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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (5 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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A sus gritos, un rostro pálido se asomó por la puerta del estudio, y se vieron brillar los lentes y aparecer el ceño preocupado del doctor Simon, que fue el primero en oír las primeras palabras que al fin pudo articular claramente el noble caballero. Lord Galloway gritaba:

—¡Un cadáver sobre la hierba! ¡Un cadáver ensangrentado!

Y ya no pensó más en O’Brien.

—Debemos decirlo al instante a Valentin —observó el doctor, cuando el otro le hubo descrito entre tartamudeos lo que apenas se había atrevido a mirar—. Es una fortuna tenerlo tan a mano.

En este instante, atraído por las voces, el gran detective entraba en el estudio. La típica transformación que se operó en él fue algo casi cómico: había acudido al sitio con el cuidado de un huésped y de un caballero que se figura que alguna visita o algún criado se ha puesto malo; pero cuando le dijeron que se trataba de un hecho sangriento, al instante tornóse grave, importante, y tomó el aire de hombre de negocios; porque, después de todo, aquello, por abominable e insólito que fuera, era su negocio.

—Amigos míos —dijo, mientras se encaminaba hacia el jardín—, es muy extraño que, tras de haber andado por toda la tierra a caza de enigmas, se me ofrezca uno en mi propio jardín. ¿Dónde está?

No sin cierta dificultad cruzaron el césped, porque había comenzado a levantarse del río una ligera niebla. Guiados por el espantado Galloway, encontraron al fin el cuerpo, hundido entre la espesa hierba. Era el cuerpo de un hombre muy, alto y de robustas espaldas. Estaba boca abajo, vestido de negro, y era calvo, con un escaso vello negro aquí y allá que tenía un aspecto de alga húmeda. De su cara manaba una serpiente roja de sangre.

—Por lo menos —dijo Simon con una voz profunda y extraña—, por lo menos no es ninguno de los nuestros.

—Examínele usted, doctor —ordenó con cierta brusquedad Valentin—. Bien pudiera no estar muerto.

El doctor se inclinó.

—No está enteramente frío, pero me temo que sí completamente muerto —dijo—. Ayúdenme ustedes a levantarlo.

Lo levantaron cuidadosamente hasta una pulgada del suelo, y al instante se disiparon, con espantosa certidumbre, todas sus dudas. La cabeza se desprendió del tronco. Había sido completamente cortada. El que había cortado aquella garganta había quebrado también las vértebras del cuello. El mismo Valentin se sintió algo sorprendido.

—El que ha hecho esto es tan fuerte como un gorila —murmuró.

Aunque acostumbrado a los horrores anatómicos, el doctor Simon se estremeció al levantar aquella cabeza. Tenía algún arañazo por la barba y la mandíbula, pero la cara estaba sustancialmente intacta. Era una cara amarilla, pesada, a la vez hundida e hinchada, nariz de halcón, párpados inflados: la cara de un emperador romano prostituido, con ciertos toques de emperador chino. Todos los presentes parecían considerarle con la fría mirada del que mira a un desconocido. Nada más había de notable en aquel cuerpo, salvo que, cuando le levantaron, vieron claramente el brillo de una pechera blanca manchada de sangre. Como había dicho el doctor Simon, aquel hombre no era de los suyos, no estaba en la partida, pero bien podía haber tenido el propósito de venir a hacerles compañía, porque vestía el traje de noche propio del caso.

Valentin se puso de rodillas, se echó sobre las manos, y en esa actitud anduvo examinando con la mayor atención profesional la hierba y el suelo, dentro de un contorno de veinte yardas, tarea en que fue asistido menos concienzudamente por el doctor, y sólo convencionalmente por el lord inglés. Pero sus penas no tuvieron más recompensa que el hallazgo de unas, cuantas ramitas partidas o quebradas en trozos muy pequeños, que Valentin, recogió para examinar un instante, y después arrojó.

—Unas ramas —dijo gravemente—; unas ramas y

un desconocido decapitado; es todo lo que hay sobre el césped.

Hubo un silencio casi humillante, y de pronto el agitado Galloway gritó:

—¿Qué es aquello? ¿Aquello que se mueve junto al muro?

A la luz de la luna se veía, en efecto, acercarse una figura pequeña con una como enorme cabeza; pero lo que de pronto parecía un duende, resultó ser el inofensivo curita, a quien habían dejado en el salón.

—Advierto —dijo con mesura— que este jardín no tiene puerta exterior. ¿No es verdad?

Valentin frunció el ceño con cierto disgusto, como solía hacerlo por principio ante toda sotana. Pero era hombre demasiado justo para disimular el valor de aquella observación.

—Tiene usted razón —contestó—; antes de preguntarnos cómo ha sido muerto, hay que averiguar cómo ha podido llegar hasta aquí. Escúchenme ustedes, señores. Hay que convenir en que —si ello resulta compatible con mi deber profesional— lo mejor será comenzar por excluir de la investigación pública algunos nombres distinguidos. En casa hay señoras y caballeros, y hasta un embajador. Si establecemos que este hecho es un crimen, como tal hemos de investigarlo. Pero mientras no lleguemos ahí, puedo obrar con entera discreción. Soy la cabeza de la policía; persona tan pública, que bien puedo atreverme a ser privado. Quiera el cielo que pueda yo solo y por mi cuenta absolver a todos y cada uno de mis huéspedes, antes de que tenga que acudir a mis subordinados para que busquen en otra parte al autor del crimen. Pido a ustedes, por su honor, que no salgan de mi casa hasta mañana a mediodía. Hay alcobas suficientes para todos. Simon, ya sabe usted dónde está Iván, mi hombre de confianza: en el vestíbulo. Dígale usted que deje a otro criado de guardia, y venga al instante. Lord Galloway, usted es, sin duda, la persona más indicada para explicar a las señoras lo que sucede y evitar el pánico. También ellas deben quedarse. El padre Brown y yo vigilaremos entretanto el cadáver.

Cuando el genio del capitán hablaba en Valentin, siempre era obedecido como un clarín de órdenes. El doctor Simon se dirigió a la armería y dio la voz de alarma a Iván, el detective privado de aquel detective público. Galloway fue al salón y comunicó las terribles nuevas con bastante tacto, de suerte que cuando todos se reunieron allí, las damas habían pasado ya, del espanto al apaciguamiento. Entretanto, el buen sacerdote y el buen ateo permanecían uno a la cabeza y otro a los pies del cadáver, inmóviles, bajo la luna, estatuas simbólicas de dos filosofías de la muerte.

Iván, el hombre de confianza, de la gran cicatriz y los bigotazos, salió de la casa disparado como una bala de cañón, y vino corriendo sobre el césped hacia Valentin, como perro que acude a su amo. Su cara lívida parecía vitalizada con aquel suceso policíaco-doméstico, y con una solicitud casi repugnante pidió permiso a su amo para examinar los restos.

—Sí, Iván, haz lo que gustes, pero no tardes, debemos llevar dentro el cadáver.

Iván levantó aquella cabeza, y casi la dejó caer.

—¡Cómo! —exclamó—; esto… esto no puede ser.

¿Conoce usted a este hombre, señor?

—No —repuso Valentin, indiferente— más vale que entremos.

Entre los tres depositaron el cadáver sobre un sofá del estudio, y después se dirigieron al salón. El detective, sin vacilar, se sentó tranquilamente junto a un escritorio, su mirada era la mirada fría del juez. Trazó algunas notas rápidas en un papel, y preguntó después concisamente:

—¿Están presentes todos?

—Falta Mr. Brayne —dijo la duquesa de Mont Saint-Michel, mirando en derredor.

—Sí —dijo lord Galloway, con áspera voz—, y creo que también falta Mr. Neil O’Brien. Yo lo vi pasar por el jardín cuando el cadáver estaba todavía caliente.

—Iván —dijo el detective—, ve a buscar al comandante O’Brien y a Mr. Brayne. A éste lo dejé en el comedor acabando su cigarro. El comandante O’Brien creo que anda paseando por el invernadero, pero no estoy seguro.

El leal servidor salió corriendo, y antes de que nadie pudiera moverse o hablar, Valentin continuó con la misma militar presteza:

—Todos ustedes saben ya que en el jardín ha aparecido un hombre muerto, decapitado. Doctor Simon: usted lo ha examinado. ¿Cree usted que supone una fuerza extraordinaria el cortar esta suerte la cabeza de un hombre, o que basta con emplear un cuchillo muy afilado?

El doctor, pálido, contestó:

—Me atrevo a decir que no puede hacerse con un simple cuchillo.

Y Valentin continuó

—¿Tiene usted alguna idea sobre el utensilio o arma que hubo que emplear para tal operación?

—Realmente —dijo el doctor arqueando las preocupadas cejas—, en la actualidad no creo que se emplee arma alguna que pueda producir este efecto. No es fácil practicar tal corte, aun con torpeza; mucho menos con la perfección del que nos ocupa. Sólo se podría hacer con un hacha de combate, o con una antigua hacha de verdugo, con un viejo montante de los que se esgrimían a dos manos.

—¡Santos cielos! —exclamó la duquesa con voz histérica—; ¿y no hay aquí, acaso, en la armería, hachas de combate y viejos montantes?

Valentin, siempre dedicado a su papel de notas, dijo, mientras apuntaba algo rápidamente:

—Y dígame usted: ¿podría cortarse la cabeza con un sable francés de caballería?

En la puerta se oyó un golpecito que, quién sabe por qué, produjo en todos un sobresalto; como el golpecito que se oye en
Lady Macbeth
. En medio del silencio glacial, el doctor Simon logró, al fin, decir:

—¿Con un sable? Sí, creo que se podría.

—Gracias —dijo Valentin—. Entra, Iván.

E Iván, el confidente, abrió la puerta para dejar pasar al comandante O’Brien, a quien se había encontrado paseando otra vez por el jardín.

El oficial irlandés se detuvo desconcertado y receloso en el umbral.

—¿Para qué hago falta? —exclamó.

—Tenga usted la bondad de sentarse —dijo Valentin, procurando ser agradable—. Pero que, ¿no lleva usted su sable? ¿Dónde lo ha dejado?

—Sobre la mesa de la biblioteca —dijo O’Brien; y su acento irlandés se dejó sentir, con la turbación, más que nunca—. Me incomodaba, comenzaba a…

—Iván —interrumpió Valentin—. Haz el favor de ir a la biblioteca por el sable del comandante. —Y cuando el criado desapareció—: lord Galloway afirma que le vio a usted saliendo del jardín poco antes de tropezar él con el cadáver. ¿Qué hacía usted en el jardín?

El comandante se dejó caer en un sillón, con cierto desfallecimiento.

—¡Ah! —dijo, ahora con el más completo acento irlandés—. Admiraba la luna, comulgaba un poco con la naturaleza, amigo mío.

Se produjo un profundo, largo silencio. Y de nuevo se oyó aquel golpecito a la vez insignificante y terrible. E Iván reapareció trayendo una funda de sable.

—He aquí todo lo que pude encontrar —dijo.

—Ponlo sobre la mesa —ordenó Valentin, sin verlo. En el salón había una expectación silenciosa e inhumana, como ese mar de inhumano silencio que se forma junto al banquillo de un homicida condenado. Las exclamaciones de la duquesa habían cesado desde hacía rato. El odio profundo de lord Galloway se sentía satisfecho y amortiguado. La voz que entonces se dejó oír fue la más inesperada.

—Yo puedo deciros… —soltó lady Margaret, con aquella voz clara, temblorosa, de las mujeres valerosas que hablan en público—. Yo puedo deciros lo que Mr. O’Brien hacía en el jardín, puesto que él está obligado a callar. Estaba sencillamente pidiendo mi mano. Yo se la negué, y le dije que mis circunstancias familiares me impedían concederle nada más que mi estimación. Él no pareció muy contento: mi estimación no le importaba gran cosa. Pero ahora —añadió con débil sonrisa—, ahora no sé si mi estimación le importará tan poco como antes: vuelvo a ofrecérsela. Puedo jurar en todas partes que este hombre no cometió el crimen.

Lord Galloway se adelantó hacia su hija, trató de intimidarla hablándole en voz baja:

—Cállate, Margaret —dijo con un cuchicheo perceptible a todos—. ¿Cómo puedes escudar a ese hombre? ¿Dónde está su sable? ¿Dónde su condenado sable de caballería…?

Y se detuvo ante la mirada singular de su hija, mirada que atrajo la de todos a manera de un fantástico imán.

—¡Viejo insensato! —exclamó ella con voz sofocada y sin disimular su impiedad—. ¿Acaso te das cuenta de lo que quieres probar? Yo he dicho que este hombre ha sido inocente mientras estaba a mi lado. Si no fuera inocente, no por eso dejaría de haber estado a mi lado. Y si mató a un hombre en el jardín, ¿quién más pudo verlo? ¿Quién más pudo, al menos, saberlo? ¿Odias tanto a Neil, que no vacilas en comprometer a tu propia hija…?

Lady Galloway se echó a llorar. Y todos sintieron el escalofrío de las tragedias satánicas a que arrastra la pasión amorosa. Les pareció ver aquella cara orgullosa y lívida de la aristócrata escocesa, y junto a ella la del aventurero irlandés, como viejos retratos en la oscura galería de una casa. El silencio pareció llenarse de vagos recuerdos, de historias de maridos asesinados y de amantes envenenadores.

Y en medio de aquel silencio enfermizo se oyó una voz cándida:

—¿Era muy grande el cigarro?

El cambio de ideas fue tan súbito, que todos se volvieron a ver quién había hablado.

—Me refiero —dijo el diminuto padre Brown—, me refiero al cigarro que Mr. Brayne estaba acabando de fumar. Porque ya me va pareciendo más largo que un bastón.

A pesar de la impertinencia, Valentin levantó la cabeza, y no pudo menos que demostrar, en su cara, la irritación mezclada con la aprobación.

—Bien dicho —dijo con sequedad—. Iván, ve a buscar de nuevo a Mr. Brayne, y tráenoslo aquí al punto.

En cuanto desapareció el factótum, Valentin se dirigió a la joven con la mayor gravedad:

—Lady Margaret —comenzó—; estoy seguro de que todos sentimos aquí gratitud y admiración a la vez por su acto: ha crecido usted más en su ya muy alta dignidad al explicar la conducta del comandante. Pero todavía queda una laguna. Si no me engaño, lord Galloway la encontró a usted entre el estudio y el salón, y sólo unos minutos después se encontró al comandante, el cual estaba todavía en el jardín.

—Debe usted recordar —repuso Margaret con fingida ironía— que yo acababa de rechazarle; no era, pues, fácil que volviéramos del brazo. Él es, como quiera, un caballero. Y procuró quedarse atrás, ¡y ahora le achacan el crimen!

—En esos minutos de intervalo —dijo Valentin gravemente— muy bien pudo…

De nuevo se oyó el golpecito, e Iván asomó su cara señalada:

—Perdón, señor —dijo—, Mr. Brayne ha salido de casa.

—¿Que ha salido? —gritó Valentin, poniéndose en pie por primera vez.

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