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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (17 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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—Es una experiencia… relajante. Ser capaz de ir adonde desees, cuando quieras, sin prisas para llegar a ningún sitio en particular.

—Tal como lo cuentas, parece un remedio terapéutico.

—Y lo es, supongo. —Una melancólica sonrisa fugaz cruzó sus facciones, pero se desvaneció tan rápido como se había formado—. En cierto modo.

Mientras Logan contestaba, la tenue luz del atardecer se reflejaba en sus ojos, otorgándoles un tono misterioso, como si cambiaran de color paulatinamente.

—¿Encontraste lo que buscabas? —le preguntó ella, con la expresión seria.

Logan no respondió de inmediato.

—Sí.

—¿Y?

—Todavía no lo sé.

Beth evaluó su respuesta, sin saber cómo interpretarla.

—Espero que no me malinterpretes, pero, por alguna razón, no te veo quedándote en el mismo lugar durante mucho tiempo.

—¿Lo dices porque he llegado aquí caminando desde Colorado?

—En parte… sí.

Logan rio, y por primera vez, Beth fue consciente de cuánto tiempo hacía que no mantenía una conversación distendida como aquella. Se le antojaba llana y natural. Con Adam, la conversación había sido forzada, como si ambos estuvieran excesivamente tensos. Todavía no estaba segura de cómo veía a Logan, pero le parecía bueno que finalmente pudieran ser amigos. Antes de volver a hablar, carraspeó para aclararse la garganta.

—En cuanto a mañana, creo que será mejor que cojas mi coche; yo usaré la furgoneta para ir a la escuela. Estoy un poco preocupada por los frenos de la furgoneta.

—He de admitir que yo también he pensado en ello. Pero estoy prácticamente seguro de que puedo arreglarlos. No para mañana, pero durante el fin de semana.

—¿También sabes reparar coches?

—Sí. Aunque la verdad es que es sencillo arreglar los frenos. Necesitan cojinetes nuevos, pero creo que las pastillas están bien.

—¿Hay algo que no sepas hacer? —le preguntó Beth, sin poder ocultar su admiración.

—No.

Ella rió.

—No está mal. De acuerdo, hablaré con Nana y estoy segura de que no le importará que uséis mi coche. No me fío de esos frenos si vas a gran velocidad por la autopista. Y también echaré un vistazo a los perros cuando regrese de la escuela, ¿vale? Estoy segura de que mi abuela tampoco te lo había comentado, pero lo haré.

Logan asintió justo en el momento en que
Zeus
salía del arroyo. Se sacudió el agua del pelaje y luego se acercó para husmear a Beth antes de lamerle las manos.

—Me parece que le gusto.

—Solo quiere saber a qué sabes.

—Una buena deducción —admitió ella. Era la clase de comentario que habría hecho Drake, y de nuevo se sintió invadida por un repentino deseo de estar sola. Se puso de pie—. Será mejor que regrese. Estoy segura de que se estarán preguntando dónde me he metido.

Logan se fijó en que las nubes habían seguido condensándose.

—Sí, yo también. Quiero llegar a casa antes de que llueva. Parece que se acerca la tormenta.

—¿Quieres que te lleve en coche?

—No, gracias, no hace falta. Me gusta caminar.

—¡No me digas! —exclamó Beth con una sonrisa.

Enfilaron por el sendero hacia la casa, y cuando llegaron al caminito de gravilla, Beth sacó una mano del bolsillo de sus pantalones vaqueros y se despidió de él con un leve saludo con la mano.

—Gracias por el paseo, Logan.

Ella esperaba que él la corrigiera igual que había hecho con Ben —para recordarle que se llamaba Thibault—, pero no lo hizo. En vez de eso, alzó la barbilla ligeramente y sonrió:

—Gracias a ti, Elizabeth.

Ella sabía que la tormenta no duraría demasiado, a pesar de que todos esperaban la lluvia desesperadamente. Había sido un verano muy caluroso y seco, y parecía que el calor seguía negándose a darles un respiro. Allí sentada, escuchando el sonido de las últimas gotas de la lluvia que caían sobre el tejado de hojalata, empezó a pensar en su hermano sin proponérselo.

Antes de que Drake se marchara, le había dicho que el tintineo de la lluvia en el tejado sería el sonido que más echaría de menos. Beth se preguntó si en aquellos áridos territorios donde acabó Drake solía soñar con aquellas tormentas de verano de Carolina del Norte. El pensamiento le provocó una enorme tristeza y una opresora sensación de vacío.

Nana estaba en su habitación preparando la maleta para el viaje; hacía muchos años que no la veía tan eufórica. Ben, por otro lado, se estaba encerrando cada vez más en sí mismo, lo que significaba que seguramente debía de estar pensando que le tocaba pasar el fin de semana con su padre. Y eso significaba que ella se quedaría el fin de semana sola en casa, su primer fin de semana sola desde hacía mucho, muchísimo tiempo.

Salvo por Logan.

No le costaba entender por qué Nana y Ben se habían sentido atraídos hacia él. Desprendía una apacible confianza, nada ostentosa, que no era habitual en muchas personas. Solo fue cuando regresó a casa que se dio cuenta de que no sabía muchos más detalles de él que los que él ya le había contado durante su entrevista inicial. Se preguntó si siempre había sido tan reservado o si eso se debía al tiempo que había pasado en Iraq.

Sí, Beth tenía la certeza de que Logan había estado destinado allí. A pesar de que él no lo había mencionado, había detectado algo en su expresión cuando mencionó a sus padres: la respuesta simple de Logan era un indicio de que estaba familiarizado con la tragedia y su aceptación, como una parte ineludible de la vida.

Beth no sabía si eso le suscitaba más o menos simpatía hacia él. Al igual que Drake, era un marine. Pero Logan estaba allí, y Drake no, y por esa razón, así como por otras más complejas, no estaba segura de si algún día sería capaz de mirar a Logan con absoluta franqueza.

Alzó la vista hacia las estrellas que emergían entre las nubes de tormenta y sintió la pérdida de Drake como una herida recién abierta de nuevo. Tras la muerte de sus padres, se habían hecho inseparables, incluso durmieron juntos en la misma cama durante un año. Drake solo era un año menor que ella. Beth recordaba particularmente aquel día que habían ido andando a la escuela, en su primer día de clase para él. Para que dejara de llorar, le prometió que haría muchos amigos y que lo esperaría en los columpios cuando acabaran las clases. A diferencia de muchos hermanos, jamás habían sido rivales. Ella era su más ferviente animadora, y él era su apoyo incondicional. Durante la etapa del instituto, ella iba a todos los partidos de fútbol, de baloncesto y de béisbol que él jugaba y le ayudaba en los estudios cuando lo necesitaba. Por su parte, él era el único que se mostró impasible ante los repentinos cambios de humor de Beth durante la etapa de la pubertad. La única disputa que mantuvieron fue a causa de Keith; sin embargo, a diferencia de Nana, Drake era muy reservado con sus sentimientos. Pero Beth sabía lo que pensaba. Cuando ella y Keith se separaron, fue Drake quien le ofreció todo su apoyo mientras ella intentaba reencontrar el equilibrio en su nuevo papel de madre soltera. Y Beth sabía que era Drake quien se aseguró de que Keith no se acercara a su casa por la noche en los meses que siguieron al divorcio. Que ella supiera, Drake había sido la única persona con la que Keith había tenido miedo a cruzarse.

Por aquella época, su hermano se había convertido en un hombre hecho y derecho. No solo había sido un excelente atleta en virtualmente todos los deportes, sino que además había empezado a practicar boxeo cuando tenía doce años. A los dieciocho, había ganado tres veces los Guantes de Oro de Carolina del Norte, y a menudo entrenaba a las tropas destinadas en Fort Bragg y en Camp Lejeune. Fue durante aquellos entrenamientos cuando Drake empezó a considerar la posibilidad de alistarse.

Nunca había destacado en los estudios, y solo aguantó un año en una pequeña universidad antes de decidir que aquello no estaba hecho para él. Beth era la única persona a la que Drake le confesó su idea de alistarse. Ella se había sentido enormemente orgullosa de su decisión de servir al país, y su corazón se llenó de amor y de admiración la primera vez que lo vio ataviado con el uniforme militar. A pesar de que se asustó cuando supo que lo habían destinado a Kuwait, y más tarde a Iraq, siempre tuvo la seguridad de que no le pasaría nada. Pero Drake Green no regresó. Tenía un recuerdo borroso de los días que siguieron a la noticia de la muerte de su hermano, y no le gustaba pensar en esos momentos. Su muerte le dejó un vacío que ella sabía que jamás podría llenar. Pero el tiempo había paliado el dolor. Inmediatamente después de su muerte, Beth no habría creído a nadie que le dijera que eso era posible, pero no podía negar que cuando pensaba en Drake ahora, lo que solía recordar eran los momentos felices que habían pasado juntos. Incluso cuando iba al cementerio para hablar con él, ya no notaba la angustia que aquellas visitas le habían provocado al principio. Ahora sentía que su tristeza no era tan visceral como su rabia.

Sin embargo, en aquellos precisos momentos, el sentimiento volvía a ser muy real, al darse cuenta de que tanto ella como Nana y Ben se sentían atraídos por Thibault simplemente porque se sentían más cómodos con él que con nadie desde la muerte de Drake.

Y además había otra cosa curiosa: solo su hermano la llamaba por su nombre completo. Sus padres, Nana, el abuelo o sus amigas de la infancia no la llamaban de otro modo que no fuera Beth. Keith tampoco lo había hecho nunca, aunque la verdad era que ni tan siquiera estaba segura de que él supiera su nombre real. Solo Drake la llamaba Elizabeth, y únicamente cuando estaban solos. Era su secreto, un secreto que no compartían con nadie más. De hecho, jamás había sido capaz de imaginar cómo sonaría su nombre completo en boca de otra persona.

Sin embargo, y aunque le sorprendiera, no le había sonado extraño en voz de Logan.

Thibault

En otoño del año 2007, un año después de licenciarse de su carrera militar, Thibault organizó un encuentro con Victor en Minnesota, un estado que ninguno de los dos conocía. Para ambos era el momento idóneo para verse de nuevo. Victor llevaba seis meses casado, y Thibault había estado a su lado como padrino. Había sido el único día que se habían visto desde que se habían licenciado del Cuerpo de Marines. Cuando Thibault lo llamó para proponerle el viaje, tuvo la impresión de que lo que precisamente le convenía a Victor era pasar un tiempo solo.

El primer día, mientras se hallaban sentados en un bote de remos en medio del lago, fue su amigo quien rompió el silencio.

—¿Has tenido pesadillas? —le preguntó a su amigo.

Thibault sacudió la cabeza.

—No, ¿y tú?

—Sí —respondió Victor.

Hacía un día típicamente otoñal, con el aire frío y seco, y la neblina matinal flotaba por encima del agua. Pero el cielo estaba despejado de nubes, y Thibault sabía que la temperatura ascendería, por lo que probablemente podrían gozar de una magnífica tarde.

—¿Las mismas que antes? —preguntó Thibault.

—Peor —admitió. Recogió el hilo en el carrete y volvió a lanzar—. Veo muertos. —Esbozó una leve sonrisa crispada, con la fatiga escrita en las líneas de su rostro—. Como en El sexto sentido, ¿recuerdas esa película de Bruce Willis?

Thibault asintió.

—Pues más o menos igual. —Se quedó un momento callado, y su semblante adoptó un aire sombrío—. En mis sueños, revivo todo lo que pasamos en Iraq, aunque con algunos cambios. Casi siempre me abaten de un tiro, y yo pido ayuda a gritos, pero nadie viene a socorrerme, y entonces me doy cuenta de que el resto de mis compañeros también están heridos. Y noto que me muero poco a poco. —Se frotó los ojos antes de continuar—. Por más duro que parezca, todavía es peor cuando los veo durante el día, a los muertos, quiero decir. A veces estoy en una tienda y los veo a todos, de pie, bloqueando el pasillo. O están tumbados en el suelo, desangrándose, mientras los médicos intentan salvarles la vida. Pero jamás emiten ningún sonido. Lo único que hacen es mirarme fijamente, como si yo fuera el culpable de que ellos estuvieran heridos, o de que estuvieran muriéndose. Y entonces parpadeo varias veces y aspiro aire hondo y desaparecen. —Se detuvo—. Me parece que me estoy volviendo loco.

—¿Se lo has comentado a alguien? —le preguntó Thibault.

—No, a nadie. Excepto a mi esposa, claro, pero cuando le cuento esas cosas, se asusta y empieza a llorar. Así que he decidido no volver a comentárselo.

Thibault no dijo nada.

—Está embarazada, ¿sabes? —prosiguió Victor.

Thibault sonrió, aferrándose a aquel rayo de esperanza.

—Enhorabuena.

—Muchas gracias. Será un niño. Pienso llamarlo Logan.

Thibault irguió la espalda e hizo un gesto solemne con la cabeza.

—Me siento muy honrado.

—A veces me da miedo, lo de tener un hijo. Me preocupa pensar que quizá no esté a la altura. —Fijó la vista en el agua.

—Serás un padre estupendo —le aseguró Thibault.

—A lo mejor.

Thibault esperó.

—¿Sabes? Ahora pierdo la paciencia con mucha facilidad. Hay tantas cosas que me irritan… Pequeñeces, cosas a las que no debería prestar atención, pero me cuesta mucho contenerme. Por más que intento tragarme la rabia, a veces estalla con fuerza. De momento no me ha causado ningún problema, pero me pregunto cuánto tiempo podré dominarla antes de que se me escape de las manos. —Ajustó el hilo con el carrete—. ¿A ti te pasa lo mismo?

—A veces —admitió Thibault.

—Pero ¿no muy a menudo?

—No.

—Lo suponía. Había olvidado que para ti todo es distinto, por la foto, me refiero.

Thibault sacudió la cabeza.

—Eso no es cierto. Tampoco ha sido fácil para mí. Soy incapaz de andar por la calle relajado, sin mirar con desconfianza por encima del hombro, o escrutar las ventanas encima de mi cabeza para asegurarme de que nadie me apunta con un fusil.

Y la mitad de las veces es como si no pudiera mantener una conversación distendida con la gente. No me siento identificado con sus preocupaciones. Que quién trabaja aquí y cuánto gana, o qué es lo que dan por la tele, o quién está saliendo con quién. Siento el impulso de preguntar: «¿Y a quién le importa?».

—Jamás se te ha dado muy bien hablar de banalidades —resopló Victor.

—Gracias.

—Pero en cuanto a eso de mirar por encima del hombro, es normal. Yo también lo hago.

—¿Ah, sí?

—Y de momento, no he visto ningún fusil.

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