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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (33 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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Se sentó en el único sillón que tenía con el propósito firme de tomarse una cerveza helada y mirar al techo. Había pasado el día entero trabajando en la preparación de las hojas salariales y sentía la cabeza embotada, ningún deseo de leer o ver la televisión. Sólo ansiaba quedarse muy quieto y notar el amargor vivificante de la bebida bajando por su garganta. La vida era un coñazo. Tal y como la sociedad la había planteado, un coñazo absoluto. Etapas y etapas por las que parece inevitable pasar. La infancia aguantando a los padres, la juventud, estudiando. Luego, empezar a trabajar. Más tarde, el matrimonio, los hijos, ¡los nietos!... y total para llegar a un final siempre idéntico: morirse. Claro que ni la muerte es un proceso exento de obligaciones, tienes que haber pagado tu tumba, un entierro con coche fúnebre, y haber dejado tus papeles en regla y ninguna deuda si no quieres que tus descendientes te maldigan mil veces. Ese sistema de pasar por la vida parecía ideado por un sádico. Lo más sorprendente era que todo el mundo se acoplaba a él sin protestar demasiado. Bueno, no todo el mundo; estaba la gente que vivía al margen, que encontraba su camino y transitaba a su aire. Pero siempre le habían inculcado la idea de que o eras muy rico, o la marginalidad conduce sin remedio a ser triste, pobre y desgraciado. Si ibas a tu aire, acababas muriendo como un perro: en una cuneta y abandonado, sin que nadie llorase por ti. Dio un trago concienzudo a su cerveza. No estaba seguro de que la ausencia de llantos a su muerte fuera algo demasiado lamentable. Al fin y al cabo, una vez muerto daba lo mismo, con lágrimas o sin ellas, acababas bajo tierra. ¡Vaya historias! Rico no lo sería nunca, y para tener poco ¿qué importa tener menos pero ser feliz? Ya lo decía aquella parábola o lo que fuera que le contaba su abuela cuando era pequeño: «¿Acaso no comen alpiste los pájaros del campo?» No recordaba exactamente si era alpiste lo que Dios les proporcionaba, pero la esencia del ejemplo era que sin comer, lo que se dice sin comer, nunca te quedas, de modo que si no eres muy exigente puedes pasar. A él personalmente alimentarse con arroz y lentejas o con suculentos platos le traía al pairo... con tal de tener un poco de dinero para follar... eso sí que era bueno y no tenía recambio. Nada como echar un polvo, mucho mejor que comer. Recordó a las chicas de El Cielito, lo bien que lo pasaba con ellas en la cama. ¿Qué importaba que hubiera que pagar por eso? Además, muchas veces no le cobraban y, a las malas, con Yolanda a veces tenía la sensación de estar pagando también, sólo que un precio mucho más alto: pisos de ciento cuarenta metros, muebles, lámparas, banquetes de boda... hasta se le había metido en la cabeza que para arreglar su nueva casa contratarían a un decorador. Una amiga lo había hecho antes de casarse y estaba encantada con el resultado. ¡Un decorador!, un tipo que te organiza la casa sin conocerte, un extraño que te señala cómo tienes que vivir. ¡Aquello no tenía ningún sentido!, ¿quién había metido en la cabeza de Yolanda todos aquellos delirios de grandeza? No era posible que en los dos años que él había pasado en México su novia hubiera cambiado tanto. A no ser que en lo más profundo hubiera sido siempre así y él no se hubiera percatado. ¿La distancia estaba abriéndole los ojos? Se asustó inmediatamente de sus propios pensamientos. Fuera ideas raras, Yolanda era la mujer con la que iba a casarse y punto. Eso era una realidad inalterable. Hubiera sido incapaz de hacerle la faena de dejarla a aquellas alturas, con los preparativos de la boda ya en curso. Aunque cuando uno se casa albergando dudas, luego pasa lo que pasa. Ahí tenía como ejemplo el caso del ingeniero, que se acostaba con una mujer distinta de su esposa, y encima casada. Seguro que él también tuvo sus vacilaciones antes de dar el paso matrimonial. Pero ¡basta!, no quería pensar más en aquellas cosas. Tomaría otra cerveza.

Se levantó a buscar una y después volvió a sentarse, con el ánimo un tanto perturbado. Pensaría en algo bien distinto, más agradable, pensaría en Rosita. Aún era libre de pensar en quien le diera la gana. Aparecieron en su mente aquellos pechos grandes y morenos, las protuberancias casi negras de los pezones. Se metió una mano dentro del pantalón, pero entonces llamaron a la puerta. Soltó una maldición en voz baja. No era para menos, conocía muy bien aquella manera insistente y pizpireta de aporrear la puerta. Se puso una camisa larga que ocultara su estado de excitación y fue a abrir.

—¡Darío, hijo, por Dios!, ¿qué haces metido en casa con este atardecer tan agradable? ¿Estás tomando una cerveza? Me tomaría una, no está mal la idea. Tengo que hablar contigo.

—Pase, doña Manuela.

—Mejor nos sentamos en el porche.

—Voy a buscar su cerveza.

Regresó, cerveza en mano, procurando que las ganas de asesinar a la mujer de su jefe no fueran demasiado evidentes en su rostro.

—Siento darte la lata en tu tiempo libre, hijo, pero ya sabes que aquí los horarios laborales no son muy claros. ¿Estabas descansando?

—Refrescándome un poco, ya ve.

Lo miró con simpatía y un cierto aire maternal. Creyó comprender cuál era su estado de ánimo.

—Estás un poco tristón, ¿verdad?

Darío no sabía desde qué flanco le disparaban, de modo que aventuró una respuesta ecléctica.

—En fin...

—No te preocupes, muchacho. Total, os queda poco tiempo de separación. Luego estaréis juntos, y juntos para toda la vida. Si una vez casados te vuelven a desplazar a un país extranjero, mi consejo es que Yolanda te acompañe. Incluso si tenéis niños pequeños es mejor que vaya contigo. Mi esposo y yo lo hemos hecho siempre así y nos ha ido muy bien. Las separaciones largas no convienen, surgen pensamientos extraños, sobre todo en vosotros los hombres. Para la mujer seguir al marido en estos casos es un poco sacrificado porque significa dejar la casa, reorganizar la vida temporalmente lejos de las comodidades habituales, pero vale la pena, te lo aseguro. Hay que mantener las cosas en su sitio, y el matrimonio es la cosa más importante.

—Sí —dijo tímidamente Darío a falta de una réplica más fervorosa.

—Bueno, pero no he venido aquí para soltarte sermoncitos de vieja. Quiero consultarte algo.

—Usted dirá.

—Se trata de una celebración. No exactamente de una celebración, sino más bien de una fiesta benéfica. Creo que hacer una fiesta benéfica estaría muy bien, pero no sé qué forma debemos darle. ¿Se te ocurre algo a ti?

—¿Benéfica?

Manuela notó la estupefacción pintada en el rostro de su interlocutor.

—Verás, he estado pensando que nuestra vida en México no es como la de un visitante que viene de vacaciones. En cierto modo, pertenecemos por un tiempo ya largo a este país y puede que nos hayamos olvidado de que aquí aún existe necesidad. Deberíamos hacer algo, ayudarlos de alguna manera, tomar conciencia. A esa fiesta vendría gente, en realidad, la misma de siempre, pero pagando entrada esta vez.

—¿Y qué haríamos con el dinero?

—Entregárselo al párroco de San Miguel para que él lo distribuya como crea conveniente.

—¿San Miguel tiene párroco?

—¡Darío, parece que estés pasmado! Por supuesto que hay párroco en San Miguel. Esta gente puede pasar sin un hospital, pero no sin un cura.

—Claro. ¿Y qué tipo de fiesta quiere hacer?

—Justamente para eso he venido, a ver qué se te ocurre a ti, ando pobre de ideas. Tiene que ser algo con cierta gracia, un poquito original.

—¿Qué tal una fiesta de disfraces? —sugirió Darío sin ganas de ponerse a pensar.

—¿Otra?

—La anterior fue infantil.

—Quizá no estuviera mal, pero nos encontraríamos con las mismas dificultades que tuvimos con los niños. ¿Dónde hay aquí bonitos disfraces?

—¿Recurrimos otra vez a los esqueletos?

—¡Ah, no, ni hablar! ¡Sólo me faltaría tener que embutirme en unas mallas pintadas de tibias y peronés!

—¿Y una fiesta de fantasmas? Podríamos ir todos tapados con sábanas blancas. Sábanas blancas sí podemos encontrar fácilmente.

—¡Jo, Darío, hoy no estás inspirado!, ¿cómo quieres que...? Aunque espera un momento, quizá hayas dado en el clavo. Podemos dar una fiesta en la que sea obligatorio asistir vestido por completo de blanco. Creo que ya se hace algo así en uno de esos países europeos pequeños donde sólo vive gente de la más alta sociedad. ¿Qué te parece?

—Puede ser muy indicado —contestó Darío con ganas de acabar con aquello de una vez.

—¡Genial! No, si lo que no se nos ocurra a ti y a mí... ¡Formamos un equipo perfecto! Hablaré con mi marido para informarle de todo, y tú empieza a ponerte de acuerdo con el cocinero y los distribuidores. En su momento ya decidiremos el menú. Para la decoración del jardín podemos aprovechar algo de lo que sobró en Navidad. No te preocupes por nada, yo te ayudaré. Será fácil.

—Si no lo complicamos a última hora...

—Yo me encargo de que no tengas que trabajar demasiado. Ya concretaremos. Me voy, gracias por la cerveza.

—Buenas noches, doña Manuela.

—Gracias, Darío, ya verás, entre los dos haremos mucho bien a los necesitados mexicanos.

Tomó la cabeza del chico con ambas manos y le estampó un sonoro beso en la frente. Luego se marchó, decidida y contenta. Darío la vio caminar airosamente, moviendo sus generosas y bien formadas caderas como un perro feliz mueve la cola. Podía ser bastante pesada, una fuente continua de problemas para él. Podía sacarlo de quicio y complicarle la vida lo indecible, pero nadie podría haber negado que lo trataba con simpatía e incluso cariño. Sí, pensó, pocas esposas de jefe le hubieran mostrado ese grado de confianza y predilección.

Al día siguiente de haberse marchado tan abruptamente de la colonia despertó en su barracón sin saber dónde estaba. Tardó un poco en recordar la bronca con Paula. Todo había sido extraño: el modo en que su mujer lo había buscado en la cama, su comportamiento durante la velada... Hacía mucho tiempo que no habían tenido ningún acercamiento sexual, ¿por qué se había producido justamente entonces? Tampoco era normal la expresión de su rostro mientras lo escuchaba, había en su actitud una ironía contenida que no acertaba a reconocer. Aun siendo una mujer imprevisible, la conocía muy bien después de tantos años. ¿Sabía algo Paula, había olido su amor por otra como huele las cosas un animal? Pensar algo semejante era absurdo, una simple consecuencia de la culpabilidad que se agazapaba en su interior. Pero así son las cosas, pensó, creemos haber superado ciertos miedos y luego descubrimos que siguen habitando en nosotros. No se huele la infidelidad. Si Paula sabía algo era porque le habían informado, y sólo Darío conocía la verdad. La verdad a medias, puesto que tampoco a él le había revelado la identidad de su amante. En cualquier caso, no se imaginaba a Darío haciéndole confesiones a su mujer. A no ser que ella le hubiera sonsacado, pero ¿cómo, y por qué? No, estaba dejándose llevar por unos nervios que él mismo había señalado como lo más peligroso de aquella situación.

El martes siguiente, al acabar el trabajo, acudieron todos los ingenieros a tomar una cerveza a El Cielito, y allí estaba Darío, sentado a la barra. Adolfo comentó:

—Ahí tenemos a ese cabroncete. Está claro que no le ha hecho mucho efecto la visita de su novia.

—Cada cosa a su tiempo y en su lugar —dijo Henry.

—Es evidente que las chicas le gustan a morir, pero luego se casará con su novia de toda la vida —terció Ramón.

—Y la cagará. Divorcio seguro al cabo de un tiempo —intervino de nuevo Adolfo.

Santiago sintió una cierta incomodidad al oírlos.

—¿Queréis dejar de cotillear? Parecéis las alegres comadres tomando el té. Me acercaré a darle las buenas noches.

—Eso, y dile que escriba una bonita carta a su novia contándole cuánto la echa de menos.

Rieron todos mientras Santiago caminaba hacia la barra. Se sentó junto a Darío, que hablaba con Rosita.

—¿Qué le pongo de bebida, señor?

—Lleva cerveza para todos los que estamos en aquella mesa.

—Ahorita mismo voy.

Darío lo observó con cara soñolienta.

—¿Cómo está, don Santiago?

—Bien, ¿y tú?

—Ya ve, como siempre, tomando unas cañitas para refrescarme.

—Darío, tú no has hablado con nadie de nuestro secreto, ¿verdad?

El joven se tensó, en su rostro apareció la alarma y la sorpresa que sentía. Abrió mucho los ojos para decir:

—¡De ninguna manera! ¿Es que ha pasado algo?

—Temí que mi mujer hubiera llegado a hacerte alguna pregunta al respecto.

—No, nada de eso, puede estar tranquilo. Yo no he abierto la boca, ni la abriré.

—Falsa alarma. Me ha dado un ramalazo extraño. No me hagas caso, todo está bien. ¿Me permites que te pague las copas esta noche? Será un placer para mí. Voy a ver qué cuentan mis colegas. No tenemos suficiente estando juntos toda la jornada laboral, encima seguimos por la noche.

Soltó una carcajada falsa y volvió a su mesa. Sonreía de vez en cuando ante algunos comentarios de sus compañeros, pero su mente estaba lejos de allí. Se sentía denigrado y víctima de la humillación. Verse a sí mismo haciendo maniobras de engaño, preguntando a su cómplice... no era una imagen muy gloriosa. Su sensación de estar comportándose con vileza crecía más y más hasta empezar a hacérsele inaguantable. Debía terminar con aquella mascarada odiosa. Al día siguiente llamaría a la empresa que estudiaba contratarlo para urgirles una respuesta. Y si no era posible salir de México con un nuevo trabajo, se irían a la aventura, daba igual. Algo encontraría, estaban en un buen momento internacional para las grandes obras.

No pensaba destapar su juego, pero sentía una curiosidad casi malsana que deseaba satisfacer. ¡Se había fijado tan poco en ella! No era una mujer de las que llaman la atención. Parecía estar siempre tan en su papel que llegaba a mimetizarse con el medio. Una esposa normal, ésa era su imagen en la colonia. No destacaba ni por su belleza ni por su amabilidad ni por ningún rasgo acusado de su carácter. Una esposa, como si ésa hubiera sido su naturaleza desde el mismo momento en que nació. Ahí debía de estar, sin embargo, lo que había cautivado a Santiago. Él estaba harto de peculiaridades y modos originales de comportarse. Una mujer corriente, discreta, llena de prudencia.

Dudaba acerca de qué excusa buscar para plantarse en su casa y hablar con ella. No debía sospechar. Se le ocurrió una idea sencilla y bastante efectiva. Había leído un artículo en el periódico sobre el desarrollo de la industria química en México. Un tema que podía interesarle. Lo recortó y se lo metió en el bolsillo del pantalón.

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