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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (6 page)

BOOK: Crimen en Holanda
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Regresaría a su casa dentro de dos años, con el grado de tercer oficial, y su padre lo acompañaría hasta una tumba ya descuidada, o le presentaría a otra mujer instalada en la casa.

Y la vida comenzaría en un gran vapor: las horas de guardia, las escalas, Java-Rotterdam, Rotterdam-Java, dos días aquí, cinco o seis horas allá…

—¿Dónde estaba en el momento en que mataron al profesor?

Brotó el sollozo, terrible y desgarrador. El chiquillo agarró las solapas de Maigret con sus manos enguantadas de blanco, que temblaban convulsivamente.

—¡No es verdad! ¡No es verdad! —repitió por lo menos diez veces—.
Nein
! ¿Usted no entender? ¡No! No es verdad.

Tropezaron de nuevo con el pincel lechoso del faro. La luz los cegaba, los esculpía destacando todos los detalles.

—¿Dónde estaba usted?

—Por ahí.

Por ahí era la casa de los Popinga, el canal, que debía de cruzar saltando de tronco en tronco.

Este detalle era importante. Popinga había muerto a las doce menos cinco. Cornelius había vuelto a su barco exactamente a las doce y cinco.

Ahora bien, para recorrer el camino por el trayecto normal, es decir, por la ciudad, se precisaban unos treinta minutos.

¡Pero únicamente seis o siete franqueando el canal de esa manera y evitando el rodeo!

Maigret caminaba, pesado y lento, al lado del joven; éste temblaba como una hoja, y, en el momento en que sonó una vez más el rebuzno del asno, se estremeció de pies a cabeza, como si estuviera a punto de escapar.

—¿Quieres a Beetje?

Silencio obstinado.

—¿La viste regresar después de que Popinga la hubiera acompañado?

—¡Eso no es cierto! ¡No es cierto! ¡No es cierto!

Maigret estuvo a punto de calmarlo de un buen empellón.

Sin embargo, lo rodeó con una mirada indulgente, quizás afectuosa.

—¿Ves a Beetje todos los días?

Nuevo silencio.

—¿A qué hora tienes que regresar al barco-escuela?

—Diez. Si no, permiso… Cuando iba a casa del profesor, yo poder…

—… regresar más tarde. Así que, ¿esta noche no?

Estaban en la orilla del canal, en el mismo lugar por donde Cornelius lo había cruzado. Maigret, con absoluta naturalidad, se dirigió hacia los troncos, puso el pie sobre uno de ellos y estuvo a punto de caer, porque no estaba habituado a esas piruetas y la madera resbalaba debajo de sus suelas.

Cornelius titubeaba.

—¡Corre! Van a dar las diez.

El chiquillo se asombró. Debía de estar pensando que ya no volvería a ver el barco-escuela, que sería detenido, que iban a meterlo en la cárcel.

Por el contrario, el terrible comisario lo acompañaba y tomaba impulso, como él, para salvar los dos metros de agua del centro del canal. Se salpicaron mutuamente. En la otra orilla, Maigret se paró para secarse el pantalón.

—¿Dónde está el barco?

Todavía no había caminado por ese lado del canal. Entre el Amsterdiep y el nuevo canal, ancho y profundo, accesible a los grandes buques, había un gran solar.

Al volverse, el comisario descubrió una ventana iluminada en el primer piso de la casa de los Popinga. Una silueta, la de Any, se movía detrás de la cortina. Era el despacho de Popinga.

Pero no se podía adivinar en qué tarea estaba enfrascada la joven abogado.

Cornelius se había tranquilizado un poco.

—Juro… —comenzó a decir.

—¡No!

Eso lo desarmó. Miró a su compañero tan asustado que Maigret le palmeó el hombro diciéndole:

—¡No hay que jurar nunca! Y menos aún en tu situación. ¿Te casarías con Beetje?


Ja! Ja
!

—Y el padre de Beetje, ¿aceptaría?

Silencio. Cabizbajo, Cornelius seguía caminando entre las viejas barcas puestas a secar que obstruían el terreno.

Divisaron la amplia superficie del Ems-Canal. En un recodo del canal se alzaba un gran barco negro y blanco con todos los ojos de buey iluminados. Una proa muy alta. Un mástil y sus vergas.

Era una vieja nave de la Marina de Guerra holandesa, de cien años de antigüedad e incapaz ahora de navegar, que habían amarrado allí para alojar a los alumnos de la Escuela Naval.

Aquí y allá, figuras oscuras y resplandores de cigarrillos. El sonido de un piano procedente de la sala de juegos.

De repente repicó una campana lanzada al vuelo, mientras todas las siluetas dispersas por el muelle se agrupaban en un enjambre delante de la pasarela; y a lo lejos, por el camino que llevaba a la ciudad, llegaban corriendo cuatro rezagados.

Una auténtica vuelta a clase, aunque todos esos jóvenes de dieciséis a veintidós años vistieran el uniforme de oficial de la Marina, guantes blancos y rígida gorra con galones dorados.

Un viejo cabo de la Marina, acodado en la borda, los veía desfilar uno a uno fumando su pipa.

Todo vibraba, juvenil y alegre. Se intercambiaban bromas que Maigret no lograba entender. Los cigarrillos eran arrojados en el momento de franquear la pasarela. Y, una vez a bordo, proseguían las carreras y los simulacros de peleas.

Los rezagados, jadeantes, alcanzaron la pasarela. Cornelius, con las facciones tensas, los ojos colorados y la mirada febril, se volvió hacia Maigret.

—¡Vamos, corre! —masculló éste.

El otro entendió mejor el gesto que las palabras; se llevó la mano a la gorra, esbozó torpemente un saludo militar y abrió la boca para hablar.

—Está bien. Lárgate —le dijo Maigret, porque el cabo de la Marina se disponía a irse y un alumno ocupaba su puesto de guardia.

A través de los ojos de buey podía ver cómo los jóvenes desplegaban sus hamacas y arrojaban sus ropas con despreocupación.

Maigret no se movió del sitio hasta que hubo visto cómo Cornelius entraba en la cámara, tímido, incómodo, con el cuerpo ladeado, recibía una almohada en plena cara y se dirigía a una de las hamacas del fondo.

Otra escena, pero de color más subido, estaba a punto de comenzar. El comisario aún no había dado diez pasos en dirección a la ciudad cuando descubrió a Oosting que, al igual que él, había acudido a presenciar el regreso de los alumnos.

Eran dos hombres ya maduros, y ambos gruesos, pesados y tranquilos.

¿No hacían el ridículo yendo a contemplar a unos chiquillos que se encaramaban a sus hamacas y se peleaban a almohadonazos?

¿No eran como dos gordas cluecas vigilando a un polluelo atrevido?

Se miraron. «El Baes» no chistó, pero se tocó el borde de la gorra.

Sabían de antemano que entre ellos era imposible cualquier conversación, dado que no hablaban el mismo idioma.


Goed avond
—masculló, sin embargo, el hombre de Workum.

—¡Buenas noches! —exclamó Maigret, como si fuera un eco.

Seguían el mismo rumbo, un camino que al cabo de unos doscientos metros se convertía en calle y se adentraba en la ciudad.

Caminaban los dos más o menos a la misma altura. Para separarse, uno de ellos tenía que reducir ostensiblemente el paso, y ninguno de los dos quería hacerlo.

Oosting calzaba zuecos. Maigret iba vestido de ciudad. Fumaban los dos en pipa, con la única diferencia de que la de Maigret era de brezo, y la del «Baes» de arcilla.

La tercera casa ante la que pasaron era un café, y Oosting entró en él después de sacudir sus zuecos y dejarlos sobre el felpudo, de acuerdo con la tradición holandesa.

Maigret sólo se lo pensó un segundo y entró a su vez.

Había una decena de marinos y marineros alrededor de la misma mesa, fumando pipas y cigarros, y bebiendo cerveza y ginebra.

Oosting estrechó algunas manos, descubrió una silla vacía en la que se sentó pesadamente, y atendió a la conversación general.

Maigret se instaló aparte, no sin notar que, en realidad, la atención de la clientela se centraba en su persona. El dueño, que estaba en el grupo, aguardó unos instantes antes de ir a preguntarle qué quería beber.

La ginebra manó de un recipiente de porcelana y cobre.

Y ese olor a ginebra que reinaba allí, como en todos los cafés holandeses, hacía su atmósfera muy distinta a la de un café francés.

Los ojitos de Oosting reían cada vez que se fijaban en el comisario.

Este estiró las piernas, luego las metió debajo de la silla, las estiró de nuevo, y cuando, por hacer algo, llenó una pipa, el dueño se levantó expresamente para ofrecerle fuego.


Moie er
!

Maigret no le entendía; frunció las cejas y pidió que lo repitiera.


Moie er, ja! Oost vind
.

Los demás escuchaban y se daban codazos. Uno le mostró la ventana y el cielo estrellado.


Moie er
! ¡Bueno tiempo! —Y trató de explicarle que el viento venía del este, lo que era perfecto.

Oosting elegía entre los cigarros de una caja. Removió cinco o seis que habían dejado delante de él, tomó un Manila negro como el carbón, y escupió la punta al suelo antes de encenderlo.

Después mostró su gorra nueva a sus compañeros.


Vier gulden
.

¡Cuatro florines! ¡Cuarenta francos! Sus ojos seguían riendo.

Entró alguien que abrió un diario y habló de los últimos cursos del flete en la bolsa de Amsterdam.

Y durante la animada conversación que siguió, muy parecida a una pelea por las voces sonoras y la dureza de las sílabas, olvidaron a Maigret, que sacó una monedita de plata de su bolsillo y fue a acostarse al Hotel Van Hasselt.

Las hipótesis de Jean Duclos

Desde el café del Hotel Van Hasselt, donde a la mañana siguiente tomaba su desayuno, Maigret asistió a un registro del que no había sido informado. Aunque, ciertamente, sólo había conversado unos minutos con la policía holandesa.

Debían de ser las ocho de la mañana. La bruma no se había disipado del todo, pero tras ella se ocultaba el sol de un hermoso día. Un buque de carga finlandés salía del puerto arrastrado por un remolcador.

Delante de un pequeño café, en la esquina del muelle, había una gran concentración de hombres, todos ellos con zuecos y gorras de marino y que discutían en pequeños grupos.

Era la bolsa de trabajo de los schippers, es decir, de los marineros cuyos barcos, de todos los modelos y hormigueantes de mujeres y de niños, llenaban una dársena del puerto.

Más lejos descubrió a otro grupo menos numeroso, un puñado de hombres del Club de las Ratas del Muelle.

Entonces llegaron dos gendarmes de uniforme. Subieron a la cubierta del barco de Oosting y éste salió por la escotilla, porque, cuando estaba en Delfzijl, siempre dormía a bordo.

Llegó también un policía de paisano: el inspector Pijpekamp, que dirigía la investigación. Se quitó el sombrero y habló cortésmente. Los dos gendarmes desaparecieron en el interior.

Comenzó el registro. Todos los schippers se habían dado cuenta de ello. Y, sin embargo, no se notó la menor aglomeración ni se vio un solo gesto de curiosidad.

El Club de las Ratas del Muelle no manifestaba mayor inquietud. Como máximo, echaban algunas miradas.

El registro duró más de media hora. Los gendarmes, al salir, hicieron el saludo militar, y el señor Pijpekamp pareció disculparse.

Pero aquella mañana «el Baes» no tenía ganas de bajar a tierra. En lugar de acercarse a su grupo de amigos, reunido un poco más lejos, se sentó en el banco de guardia con las piernas cruzadas y miró hacia alta mar, donde el buque de carga finlandés evolucionaba lentamente, y se quedó inmóvil fumando su pipa.

Cuando Maigret se giró, Jean Duclos bajaba de su habitación; en los brazos llevaba una cartera, libros y documentos, que dejó sobre la mesa que se había reservado.

Sin saludar a Maigret, le preguntó:

—¿Qué hay?

—En fin, creo que le desearé que pase un buen día.

El otro lo miró con cierto estupor y se encogió de hombros, como para expresar que no valía la pena ofenderse.

—¿Ha descubierto usted algo?

—¿Y usted?

—Sabe perfectamente que, en principio, no estoy autorizado a salir de aquí. Afortunadamente, su colega holandés ha entendido que mis conocimientos podían serle útiles y me tiene al corriente de los resultados de la investigación. Es una práctica en la que podría inspirarse a veces la policía francesa.

—¡Pues claro!

El profesor se precipitó hacia la señora Van Hasselt, que entraba en ese instante con el pelo sujeto con horquillas, y la saludó como hubiera hecho en un salón, preguntándole al parecer sobre su salud.

Maigret, por su parte, miraba los papeles que el otro había dejado sobre la mesa y descubrió nuevos planes y esquemas, no sólo de la casa de los Popinga, sino también de casi toda la ciudad, con unas líneas de puntos que debían de representar el camino seguido por determinadas personas.

El sol, que atravesaba las vidrieras multicolores de las ventanas, llenaba de luces verdes, rojas y azules los tabiques barnizados de la sala. Un camión de cerveza se había detenido delante de la puerta y, mientras se desarrollaba la conversación que tuvo lugar a continuación, dos colosos no cesaron de hacer rodar toneles por el suelo, vigilados por la señora Van Hasselt, vestida con cierto descuido. Jamás el olor a ginebra y cerveza había sido tan denso. Maigret, por su parte, jamás se había sentido hasta tal punto en Holanda.

—¿Ha descubierto al culpable? —dijo el comisario medio en broma, medio en serio, señalando los documentos.

Una mirada vivaz y aguda de Duclos. Y la réplica:

—¡Comienzo a creer que los extranjeros tienen razón! El francés es, fundamentalmente, un hombre que no puede renunciar a la ironía. ¡En este caso, muy inútilmente, caballero!

Maigret lo miraba sonriente, nada alterado. Y el otro prosiguió:

—¡No he descubierto al asesino, no! Tal vez he hecho algo más. He analizado el crimen. Lo he diseccionado. He aislado todos sus elementos, y ahora…

—¿Ahora?

—Sin duda alguien como usted, aprovechando mis deducciones, cerrará el caso.

Se había sentado. Estaba absolutamente decidido a hablar, incluso en ese ambiente que él mismo había tomado hostil. Maigret se instaló delante de él y pidió un vaso de Bols.

—¡Lo escucho!

—Observe, en primer lugar, que no le pregunto lo que usted ha hecho ni lo que usted opina. Paso al primer asesino posible, o sea, a mí mismo. Si se me permite decirlo, yo ocupaba la mejor posición para matar a Popinga y, además, se me vio con el arma del crimen en la mano instantes después del atentado. No soy rico, y si soy conocido en el mundo entero, o casi, es por un pequeño número de intelectuales. Llevo una existencia difícil y mediocre. Pero no ha habido robo, y de ningún modo podía yo esperar algún beneficio de la muerte del profesor. ¡Alto ahí! Eso no quiere decir que no puedan presentarse cargos contra mí. Y no faltará quien recuerde que en el transcurso de la velada, cuando discutíamos sobre criminología, defendí la tesis de que un hombre inteligente que comete un crimen, si tiene sangre fría y utiliza todas sus facultades, puede hacer frente a una policía mal instruida. Algunas personas pueden deducir de ello que he querido ilustrar mi teoría con un ejemplo. Entre nosotros, le diré que, de haber sido así, la posibilidad de sospechar de mí ni siquiera hubiese existido.

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