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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Cuento de muerte (2 page)

BOOK: Cuento de muerte
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Hizo una pausa, esperando el efecto de la noticia. Examinó los ojos grises y apagados que se movían lentamente en la cabeza quieta. Si había alguna emoción detrás de ellos, no había forma de descifrarla. Se inclinó un poco más y arrastró la silla más cerca de la cama con un chirrido en el pulido piso del hospital.

—Por supuesto que los dos sabemos que las cosas no serán tal cual se las expliqué al médico, ¿no es cierto, madre? —La voz seguía siendo suave y relajante—. Pero claro que yo no podía hablarle al médico de la otra casa… nuestra casa. Ni tampoco contarle que en realidad lo que haré será dejarte tumbada sobre tu propia mierda durante varios días seguidos, ¿verdad? O que pasaré horas averiguando qué facultad te queda de sentir dolor. No, no, eso no estaría bien, ¿cierto,
mutti
? —Lanzó una risita pequeña, infantil—. No creo que el doctor estuviera muy de acuerdo en que yo te llevara conmigo a casa si supiera todo eso, ¿no? Pero no te preocupes, no le diré nada si tú tampoco se lo dices… Pero, desde luego, tú no puedes, ¿o sí? Mira, madre, Dios te ha amordazado y te ha paralizado. Es una señal. Una señal para mí.

La cabeza de la anciana siguió inmóvil, pero una lágrima se deslizó desde la comisura de un ojo y recorrió las arrugas de la piel de la sien. Bajó el volumen de la voz un poco más y le añadió un tono conspirativo.

—Tú y yo estaremos juntos. A solas. Y podremos hablar de los viejos tiempos. De los viejos tiempos en la casa grande de antes. De cuando yo era un niño. Cuando era débil y tú eras fuerte. —La voz se había convertido en un siseo, un aliento venenoso en la oreja de la anciana—. Lo he hecho nuevamente,
mutti
. Con otra. Igual que hace tres años. Pero esta vez, puesto que Dios te ha encerrado en la prisión de tu horrible cuerpo, no puedes interferir. Esta vez no puedes detenerme, y seguiré haciéndolo, muchas veces. Será nuestro pe queño secreto. Tú estarás allí al final, madre, te lo prometo. Pero esto es sólo el principio…

Afuera, en el vestíbulo, las dos enfermeras, ninguna de las cuales podrían haber adivinado la naturaleza del diálogo entre el hijo y su madre, se apartaron del pabellón del hospital y el conmovedor cuadro que se desarrollaba en su interior, un cuerpo que estaba deteriorándose y una constante devoción filial. En ese instante, dejaron de mirar por la ventana y de asomarse a una vida más triste, y regresaron a las cuestiones prácticas de las rotaciones, las historias clínicas y las rondas de administración de medicamentos.

3

Miércoles 17 de marzo. 16:30 h

POLIZEIPRASIDIUM, HAMBURGO

El frío punzante y seco de la mañana había dejado paso a un cielo húmedo del color del sodio que avanzaba indolente desde el mar del Norte. Una débil llovizna llenaba de gotas los cristales de las ventanas del despacho de Fabel, y daba la impresión de que la vista hacia el Winterhuder Stadtpark había perdido toda vida y color.

Había dos personas sentadas al otro lado del escritorio de Fabel: Maria y un hombre corpulento y de aspecto serio, de alrededor de cincuenta y cinco años, cuyo cuero cabelludo brillaba a través de los pelos negros y grises que lo cubrían.

El Kriminaloberkommissar Werner Meyer había trabajado junto a Fabel durante más tiempo que cualquier otro miembro del grupo. De rango inferior pero mayor en edad, Werner Meyer no era tan sólo un colega para Fabel, era su amigo, y con frecuencia su mentor. Werner compartía el mismo rango que Maria Klee, y juntos representaban el escalafón más cercano a Fabel dentro del departamento. Werner, sin embargo, era el número dos. Tenía mucha más experiencia práctica como agente de policía que Maria, aunque ella había sido una de las alumnas más prometedoras en la universidad, donde había estudiado Derecho, y luego más tarde en las academias policiales Pohzeifachhochschule y Landespolizeischule. A pesar de su aspecto duro y de su considerable tamaño, la forma en que Werner encaraba la tarea policial se caracterizaba por una exhaustividad metódica y una atención por los detalles. Siempre se ceñía al reglamento, y en más de una ocasión había refrenado a su
chef
cuando Fabel había llegado demasiado lejos en una de sus «intuiciones». Werner se veía a sí mismo como el compañero de Fabel, y había sido preciso que pasara tiempo, y algunos acontecimientos dramáticos, para que se acostumbrara a trabajar con Maria.

Pero había dado resultado. Fabel los había puesto juntos por sus diferencias, porque representaban diferentes generaciones de policías y porque combinaban y contrastaban la experiencia con la pericia, la teoría con la práctica. Pero lo que realmente los hacía funcionar bien como equipo era lo que compartían: un compromiso total e inflexible con su papel como agentes de la Mordkommission.

Había sido una de las habituales reuniones preliminares. Los homicidios se presentaban de dos maneras: estaban las investigaciones rápidas, cuando el cuerpo se encontraba muy poco después de la muerte o cuando había una serie firme y clara de evidencias que seguir; y después estaban los rastros fríos, cuando el asesino ya se había distanciado en la cronología, en la geografía y en la presencia forense del hecho del homicidio, dejando a la policía apenas unas pocas sobras con las que hacerse una idea clara, un proceso que llevaba tiempo y esfuerzo. El homicidio de la chica de la playa era un caso de rastro frío, nebuloso y amorfo. Precisarían mucho tiempo y trabajo de investigación antes de darle una forma más o menos definida. La reunión de aquella tarde, por lo tanto, había tenido todas las características de los casos poco comunes: se habían analizado los escasos datos disponibles y habían concertado reuniones posteriores para examinar los esperados informes forenses y el resultado de la autopsia. El cuerpo mismo sería el punto de partida; ya no era una persona, sino un recipiente de información física sobre el momento, la forma y el lugar de la muerte. Y, a nivel molecular, el ADN y otros datos recogidos del cadáver servirían para iniciar el proceso de la identificación. La mayor parte de la reunión se había dedicado a asignar recursos a las distintas tareas investigadoras, la primera de las cuales era tratar de identificar a la chica muerta, algo de lo que deberían encargarse casi todos ellos. La chica muerta. Fabel estaba categóricamente comprometido a revelar su identidad, pero ese era el momento que más temía: cuando el cuerpo se convertía en una persona y el número del caso se convertía en un nombre.

Después de la reunión, le pidió a Maria que se quedara. Werner le hizo un gesto de complicidad a su jefe y, de esa manera, consiguió subrayar todavía más la torpeza de la situación. Maria Klee, vestida con una blusa negra y cara y pantalones grises, con las piernas cruzadas y los largos dedos entrelazados sobre la rodilla, permaneció sentada con expresión impasible y en una postura un poco formal, esperando que su superior hablase. Como siempre, su actitud era de compostura, contención, control, y sus ojos grises azulados se mantenían imperturbables debajo de la expresión inquisidora de las cejas. Todo en Maria rezumaba confianza, autocontrol y autoridad. Pero ahora había algo incómodo entre ella y Fabel. Ya había pasado un mes desde que ella había vuelto al trabajo, pero éste era el primer caso importante desde su regreso y Fabel quería que hablaran de las cosas que habían quedado sin mencionar.

Las circunstancias habían impuesto a Fabel y a Maria una intimidad única. Una intimidad más intensa que si hubiesen dormido juntos. Nueve meses antes pasaron varios minutos a solas, bajo un cielo estrellado en un campo desierto del Altes Land en la costa sur del Elba, y sus alientos se mezclaron mientras Maria, esa mujer tan segura de sí misma, se transformaba en una niñita llena del temor muy real y razonable de estar a punto de morir. Fabel la había mecido y la había mirado constantemente a los ojos, diciéndole todo el tiempo palabras de alivio, impidiéndole que se deslizara hacia un sueño del que no despertaría, sin permitirle que ella apartara su mirada de la de él y la dirigiera hacia debajo de sus costillas, donde asomaba el espantoso mango de un grueso cuchillo. Había sido la peor noche de la carrera de Fabel. Habían logrado cercar al psicópata más peligroso al que Fabel había tenido que enfrentarse, un monstruo responsable de una serie de homicidios rituales particularmente horrorosos. La cacería había terminado con dos policías muertos: un miembro del equipo de Fabel, un agente joven y brillante llamado Paul Lindemann, y un SchuPo uniformado de la Polizeikommissariat de la zona. El último agente al que el psicópata había encontrado en su huida era Maria: en lugar de matarla, le había hecho una herida potencialmente letal, sabiendo que Fabel tendría que elegir entre continuar la persecución o salvar la vida de su agente. Fabel había tomado la única decisión posible.

Ahora tanto él como Maria cargaban con cicatrices de diferente clase. Fabel nunca había perdido a un agente en cumplimiento del deber, y aquella noche habían caído dos, y por poco una tercera. Maria había perdido una gran cantidad de sangre y había estado a punto de morir en el quirófano. Luego hubo dos tensas semanas en cuidados intensivos, durante las cuales Maria habitó en una precaria tierra de nadie entre la conciencia y la inconsciencia, entre la vida y la muerte. Siguieron siete meses de una lenta recuperación de la salud y la fuerza. Fabel sabía que Maria había pasado los últimos dos meses de la recuperación en el gimnasio, reconstruyendo no sólo su fuerza física sino parte de aquella férrea resolución que la caracterizaba como una agente eficiente y decidida. Y allí estaba, sentada delante de Fabel, la misma Maria de antes, con su mirada dura y firme, y los dedos entrelazados encima de la rodilla. Pero cuando Fabel analizó ese sólido lenguaje corporal, se dio cuenta de que seguía mirando más allá, hacia la noche en la que le había sostenido su mano helada y había escuchado su suave aliento mientras ella le rogaba, con la voz de una niñita débil, que no la dejara morir. Los dos tenían que encontrar la manera de superar aquello.

—Sabes por qué quería hablar contigo, ¿verdad, Maria?

—No,
chef
… ¿Es sobre este caso? —Pero la firme mirada gris azulada vaciló y ella hizo el gesto de quitarse una mota invisible de los inmaculados pantalones.

—Creo que sí lo sabes, Maria. Necesito saber si estás lista para un caso como éste.

Maria comenzó a protestar pero Fabel la hizo callar con un gesto de la mano.

—Mira, Maria, estoy siendo honesto contigo. Me sería muy fácil no decir nada y asignarte las tareas laterales de cualquier investigación que surja hasta que esté convencido de que estás lista. Pero yo no trabajo así. Ya lo sabes. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre el escritorio—. Te aprecio demasiado como agente para faltarte el respeto de esa forma. Pero también te considero demasiado valiosa para poner en riesgo tu bienestar a largo plazo, y tu capacidad dentro del equipo, colocándote al frente de una investigación para la que tal vez todavía no estás lista.

—Estoy lista. —Una escarcha de acero crujió en la voz de Maria—. Ya me he enfrentado a todo lo que debía enfrentarme. No habría vuelto al trabajo si creyera que iba a poner en riesgo la eficacia del equipo.

—Maldita sea, Maria, no te estoy cuestionando. No estoy poniendo en duda tu capacidad… —Fabel le devolvió la mirada con la misma franqueza—. Estuve a punto de perderte aquella noche, Mana. Perdí a Paul y casi te pierdo a ti. Te fallé. Le fallé al equipo. Tengo la responsabilidad de asegurarme de que estés bien.

El hielo en la expresión de Maria comenzó a derretirse.

—No fue tu culpa,
chef
. Para empezar, yo creía que era mía. Por no haber reaccionado a tiempo, o por reaccionar de una manera incorrecta. Pero jamás nos habíamos topado con alguien así. Era un monstruo como ningún otro. Sé que es muy improbable que vuelva a encontrarme con alguien, o con algo, como él.

—¿Y qué hay del hecho de que sigue suelto? —dijo Fabel, y se arrepintió de inmediato. Ese pensamiento lo había dejado sin dormir más de una noche.

—A estas alturas ya estará muy lejos de Hamburgo —respondió Maria—. Probablemente lejos de Alemania, o incluso de Europa. Pero si no lo está, y volvemos a encontrar su rastro, estaré preparada.

Fabel sabía que Maria hablaba en serio. Lo que no sabía era si él mismo estaba preparado para volver a enfrentarse al Águila Sangrienta. Ahora o nunca. Pero se cuidó de expresar en voz alta ese pensamiento.

—Tomarse las cosas con calma no es ninguna vergüenza, Maria.

Ella le dedicó una sonrisa que Fabel no había visto antes, la primera señal de que algo, realmente, había cambiado en el interior de Maria.

—Estoy bien, Jan. Te lo prometo. —Era la primera vez que ella usaba su nombre de pila en la oficina. La primera vez que lo había pronunciado había sido cuando se debatía entre la vida y la muerte en el pasto crecido de un campo de los Altes Land.

Fabel sonrió.

—Me alegro de tenerte de vuelta, Maria.

Ella estaba a punto de responder cuando Ana Wolff golpeó a la puerta y entró sin esperar invitación.

—Lamento interrumpiros —dijo Anna—, pero acabo de hablar con los forenses por teléfono. Hay algo que tenemos que ver ahora mismo.

Holger Brauner no parecía un científico; ni siquiera semejaba remotamente un académico. Era un hombre de altura media con pelo rubio, color arena, y un aspecto recio, de alguien que vive al aire libre. Fabel sabía que Holger había sido atleta en su juventud y conservaba una complexión fornida y poderosa. Fabel llevaba una década trabajando con el jefe de la SpuSi, la unidad de las escenas de crímenes, y el respeto profesional mutuo que ambos sentían se había convertido en una verdadera amistad. Brauner pertenecía a la LKA3, la división de la Landeskriminalamt de Hamburgo encargada de todos los tipos de investigaciones forenses. Pasaba gran parte del tiempo trabajando en el Institut für Rechtsmedizin, pero también tenía un despacho junto al laboratorio forense del Präsidium. Cuando Fabel entró en su oficina, Brauner estaba inclinado sobre el escritorio, examinando algo a través de una lupa con una luz que colgaba de un brazo articulado. Cuando Brauner levantó la mirada no saludó a Fabel con su habitual sonrisa amplia. En cambio, le hizo el gesto de que se acercara.

—Nuestro asesino está comunicándose con nosotros —dijo en tono lúgubre, al tiempo que le pasaba a Fabel un par de guantes quirúrgicos. Se hizo a un lado para que Fabel pudiera examinar el objeto que estaba sobre el escritorio. Sobre una pequeña lámina de plástico había una tira rectangular de papel amarillo; medía unos diez centímetros de largo por cinco de ancho. Brauner había cubierto la nota con una placa de acrílico para que no se contaminara. La letra, escrita con tinta roja, era apretada, regular, ordenada y muy pequeña.

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