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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Cuidado con esa mujer (22 page)

BOOK: Cuidado con esa mujer
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—No —gimió—. No debes…

Clara bajó las manos y las puso sobre el rostro de Leonard. Levantó su cabeza, obligándole a levantar los ojos hacia ella. Sonrió al ver las lágrimas y dijo:

—Imaginas que esto no tiene esperanza. Que es complejo y temible. Pero hay una solución. Y es tan sencilla…

—Dímela.

—Ya la sabes.

—¿Es eso lo único?

—Sí. Haz lo que te digo.

—Está bien. Lo que tú digas. Cualquier cosa que tú digas. —Y luego, para sí mismo, en voz alta, dijo—: ¡Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame! Nunca ha sucedido. No puede haber sucedido. Pero así ha sido.

Clara miró el cuerpo medio desnudo y despeinado del hombre que estaba arrodillado a sus pies. Dijo:

—¿Me veré obligada alguna otra vez a amenazarte de este modo?

—No. Te lo prometo. Haré lo que dices.

—Siempre.

—Siempre, siempre. —Y, en voz alta para sí mismo, añadió—: ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Nada —dijo ella, y le cogió la cara con las manos y le sonrió—. Me alegro de que lo entiendas —dijo.

Pellizcándole fuerte en las mejillas, le hizo levantarse. Cuando se puso en pie cayó contra ella, pues le flaquearon las rodillas. Ella le rodeó la cintura con sus brazos y le sostuvo.

—Te reunirás conmigo mañana por la noche —dijo ella—. Y no hablaremos de lo que acaba de pasar. Te reunirás conmigo a las siete en punto, en el sitio de costumbre. Cenaremos y espero que tengas entradas para el teatro… no, el ballet, quiero ver esa nueva compañía en el Academy. Si nos encontramos con alguno de tus amigos, me presentarás con entusiasmo. Y al mismo tiempo estarás absolutamente cómodo. Estarás encantado y orgulloso de estar conmigo. —Y, luego, otra vez le puso las manos en las mejillas, pellizcándole con fuerza, empujándole la cabeza hacia atrás y sonriéndole y diciendo—: ¿Verdad que lo harás?

—Sí, Clara.

Las manos de Clara acariciaron el rostro de Leonard, bajando por la garganta y los hombros hasta su pecho… dando vueltas y bajando… moviendo las manos lentamente y dando vueltas y atrayéndole hacia sí. Él bajó la cabeza y la besó en la garganta.

—Buenas noches —dijo ella.

—Quédate conmigo, Clara. Quédate conmigo esta noche.

Ella le apartó.

—Buenas noches —dijo—. Te veré mañana. —Y abrió la puerta y salió de la habitación.

Cuando Clara se hubo ido, Leonard se quedó sentado, acurrucado, en la cama durante un rato, y luego fue al cuarto de baño. Abrió el grifo del agua fría y empezó a llenar la bañera color lila, amplia y hundida en un suelo de azulejos negros. Con una gran pastilla de jabón que llevaba impresa la marca Montana Saddle empapó una enorme esponja. Se enjabonó el cuerpo profusamente, siguió enjabonándose y hundiéndose bajo el agua, enjabonándose y hundiéndose, hasta que se sintió débil por el esfuerzo. Luego, después de secarse con una gruesa toalla, apagó la luz. En el dormitorio, se sentó en el borde de la cama y se quedó contemplando el suelo. Al cabo de un rato se puso a tararear con aire indiferente y se dijo que todo iría bien. Sin sentir ningún deseo de llegar a la base de este razonamiento, lo conservó hasta que se alejó de su mente; entonces se acercó a un tocador, abrió los cajones, empezó a sacar cosas y a mirarlas. Las volvió a colocar con cuidado, lentamente. Luego cogió una caja de cordobán negro y la abrió, y sacó de ella un paquete de cartas.

Mucho tiempo atrás había escrito estas cartas a una joven. Nunca las había enviado. Se estiró boca abajo sobre la cama, para leerlas. Las leyó todas. Luego cogió la caja otra vez y sacó algunas fotografías de la chica. Leonard parpadeó para impedir que cayeran las lágrimas que habían acudido a sus ojos.

Las fotografías eran espontáneas. Leonard las había hecho con una pequeña cámara de gran velocidad. Unas cuantas eran en color. La chica tenía los ojos violetas y el cabello negro. Era delgada y su sonrisa limpia, y había algo puro e inteligente en ella.

Leonard suspiró profundamente. Sacudió la cabeza con lentitud. Dejó caer la cara sobre la colcha de la cama y murmuró:

—¡Qué pobre e ignorante bastardo era!

16

La oscuridad inundó los sentidos de Barry cuando éste abrió los ojos. Se preguntó qué le había arrancado del sueño. Podía haber sido el repentino y punzante pensamiento de lo que había ocurrido anoche en el callejón, y ahora, sentado en la cama, estaba seguro de ello. Estaba seguro de que le había estado martilleando mientras dormía, arañándole hasta arrancarle del sueño.

Bajó de la cama, fue hasta la ventana y miró hacia el callejón. Estaba convencido de que Agnes le había dicho no sólo la pura verdad, sino la verdad ordenada en secuencia real, de manera que formaba un claro cuadro.

Un claro cuadro, y sin embargo el cuadro no estaba completo. Lo que él tenía ahora no podía llevarlo a la policía. Tenía una sensación, firmemente arraigada, de que si lo llevaba a la policía iba a estropearlo en lugar de arreglarlo.

Se preguntó si podía hacer algo.

No había nada que pudiera hacer él solo ni tampoco él y Agnes, a no ser que fuera algo que implicara violencia. Y de la violencia se tenían que mantener apartados. Si querían llevar a cabo algún plan, tenían que efectuarlo tras un telón, recoger en silencio los hechos y arreglarlos y efectuar sus planes en susurros. Y ni aun entonces podrían trabajar solos, ellos dos; necesitaban otra mano, alguien que pudiera insertar lo que faltaba. Y faltaban bastantes cosas; había interrogantes que no podían ser respondidos con lo que ellos sabían. Necesitaban una tercera mano, y Barry se daba cuenta de que no podía salir a la calle y elegirla al azar. Esta tercera mano era alguien especial, y Barry intentó imaginar quién podía ser, pero no tenía ni idea y lo sabía. Se dijo para sí que debía despertarse del todo. Fue al cuarto de baño y se mojó la cara con agua fría. Se golpeó los puños uno contra otro, sabiendo que la respuesta estaba en su mente, y no había ninguna razón para que se le escapara de esta manera, a no ser que no estuviera en su destino encontrar la respuesta y hacer que se arreglara todo. Quizás por alguna razón temible y tal vez espantosa debiera apartarse de esta situación. Quizás la solución resultaría ser aún más terrible que el problema mismo. Estaba pensando en Evelyn.

Recordó ciertas cosas extrañas que ella había dicho, ciertas actitudes que ella había adoptado la noche en que él había lanzado piedrecitas a su ventana y se habían reunido de nuevo después de tres años de estar apartados. Recordó que él la había interrogado respecto a esos tres años y recordó la respuesta evasiva, la tendencia a eludir toda mención de lo que había sucedido en aquella casa durante los tres años que hacía que George Ervin estaba casado con una mujer llamada Clara. Las evasivas de Evelyn aquella noche infectaron a Barry ahora. Se dijo para sí que lo dejara estar tal como estaba, que mantuviera aquella casa y la gente que vivía en ella apartadas de su vida. Estaba seguro de que podía hacerlo, estaba seguro de que era lo mejor que podía hacer, y entonces fue cuando pensó en Clard. Al instante siguiente supo que Clard era la tercera mano.

De nuevo en su dormitorio, empezó a vestirse.

Y en su coche se dirigió rápido hacia los muelles.

Una luz naranja se filtraba desde el borde interior de un reloj en el escaparate de una tienda que, de no ser por esto, habría estado a oscuras. El reloj marcaba las tres menos veinte.

Había ruido y movimiento en las calles junto a los muelles. Los camiones retumbaban, los carros rechinaban. Barry apartó su coche de la bulliciosa calle comercial y lo aparcó en una calle lateral.

Se encaminó al pasadizo donde sabía que estaría la escalera, pero no la vio.

Por unos momentos se enfadó consigo mismo. Quizás, después de todo, se había confundido y estaba en un lugar erróneo. Entonces contempló las paredes de los almacenes ruinosos que daban al Delaware. Y por una ventana parcialmente abierta pudo ver una escalera de mano que sobresalía. Había sido metida en la habitación y luego colocada apuntando hacia el exterior. Había algo irrazonable en la escalera, que salía por la ventana de aquella manera. Le pareció muy extraño.

Barry no lo analizó. No calculó nada. Pero a través de su perplejidad tenía una clara sensación de que Clard estaba en la habitación. La sensación de que Clard estaba allí dentro por razones drásticas y había retirado la escalera para impedir que alguien subiera detrás suyo.

Barry decidió que debía subir y ver lo que estaba sucediendo en aquella habitación. Miró a su alrededor en busca de algún medio para subir hasta la ventana. Había unas cuerdas allí cerca, pero ninguna parecía suficientemente larga. Barry inspeccionó el terreno, buscó un trozo de cuerda lo bastante largo para ser lanzado a la ventana y coger con él la escalera. Volvió sobre sus pasos, estudiando con atención el suelo.

Vio la sangre.

Brillaba en la oscuridad. La luz de las bombillas de las esquinas se unía y formaba una tangente amarillenta oscura sobre los círculos de rojo oscuro y lejos de ellos. Barry se arrodilló y examinó las manchas. La sangre estaba seca.

Barry levantó la vista hacia la ventana. Allí arriba todo estaba tranquilo y oscuro. Aquí debajo, las manchas formaban una hilera hacia un punto debajo de la ventana. Arriba, la escalera apuntaba hacia el cielo, hacia el río. Había algo fútil y lastimoso en la manera de sobresalir por la ventana de aquella escalera.

No encontró ninguna cuerda. Barry caminó rápido por el pasadizo y estudió las paredes de los almacenes, hasta que llegó a un lugar donde parecía que podría trepar con bastante facilidad. Empezó a subir. Llegó a la azotea, retrocedió por los tejados de los almacenes, y luego fue bajando hasta que sus pies tropezaron con la escalera que sobresalía por la ventana de la habitación de Clard.

Se agarró a la ventana, la levantó y empezó a deslizarse dentro de la habitación.

Desde el interior, la voz de Clard dijo:

—Está usted corriendo un gran riesgo.

Allí dentro estaba oscuro.

Barry preguntó.

—¿Dónde estás?

—Es usted un policía nuevo, ¿verdad? —La voz de Clard era un débil y largo jadeo.

—No soy policía.

—Quizás no lo es.

—¿Qué sucede, Clard? ¿Qué ha pasado?

—¿Quién es usted? —preguntó Clard.

—Barry Kinnett. El chico que…

—¿Cómo lo has encontrado? ¿Quién te lo dijo?

—¿Quién me dijo qué? Oye, ¿qué te parece si encendemos una luz?

—Olvida la luz —dijo Clard—. Háblame. Cuéntame cosas. ¿Qué te ha hecho venir aquí? Estás solo, ¿verdad?

—Claro, estoy solo. He venido a tener una sesión contigo. Quería que me ayudaras.

—Has elegido un buen momento. Estoy en plena forma para ayudar a la gente.

Clard dejó escapar una carcajada. Era algo terrible de oír. Era todo fracaso y dolor y final.

—Me parece que eres tú quien necesita ayuda —dijo Barry.

—Me parece que sí —dijo Clard.

—Déjame encender una luz, si es que hay alguna.

—Hay un interruptor en la pared, a la derecha de la ventana.

Barry palpó la pared en busca del interruptor, lo encontró y encendió la luz.

La habitación tenía el techo bajo, era muy pequeña, pero había mucho color en ella y algunos objetos eran elegantes y relucían. En el suelo había una alfombra con complicados dibujos. Había sangre en la alfombra. Había sangre en los bordes de una sábana arrugada. Había sangre en las vendas que envolvían el pecho y la cintura de Clard.

Clard estaba medio sentado, apoyado contra unas almohadas. Su rostro tenía el color de la leche sobre papel verde.

Barry parpadeó unas cuantas veces. Preguntó:

—¿Qué ha sido?

—Balas.

—Iré a buscar a un médico.

—Oh, no, no lo hagas. Quédate aquí. Quédate a mi lado y háblame.

—Pero te vas a desmayar.

—Lo sé.

—Quizás un médico podría hacer algo.

—No. Llevo tres balas dentro. Dos en el pecho y una en algún punto de la pelvis. Soy un loco. Hace horas que estoy aquí, tratando de convencerme a mí mismo de que tenía una oportunidad. Pensaba que podría dormir un poco y coger fuerzas, y después sacarme las balas.

—¿Puedes hacerlo?

—Mírame. ¿Ves mucha vida?

—¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Estás seguro de ello?

Clard afirmó con la cabeza. Luego hizo una mueca. Abrió la boca para llevar un poco de aire a sus pulmones. Clard levantó el brazo para secarse la sangre de la boca y la barbilla, pero el brazo le cayó y él se recostó sin fuerzas en las almohadas.

Sonrió y dijo:

—¿Ves lo que quiero decir?

—Quizás yo pueda hacer algo por ti.

—Está bien, veamos si puedo tomar un poco de agua. Hay una botella en aquella mesa de allí.

Barry puso un poco de agua en un vaso.

—Bébela despacio —dijo Barry.

Clard intentó beber, pero el líquido no le bajó. Una sonrisa vaga apareció en sus labios, vaciló allí y desapareció. Cerró los ojos.

—Está bien —dijo Barry—, Vuelve a dormirte.

Clard abrió los ojos. Sonrió otra vez y dijo:

—Si me duermo ahora, no despertaré. Quiero vivir un ratito. Lo suficiente para que podamos comunicarnos algunas ideas. Si ofrezco una buena pelea quizás duraré otro cuarto de hora. Oigamos lo que tienes que decir.

Barry le habló del cuerpo que había hallado, y de lo que Agnes le había contado, y de todo el asunto.

Dijo:

—Ocurrió así. No de otra manera. Ella quería deshacerse de Ervin y le mató. Pero si yo intentara probarlo, no conseguiría nada. Por eso no puedo ir a contárselo a la policía.

—Tienes razón —dijo Clard—, No puedes ir a contárselo a la policía.

—¿Qué debo hacer?

La palidez se hizo más profunda y se extendió en todo el rostro de Clard. Éste tosió y cerró los ojos e intentó incorporarse, pero cayó hacia atrás de nuevo. Barry le arregló las almohadas. Clard respiraba con dificultad.

Clard dijo:

—Aquella noche que me viste en el tejado estuve cerca de arreglar todo el asunto. Te contaré un secreto. No era la primera vez que estaba en aquel tejado. Había estado allí muchas veces. Pero aquella noche estuve más cerca. Sólo por unos momentos. Estuve muy cerca, en la habitación, mirándola.

—¿Tenías algún plan?

—No, ninguno. Sólo el impulso.

—¿Quieres decir, de violentarla?

Clard sonrió. Dijo:

—De matarla.

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