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Authors: Agatha Christie

Cartas sobre la mesa (18 page)

BOOK: Cartas sobre la mesa
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—¿Queda absuelta, pues, Anne Meredith? —preguntó Poirot.

Battle titubeó.

—No diría yo eso. Hay algo... Tiene un aspecto asustado, que no puede atribuirse por completo al pánico que le infundía Shaitana. Es demasiado precavida. Está demasiado sobre aviso. Aseguraría que hay algo. Pero, al fin y al cabo... ha llevado hasta ahora una vida intachable.

La señora Oliver aspiró profundamente el aire... con aspecto de completa satisfacción.

—Y sin embargo —dijo—, Anne Meredith estuvo en cierta casa cuando una mujer tomó un veneno por equivocación y murió.

No tuvo queja del efecto que causaron sus palabras.

El superintendente Battle dio la vuelta completa en su sillón y se quedó mirando a la novelista con asombro.

—¿Es verdad eso, señora Oliver? ¿Cómo lo sabe?

—He estado husmeando por ahí —dijo ella—. Me ocupé de las muchachas. Fui a verlas y les conté un cuento chino acerca de mis sospechas sobre el doctor Roberts. Piensan que yo era una celebridad. A la pequeña Meredith no le hizo gracia mi visita y lo demostró bien a las claras. Sospechaba. ¿Por qué debía sospechar, si no tenía nada que ocultar? Les dije a las dos que vinieran a verme en Londres. Rhoda lo hizo y me lo contó todo sin rodeos. Me dijo que Anne había estado algo desconsiderada conmigo porque algo de lo que yo dije le recordó un doloroso incidente. Luego me lo describió con pelos y señales.

—¿Le dijo cuándo y dónde ocurrió?

—Hace tres años, en Devonshire.

El superintendente Battle murmuró algo para su capote y escribió unas palabras en el bloc. Su pétrea calma había sido sacudida.

La señora Oliver saboreaba su triunfo. Fue un momento de gran satisfacción para ella.

—Me descubro ante usted, señora Oliver —dijo Battle—. Esta vez nos ha dado una lección. Es una información de mucho valor. Y demuestra cuán fácilmente puede uno omitir una cosa.

Frunció un poco las cejas.

—No pudo estar mucho tiempo allí... donde quiera que fuese —agregó—. Un par de meses a lo sumo. Debió ser entre su salida de la isla de Wright y su llegada a la casa de la señorita Dawes. Sí así debió ocurrir. La hermana se la señora Eldon recordaba que se fue a vivir a un lugar del Devonshire... pero no sabía exactamente dónde.

—Dígame —rogó Poirot—. La señora Eldon es una mujer bastante desordenada, ¿verdad?

Battle lo miró con curiosidad.

—Me sorprende que pregunte usted eso, monsieur Poirot. No sé cómo pudo llegar a saberlo. La hermana de la señora Eldon me la describió muy gráficamente. «Es una atolondrada y nunca sabe dónde deja las cosas.» ¿Cómo se enteró usted?

—Porque necesitaba una asistenta —indicó la señora Oliver.

—No, no; no es eso. No importa de momento; sólo era curiosidad. Continúe, superintendente.

—Como decía —prosiguió Battle—, di como cierto que estuvo con la señorita Dawes cuando se fue de la isla de Wright. Esa chica es una mentirosa consumada y me engañó como a un chino.

—Mentir no es siempre señal de culpabilidad —observó Poirot.

—Ya lo sé, monsieur Poirot. Aunque existen mentirosos natos, y esa joven lo es. Siempre dice las cosas que mejor suenan. De todas formas, se corre un grave peligro callando hechos como el que nos ocupa.

—Tal vez creerá que no le interesan a usted los crímenes pasados —comentó la señora Oliver.

—Ésa sería una razón de más para no suprimir semejante información. Pudo haberse aceptado como un caso de muerte accidental, ocasionada de buena fe y, por lo tanto, la muchacha no tenía nada que temer... a no ser que fuera culpable.

—Sí; de no ser culpable de la muerte ocurrida en el Devonshire —repitió Poirot.

Battle se volvió a él.

—Ya sé a qué se refiere. Aun en el caso de que aquella muerte no hubiera sido accidental... no se puede asegurar por ello que la chica matara a Shaitana. Pero todas esas muertes ocurridas hace años no dejan de ser asesinatos, y yo necesito colocarme en situación de poder achacar cada crimen a la persona responsable de él.

—Si hemos de atenernos a la opinión de Shaitana, eso resultará imposible —dijo Poirot.

—En el caso del doctor Roberts, puede ser. Pero todavía me queda por ver si ocurrirá lo mismo en el de la señorita Meredith. Mañana iré a Devon.

—¿Ya sabe usted adonde tiene que dirigirse? —preguntó la señora Oliver—. No me gustó pedirle más detalles a Rhoda.

—Hizo usted muy bien. Pero no me costará mucho averiguarlo. Como tuvo que celebrarse una encuesta, localizaré los antecedentes en el registro del médico forense. Es un trabajo rutinario. Mañana a primera hora ya me tendrán preparados todos los detalles.

—¿Y qué me dice del mayor Despard? —preguntó la novelista—. ¿Ha investigado acerca de él?

—Estaba esperando el informe del coronel Race. Como es lógico, ordené que le vigilaran y me enteré de que hizo una cosa bastante significativa: fue a Wellinford y visitó a la señorita Meredith. Como recordarán, el muchacho aseguró que nunca la había visto antes de que se la presentaran en casa de Shaitana.

—Es una chica muy bonita —murmuró Poirot.

—Sí. Espero que a eso se reducirá todo. Y a propósito. Despard no ha dejado nada al azar. Consultó con un abogado. Eso parece significar que no está seguro de que las cosas marchen bien.

—Es un hombre precavido —dijo Poirot—. Recuerde que puede actuar con gran celeridad.

Battle lo miró fijamente.

—Y bien, monsieur Poirot, ¿qué cartas tiene usted en la mano? Todavía no las ha puesto sobre la mesa.

El detective sonrió.

—Tengo muy poca cosa. ¿Cree usted que me reservo algo? Pues no es así. No me he enterado de mucho. Hablé con el doctor Roberts, la señora Lorrimer y el mayor Despard; todavía tengo que ver a la señorita Meredith. ¿Y de qué me enteré? ¡De esto, simplemente! De que el doctor Roberts es un observador muy sutil; de que la señora Lorrimer tiene un considerable poder de concentración, pero que, precisamente por ello, casi no se da cuenta de lo que le rodea. Le gustan las flores. Despard solamente se da cuenta de las cosas que le atañen... alfombras, trofeos de caza, etc. No tiene lo que yo llamo visión externa, observación de los detalles que rodean a uno, ni visión interna... concentración, enfoque del pensamiento sobre un objeto. Su visión se limita a un solo intento. Sólo ve
lo
que se combina y armoniza con la tendencia de sus pensamientos.

—Y a eso llama usted hechos... ¿no es así? —preguntó Battle con curiosidad.

—Son hechos. Un pequeño enjambre de ellos... tal vez.

—¿Y la señorita Meredith?

—La he dejado para lo último. Pero le preguntaré también si recuerda los objetos que había en aquella habitación.

—Es un método muy raro de investigar —comentó Battle—. Puramente psicológico. ¿Y si lo llevaran por el camino equivocado?

Poirot sacudió la cabeza mientras sonreía.

—No; eso es imposible. Tanto si tratan de ocultar algo o de ayudarme, revelan necesariamente su tipo de mentalidad.

—No hay duda de que existe algo positivo en ello —dijo el superintendente—. Aunque yo no sé actuar de esa forma.

Poirot comentó, sin dejar de sonreír:

—Me parece que he adelantado muy poco, comparándolo con lo que han hecho usted y la señora Oliver... y el coronel Race. Las cartas que he puesto sobre la mesa son muy bajas.

Battle le miró.

—Ya sabe usted, monsieur Poirot, que el dos de triunfo es una carta baja, pero gana a cualquiera de los ases de los tres palos restantes. De todas maneras voy a rogarle que lleve a cabo un trabajo práctico.

—¿Cuál es?

—Quisiera que se entrevistara con la viuda del profesor Luxmore.

—¿Y por qué no lo hace usted mismo?

—Porque, como le dije antes, tengo que ir a Devonshire.

—¿Por qué no lo hace usted mismo? —repitió Hércules Poirot.

—No le convence, ¿verdad? Bueno; se lo diré. Porque pienso que usted conseguirá más cosas de ella que yo.

—¿A pesar de que mis métodos no son tan directos?

—Dígalo usted como quiera —Battle hizo una mueca—. Oí comentar al inspector Japp que tenía usted una mente tortuosa.

—¿Como la del difunto Shaitana?

—¿Cree usted que él hubiera sido capaz de hacer hablar a esa señora?

Poirot respondió lentamente:

—Creo que eso fue lo que sucedió.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Battle vivamente.

—Por una observación casual que me hizo el señor Despard.

—Se fue de la lengua, ¿verdad? No me parece cosa de él.

—Mi querido amigo; es imposible no irse de la lengua... a menos que nunca se abra la boca. La palabra es el revelador más seguro.

—¿Aunque la gente mienta? —preguntó la señora Oliver.

—Sí, madame; porque puede verse en seguida que está usted diciendo una clase determinada de mentira.

—Me hace usted sentirme terriblemente incómoda —dijo la novelista levantándose.

El superintendente Battle la acompañó hasta la puerta y le estrechó efusivamente la mano.

—Se ha llevado usted el premio, señora Oliver —dijo—. Es usted mejor detective que su larguirucho héroe lapón.

—Finlandés —corrigió la mujer—. Desde luego, es imbécil, pero a la gente le gusta. Adiós.

—Debo irme también —dijo Poirot.

Battle escribió unas señas en un trozo de papel y se lo entregó al detective.

—Ahí tiene. Vaya y entiéndase con ella.

Poirot asintió.

—¿Qué quiere usted que averigüe?

—La verdad acerca de la muerte del profesor Luxmore.


Mon cheri
Battle. ¿Conoce alguien la verdad de las cosas?

—Pues yo voy a saberla respecto a este asunto del Devonshire —dijo el superintendente con decisión.

Poirot murmuró:

—Me extraña.

Capítulo XX
 
-
El testimonio de la señora Luxmore

La criada que abrió la puerta de la casa donde vivía la señora Luxmore, en South Kensington, miró a Poirot con franca reprobación. No mostró ninguna disposición a dejarlo pasar al interior. Poirot le entregó su tarjeta sin inmutarse.

—Déle esto a su señora. Creo que querrá hablar conmigo.

Era una de sus más ostentosas tarjetas. Las palabras «Detective Privado» estaban impresas en una de las esquinas. Las había encargado expresamente, con el fin de conseguir entrevistas con el llamado sexo débil. Toda mujer, se considerara inocente o no, deseaba con ansiedad ver cómo era un detective privado y enterarse de lo que quería.

Como la criada cerraba ignominiosamente la puerta ante sus narices, Poirot se dedicó a estudiar con evidente disgusto el llamador de latón que estaba falto, a todas luces, de un buen pulido.

—Necesita un poco de limpiametales y una bayeta —murmuró para sí mismo.

La criada volvió, respirando con excitación, y dejó pasar a Poirot.

Le condujo hasta una habitación del primer piso. Un salón algo oscuro que olía a flores mustias y a ceniceros sin vaciar. Había gran cantidad de cojines de seda, de calores exóticos. Las paredes estaban recubiertas de papel verde esmeralda y el alto techo pintado de color cobrizo.

Una mujer alta y de aspecto distinguido estaba de pie junto a la chimenea. Avanzó unos pasos y habló con voz profunda y ronca.

—¿Monsieur Hércules Poirot?

Poirot hizo una reverencia. Sus modales no eran los que empleaba generalmente. No sólo tenía aspecto extranjero en aquella ocasión, sino que lo exageró cuanto pudo. Los gestos eran barrocos a más no poder. Muy ligeramente, recordaba las maneras del difunto señor Shaitana.

Poirot volvió a doblar el espinazo.

—¿Para qué desea verme?

—¿Podría sentarme? Nos llevará un poco de tiempo...

La mujer le indicó un sillón con gesto impaciente y se sentó al borde de un sofá.

—¿Y bien?

—Pues sucede, madame, que estoy haciendo unas investigaciones... investigaciones privadas, ¿comprende?

Cuanto más deliberada hacía su exposición, más avidez mostraba ella.

—Sí... Sí.

—Estoy haciendo investigaciones acerca de la muerte del profesor Luxmore.

Ella dio un respingo. Su consternación era evidente.

—¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué tiene usted que ver con ello?

Poirot la observó atentamente antes de proseguir.

—Sepa usted que se está escribiendo un libro. La vida de su esposo. El escritor, como es natural, tiene mucho interés en conocer exactamente todo lo que se relacione con él. Cómo murió, por ejemplo...

La mujer no le dejó continuar.

—Mi marido murió de fiebres... en el Amazonas.

Poirot se recostó en su asiento. Lenta, muy lentamente, movió la cabeza de un lado a otro, en enloquecedor y monótono gesto.

—Madame... Madame... —reconvino.

—¡No me lo han contado! Estaba yo presente.

—Ah, sí. Estaba usted allí. Eso dicen los informes que me han dado.

—¿Qué informes? —exclamó ella.

Mirándola con fijeza, declaró:

—Los informes que me proporcionó el difunto señor Shaitana.

La mujer hizo un movimiento de retroceso, como si la hubiera golpeado con un látigo.

—¿Shaitana? —musitó.

—Un hombre que sabía muchas cosas —dijo Poirot—. Un hombre extraordinario, que estaba enterado de muchos secretos.

—Supongo que así sería —murmuró ella pasándose la lengua por los resecos labios.

Poirot se inclinó hacia delante y se dio un golpecito en la rodilla.

—Sabía, por ejemplo, que su marido de usted no murió de fiebres.

Ella lo miró fijamente. Sus ojos tenían una expresión fiera y desesperada.

El detective volvió a recostarse en el sillón y aguardó el efecto de sus palabras.

La mujer se recobró haciendo un esfuerzo.

—No sé... no sé a qué se refiere.

Pero lo dijo con un tono que notoriamente sonaba a falso.

—Madame —observó Poirot—. Voy a hablarle con franqueza —sonrió—. Voy a poner mis cartas sobre la mesa. A su marido no lo mataron las fiebres. ¡Lo mató una bala!

—¡Oh! —exclamó ella. Se cubrió la cara con las manos y empezó a oscilar de un lado a otro. La sobrecogía una angustia terrible, pero era evidente que en lo más íntimo de su ser estaba saboreando las emociones que sentía en aquel instante. Poirot estaba completamente seguro de ello.

—Y, por lo tanto —continuó el detective con tono positivo—, hará usted muy bien si me cuenta todo lo que sucedió.

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