—Supongo que si me lo has dicho es porque hacéis planes para el futuro.
—Sí, queremos irnos pronto a vivir juntos.
—Y os marcharéis de México, por supuesto.
—Sí.
—Pues cuanto antes os larguéis, mejor.
—Nos iremos cuando sea el momento, no cuando tú lo digas —respondió con firmeza.
—Y tus hijos, ¿lo saben tus hijos?
—No lo saben aún; y te agradeceré que permitas que sea yo quien se lo comunique.
—Haré lo que me parezca pertinente. Favores, ni uno, Victoria, a partir de ahora, ni uno. Me voy.
—¿Adónde?
—A tomar una copa por ahí. Estar con alguien como tú me da grima.
Sola de nuevo, se echó a llorar con amargura, pero en seguida se enjugó las lágrimas, intentó olvidar las palabras de él, empezó a reflexionar. Una reacción que no habría esperado nunca de Ramón, un hombre tranquilo, morigerado, poco dado a la ira o las discusiones. Había esperado otra cosa: preguntas, silencios... pero había tenido un comportamiento explosivo, radical. Lo que más había parecido afectarle era que se tratara de un compañero; después, que el enamoramiento hubiera sucedido en la colonia. Por último, el lugar donde habían hecho el amor. Era como si le hubieran molestado más las circunstancias que el hecho de que ella ya no lo amara. Bien, aquel modo de reaccionar le facilitaba a ella las cosas. Ya no sufriría más por el sufrimiento de él. A partir de ese momento cada uno cargaba con su propio dolor. La sorprendió a sí misma la frialdad de sus consideraciones. Pero así era la vida, al parecer.
Entró en la cocina y se sirvió la cena que había preparado para los dos. No tenía el más mínimo apetito, pero intuía que seguir el curso habitual de las acciones era lo que debía hacer. Tras apenas diez minutos regresó Ramón. Estaba pálido, sus facciones se habían alterado de tal manera que su expresión resultaba irreconocible. La miró con algo que a ella le pareció odio puro.
—Vuelvo al campamento. No sería capaz de dormir contigo. Además, es posible que tengas una cita amorosa y no quiero estropeártela.
—Te ruego que no me hables así.
—¿Qué pasa, hiero tu fina sensibilidad de enamorada?
—Si no quieres que hablemos civilizadamente, de acuerdo, pero no creo que valga la pena que me faltes al respeto cuando nunca antes lo has hecho.
—Parece que no te has enterado, Victoria, haré lo que quiera porque ésta es mi casa y, te lo repito, cuanto antes salgas de ella, mejor para todos.
Salió dando un portazo. Oyó sus pasos en el dormitorio. Sin duda estaba recogiendo algo de ropa. Poco después distinguió el ruido de sus pasos en la gravilla del jardín, camino de su coche. Se tapó los ojos. Estaba horrorizada, aquello no podía estar sucediendo. Jamás había visto a su marido en un estado semejante. Pero ¿qué esperaba? Aquélla era una situación límite para Ramón, una situación a la que ella lo había conducido. Lo que había hecho era lo peor que puede hacérsele a un hombre, lo peor. Pero sabía desde el principio que iba a ser muy doloroso para ambos. Sólo debía aguantar el primer tirón, hacerse fuerte, pensar lo menos posible en lo que estaba pasando. Se dirigió al salón y se tumbó en el sofá. Estaba segura de que, si cerraba los ojos, se dormiría en seguida, y contempló esa posibilidad como una benéfica protección.
Sólo el sábado por la mañana pudo hablar Santiago seriamente con su mujer. Su plan era hacerlo el viernes noche, pero le resultó imposible. Paula insistió para que cenaran en un restaurante de San Miguel; sin duda se había dado cuenta de que Santiago preparaba una conversación final. Lo conocía bien, como acaban conociéndose todos los matrimonios.
Procuró mostrarse especialmente locuaz y contenta durante la velada. No iba a ponérselo fácil. Ya no le cabía duda de que la historia de amor que se había fraguado allí era algo muy serio para él. Había escogido aquella noche para su «confesión», pero se proponía estropearle la
mise en scène.
Mientras lo miraba, sentado frente a ella en el restaurante, con aire distraído y rictus malhumorado, deseoso de librarse de la carga de su secreto culpable, pensó que era valiente. Se disponía a montar un buen escándalo en su lugar de trabajo, enfrentándose con Ramón, asumiendo el juicio moral adverso que recaería sobre ellos... bien podría haber esperado hasta que la obra estuviera acabada y la colonia disuelta. Pero no, prefería ponerse en ridículo, y dejarla a ella también. No había contado con que le importara, pero le importaba. Abandonarla a ojos de todo el mundo la hacía representar un bonito papel: la intelectual indómita, fuera de normas y de convenciones, sería sólo la esposa burlada. Debería haberle evitado esa circunstancia tan humillante. Era obvio que planeaban huir juntos. En ese caso, ella debería marcharse también, su estancia en la colonia se circunscribía al contrato de su marido. Aunque quizá la dirección le ofreciera un período de gracia, un generoso asilo político en nombre de la empresa constructora. Sonrió ante esa idea, y siguió hablando, cotorreando sin fin sobre la belleza de las noches mexicanas. Santiago había tenido la ocasión de interrumpirla varias veces diciéndole: «Basta ya de mascaradas, escucha lo que tengo que decirte.» Pero no lo hizo. Escuchó, comió, respondió a sus preguntas banales y, de regreso a su casa, se acostó a su lado para dormir toda la noche. No debía de ser fácil soltarle a tu cónyuge una cosa así, por más distanciado que se esté, por muy destrozado que se encuentre el vínculo matrimonial. O quizá su esposo era sólo un Judas que esperaba el momento ideal para perpetrar su traición.
Cuando despertó a la mañana siguiente, él ya se había levantado. Olió el café y bajó envuelta en un albornoz. Se encontraba serena y en buena forma porque no había bebido casi nada la noche anterior. Santiago desayunaba en la mesa de la cocina, completamente vestido. La saludó con un gesto de la cabeza y dijo en seguida:
—Paula, tenemos que hablar.
—¿Prefieres la mañana para que nadie te acuse de nocturnidad?
—Dejémonos de juegos, tú ya sabes lo que quiero decirte, ¿no?
—Sí, lo sé.
—En ese caso, mucho mejor, porque...
—Un momento, un momento, no creas que va a ser tan sencillo. Espero tus palabras y tus explicaciones.
—Muy bien, de acuerdo. Es muy fácil de explicar: me he enamorado de Victoria y nos vamos a vivir juntos. Eso es todo.
Paula procuró dominar su expresión para que fuera completamente neutra. Contestó en tono pausado:
—¿Puedes pasarme la cafetera, por favor?
Santiago hizo lo que le pedía y se quedó mirándola, en espera de una respuesta. Ella se sirvió café despacio, le echó azúcar, lo probó.
—Te ha salido como a mí me gusta, cargado y aromático.
Él dio un fuerte golpe en la mesa que hizo saltar las cucharillas con estrépito.
—¡Basta, Paula, basta! Hemos llegado al final, ¿es que no te das cuenta? No voy a aguantar más tus juegos. Estoy hablando en serio. Me voy con Victoria. Es una mujer equilibrada, sensible y cariñosa, virtudes que seguramente no significan nada para ti.
—Ya lo sé, querido, lo sé. Os vio Susy morreándoos el día de Nochebuena. Muy equilibrado, hacer eso cuando sabes que alguien puede estar viéndote. Muy sensible también. ¿Y tienes idea de lo que opina su marido de tanta sensibilidad?
—Es inútil, por supuesto, razonar contigo ha sido inútil durante años, ahora no tiene por qué ser diferente.
—Eres un mártir.
—¿Crees que ha sido fácil aguantar tu labor destructiva durante todo este tiempo?
—¿Y por qué no te marchaste antes?
—Porque siempre tuve la esperanza de que algo pudiera cambiar.
—Ya veo; has estado esperando un cambio salvador en nuestro matrimonio justo hasta antes de la aparición de esa mujer.
—Llevas razón. Debería haberme marchado mucho antes. ¿Te gusta más así?
—Has sido cobarde. No has roto conmigo hasta que no has tenido a alguien con quien vivir.
—Puede que ella me haya despertado de un mal sueño. De repente me he dicho a mí mismo: ¿qué hago aquí, qué espero? ¿De verdad creo que queda algo por salvar?
—Usas una retórica que apesta, Santiago, de verdad. Aunque, si me permites un inciso estilístico, diré en tu descargo que eso suele suceder siempre cuando se habla de amor, el léxico amoroso es jodido.
Santiago sonrió con desánimo. Agitó la cabeza.
—Me voy a dar una vuelta. Ya continuaremos hablando en otro momento.
—Tú no te vas a ninguna parte. Tengo derecho a saber lo antes posible qué es lo que va a pasar.
—¿Qué quieres saber?
—Me interesa saber qué proyectas para tu nueva y feliz convivencia. Sobre todo porque me afecta un poco, no sé si eres consciente.
—Ya que te interesan las cuestiones de estilo, te ruego que dejes de utilizar la ironía.
—Yo hablo siempre así. Deberías haberte enterado ya.
—De acuerdo, te lo repito: ¿qué quieres saber?
—Cosas sin importancia. Por ejemplo, ¿cuándo voy a tener que dejar esta casa y este país? Por ejemplo, ¿adónde piensas ir?
—Los planes son aún un poco provisionales, pero en cualquier caso nos iremos pronto; probablemente a su ciudad.
—¡Ah, qué encantador, no quieres que tu chica sufra con los cambios!
—No estoy dispuesto a continuar esta conversación absurda, Paula. Ya he aguantado de ti todo lo que podía aguantar.
—¿Me pasarás una pensión?
—No habrá problemas para llegar a un acuerdo. Quédate con el uso de nuestra casa también. Si algún día la vendes, me corresponderá la mitad. No creo que haya más cosas que tratar a este respecto.
—La pensión puedes ahorrártela. Puedo valerme por mí misma. En cuanto a la casa... en cuanto tenga oportunidad, la venderé. Seguir viviendo allí me traería malos recuerdos. Y ahora, lárgate, ya hemos hablado bastante.
—Me pregunto qué es lo que te parece tan mal de todo esto, Paula, ¿que intente ser feliz? Porque lo que no puedo creer es que lamentes perder nuestro amor. Eso ya se perdió hace años.
Paula cogió el azucarero que había sobre la mesa y lo lanzó sobre su marido. Él lo esquivó y fue a parar al suelo, dejando un reguero de azúcar. Santiago la miró con desprecio y salió. Se quedó sentada, sonriendo. Dijo en voz alta:
—Un final clásico de bronca conyugal.
Luego se levantó y encendió un cigarrillo. No estaba nerviosa ni alterada. Miró el destrozo del azucarero. Contó los fragmentos en los que la loza se había partido. Observó la forma curiosa que había tomado el azúcar derramado. Debía mirarlo todo cuidadosamente, porque aquello era el resultado final de quince años de matrimonio. Una imagen muy simbólica: la dulzura del amor hecha añicos. Quizá ahora, siendo una mujer públicamente abandonada, sería al fin capaz de escribir buenas novelas. Bien mirado, aquello podía convertirse en algo muy estimulante, un acicate para su carrera. Estaría sola y sería necesario tener ingresos suficientes. La Providencia estaba tendiéndole un cable para que no se ahogara en el infortunio. Dios era sabio hasta el infinito y nunca olvidaba a sus ovejas perdidas. Volvería al redil. Quizá incluso el Divino Pastor adecuara para ella un redil individual, nada de rediles masivos y malolientes. Allí se instalaría, a salvo de todos los vientos del mundo, tan devastadores, a salvo de todas las desgracias y también de las tentaciones. Un lujoso redil con estudio para poder escribir, con nevera bien pertrechada, con mueble bar. Salió de la cocina y se dirigió al salón. Buscó una botella de tequila que estaba segura de haber comprado días atrás. ¿Era pronto aún para empezar a beber? ¿Pronto, tarde? Debía empezar a acostumbrarse a vivir sin mirar el reloj. Nadie la esperaba. Se sirvió un vaso bien lleno, a la salud de todas las ovejas perdidas que, como ella, sabían hacer de la necesidad virtud.
Santiago no pudo encontrar a Darío en ningún lugar de la colonia. Pensó que era muy capaz de estar ya en El Cielito de buena mañana. En un recodo del jardín se dio de bruces con Henry, vestido para jugar al tenis.
—Hola, Santiago, ¿qué te has hecho en la frente?, llevas un poco de sangre.
Recordó que el azucarero que le lanzó Paula lo había rozado levemente.
—No es nada.
—¿Cómo que no es nada? Te está cayendo una gota. ¿Por qué no vas para que te curen en el dispensario?
—¿Has visto a Darío?
—No. Había quedado con Ramón para jugar un partido, pero se ha largado precipitadamente al campamento.
—¿Por qué?
—Dijo que se había olvidado de acabar un trabajo importante. ¡Vaya moral!, ¿no?, trabajar en fin de semana.
—Sí, vaya moral.
—Déjame que te ponga un poco de alcohol en esa herida.
Fue con él al dispensario. Era mejor limpiarse el rasguño para que nadie volviera a preguntarle. Henry sacó un poco de algodón y lo impregnó en alcohol. Empezó a darle unos toques suaves sobre la frente.
—Henry.
—Dime —contestó distraídamente mientras lo curaba.
—Tú estás al corriente de lo que sucede, ¿verdad?
—No te entiendo.
—Déjate de disimulos, por favor. Me cuesta creer que Susy le haya contado a Paula lo que vio entre Victoria y yo sin contártelo a ti también.
El rostro de Henry se contrajo como si lo hubieran golpeado. Acto seguido, enrojeció con intensidad.
—A mí me cuesta creer que Susy haya hablado de eso con tu mujer. Lo siento, Santiago, de verdad. Te aseguro que intenté evitarlo, pero Susy es... tan especial, a veces se comporta de un modo infantil, ya hemos discutido mucho sobre ese tema, pero no ha cambiado.
—Ya no tiene demasiada importancia; pensábamos destapar nosotros mismos la cuestión. No sé qué te habrá dicho Susy, pero el caso es que...
—No tienes que contarme nada, te lo ruego.
—Quiero hacerlo. Quiero que sepas que Victoria y yo estamos enamorados. Proyectamos marcharnos de aquí dentro de poco. Sin embargo, no podemos largarnos de la noche a la mañana como si se tratara de un acto deshonroso. Además, está la resolución del trabajo en Barcelona. ¿Lo entiendes?
—Perfectamente.
—Hay un favor que me atrevo a pedirte.
—Dime lo que sea.
—Ramón acaba de enterarse. Yo no quiero dejar de ir a la obra, pero... aunque acabemos teniendo una conversación, es preciso evitar cualquier riesgo de enfrentamiento. ¿Podrías estar pendiente de que no nos quedemos solos él y yo?
—No tengo ningún inconveniente en hacer eso, pero si la cosa va a ser pública dentro de poco, ¿no sería mejor que hablaras con Adolfo? Es un hombre abierto y comprensivo, y también quien de verdad puede ayudarte. Podría, por ejemplo, destinaros a tajos diferentes para que no coincidáis.