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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (34 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Ahora, todas las tardes, después de alimentar a su Miguelito en el comedor de la casa (pues en el jardín el pobre se trauma al ver una paloma y pierde el apetito), mi madre le pide a Lucy que lleve a Miguelito a dormir la siesta, saca la escopeta, se sienta en la terraza y espera pacientemente a que alguna paloma se pose sobre las ramas de los árboles del jardín. Cuando eso ocurre, se encomienda al Creador, apunta a la paloma, dispara, siente un ramalazo de euforia al ver la explosión de plumas volando por los aires y dice, encantada:

—Una cagona menos.

Luego manda a Manuel a recoger la paloma muerta y arrojarla por encima de la pared a la casa del vecino.

Lucía tiene veinte años y estudia filosofía en la universidad. En realidad no estudia, se aburre en la universidad, detesta ir a clases. Está harta de levantarse temprano, manejar hasta la universidad en medio del caos y quedarse semidormida en la clase de algún profesor que le parece incomprensible y arrogante. Me pregunta qué le aconsejo. Le digo que no tuve una buena experiencia en la universidad, que me aburría en las clases, que las lecturas que perduran no son las que a uno le imponen sino las que uno elige, que los profesores de entonces eran muy tramposos porque te mandaban a leer los libros que ellos mismos habían escrito y no aquellos que desafiaban sus puntos de vista, que si no le interesa lo que está estudiando debe dejarlo y ya, que no insista, que no sufra, que la vida es corta y hay que pasarla bien, incluso cuando se es tan joven, especialmente cuando se es tan joven.

Lucía regresa al departamento de sus padres, se pone su pantalón con puntitos rosados y sus pantuflas atigradas (lo que ella llama su «ropa de payasa» y con la que a veces sale a caminar sin saber adónde ir y sin prestar atención a las miradas libidinosas de los transeúntes que se inflaman al ver su cuerpo estupendo, la belleza de su rostro) y les dice a sus padres que ha decidido dejar la universidad, que no terminará ese ciclo, que no puede más con los exámenes parciales de filosofía.

Su madre le pregunta qué va a estudiar. Lucía le responde que por el momento nada, que no quiere estudiar filosofía ni literatura ni nada. Su padre le pregunta si piensa trabajar. Lucía le responde que no tiene ganas de trabajar. Su madre le recuerda que si no estudia ni trabaja no tendrá dinero. Lucía le responde que no necesita dinero para ser feliz. Su padre le pregunta qué es lo que en realidad quiere hacer con su vida, dado que no quiere estudiar ni trabajar. Lucía responde la verdad:

—Quiero dormir hasta tarde, caminar por el malecón y escribir.

—¿Escribir qué? —le pregunta su padre.

—No sé —responde ella.

Sus padres aceptan la decisión aunque dejan constancia de que no están de acuerdo y le dicen lo que ella ya sabía, que si no irá más a la universidad ni tiene planes de trabajar, dejarán de darle dinero. Lucía les dice que ella es feliz caminando por el malecón sin un sol en los bolsillos de su pantalón de payasa.

Cuando Lucía me cuenta todo esto, le digo que está loca y que la admiro y que presiento que ha tomado la decisión correcta. Le digo que dormir hasta tarde y camina por el malecón parecen dos buenas maneras de organizar una vida, cualquier vida, y que lo que se construya sobre esos dos pilares sólo puede ser algo bueno y perdurable.

Lucía sale a caminar por el malecón con Tomás, su novio. Están juntos hace cinco años. Se conocieron en una playa cuando eran adolescentes. Corrían olas juntos. Descubrieron juntos, pasmados, los secretos del amor. Se quieren tranquilamente, sin ambiciones ni promesas. Tomás ama las motos. Tiene una moto. Le gusta competir en carreras de motos. Cada tanto se cae y se rompe un hueso y le ponen yeso y le promete a Lucía que nunca más subirá a la moto. Pero cuando le quitan el yeso, no puede evitarlo y regresa a la moto. Lucía ya se ha resignado a que Tomás nunca dejará la moto. Ella sabe que Tomás es feliz montando en moto y ha comprendido que no tiene sentido tratar de combatir esa forma enloquecida de felicidad que a ella le provoca tantos desasosiegos, porque a veces sueña que Tomás se cae de la moto y pierde la vida.

Lucía regresa al departamento de sus padres y encuentra un panorama desolador: su padre está borracho, su madre llorando en la cama. Lucía odia que su padre se emborrache, sabe que cuando está borracho sale lo peor de él, se vuelve malo, mezquino, cruel. Su padre la llama a gritos, le dice que es una vergüenza que ella tenga el cuarto tan desordenado, hecho un caos. Lucía no le responde, sabe que cuando está borracho no debe responderle, lo mejor es quedarse callada. Su padre le dice a gritos que ordene el cuarto inmediatamente, que si no aprende a ser ordenada tendrá que irse a vivir a otra parte. Lucía obedece. De pronto su madre se encierra en el baño. Lucía presiente que algo malo está pasando allí adentro. Le pide a su madre que abra, pero es en vano. Lucía sabe que su madre ha tratado de suicidarse varias veces y teme que esa noche lo intente de nuevo, por eso le ruega que abra, pero nadie responde. Con paciencia y coraje, manipula la cerradura de la puerta hasta que consigue abrirla. Encuentra a su madre tragando pastillas para dormir con el rostro lloroso y desencajado. Le arrebata el frasco de pastillas, la lleva de regreso a la cama, trata de calmarla, le hace cariño en la cabeza, le canta canciones y la deja durmiendo. Su padre, mientras tanto, se ha quedado dormido viendo un partido de fútbol con un vaso de vodka en la mano que se le ha derramado en el pantalón.

Lucía sale del departamento, sube a la azotea, me llama y me cuenta lo que ha pasado. Está tranquila. Se ríe. Me dice que su vida es una locura pero que no la cambiaría por ninguna otra. Ama a sus padres a pesar de todo. Los entiende. Sabe que son buenos. Comprende que están heridos. A su madre le han rebajado el sueldo, la han humillado, de nada le sirvieron tantos estudios, maestrías y doctorados. Su padre se ha enterado de que van a despedirlo la próxima semana y por eso ha vuelto a tomar. Le digo que es una chica muy linda, muy suave, muy deliciosamente loca y perturbada, que hay algo en ella, en su manera de escribir, de caminar, de mirar pasmada el caos, que me hace quererla de un modo que pensé que ya no existía en mis entrañas. Le ofrezco mi ayuda, una beca literaria, una pensión de viuda, una reparación civil por todo lo que ha sufrido injustamente. Me dice que no quiere dinero, que lo único que ella quiere es que yo sea su amigo muy gay y que sólo de vez en cuando la deje besarme las tetillas.

Lucía regresa al departamento y descubre que no tiene llaves para entrar. No toca el timbre, sabe que sus padres están dormidos y que no conviene traerlos de vuelta a la realidad. Sale a caminar con sus pantuflas atigradas y su pantalón con puntitos rosados y la chalina amarilla de su abuela rodeándole el cuello. Los hombres la miran de mala manera, le gritan cosas vulgares, se relamen los labios al verla pasar. Ella los ignora. Va escuchando música, tiene el iPod puesto, sólo ve las miradas, las lenguas, los labios que se hinchan y le mandan besos cochinos. Ella mira sus pantuflas atigradas que van poniéndose negras con cada paso. No sabe adónde va. Le gritan loca. Sabe que es verdad, que está loca. También sabe que yo la quiero precisamente por eso.

Cuando me fui a vivir a Miami, hace casi veinte años, descubrí el programa de televisión de David Letterman y me hice adicto a él.

Entonces Letterman tenía bastante más pelo que ahora, no usaba anteojos, solía ponerse medias blancas y todavía no le habían hecho un quíntuple by-pass en el corazón ni había tenido un hijo. Yo soñaba con hacer un programa que tuviera esa mirada cínica y burlona sobre todas las cosas. Nadie era tan bueno como Letterman haciendo entrevistas sorprendentes, impredecibles, mezclando a un ritmo arrollador preguntas serias con disparates cómicos. Nadie era tan bueno como él diciendo monólogos de humor sobre la actualidad, burlándose de los famosos, haciendo escarnio de sí mismo, jugando con el público.

Durante años, traté de copiarlo con éxito en la televisión peruana y en la de Miami, pero no lo conseguí.

Cuando comprendí que no sería nunca la versión latina de mi ídolo, me resigné a una idea más modesta, pero de todos modos estimulante: visitar el teatro Ed Sullivan, en la avenida Broadway y la calle 53 de Manhattan, y, confundido entre el público, ser testigo de la grabación de su programa.

Soñaba con ver a Letterman en acción y, con mucha suerte, salir fugazmente, dos o tres segundos, en su programa, riéndome o aplaudiendo desde mi butaca.

Por eso, apenas llegué a Manhattan, corrí al teatro y me puse en la larga fila de personas que deseábamos presenciar esa tarde, poco antes de las cinco, la grabación del programa. Fui advertido de que mis posibilidades de entrar eran remotas, pero no me moví de la fila. Hora y media después, ya a punto de entrar, una mujer de modales bruscos anunció que el teatro estaba lleno y que debíamos irnos. Me acerqué a ella y le pregunté quién era el invitado principal del programa. Me dijo que Ben Stiller.

Volvía descorazonado al hotel cuando recordé que a veces Letterman sacaba una cámara a la calle y la hacía fisgonear y fastidiar en una bodega a espaldas del teatro, el Hello Deli, de Rupert Jee, un comerciante oriental, hijo de inmigrantes chinos, que se había convertido en uno de los personajes pintorescos del programa. Caminé un par de cuadras, entré en la bodega (que, como suele ocurrir, se veía mucho mejor en la televisión que en la vida real), le pedí un autógrafo a Rupert, su ya famoso dueño, quien me lo firmó con cierta renuencia o desdén, y me quedé esperando, junto con otras personas de distintas partes del mundo, a que de pronto apareciera la cámara, guiada por Letterman desde el estudio, para hacer travesuras. Si tenía mucha suerte, podía aparecer un segundo en el programa, saludando desde la puerta del Hello Deli, o incluso podía ser llamado a jugar uno de los juegos tontos que Letterman solía proponerle a Rupert, el bodeguero oriental.

Desgraciadamente, no era mi día de suerte: cuando ya el camarógrafo estaba listo para hacer su recorrido callejero, algún percance ocurrió, y entonces el camarógrafo hizo señas desesperadas a un productor, advirtiéndole que su cámara estaba fallando, y el productor avisó enseguida al estudio y se canceló el segmento con Rupert. Desde la calle, los espectadores comprendimos que no saldríamos esa noche en el programa de nuestro ídolo, ni siquiera desde el Hello Deli, y nos dispersamos, abatidos, pero dispuestos a encender el televisor a las once y media de la noche para renovar nuestra lealtad al comediante de Indianápolis.

Ya me iba caminando a solas, hundida la mirada en el asfalto de Broadway, cuando un chorro de agua me dio en la cabeza y la espalda, sacándome de golpe del estado melancólico en que me hallaba. Me detuve, miré a mi alrededor, no pude descubrir el origen de la agresión acuática y, tras secarme un poco, seguí caminando, triste y mojado, hacia Central Park.

Esa noche, ya en el hotel, puse el programa de Letterman, envidié a los espectadores que pudieron entrar al teatro y, como siempre, me reí con los excesos, desafueros y transgresiones del anfitrión. De pronto, vi que anunciaba un segmento nuevo, que consistía en emboscar a ciertos peatones incautos, mojándolos con un chorro de agua que salía desde algún lugar furtivo. Luego la cámara mostró a un peatón moroso, zigzagueante, algo regordete, indudablemente tonto o confundido, se diría que de humor sombrío, y Letterman decidió que ese peatón merecía ser desasnado con un buen baño de agua y entonces apretó un botón y un latigazo de agua cayó sobre el transeúnte y el público se rió a carcajadas y Letterman también.

Por supuesto, ese peatón tonto y mojado era yo.

Fue un momento glorioso. Había cumplido uno de mis sueños, salir en el programa de David Letterman. No fue como lo había soñado, pues quedé como un idiota, pero quizá fue incluso mejor, porque logré, sin proponérmelo, que el gran Dave se riera de mí. El azar dispuso de ese modo curioso que se hiciera justicia y que, tarde y mal, le pagara a mi ídolo por las muchas, incontables risas que le debía.

Nueve de la mañana. Estoy en Lima. Suena el celular. He olvidado apagarlo. Contesto. Es mi madre.

—¿Estás resfriado, amor? —me pregunta.

—No —le digo—. Vengo despertando.

—Te llamo porque a mediodía vamos a ir a rezarle al Señor de los Milagros —dice ella.

Quedo perplejo.

—Vamos a ir todos en la familia —prosigue—. Y no puedes faltar tú, Jaimín.

Sigo en silencio.

—Tu tía Chabuca nos ha conseguido entrada en Las Nazarenas para estar media hora solitos con el Señor de los Milagros —se emociona.

—Qué suerte —le digo—. Pero no creo que pueda ir.

—¿Por qué, amor? —pregunta ella.

—Tengo un compromiso a mediodía —miento.

—Cancélalo —me aconseja—. Nadie es más importante que el Señor de los Milagros. Él puede hacer milagros en tu vida.

—Comprendo, mamá. Pero no creo que pueda ir, lo siento.

—No lo sientas, amor. Ven con tu mami que tanto te quiere. ¿Te acuerdas cuando eras chiquito y nos íbamos a rezarle a la Virgen?

—Mamá, yo ya no rezo.

—Por eso estás como estás, Jaimín.

—¿Cómo estoy, mamá?

—Estás triste, amor. Te veo como mustio.

—¿Mustio?

—Ya vas a ver los milagros que te va a hacer el Cristo Morado si vienes a rezarle. Van a estar todos tus hermanos. No puedes faltar tú que siempre has sido el más devoto de mis hijos.

—Mamá, soy agnóstico —le digo.

—¿Qué es eso, amor? —se alarma ella—. ¿Estás enfermo?

—No, estoy bien —digo—. Pero no sé si Dios existe. Dudo de la existencia de Dios.

Me siento una mala persona luego de decirle eso. Por suerte ella se ríe y dice:

—Ay, Jaimín, qué gracioso eres, tú siempre me haces reír.

—Pero no es broma —insisto—. De verdad no quiero rezar.

—Tú no eres agnóstico, amor. Tú eres católico de toda la vida, el más católico de mis diez hijos.

Me quedo en silencio.

—¿Te acuerdas cuando hiciste tu primera comunión y me dijiste que querías ser sacerdote?

No digo nada. Ella continúa:

—Me acuerdo como si fuera ayer. Eras tan espiritual que te ponías a llorar cuando rezabas.

—Mil gracias, mamá. Eres un amor.

—¿Entonces nos vemos a las doce en Las Nazarenas?

—Sí, mamá, ahí nos vemos —le digo, sabiendo que no voy a ir.

—Si puedes ponte una camisa morada —me recuerda ella—. Tu tía Chabuca va a estar feliz de verte.

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