Poirot suspiró con afectación.

—¡Ay! —murmuró—. ¡Qué no daría yo ahora por ser un astro cinematográfico, aunque fuera de poca magnitud!

El mayordomo abrió la puerta de par en par.

—La comida está servida —anunció.

El pronóstico de Poirot se cumplió ampliamente. La comida fue exquisita y perfecta en sus detalles. Luz suave, maderas pulidas y el centelleo azul del cristal irlandés. En la penumbra, sentado en la cabecera de la mesa, el señor Shaitana tenía un aspecto más diabólico que nunca.

Pidió disculpas con elegancia, sobre el número desigual de señoras y caballeros.

La señora Lorrimer tomó asiento a su derecha y la señora Oliver a la izquierda. La señorita Meredith se sentó entre el superintendente Battle y el mayor Despard, y Poirot entre la señora Lorrimer y el doctor Roberts.

—No vamos a permitir que acapare durante toda la noche a la única chica bonita que tenemos. Ustedes los franceses no pierden el tiempo, ¿verdad?

—No lo sé. Soy belga —contestó Poirot.

—Tanto da por lo que se refiere a las mujeres —comentó el médico alegremente.

Después, bajando el tono jocoso y adoptando el profesional, empezó a hablar con el coronel Race acerca de los últimos descubrimientos en el tratamiento de la enfermedad del sueño.

La señora Lorrimer se volvió hacia Poirot e inició la conversación hablando sobre las últimas obras teatrales estrenadas. Sus juicios eran sensatos, así como las críticas que formuló. Derivaron luego al tema de los libros y por fin al de la política mundial. Poirot apreció en ella una mujer instruida y muy inteligente.

En el lado opuesto de la mesa, la señora Oliver estaba preguntando al mayor Despard si conocía algunos venenos exóticos o poco comunes.

—Pues... el curare —dijo él.

—¡Eso es
vieux jeu
, querido amigo! Ha sido empleado centenares de veces. ¡Me refiero a algo completamente nuevo!

El mayor contestó con sequedad:

—Las tribus primitivas están algo chapadas a la antigua. Prefieren utilizar los materiales que sus abuelos y bisabuelos emplearon antes que ellos.

—¡Qué aburridos son! —dijo la señora Oliver—. Yo creía que estaban constantemente haciendo experimentos con hierbajos y cosas parecidas. ¡Qué oportunidad para los exploradores! Cuando volvieran a casa podrían matar a todos los tíos ricos, con alguna nueva droga de la que nadie oyó hablar.

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