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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (3 page)

BOOK: Crimen en Holanda
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—¿Todos ustedes estaban en el salón?

—Sí. Aunque en dos ocasiones la señora Popinga, y después Any, fueron a la cocina para preparar el té, porque la sirvienta estaba acostada. Este es el plano del primer piso: en la parte de atrás, justo encima de la cocina, un cuarto de baño; en la fachada, dos habitaciones: a la izquierda, el dormitorio de los Popinga; a la derecha, un cuarto de trabajo con el diván donde Any dormía; por último, la habitación que me había correspondido.

—¿Desde qué habitaciones pudieron disparar?

—Desde mi habitación, desde el cuarto de baño y desde el comedor de la planta baja.

—Cuénteme cómo transcurrió la velada.

—Mi conferencia fue un éxito. La di en esa sala.

Y señaló una larga sala, decorada con guirnaldas de papel, que utilizaban para bailes de sociedad, banquetes y representaciones teatrales. Un estrado con decorados representaba el jardín de un castillo.

—Después nos dirigimos al Amsterdiep…

—¿Recorriendo los muelles? ¿Puede usted decirme en qué orden caminaban?

—Yo iba delante, con la señora Popinga, que es una mujer muy culta. Conrad Popinga flirteaba con esa pequeña granjera, esa imbécil que al reír enseña todos los dientes y que no entendió nada de mi charla. Luego iban los Wienands, Any y el joven alumno de Popinga, un muchacho pálido y vulgar.

—Llegaron a la casa…

—Ya le habrán contado que en la conferencia hablé de la responsabilidad de los asesinos. La hermana de la señora Popinga, que ha terminado la carrera de derecho y que el próximo curso dará clases, me preguntó algunos detalles. Comenzamos a hablar del papel del abogado en un caso criminal. Después sobre la policía científica, y recuerdo que le recomendé que leyera las obras del profesor vienés Grosz. Defendí la tesis de que el crimen impune es rigurosamente imposible. Diserté sobre las huellas, el análisis de los restos de todo tipo, las deducciones. ¡Entretanto, Conrad Popinga se empeñaba en hacerme escuchar Radio-Paris!

Maigret apenas sonrió.

—¡Lo consiguió! Tocaban jazz. Popinga fue a buscar una botella de coñac y se asombró de ver a un francés que no bebiera. ¡Él sí bebió, al igual que la granjera! Estaban muy alegres, y bailaron. «Comme á París!», gritaba Popinga.

—No lo quería usted mucho —comentó Maigret.

—Un muchacho poco interesante. Wienands, por su parte, aunque a él sólo le preocupan las matemáticas, nos escuchava. Los Wienands se fueron porque su bebé empezó a llorar. La granjera estaba muy animada, y cuando Conrad le propuso acompañarla, los dos se fueron en bicicleta. La señora Popinga me mostró mi habitación y me quedé allí. Ordené algunos papeles, los metí en mi maleta y me disponía a tomar unas notas para un libro que estoy preparando cuando oí un tiro, tan cercano que casi me pareció que había sido disparado en mi propia habitación. Salí al pasillo y vi que la puerta del cuarto de baño estaba entreabierta. La empujé. La ventana estaba abierta de par en par y se oía un estertor en el jardín, cerca del cobertizo de las bicicletas.

—¿Había luz en el cuarto de baño?

—No. Me asomé a la ventana, y mi mano tropezó con la culata de un revólver; lo agarré maquinalmente. Adivinaba una forma caída cerca del cobertizo. Quise bajar. Topé con la señora Popinga, que salía enloquecida de su habitación. Los dos bajamos corriendo por la escalera. Aún no habíamos cruzado la cocina cuando nos alcanzó Any; estaba muy alterada, porque bajó en combinación. Me entenderá mejor cuando la conozca.

—¿Y Popinga?

—Estaba moribundo. Nos miró con los ojos turbios y muy abiertos, apretándose el pecho con la mano. En el momento en que intenté incorporarle, se quedó rígido. Había muerto. La bala le había dado en el corazón.

—¿Eso es todo lo que usted sabe?

—Telefonearon a la gendarmería y a un médico. Llamaron a Wienands, que vino a ayudamos. Yo sentía cierto malestar. Olvidaba que me habían visto con el revólver en la mano. Los gendarmes me lo recordaron y me pidieron explicaciones. Me rogaron cortésmente que permaneciera a su disposición.

—De eso hace seis días, ¿no?

—Sí. Desde entonces trabajo en resolver el problema, ¡porque sin duda se trata de un problema! Mire estos papeles.

Maigret vació su pipa sin dedicar una sola mirada a los papeles en cuestión.

—¿No sale del hotel?

—Podría, pero prefiero evitar cualquier incidente. Popinga era muy querido por sus alumnos, y a cada momento te tropiezas con alguno de ellos en la ciudad.

—¿Se ha descubierto algún indicio?

—¡Pues bien, sí! Any, que investiga por su cuenta y confía en averiguarlo todo, aunque carezca de método, me trae de vez en cuando alguna información. Debe saber, en primer lugar, que la bañera del cuarto de baño está cubierta con una tapa de madera que la convierte en tabla de planchar; al día siguiente, por la mañana, levantaron esa tapa y descubrieron una vieja gorra de marino que nunca habían visto en la casa. En la planta baja, los gendarmes descubrieron, en la alfombra del comedor, una colilla de cigarro de un tabaco muy negro, creo que de Manila, que no es el que fumaba Popinga, ni Wienands, ni el estudiante; y yo no fumo jamás. Sin embargo, el comedor había sido barrido inmediatamente después de la cena.

—De lo que usted deduce…

—¡Nada! —exclamó Jean Duclos—. Ya deduciré en su momento. Me excuso por haberlo hecho venir de tan lejos. Además, habrían podido elegir a un policía que hablara el idioma del país. Usted sólo me será útil si se tomaran respecto a mí unas medidas contra las que tendría usted que protestar oficialmente.

Maigret se acariciaba la nariz mientras esbozaba una sonrisa realmente deliciosa.

—¿Está usted casado, Monsieur Duclos?

—No.

—Y, antes de venir aquí, ¿conocía usted a los Popinga, o a la pequeña Any, o a alguna de las personas de la velada?

—¡A ninguna! Ellos sólo me conocían de nombre.

—Claro, claro.

Y tomó de la mesa los dos planos hechos con tiralíneas, se los metió en el bolsillo, se llevó la mano al borde del sombrero y se fue.

La comisaría era moderna, cómoda y clara. Esperaban a Maigret: el jefe de estación había informado de su llegada, y se asombraban de que todavía no hubiera aparecido.

Entró como si estuviera en su casa, se quitó el abrigo de entretiempo y dejó el sombrero sobre un mueble.

El inspector enviado desde Groninga hablaba un francés lento y un poco rebuscado. Era un joven alto, rubio y enjuto, muy amable, que acompañaba todas sus frases con pequeñas inclinaciones que parecían significar: «¿Me entiende? ¿Estamos de acuerdo?».

La verdad es que Maigret apenas lo dejó hablar.

—Ya que lleva usted metido en este caso unos seis días, debe de haber verificado las horas.

—¿Qué horas?

—Sería interesante saber, por ejemplo, cuántos minutos exactamente tardó la víctima en acompañar a Beetje Liewens a su casa y volver. ¡Espere! Me gustaría saber también a qué hora llegó la señorita Liewens a la granja; su padre, que la esperaba, debe de saberlo. Y, en fin, a qué hora el joven Cor regresó al barco-escuela, donde por la noche hay sin duda un hombre de guardia.

El policía parecía aburrirse y de repente se levantó como presa de una inspiración, caminó hasta el fondo de la habitación y regresó con una gorra de marino completamente deformada. Entonces explicó con lentitud exagerada:

—Hemos encontrado al propietario de este objeto, que ha sido descubierto en la bañera. Es un hombre al que llamamos «el Baes». En francés, usted diría «el patrón».

¿Le escuchaba Maigret?

—No lo hemos detenido; preferimos vigilarlo y, además, es un hombre muy popular en la zona. ¿Conoce usted la desembocadura del Ems? Cuando se llega al Mar del Norte, a unos dieciséis kilómetros de aquí, se encuentran unos islotes arenosos que las grandes mareas equinocciales sumergen casi por completo. Uno de esos islotes se llama Workum, y un hombre se instaló allí, con su familia y sus criados, y se empeñó en dedicarse a la ganadería: es «el Baes». Ha conseguido una subvención del Estado, porque tiene una familia fija que mantener. Incluso ha sido nombrado alcalde de Workum, aunque aparte de él y de su familia allí no viva nadie más. Tiene un barco con motor, con el que va y viene de su isla a Delfzijl.

Maigret seguía sin rechistar. El policía guiñó un ojo.

—Un tipo extraño, de sesenta años y fuerte como un roble. Tiene tres hijos, que son unos piratas, como él. Porque, ¡escuche!, esto no puede contarse en voz alta. Ya sabe que a Delfzijl llegan sobre todo troncos de Finlandia y de Riga. Los vapores que los traen llevan una parte de la carga en la cubierta, y esa carga va sujeta con cadenas. En caso de peligro, los capitanes tienen orden de hacer cortar las cadenas y de dejar que la carga de la cubierta caiga al mar, a fin de evitar la pérdida de todo el barco. ¿Todavía no lo entiende?

Decididamente, Maigret no parecía interesarse lo más mínimo por esa historia.

—«El Baes» es muy listo. Conoce a todos los capitanes que vienen por aquí y ha llegado a un acuerdo con ellos. A la vista de los islotes, siempre hay una razón para cortar por lo menos una de las cadenas. Unas cuantas toneladas de madera caen al mar y la marea las transporta hasta la arena de Workum… ¡Derecho de pecio! ¿Me entiende ahora? Luego «el Baes» reparte las ganancias con los capitanes. ¡Y su gorra fue encontrada en la bañera! Un único problema: sólo fuma en pipa. Pero bien podría haberlo acompañado alguien.

—¿Eso es todo?

—Bueno, el señor Popinga, que tiene relaciones en todas partes, o, mejor dicho, las tenía, había sido nombrado vicecónsul de Finlandia en Delfzijl quince días antes de morir.

El joven flaco y rubio se sentía triunfante y jadeaba de contento.

—¿Dónde estaba el barco del «Baes» la noche del crimen?

Lanzó casi un grito:

—¡En Delfzijl, en el muelle, cerca de la esclusa! En otras palabras, a quinientos metros de la casa.

Maigret llenó una pipa mientras iba y venía por el despacho, mirando sin ningún interés los informes, de los que no entendía ni una palabra.

—¿No ha descubierto nada más? —preguntó de repente hundiendo ambas manos en los bolsillos.

Quedó sorprendido al ver sonrojarse al policía.

—¿Ya lo sabe? —Se recuperó—: Claro, ha pasado usted toda la tarde en Delfzijl. ¡Método francés! —Al hablar parecía que algo lo incomodara—. Todavía no sé el valor de esa declaración. Cuatro días después del crimen vino la señora Po— pinga. Me dijo que había consultado con el pastor si debía hablar o no. ¿Conoce la casa? ¿Todavía no? Puedo entregarle un plano.

—Gracias, pero ya tengo uno —dijo el comisario sacándolo del bolsillo.

Y el otro, estupefacto, continuó:

—¿Ve usted el dormitorio de los Popinga? Desde la ventana sólo se ve un trocito del camino que conduce a la granja, justo la parte que los rayos del faro la iluminan cada quince segundos.

—¿Y la señora Popinga, celosa, espiaba a su marido?

—Miraba. Vio pasar las dos bicicletas en dirección a la granja. Después vio la bicicleta de su marido, que regresaba. Inmediatamente después, a cien metros de distancia, la bicicleta de Beetje Liewens.

—En otras palabras, después de que Conrad Popinga la dejara en la granja, Beetje regresó, sola, a casa de los Popinga. ¿Qué dice ella de todo esto?

—¿Quién?

—La joven.

—Todavía nada, no he querido interrogarla inmediatamente. Es muy grave. Y usted quizás ya ha mencionado la palabra: ¡Celos! ¿Me entiende? Además, el señor Liewens es miembro del Consejo.

—¿A qué hora regresó Cor a la escuela?

—Esto sí que lo sabemos. A las doce y cinco minutos de la noche.

—¿Y a qué hora se efectuó el disparo?

—A las doce menos cinco minutos. Pero no hay que olvidar la gorra ni el cigarro.

—¿Tiene «el Baes» bicicleta?

—Sí, aquí todo el mundo circula en bicicleta. Es muy práctico. Yo mismo… Pero aquella noche él no la utilizó.

—¿Han examinado el revólver?


Ja
! Pertenecía a Conrad Popinga. Es un revólver de reglamento. Lo tenía siempre en la mesilla de noche, cargado con seis balas.

—¿A cuántos metros se efectuó el disparo?

—A unos seis. —Pronunciaba seiss—. Es la distancia del cobertizo a la ventana del cuarto de baño, y también la del cobertizo a la ventana del dormitorio de Monsieur Duclos. Además, tal vez dispararan desde arriba. Es imposible saberlo, porque el profesor, mientras guardaba su bicicleta, tal vez estuviera agachado. De todas formas, no hay que olvidar la gorra. Ni el cigarro.

—¡Caramba con el cigarro! —masculló Maigret entre dientes. Y, en voz alta, añadió—: La señorita Any, ¿está al corriente de la declaración de su hermana?

—Sí.

—¿Qué opina?

—¡No opina nada! Es una joven muy instruida. No habla mucho. No es como las demás.

—¿Es fea?

Decididamente, cada interrupción de Maigret tenía el don de sobresaltar al holandés.

—Digamos que no es guapa.

—Bien, en tal caso es fea. Perdone, ¿qué decía usted?

—Ella quiere descubrir al asesino. Se mueve. Ha pedido los informes para leerlos.

Fue una casualidad. En ese momento entraba una joven con una cartera de cuero bajo el brazo y vestida con una austeridad que rozaba el mal gusto.

Se dirigió directamente al policía de Groninga y empezó a hablar locuazmente en su idioma, sin prestar atención al extranjero, o tal vez desdeñándolo.

El otro se sonrojó, osciló de una pierna a otra, movió unos papeles para disimular y señaló a Maigret con la mirada. Pero ella seguía sin fijarse en el comisario.

Sin saber ya qué hacer, el holandés dijo en francés, como a su pesar:

—Dice que la ley se opone a que usted efectúe interrogatorios en nuestro territorio.

—¿Es la señorita Any?

Facciones irregulares. Boca demasiado grande, con los dientes mal puestos, sin lo cual no habría resultado especialmente desagradable. Pecho plano. Pies grandes. Pero, sobre todo, la irritante seguridad de una sufragista.

—Sí. De acuerdo con la ley, ella tiene razón. Pero yo le he dicho que la costumbre…

—La señorita Any entiende el francés, ¿verdad?

—Creo que…

La joven ni se inmutó; aguardó, con la barbilla alzada, el final de esta conversación, que no parecía concernirla.

—Señorita —dijo Maigret con una galantería exagerada—, desearía presentarle mis respetos. Comisario Maigret, de la Policía Judicial. Todo lo que quisiera saber es qué piensa usted de la señorita Beetje Liewens y de sus relaciones con Cornelius.

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