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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

El aprendiz de guerrero (12 page)

BOOK: El aprendiz de guerrero
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—¡Al carajo con él! ¡Esta mujer me atacó! Hay una docena de testigos. Maldita sea, quiero que sea procesada. Es malvada.

Elena tenía las manos en las orejas otra vez; su labio inferior, que sobresalía, temblaba ligeramente. Miles se imaginó la escena.

—¿Le golpeaste?

Ella asintió.

—Pero es que me dijo cosas horribles…

—Mi señor —dijo Bothari en tono de reproche—, fue un gran error por su parte dejarla sola en este lugar.

La mujer de Seguridad recomenzó:

—Oficial piloto Mayhew, tiene derecho a…

—Creo que me ha sacado el ojo de la órbita —se quejó el hombre golpeado—. Voy a demandar…

Miles le dirigió a Elena una sonrisa especial tranquilizándola.

—No te preocupes, me encargaré de ello.

—Tiene derecho a… —gritó la mujer de Seguridad.

—Perdón, agente Brownell —la interrumpió delicadamente Miles—. El oficial piloto Mayhew es ahora mi vasallo. Como su señor y comandante, todo cargo contra él debe ser dirigido a mí. Será entonces mi deber determinar su validez y dar las órdenes para su adecuado castigo. Él no tiene ningún derecho sino el de aceptar desafío en combate singular ante cierta categoría de calumnias que son un poco complicadas de explicar en este momento… —Obsoleto, esto también, ya que el duelo fue declarado fuera de la ley por edicto Imperial, pero estos betanos no notarían la diferencia—. Así que, a menos que tenga encima dos pares de espadas y esté dispuesta a, digamos, insultar a la madre del oficial piloto Mayhew, deberá simplemente… contenerse.

Oportuna advertencia; la mujer de Seguridad parecía a punto de explotar. Mayhew asentía esperanzadamente con un movimiento de su cabeza, sonriendo débilmente. Bothari se movía incómodo, inventariando con la mirada los hombres y armas del gentío. Calma, pensó Miles; tomemos esto con tranquilidad.

—Levántate, Arde…

Hizo falta un poco de persuasión, pero la agente de Seguridad consultó finalmente con sus superiores sobre la estrafalaria defensa que Miles esgrimía del oficial Mayhew. A esas alturas, como Miles había esperado y previsto, los procedimientos cayeron en una maraña de hipótesis legales interplanetarias no comprobadas, que amenazaban absorber un número cada vez mayor de personal de la Embajada de Barrayar y del Departamento de Estado betano.

El caso de Elena era más simple. El betano ultrajado fue a llevar su caso directamente a la Embajada, en persona. Allí, sabía Miles, el caso sería tragado por una infinita cinta de Moebius de archivos, formularios e informes, especialmente atendidos en esas ocasiones por un equipo altamente competente. Los formularios incluían algunos particularmente creativos, que tenían que hacer el viaje de seis semanas a Barrayar y que, con toda seguridad, serían enviados de vuelta varias veces por mínimos errores de ejecución.

—Tranquilízate —le susurró Miles a Elena en un aparte—. Enterrarán a ese tipo en archivos tan profundos que jamás volverás a verle. Funciona de maravillas con los betanos, se ponen contentos porque todo el tiempo piensan que te están haciendo algo. Lo único, no mates a nadie. Mi inmunidad diplomática no llega tan lejos.

El agotado Mayhew se balanceaba sobre sus pies para cuando los betanos cedieron. Miles, sintiéndose como un viejo pirata de mar después de un saqueo triunfal, se lo llevó a rastras.

—Dos horas —masculló Bothari—, sólo hemos estado en este maldito lugar dos malditas horas…

6

—Miles, querido —le saludó su abuela, pellizcándole la mejilla como una norma de bienvenida—, llegas bastante tarde, ¿problemas en la aduana otra vez? ¿Estás cansado por el viaje?

—Ni un poquito.

Rebotó sobre sus talones, echando de menos la gravedad cero y el movimiento libre. Se sentía como para correr cincuenta kilómetros o como para ir a bailar o algo por el estilo. Los Bothari, en cambio, parecían cansados y el oficial piloto Mayhew estaba casi verde. El oficial, tras la breve presentación, fue enviado al cuarto de servicio a lavarse, elegir entre un par de pijamas demasiado pequeños o demasiado grandes y caer inconsciente a lo largo de la cama como si le hubieran aporreado con una maceta.

La abuela de Miles sirvió la cena para los supervivientes y, como esperaba Miles, parecía encantada con Elena. Elena estaba teniendo un ataque de timidez ante la presencia de la madre de la admirada condesa Vorkosigan, pero Miles estaba completamente seguro de que la anciana mujer pronto la aliviaría del mismo. Elena podría incluso adquirir un poco de la indiferencia betana de la abuela para con las distinciones de clase de Barrayar. ¿Podría eso mitigar la opresiva represión que parecía haber crecido entre él y Elena desde que dejaron de ser niños? Era el maldito traje de Vor que usaba, pensó Miles. Había días en que lo sentía como una armadura; arcaico, ruidoso, incrustado y atornillado. Incómodo de usar, imposible para abrazar. Que den a Elena un abrelatas y la dejen ver qué blanda y miserable babosa encierra esta vaina vistosa —no, eso, no, cualquier cosa no tan repelente —; sus pensamientos se enterraban en la oscura cascada del cabello de Elena. Suspiró. Notó entonces que su abuela le hablaba.

—Perdóname, ¿decías…?

—Yo decía —repitió la abuela pacientemente entre mordiscos —que uno de mis vecinos… tú lo recuerdas, el señor Hathaway, el que trabaja en el centro de reciclaje; sé que le conociste cuando estuviste aquí por la escuela…

—Oh, sí, desde luego.

—Tiene un pequeño problema que nosotros pensamos que tú, quizá, podrías ayudarle a resolver, siendo barrayarano. Se lo ha estado reservando, desde que supimos que venías. Él ha pensado, si es que no estáis demasiado cansados, que tal vez podríais ir a verle esta noche, ya que el problema está empezando a ser bastante molesto…

—Realmente, no puedo decirle gran cosa de él —dijo Hathaway, contemplando el vasto solar que estaba especialmente a su cargo. Miles se preguntaba cuánto llevaría acostumbrarse al olor—, excepto que dice que es de Barrayar. Desaparece de tanto en tanto, pero siempre vuelve. Traté de persuadirle para que fuera a un Refugio, al final, pero la idea no pareció gustarle. Últimamente no he podido acercarme a él. Jamás trató de dañar a nadie ni nada, pero uno nunca sabe, siendo barrayarano y… Oh, perdón.

Hathaway, Miles y Bothari se abrieron paso por entre el accidentado y traicionero camino, cuidando dónde pisar. Los raros objetos apilados tendían a girar inesperadamente, haciendo tropezar a los incautos. Todo el detrito de la alta tecnología, esperando la apoteosis como el siguiente paso de la ingenuidad betana, brillaba en medio de la más banal y universal basura humana.

—Oh, maldita sea —gritó de repente Hathaway—, ha vuelto a encender fuego otra vez. —Una pequeña voluta de humo gris se alzaba a un centenar de metros—. Espero que no haya estado quemando madera en esta ocasión. Me resulta imposible convencerle de lo valiosa… Bueno, servirá al menos para guiarnos hasta él.

Entre las pilas, una especie de pozo hacía la ilusión de un refugio. Un hombre delgado, de pelo oscuro, poco menos de treinta años, se agazapaba hoscamente sobre un diminuto fuego, cuidadosamente encendido en el fondo del plato de una antena parabólica poco profunda. Un sustituto de mesa que había visto la luz como consola de un ordenador era ahora evidentemente la cocina del hombre, donde guardaba algunas piezas planas de plástico y de metal que hacían las veces de platos y enseres. Una enorme carpa, con sus escamas brillando rojas y doradas, esperaba destripada, lista para ser cocinada.

Unos ojos oscuros, con negras ojeras de cansancio, se alzaron de pronto ante el ruido que provocaron Miles y los otros al aproximarse. El hombre se agachó, aferrando lo que parecía ser un cuchillo de fabricación casera; Miles no podría decir de qué estaba hecho, pero, ciertamente, era un buen cuchillo, a juzgar por el trabajo hecho en la carpa. La mano de Bothari comprobó automáticamente su inmovilizador.

—Creo que es un barrayarano —le señaló Miles a Bothari—. Mira la manera en que se mueve.

Bothari asintió con la cabeza. El hombre sostenía el cuchillo con propiedad, como un soldado, con la mano izquierda protegiendo la derecha, listo para bloquear un ataque o para abrirle camino al arma. No parecía consciente de su postura.

Hathaway alzó la voz.

—¡Eh, Baz! Traigo unas visitas, ¿de acuerdo?

—No.

—Eh, oye —dijo Hathaway, deslizándose un poco por una pila de escombros; acercándose, pero no demasiado—. No te he molestado, ¿no? Te he dejado vagar por aquí durante días, no hay problema en tanto no te lleves nada… Eso no es madera, ¿no? Oh, está bien…, lo dejaré pasar por esta vez, pero quiero que hables con esta gente. Creo que me lo debes. ¿De acuerdo? De todas maneras, son de Barrayar.

Baz los miró fijamente; en su expresión, había una extraña mezcla de hambre y desaliento. Sus labios formaban una muda palabra. Miles la leyó: hogar. Estoy medio oculto, pensó Miles, bajemos donde pueda verme mejor. Caminó cuidadosamente hasta alcanzar a Hathaway.

Baz le miró detenidamente.

—Tú no eres barrayarano —dijo de plano.

—Soy la mitad betano —replicó Miles, sin ganas de entrar en su historia médica justo ahora—, pero fui criado en Barrayar. Es mi hogar.

—Hogar —susurró el hombre, apenas audiblemente.

—Estás bastante lejos de casa. —Miles acomodó una caja de plástico de la que colgaban algunos cables, dándole el triste aspecto de algo destripado, y se sentó encima. Bothari tomó posición más arriba, entre los escombros, a la distancia de un salto cómodo—. ¿Te has quedado varado aquí, o algo así? ¿Necesitas alguna ayuda para volver a casa?

—No.

El hombre desvió la mirada, molesto. El fuego casi se había apagado. Puso una parrilla metálica de un acondicionador de aire sobre las brasas y colocó el pescado en ella.

Hathaway miraba fascinado el procedimiento.

—¿Qué vas a hacer con ese pescado?

—Comérmelo.

Hathaway pareció repugnado.

—Mira, oye, todo lo que tienes que hacer es presentarte en un Refugio y conseguirte una tarjeta; y podrás tener todas las tajadas de proteínas que quieras, de cualquier sabor, limpias y frescas, de los depósitos. Nadie necesita realmente comer un animal muerto en este planeta. ¿De dónde lo has sacado, ya que estamos?

Baz contestó esquivamente.

—De un estanque.

Hathaway quedó boquiabierto por el horror.

—¡Esas muestras pertenecen al Zoo de Silica! ¡No puede comerse un animal exhibido!

—Había un montón, pensé que nadie echaría en falta uno. No lo robé, lo pesqué.

Miles se frotó la barbilla pensativo, sacudió ligeramente la cabeza y extrajo la botella verde del piloto Mayhew, que había guardado en su chaqueta en un impulso de último momento. Baz observó el movimiento y luego se tranquilizó al ver que no era un arma. Según la etiqueta de Barrayar, Miles tomó un trago primero —dio un sorbo pequeño esta vez—, secó el borde de la botella con la manga y le ofreció la bebida al hombre delgado.

—¿Un trago con la cena? Es bueno, te hace tener menos hambre y seca los mocos además. Sabe a pis de caballo y miel.

Baz frunció el ceño, pero tomó la botella.

—Gracias. —Dio un trago y agregó con un suspiro estrangulado—: ¡Gracias! —Se sirvió la cena en algo parecido a un plato y se sentó con las piernas cruzadas en medio de la basura—. ¿Alguien quiere…?

—No, gracias, acabo de cenar.

—¡Dios santo, ni pensarlo! —gritó Hathaway.

—Ah —dijo Miles—. He cambiado de opinión, lo probaré.

Baz le ofreció un bocado con la punta de su cuchillo; las manos de Bothari se crisparon. Miles lo sujetó con la boca, a la manera de campaña, y lo masticó, sonriéndole sarcásticamente a Hathaway. Baz alargó el brazo con la botella, señalando a Bothari.

—Tal vez su amigo…

—No puede —le excusó Miles—. Está de servicio.

—Guardaespaldas —susurró Baz. Volvió a mirar a Miles con esa extraña expresión de temor y algo más—. ¿Qué diablos eres?

—Nada a lo que debas temer. De lo que sea que te estás ocultando, no soy yo. Tienes mi palabra al respecto, si quieres.

—Vor —dijo Baz, soplando suavemente—. Tú eres Vor.

—Bueno, sí. ¿Y qué diablos eres tú?

—Nadie. —Limpió su pescado en un minuto. Miles se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde su última comida.

—Es duro ser nadie en un sitio como éste —observó Miles—. Todo el mundo tiene un número, todo el mundo tiene un lugar asignado; no hay muchos intersticios para ser nadie. Debe de requerir mucho esfuerzo e ingenio.

—Tú lo has dicho —contestó Baz con la boca llena de carpa—. Éste es el peor lugar que jamás he visto, uno tiene que estar mudándose todo el tiempo.

—Ciertamente sabrás —dijo Miles con indecisión —que la Embajada de Barrayar te ayudará a volver a casa, si así lo quieres. Por supuesto, tendrás que pagar el viaje después, y son sumamente estrictos en cuanto al cobro, no están en el negocio de brindarles paseos gratis a los autoestopistas; pero si realmente estás en problemas…

—¡No! —Fue casi un grito que provocó un débil eco por todo el enorme solar. Baz bajó la voz, avergonzado—. No, no quiero volver a casa. Tarde o temprano conseguiré algún trabajo en el puerto de transbordadores y me embarcaré a un sitio mejor. Tiene que aparecer algo pronto.

—Si quieres trabajo —dijo Hathaway ansiosamente—, todo lo que tienes que hacer es registrarte en…

—Conseguiré algo por mis propios medios —le interrumpió ásperamente Baz.

Las piezas estaban poniéndose en su lugar.

—Baz no desea registrarse en ningún lado —le explicó Miles a Hathaway con un tono fríamente didáctico—. Hasta el momento, Baz es algo que creí imposible en Colonia Beta. Es un hombre que no está aquí. Pasó los radares cruzó la red de información sin una sola señal de presencia. Nunca llegó, nunca pasó por la aduana y apuesto a que utilizó un truco endiabladamente hábil; en lo que concierne a los ordenadores, no ha comido, dormido o comprado nada ni está registrado ni tiene crédito… y preferiría morirse de hambre antes que arreglar su situación.

—Por el amor de Dios, ¿por qué? —preguntó Hathaway.

—Desertor —dijo lacónicamente Bothari desde lo alto—. He visto antes esa pinta.

Miles asintió.

—Creo que ha dado en el clavo, sargento.

Baz se levantó de un salto.

—¡Eres del Servicio de Seguridad! ¡Bastardo retorcido…!

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