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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Cuidado con esa mujer (11 page)

BOOK: Cuidado con esa mujer
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8

Quedaba bien ajustado en torno a la cintura, pero Clara pensaba que debería ser más ancho. Evelyn estaba de pie frente a su madrastra, quien estaba sentada en el borde de la cama, dando golpecitos con los dedos en los pliegues que cortaban rectos un estampado gris-verde en seda y lana.

—Los pequeños detalles cuentan. Esto es muy importante de recordar —dijo Clara. Apartó sus dedos del vestido, lo contempló con la cara inclinada. Con manos ágiles midió el contorno del vestido y su aspecto y su personalidad. Frunció el ceño en gesto negativo y volvió al trabajo de nuevo, y luego se inclinó hacia atrás y se tocó la barbilla y se inclinó hacia adelante otra vez.

—Madre, él llegará pronto.

—Por favor, no me des prisa. Quiero que tengas el mejor aspecto posible.

—Disculpa, madre. No quería ser impaciente. Sólo me parecía que no estaría bien hacer esperar a Leonard.

—Que aguarde. Que espere tu entrada. Y cuando te vea, se alegrará de haber esperado. ¿No te parece lógico?

—Sí, madre.

—Date la vuelta.

Los dedos de Clara trabajaron en el lazo que el vestido nuevo llevaba en la espalda.

El timbre de la puerta sonó.

—Estás excitada, Evelyn.

—No lo estoy, madre.

—Estás excitada porque él está aquí. Estás temblando.

—Madre, si estuviera temblando lo sabría. Y lo admitiría. Pero no es así, de verdad. Y no estoy excitada.

—Estás temblando, Evelyn. Lo noto. No trates de negarlo, querida. Ahora puedes bajar. Estás encantadora. Nunca te había visto con este aspecto. El vestido tiene mucho que ver, supongo, aunque tu cara sin duda alguna está radiante. Sí, estás exquisita, Evelyn. Estoy muy orgullosa de cómo estás esta noche.

—¿De veras? ¿Realmente estoy tan bien?

—Sí, querida. Eres una persona nueva. Ahora baja, y recuerda: mantén la cabeza alta. Sé cortés, sí, pero sobre todo orgullosa. La barbilla, Evelyn. Mantén la barbilla levantada.

Clara observó a la muchacha salir de la habitación, cruzar el pasillo, la cabeza alta, con el vestido que Clara había elegido dos días antes. Un vestido bastante caro. Conforme a las más rígidas normas del buen gusto y la elegancia para las jóvenes. Un vestido ajustado, diseñado para acentuar la esbeltez, la delicadeza. Correcto y digno y discretamente encantador. Y absolutamente apropiado para una joven que dos días atrás se había matriculado en la selecta escuela de arte situada cerca de Rittenhouse Square, donde todo era correcto y digno, y discretamente encantador.

Clara esperó unos momentos. Vio la cabeza de Evelyn desaparecer por la escalera, luego entró apresuradamente en el dormitorio principal. Se quitó la ropa y se quedó desnuda, sonriéndose a sí misma frente al espejo.

Después se colocó un par de zapatillas de tacón alto.

Dio unas vueltas a un lado y a otro ante el espejo, haciendo leves gestos afirmativos con la cabeza. Luego se puso en
negligée
de satén rosa extremadamente ceñido, y pasó sus gordas palmas por el satén, alisándolo sobre las sólidas curvas que sobresalían, contemplando su propio perfil en el espejo, las suaves y majestuosamente redondeadas protuberancias de la parte delantera y trasera.

Luego Clara sonrió ante su imagen en el espejo, y salió de la habitación y se quedó en lo alto de la escalera, escuchando.

Estaban en la sala de estar. Clara podía oír su conversación y esporádica risa. Evelyn parecía nerviosa. Eso estaba bien. Muchas cosas estaban bien. Era una buena noche. George trabajaba hasta tarde, y Evelyn estaba nerviosa; Evelyn era tímida. Evelyn llevaba un vestido suave y delicado, mientras la risa de Leonard Halvery sonaba fuerte y gruesa y cordial. Así era él y así le gustaba a él que fuera todo. Ahora estaba diciendo algo acerca de una fiesta antes del espectáculo. No quería llegar tarde. Estaban en el porche. Estaban cerca de la puerta delantera.

Clara bajó de prisa la escalera. Ellos se giraron y la miraron. Ella sonrió a Leonard y le apuntó con sus senos y dijo:

—Oh, lo siento muchísimo. Creía que ya os habíais marchado.

—No pasa nada —dijo Leonard.

Clara dijo:

—Evelyn, no me has presentado nunca al señor Halvery.

—Oh, no lo sabía —murmuró Evelyn—, creía que tú… que ya le conocías. Madre… Leonard Halvery.

Él se acercó a Clara. Le sonrió y le miró los senos.

—Encantado —levantando los ojos hacia los de Clara— de conocerla, señora Ervin.

—¿Cómo está usted? —dijo Clara. Su sonrisa era leve. Dejó que se ensanchara poco a poco—. Se me da muy bien leer los pensamientos, señor Halvery.

La sonrisa del joven se ensanchó proporcionalmente. Dijo:

—Está bien. La desafío.

—Está usted pensando que no existe el más mínimo parecido entre Evelyn y yo. No parecemos para nada madre e hija.

—En realidad…

—Soy la madrastra de Evelyn.

—Oh, entiendo.

—Eso parece espantosamente frío y rígido, ¿no es verdad? En realidad, siento un profundo afecto por mi hijastra. Ven aquí, Evelyn. Acércate, cariño.

Clara tendió la mano, llamando a Evelyn, quien se acercó a ella vacilante. Clara pasó su gordo brazo por la esbelta cintura de la muchacha, y observó a Leonard comparar lo frágil con lo majestuoso. Después, les deseó buenas noches.

Mientras Leonard abría la puerta del reluciente descapotable púrpura oscuro y esperaba a que Evelyn entrara, mientras se dirigía al otro lado del coche y abría la puerta y entraba, y se colocaba tras el tablero púrpura oscuro y el volante de plástico color espliego y se acomodaba en la gruesa tapicería de cuero púrpura oscuro, pensaba en el satén. El satén rosa. Suave, grueso y rosa, su prominencia y arrogancia, y el suave y sólido y exquisito grueso satén rosa. Puso las manos en el volante de plástico y el plástico le pareció suave y casi flexible bajo su carne. Agarró con más fuerza el volante de plástico.

En la cocina, Agnes se inclinaba sobre el fregadero. Agnes jadeaba y suspiraba y refunfuñaba mientras fregaba los platos. Daba gracias de que el trabajo del día estuviera tocando a su fin, y empezó a pensar en el trabajo de mañana e hizo un esfuerzo para quitárselo de la cabeza.

Era mejor pensar sólo en terminar el trabajo de hoy y olvidar completamente el cansancio y el trabajo que aún había de venir, y el dolor insistente que atormentaba sus articulaciones y músculos. Sólo unos cuantos platos más. Y después, limpiar la cocina y sacar la basura fuera. Arreglar el comedor.

Gracias a Dios, el trabajo estaba hecho. Bendito descanso. Ir al porche y sentarse allí a descansar. Sólo estar sentada, bebiendo el delicioso jugo del descanso completo.

Clara salió al porche y miró a Agnes, y dijo:

—¿Qué estás haciendo?

—He terminado el trabajo, señora. Estoy descansando.

—Quiero que hagas un pastel.

—¿Señora?

—He dicho que quiero que hagas un pastel. Un nuevo tipo de pastel de chocolate. Tres capas. He visto la receta en el periódico de esta noche. Quiero que empieces ahora.

Agnes se doblegó, pues sabía que Clara esperaba que le suplicara pidiendo descanso. Clara esperaba que gimiera. O que gruñera. Y tanto si gemía como si gruñía, Clara la pisotearía.

—Sí, señora.

—Y no te estés toda la noche.

—Sí, señora.

Clara se alejó, y Agnes inclinó la cabeza y cerró los ojos mientras levantaba su cansado cuerpo del sofá del porche. Las lágrimas acudieron a sus ojos y empezaron a derramarse. Luego, salvajemente, se llevó las manos a los ojos, apartando las lágrimas. Apretó los ojos y los labios. Se miró las manos. Extendió los largos dedos, luego los curvó y abrió la boca de par en par. Y percibió lo afilado de sus dientes y sus dedos como garras.

Montana Saddle. Pitillera de grueso oro. Zapatos de cuero de suela negra. Grueso imperdible de oro en la camisa a rayas anchas azul marino, azul medio y azul cielo. Corbata azul marino con rayas cruzadas azul pálido y las uñas limpias y bien cortadas, y los anchos hombros bajo el cheviot azul oscuro, en contraste con la tapicería naranja y blanca del elegante restaurante.

—¿Nos vamos ya? —preguntó Leonard.

—Es bastante tarde, ¿no?

Encaminándose al norte a través del parque, el descapotable púrpura oscuro seguía el río salpicado de plata mientras el motor zumbaba un acompañamiento a los saxofones y las trompetas que surgían de la radio. Velozmente, fácilmente, con la capota bajada, el coche se desvió del parque, cruzó el laberinto de pequeñas calles, atravesó Broad Street, yendo hacia el este a través de más calles estrechas, y dobló una esquina. La capota subió y el motor paró cuando el coche llegó frente a la casa de los Ervin. Pero el freno no iba y el coche se deslizó por la calle.

—Conduces bien —dijo Evelyn.

—Me gusta conducir. ¿Y a ti?

—Yo no sé conducir.

—Tendremos que hacer algo al respecto —dijo Leonard—. Te enseñaré. ¿Te gustaría sacarte un permiso de principiante?

—De veras que sí. Me parece que disfrutaría conduciendo, parece lo bastante fácil. Al menos, tú haces que parezca fácil.

—Cualquier cosa que hagas con gusto es fácil de hacer —dijo Leonard.

Apagó la radio. Apagó las luces, y el coche rodó por la calle, más allá del farol que había en el centro de la manzana, más allá de la zona iluminada por el farol, rodando despacio mientras Leonard se volvía despacio y miraba a Evelyn y decía:

—¿Nos fumamos otro cigarrillo antes de despedirnos?

—Me encantaría.

Leonard puso el freno. El coche estaba aparcado casi al final de la manzana. La oscuridad era casi completa. Se fumaron el cigarrillo sin decir nada, y luego Leonard arrojó la colilla por la ventanilla abierta y contempló las chispas naranja rebotar en la calle y quebrar la oscuridad.

Y Leonard estaba pensando: cuatro citas, o quizás ésta era la quinta o la sexta, no podía recordarlo. De todos modos, ni siquiera la había tocado todavía. La razón de este aplazamiento quizás era el interés claro por ella, quizás curiosidad. Ella era diferente, no había ninguna duda respecto a eso. Y había algo desconcertante en ella. Si era un fraude, era un hábil pequeño fraude.

Se dijo para sus adentros que ella no era un fraude. Se dijo para sus adentros que esto no era realmente importante. Fuera lo que fuera ella, él podía seducirla. Era así de fácil…

Se volvió hacia Evelyn cuando ésta aplastaba su cigarrillo en el cenicero. Se inclinó hacia ella, le puso una mano sobre la muñeca y la otra ligeramente por encima de la rodilla. Se inclinó un poco más hacia ella mientras su mano se alejaba suavemente de la muñeca y le subía por el brazo, le daba un momentáneo apretón en la carne próxima a la axila, rodaba sobre el hombro y por el espacio que quedaba entre sus hombros.

Y Leonard apartó su otra mano de la rodilla de Evelyn y le colocó su palma sobre el estómago; la sostuvo así mientras se inclinaba y con gran atención ponía sus labios sobre la boca de la joven.

Evelyn trató de sacudir la cabeza pero no pudo moverla. Levantó los brazos para apartar a Leonard y sus brazos cayeron contra la tapicería de cuero púrpura oscuro. Otra vez sus brazos se alzaron y sus dedos se crisparon en la parte de atrás de la cabeza de Leonard, acariciaron sus gruesos rizos rubios y se crisparon.

Leonard se apartó de ella, y la miró. Le cogió los brazos por encima de los codos. Pudo sentir el temblor en sus brazos y de su cuerpo entero.

Dijo:

—Estaré aquí a la una, el sábado por la tarde. Te llevaré a las carreras de lanchas motoras en Nueva Jersey, cenaremos en una posada del campo, y después hay un concierto en la ciudad.

Se inclinó hacia ella, y luego se apartó cuado ésta se inclinó hacia él. Después alargó el brazo por delante de Evelyn y le abrió la puerta, diciendo:

—Buenas noches, Evelyn.

Ella se quedó mirándole cuando él hizo girar la llave de contacto, puso el estárter, encendió las luces y manipuló la palanca que controlaba la capota automática. Cuando estuvo bajada, Evelyn salió del coche, dijo buenas noches y se alejó.

El descapotable color púrpura se puso en marcha y con suavidad dobló la esquina. Leonard encendió un cigarrillo y, por unos momentos, se preguntó por qué no había aprovechado la situación; luego experimentó la inexplicable proximidad del suave y exquisito grueso satén rosa. Percibió la promesa de una deliciosa abundancia y un alegre y prominente goce. Y lo comparó con la temblorosa fragilidad. Y su risa fue tranquila y encendida.

Caminando sin saber que se movía, Evelyn se pasó sus dedos temblorosos sobre los labios. La oscura acera se deslizaba hacia atrás. La hilera de casas marchaba hacia atrás, desfilando hacia atrás en rígida formación. Evelyn pensó en la tarde del domingo que pronto la envolvería. Las carreras de motoras en Nueva Jersey. Montana Saddle. Manos grandes, limpias y fuertes. El verde campo y la capota bajada, el púrpura oscuro. Evelyn llegó a su casa y la miró de arriba abajo. Luego su mirada bajó a la hilera de casas iguales. Y la rebelión acudió a sus ojos. Volvió la cabeza, miró hacia la casa de la esquina, más allá de la esquina, hacia la calle que subía a la parte alta de la ciudad.

La parte alta de la ciudad, estaba pensando Evelyn. La parte alta.

Alguien dobló la esquina y entró en la zona de luz producida por un farol del otro lado de la calle.

Era Barry.

Al reconocerle, Evelyn empezó a subir los escalones de la casa de los Ervin. Pero Barry ya la había visto, y ahora la llamaba. Evelyn se pasó la lengua por los labios ligeramente manchados y se arregló el pelo. En la escalera esperó a Barry, que subió corriendo los escalones. Se acercó a ella, y ella se apartó.

—Evelyn…

—Hola, Barry. —Le miró el pelo despeinado. Necesitaba un corte de pelo. Necesitaba un afeitado. Tenía la cara manchada de tizne. Llevaba la camisa sucia y con el cuello roto. La corbata parecía una cuerda deshilachada.

Preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Estoy cansada.

—Evelyn, ¿qué ocurre?

—Te lo he dicho. Estoy cansada. Hoy he trabajado mucho.

—Hoy no has trabajado.

—¿Qué quieres decir?

—He ido a la tienda. Sólo para verte unos minutos. Sólo para verte. Había otra persona en el mostrador de objetos de cristal. Me han dicho que te habías despedido.

Se acercó más a ella. Y ella examinó las manchas negras de tizne en su cara cansada de tanto trabajar.

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