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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (6 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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—Que se ha ido, ha tomado las de Villadiego o se ha evaporado —continuó Iván en lenguaje humorístico—. Tampoco aparecen su sombrero ni su gabán, y diré algo más para completar: que he recorrido los alrededores de la casa para encontrar su rastro, y he dado con uno, y por cierto muy importante.

—¿Qué quieres decir?

—Ahora se verá —dijo el criado; y ausentándose, reapareció a poco con un sable de caballería deslumbrante, manchado de sangre por el filo y la punta.

Todos creyeron ver un rayo. Y el experto Iván continuó tranquilamente:

—Lo encontré entre unos matojos, a unas cincuenta yardas de aquí, camino de París. En otras palabras, lo encontré precisamente en el sitio en que lo arrojó el respetable Mr. Brayne en su fuga.

Hubo un silencio, pero de otra especie. Valentin tomó el sable, lo examinó, reflexionó con una concentración no fingida, y después, con aire respetuoso, dijo a O’Brien:

—Comandante, confío en que siempre estará usted dispuesto a permitir que la policía examine esta arma, si hace falta. Y entre tanto —añadió, metiendo el sable en la funda—, permítame usted devolvérsela.

Ante el simbolismo militar de aquel acto, todos tuvieron que dominarse para no aplaudir.

Y, en verdad, para el mismo Neil O’Brien, aquello fue la crisis suprema de su vida. Cuando, al amanecer del día siguiente, andaba otra vez paseando por el jardín, había desaparecido de su semblante la trágica trivialidad que de ordinario le distinguía: tenía muchas razones para considerarse feliz. Lord Galloway, que era todo un caballero, le había presentado la excusa más formal, lady Margaret era algo más que una verdadera dama: una mujer, y tal vez le había presentado algo mejor que una excusa cuando anduvieron paseando antes del almuerzo por entre los macizos de flores. Todos se sentían más animados y humanos, porque, aunque subsistía el enigma del muerto, el peso de la sospecha no caía ya sobre ninguno de ellos, y había huido hacia París sobre el dorso de aquel millonario extranjero a quien conocían apenas. El diablo había sido desterrado de casa: él mismo se había desterrado.

Con todo, el enigma continuaba, O’Brien y el doctor Simon se sentaron en un banco del jardín, y este interesante personaje científico se puso a resumir los términos del problema. Pero no logró hacer hablar mucho a O’Brien, cuyos pensamientos iban hacia más felices regiones.

—No puedo decir que me interese mucho el problema —dijo francamente el irlandés—, sobre todo ahora que aparece muy claro. Es de suponer que Brayne odiaba a ese desconocido por alguna razón: lo atrajo al jardín, y lo mató con mi sable. Después huyó a la ciudad, y por el camino arrojó el arma. Iván me dijo que el muerto tenía en uno de los bolsillos un dólar yanqui: luego era un paisano de Brayne, y esto parece explicar mejor las cosas. Yo no veo en todo ello la menor complicación.

—Pues hay cinco complicaciones colosales —dijo el doctor tranquilamente—, metidas la una dentro de la otra como cinco murallas. Entiéndame usted bien: yo no dudo de que Brayne sea el autor del crimen, y me parece que su fuga es bastante prueba. Pero, ¿cómo lo hizo? He aquí la primera dificultad: ¿cómo puede un hombre matar a otro con un sable tan pesado como éste, cuando le es mucho más fácil emplear una navaja de bolsillo y volvérsela a guardar después? Segunda dificultad: ¿por qué no se oyó un grito ni el menor ruido? ¿Puede un hombre dejar de hacer alguna demostración cuando ve adelantarse a otro hombre blandiendo un sable? Tercera dificultad: toda la noche ha estado guardando la puerta un criado; ni una rata puede haberse colado de la calle al jardín de Valentin. ¿Cómo pudo entrar este individuo? Cuarta dificultad: ¿cómo pudo Brayne escaparse del jardín?

—¿Y quinta? —dijo Neil fijando los ojos en el sacerdote inglés, que se acercaba a pasos lentos.

—Tal vez sea una bagatela —dijo el doctor—, pero a mí me parece una cosa muy rara: al ver por primera vez aquella cabeza cortada, supuse desde luego que el asesino había descargado más de un golpe. Y al examinarla más de cerca, descubrí muchos golpes en la parte cortada; es decir, golpes que fueron dados cuando ya la cabeza había sido separada del tronco. ¿Odiaba Brayne en tal grado a su enemigo para estar macheteando su cuerpo una y otra vez a la luz de la luna?

—¡Qué horrible! —dijo O’Brien estremeciéndose. A estas palabras, ya el pequeño padre Brown se les había acercado, y con su habitual timidez esperaba a que acabaran de hablar.

Al fin, dijo con embarazo:

—Siento interrumpir a ustedes. Me mandan a comunicar a ustedes las nuevas.

—¿Nuevas? —repitió Simon, mirándole muy extrañado a través de sus gafas.

—Sí; lo siento —dijo con dulzura el padre Brown—. Sabrán ustedes que ha habido otro asesinato.

Los dos se levantaron de un salto, desconcertados.

—Y lo que todavía es más raro —continuó el sacerdote, contemplando con sus torpes ojos los rododendros—; el nuevo asesinato pertenece a la misma desagradable especie del anterior: es otra decapitación. Encontraron la segunda cabeza sangrando en el río, a pocas yardas del camino que Brayne debió tomar para París. De modo que suponen que éste…

—¡Cielos! —exclamó O’Brien—. ¿Será Brayne un monomaníaco?

—Es que también hay «vendettas» americanas —dijo el sacerdote, impasible. Y añadió—: Se desea que vengan ustedes a la biblioteca a verlo.

El comandante O’Brien siguió a los otros hacia el sitio de la averiguación, sintiéndose decididamente enfermo. Como soldado, odiaba las matanzas secretas. ¿Cuándo iban a acabar aquellas extravagantes amputaciones? Primero una cabeza y luego otra. Y se decía amargamente que en este caso falla la regla aquella: dos cabezas valen más que una. Al entrar en el estudio, casi se tambaleó entre una horrible coincidencia: sobre la mesa de Valentin estaba un dibujo en colores que representaba otra cabeza sangrienta: la del propio Valentin. Pronto vio que era un periódico nacionalista llamado
La Guillotine
, que acostumbraba todas las semanas a publicar la cabeza de uno de sus enemigos políticos, con los ojos saltados y los rasgos torcidos, como después de la ejecución; porque Valentin era un anticlerical notorio. Pero O’Brien era un irlandés, que aun en sus pecados conservaba cierta castidad; y se sublevaba ante aquella brutalidad intelectual, que sólo en Francia se encuentra. En aquel momento le pareció sentir a todo París, en un solo proceso que, partiendo de las grotescas iglesias góticas, llegaba hasta las groseras caricaturas de los diarios. Recordó las burlas gigantescas de la Revolución. Y vio a toda la ciudad en un solo espasmo de horrible energía, desde aquel boceto sanguinario que yacía sobre la mesa de Valentin, hasta la montaña y bosque de gárgolas por donde asoman, gesticulando, los enormes diablos de Notre-Dame.

La biblioteca era larga, baja y penumbrosa; una luz escasa se filtraba por las cortinas corridas, y tenía aún el sonrojo de la mañana. Valentin y su criado Iván estaban esperándoles junto a un vasto escritorio inclinado, donde estaban los mortales restos, que resultaban enormes en la penumbra. La carota amarillenta del hombre encontrado en el jardín no se había alterado. La segunda, encontrada entre las cañas del río aquella misma mañana, escurría un poco. La gente de Valentin andaba ocupada en buscar el segundo cadáver, que tal vez flotaría en el río. El padre Brown, que no compartía la sensibilidad de O’Brien; acercóse a la segunda cabeza y la examinó con minucia de cegatón. Apenas era más que un montón de blancos y húmedos cabellos, irisados de plata y rojo en la suave luz de la mañana; la cara —un feo tipo sangriento y acaso criminal— se había estropeado mucho contra los árboles y las piedras, al ser arrastrada por el agua.

—Buenos días, comandante O’Brien —dijo Valentin con apacible cordialidad—. Supongo que ya tiene usted noticia del último experimento en carnicería de Brayne.

El padre Brown continuaba inclinado sobre la cabeza de cabellos blancos, y dijo, sin cambiar de actitud:

—Por lo visto, es enteramente seguro que también esta cabeza la cortó Brayne.

—Es cosa de sentido común, al menos —repuso Valentin con las manos en los bolsillos—. Ha sido arrancada en la misma forma, ha sido encontrada a poca distancia de la otra, y tal vez cortada con la misma arma, que ya sabemos que se llevó consigo.

—Sí, sí; ya lo sé —contestó sumiso el padre Brown—. Pero usted comprenderá: yo tengo mis dudas sobre el hecho de que Brayne haya podido cortar esta cabeza.

—Y ¿por qué? —preguntó el doctor Simon con sincero asombro.

—Pues, mire usted, doctor —dijo el sacerdote, pestañeando como de costumbre—: ¿es posible que un hombre se corte su propia cabeza? Yo lo dudo.

O’Brien sintió como si un universo de locura estallara en sus orejas; pero el doctor se adelantó a comprobarlo, levantando los húmedos y blancos mechones.

—¡Oh! No hay la menor duda: es Brayne —dijo el sacerdote tranquilamente—. Tiene exactamente la misma verruga en la oreja izquierda.

El detective, que había estado contemplando al sacerdote con ardiente mirada, abrió su apretada mandíbula y dijo:

—Parece que usted hubiera conocido mucho a ese hombre, padre Brown.

—En efecto —dijo el hombrecillo con sencillez—. Lo he tratado algunas semanas. Estaba pensando en convertirse a nuestra Iglesia.

En los ojos de Valentin ardió el fuego del fanatismo; se acercó al sacerdote, y apretando los puños, dijo con candente desdén:

—¿Y tal vez estaba pensando también en dejar a ustedes todo su dinero?

—Tal vez —dijo Brown con imparcialidad—. Es muy posible.

—En tal caso —exclamó Valentin con temible sonrisa—, usted sabía muchas cosas de él, de su vida y de sus…

El comandante O’Brien cogió por el brazo a Valentin.

—Abandone usted ese tono injurioso, Valentin —dijo—, o volverán a lucir los sables.

Pero Valentin, ante la mirada humilde y tranquila del sacerdote, ya se había dominado, y dijo simplemente:

—Bueno; para las opiniones privadas siempre hay tiempo. Ustedes, caballeros, están todavía ligados por su promesa; manténganse dentro de ella y procuren que los otros también se mantengan. Iván les contará a ustedes lo demás que deseen saber. Yo voy a trabajar y a escribir a las autoridades… No podemos mantener este secreto por más tiempo. Si hay novedad, estoy en el estudio escribiendo.

—¿Hay más noticias que comunicarnos, Iván? —preguntó el doctor Simon cuando el jefe de policía hubo salido del cuarto.

—Sólo una, me parece, señor —dijo Iván, arrugando su vieja cara color ceniza—; pero no deja de tener interés. Es algo que se refiere a ése que se encontraron ustedes en el jardín —añadió, señalando sin respeto el enorme cuerpo negro. Ya le hemos identificado.

—¿De veras? —preguntó el asombrado doctor—. ¿Y quién es?

—Su nombre es Arnold Becker —dijo el ayudante—, aunque usaba muchos apodos. Era un pícaro vagabundo, y se sabe que ha andado por América: tal es el hombre a quien Brayne decapitó. Nosotros no habíamos tenido mucho que ver con él, porque trabajaba, sobre todo, en Alemania. Nos hemos comunicado con la policía alemana. Y da la casualidad de que tenía un hermano gemelo, de nombre Louis Becker, con quien mucho hemos tenido que ver: tanto que, ayer apenas, nos vimos en el caso de guillotinarle. Bueno, caballero, la cosa es de lo más extraña; pero cuando vi anoche a este hombre en el suelo, tuve el mayor susto de mi vida. A no haber visto ayer con mis propios ojos a Louis Becker guillotinado, hubiera jurado que era Louis Becker el que estaba en la hierba. Entonces, naturalmente, me acordé del hermano gemelo que tenía en Alemania, y siguiendo el indicio…

Pero Iván suspendió sus explicaciones, por la excelente razón de que nadie le hacía caso. El comandante y el doctor consideraban al padre Brown, que había dado un salto y se apretaba las sienes, como presa de un dolor súbito.

—¡Alto, alto, alto! —exclamó al fin—. ¡Pare usted de hablar un instante, que ya veo a medias! ¿Me dará Dios bastante fuerza? ¿Podrá mi cerebro dar el salto y descubrirlo todo? ¡Cielos, ayudadme! En otro tiempo yo solía ser ágil para pensar, y podía parafrasear cualquier página del Santo de Aquino. ¿Me estallará la cabeza o lograré, al fin, ver? ¡Ya veo la mitad, sólo la mitad!

Hundió la cabeza entre las manos, y se mantuvo en una rígida actitud de reflexión o plegaria, en tanto que los otros no hacían más que asombrarse ante aquella última maravilla de aquellas maravillosas últimas doce horas.

Cuando las manos del padre Brown cayeron al fin, dejaron ver un rostro serio y fresco cual el de un niño. Lanzó un gran suspiro, y dijo:

—Sea dicho y hecho lo más pronto posible. Escúchenme ustedes: ésta será la mejor manera de convencer a todos de la verdad. Usted, doctor Simon, posee un cerebro poderoso: esta mañana le he oído a usted proponer las cinco dificultades mayores de este enigma. Tenga usted la bondad de proponerlas otra vez, y yo trataré de contestarlas.

Al doctor Simon se le cayeron las gafas de la nariz, y dominando sus dudas y su asombro, contestó al instante:

—Bien; ya lo sabe usted, la primera cuestión es ésta: ¿cómo puede un hombre ir a buscar un enorme sable para matar a otro, cuando, en rigor, le basta con una navaja?

—Un hombre —contestó tranquilamente el padre Brown— no puede decapitar a otro con una navaja, y para este asesinato especial era necesaria la decapitación.

—¿Por qué? —preguntó O’Brien con mucho interés.

—Venga la segunda cuestión —continuó el padre Brown.

—Allá va: ¿por qué no gritó ni hizo ningún ruido la víctima? —preguntó el doctor—. La aparición de un sable en un jardín no es un espectáculo habitual.

—Ramitas —dijo el sacerdote tétricamente, y se volvió hacia la ventana que daba al escenario del suceso—. Nadie ha visto de dónde procedían las ramitas. ¿Cómo pudieron caer sobre el césped (véanlo ustedes) estando tan lejos los árboles?

Las ramas no habían caído solas, sino que habían sido tajadas. El asesino estuvo distrayendo a su víctima jugando con el sable, haciéndole ver cómo podía cortar una rama en el aire, y otras cosas por el estilo. Y cuando la víctima se inclinó para ver el resultado, un furioso tajo le arrancó la cabeza.

—Bien —dijo lentamente el doctor; eso parece muy posible. Pero las otras dos cuestiones desafían a cualquiera.

El sacerdote seguía contemplando el jardín reflexivamente, y esperaba, junto a la ventana, las preguntas del otro.

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