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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (15 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Ahora soy libre,
madonna mia
—le dijo enfadado—. Libre de besar a quien quiera, incluso a vos.

Antes de que pudiera escapar la atrajo hacia él y la besó. Sorprendida, se quedó entre sus brazos con los labios tiernos contra los suyos. Entonces a Andrea le pareció que la chica se ponía rígida y notó un repentino pinchazo de dolor en los labios mientras lo mordía. La empujó y se llevó la mano a los labios, donde la sangre ya comenzaba a gotear.

—¡Sois un diablo! —dijo boquiabierto.

Ella lo miraba con los ojos de par en par y, en la luz tenue de la luna pudo ver que estaba completamente pálida. Se tambaleó un poco, aunque Andrea no sabía si por la impresión que le había causado el beso, o por indignación. En sus ojos había una extraña mirada de incredulidad, casi de miedo, y pensó que la chica estaba a punto de desmayarse.

—Mi sangre no os envenenará —dijo con un gruñido, poniéndose un pañuelo sobre los labios mientras los presionaba ligeramente—. Si es esto lo que os turba.

Sofocó un grito, que pareció casi un sollozo, se volvió y escapó en la oscuridad. Andrea se quedó un momento donde estaba, con el pañuelo sobre los labios hasta que dejaran de sangrar. Después, sin cruzar la plaza donde el baile estaba procediendo con toda animación, se encaminó dando un rodeo hacia la casa de don Bartholomeu.

Cuando entró, fray Mauro estaba preparándose la cama.

—Se os ve increíblemente apuesto esta noche, amigo mío —le dijo admirado—. Me sorprende que hayáis dejado la fiesta tan pronto.

Andrea se encogió de hombros.

—Ya no me interesaba seguir allí.

El franciscano le vio los labios.

—¿Os habéis peleado?

Sin querer Andrea se llevó la mano a los labios, después la dejó caer y empezó a cambiarse sin decir nada.

—Una chica me ha mordido —dijo Andrea furioso.

—¿De verdad?

—Ha sido doña Leonor, si es que queréis saberlo. La besé y ella me mordió.

—Os lo deberíais haber esperado —dijo el fraile, cortante—. Doña Leonor no es el tipo de joven a la que cualquiera pueda asaltar así como así.

—Ahora lo sé —admitió Andrea—. Lo debería haber imaginado —sonrió burlonamente—, pero es realmente una chica con personalidad.

—Es una joven excelente, que tiene más integridad en el dedo meñique de cuanto puedan tener las demás mujeres en todo el cuerpo.

Andrea se rió.

—En sus brazos, en la oscuridad, un hombre quiere algo más que integridad, hermano. Hay otras cosas que son más importantes en ese momento, y nuestra bella Leonor tiene todas ellas.

Fray Mauro cambió de tema.

—Don Alfonso Lancarote ha estado preguntando por vos esta noche.

—No lo conozco.

—Durante varios meses ha estado insistiéndole al Príncipe para que le diera el permiso de navegar hacia el sur, pero no se lo ha querido conceder.

—¿Por qué? ¿Si lo que quiere es explorar las costas africanas?

—Yo creo que el problema es que don Alfonso lo que quiere es ir a buscar esclavos.

—¿Y cuál es el problema?

—Vos habéis sido un esclavo. Deberíais saberlo.

Andrea frunció el ceño mientras se quitaba la túnica. Nunca había pensado en los esclavos negros o en los moros que trabajaban con él en las galeras como personas con los mismos sentimientos y sensibilidad que él, personas con su misma ansia de libertad.

—¿No es bueno traer a los negros u otros paganos para que conozcan a Nuestro Señor y obtengan la salvación? —preguntó.

—Sin duda —aceptó fray Mauro—. Yo mismo he usado este argumento en favor de don Alfonso y su expedición. El príncipe Enrique se sentía conmovido por ello, pero cree que el encontrar un camino por Oriente hacia la India es más importante. Además, cree que si lo que buscan los barcos son esclavos, nunca irán más allá del primer sitio donde los encuentren.

—¿Por qué están tan convencidos el príncipe Enrique y el señor Lancarote de que podrán capturar tantos esclavos en las costas africanas?

—Hace algunos años, en 1441 —le explicó el franciscano—, Antão Gonçalves y Nuno Tristão fueron con dos carabelas al Río del Oro, al sur del Cabo Bojador. Gonçalves desembarcó y siguió un camino de camellos hacia el interior. Capturó a diez beduinos, incluido su jefe Adahu. El jefe había viajado hacia el interior del continente y le dijo que allí había una ciudad llamada Tombuctú, al lado de un gran río, donde había visto trescientos camellos cargados con polvo de oro que se dirigían hacia las tierras del sur.


¡Dios!
¡Qué buen precio se podría obtener! ¿Y dijo dónde se encontraban las minas?

Fray Mauro negó con la cabeza.

—Según Adahu el oro se canjea por sal de los negros de Guinea en las orillas del gran desierto. Los que hacen el trueque nunca se ven las caras. Ellos dejan las pilas de sal en el lugar establecido, y cuando ya han dejado suficiente, llega un buen día en que ya no están allí, y en su lugar encuentran una pila de oro. Así se completa la transacción, y nadie actúa con engaño.

—Y después, ¿qué pasa con el oro?

—Lo llevan en caravana a la ciudad de Tombuctú y luego a Túnez y Trípoli. Después me imagino que una parte llegará también a Alejandría.

—¿Dijo dónde termina el desierto?

—Según Adahu se extiende hasta Guinea, donde los negros viven en un país tan fértil y verde que un hombre apenas puede atravesarlo. Usan los ríos para moverse a través de la región, en pequeñas embarcaciones largas y puntiagudas, hechas de juncos y madera. Las aguas están llenas de serpientes gigantes, de piel durísima, con unas fauces capaces de romper en dos pedazos la pierna de un hombre.

Andrea sonrió.

—Yo las he visto, en el Nilo. Los egipcios las llaman cocodrilos.

—El príncipe Enrique está ansioso por encontrar el río que lleva a esta ciudad de Tombuctú —continuó fray Mauro—. Está convencido de que debe de tratarse de la parte occidental del Nilo, que lo llevará al reino del Preste Juan.

—¿Por qué no manda una expedición? Debería de ser beneficioso.

—Si el beneficio fuera lo único que tuviera que considerar, estoy seguro de que lo haría —concordó el fraile—. Después de todo, el príncipe Enrique se queda con un quinto de lo que se ganara en un viaje así.

—¿Y por qué duda el señor Lancarote, con cuatro quintos para él?

—A los marineros les da miedo ir demasiado al sur a lo largo de la costa.

—¿Por qué? —Después de la distancia que Andrea había recorrido por mar a lo largo de las costas de China e India y a través del inmenso océano hasta el Mar Rojo, esta distancia no era nada.

—En su último viaje, Antão Gonçalves fue hacia el sur hasta la punta llamada Cabo Blanco —dijo fray Mauro—. Allí encontró esqueletos descoloridos de hombres y animales, y se corrió la voz de que en aquellas tierras no había agua fresca que se pudiera beber. Los marineros temen que un barco que osara ir tan hacia el sur, nunca conseguiría volver.

—¿Lo acompañarían si estuvieran seguros de tener un método que les permitiera volver?

—Obviamente don Alfonso cree que sí, porque ha estado preguntado por el instrumento del que vos habéis hablado.

—¡Ajá! —exclamó Andrea—. Tendrá que pagar un buen precio por él.

—¿Se lo ofreceréis?

Andrea se encogió de hombros.

—Los moros me han enseñado a regatear, hermano. En esto son incluso mejores que los judíos. El señor Lancarote tendrá que venir a mí.

—Arriesgáis mucho.

—Bueno, mirad todo lo que he ganado arriesgando. Primero mi libertad, y ahora la oportunidad de hacerme rico.
Vediamo!
Estoy empezando a pensar que Andrea Bianco es el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra.

VII

Al día siguiente llegó un mensajero, con una petición de don Lancarote, por la que Andrea debía esperarlo en su casa de Lagos. La residencia del capitán resultó ser una de las más lujosas de la ciudad. Condujeron a Andrea a una sala llena de tapices cuyos muebles demostraban gran gusto, al tiempo que riqueza. No llevaba esperando mucho tiempo cuando apareció un hombre de tez morena, cabellos oscuros, cara de halcón y ojos penetrantes.

—Señor Bianco —le dijo afablemente Lancarote—. Habéis sido muy amable al aceptar mi invitación.


Um prazer,
señor —le dijo Andrea, con la misma cordialidad.

—¿Un poco de vino? Es de la isla de Porto Santo y es muy bueno.

Andrea aceptó, y se bebió el vino paladeándolo.


Excelente
—aprobó—. Un vino así merece los gastos de un descubrimiento.

Lancarote le lanzó una mirada astuta.

—Siento mucho no haber podido oír ayer las historias sobre vuestros viajes —dijo—. Me han dicho que fue muy interesante.

—No le aconsejaría a nadie viajar en las circunstancias en que yo lo hice —dijo Andrea—, pero de este modo he podido visitar la parte del mundo que los turcos ya no permiten ver a los europeos.

—Una razón más para que descubramos rápidamente otra ruta hacia las Indias.

—Y explorar la costa de África —Andrea hablaba con naturalidad.

—Aún no hemos explorado las riquezas de aquellas tierras —concordó don Alfonso—. Puede que hayáis oído hablar del viaje que quisiera hacer por las costas de África, más allá del Cabo Blanco.

—Algo he oído —admitió Andrea. No acostumbraba a dar rodeos como éste, pero en este caso le pareció mejor que el otro hombre mostrara sus intenciones antes de hablar él.

—Quizá pueda interesarle hacer un viaje como éste, señor —sugirió don Alfonso con tono informal.

—No soy capitán de buque.

—Lagos tiene ya más capitanes de los que necesita. Lo que estaba pensando es si os interesaría acompañarme como cartógrafo, o navegante.

Andrea levantó las cejas.

—Aceptaría con placer una oportunidad como ésta —dijo Andrea—, siempre que me propiciara un buen beneficio.

Don Alfonso lo miró un poco perplejo.

—¿Beneficio, señor?

—Seguro que habéis oído hablar a vuestros compañeros que estuvieron ayer en la audiencia sobre mi nuevo instrumento de navegación.

—Me lo han mencionado, sí —admitió Lancarote.

—Cuando se corra la voz de que cuento con un nuevo método que puede llevar de vuelta a casa a un barco desde cualquier punto del mundo, estoy seguro de que me llegarán muchas ofertas para trabajar como navegante. Por supuesto, tendré que elegir la que me resulte más ventajosa.

—Sois muy directo, señor.

—Es mi modo de ser —dijo firmemente Andrea—. El único modo para evitar malentendidos y controversias.

—Puede que tengáis razón —el portugués entrecruzó los dedos de las manos formando un pequeño cuenco y apoyó sobre ellos la barbilla—. ¿Habéis decidido ya la suma que deseáis obtener como beneficio de un viaje como éste?

—Sólo aproximadamente —admitió Andrea—, pero estoy dispuesto a escuchar cualquier oferta que vos tengáis a bien hacerme.

Otra vez era el turno de don Alfonso.

—¿Cómo es que estáis tan seguros de que os haría una oferta?

Andrea se encogió de hombros.

—Yo tengo algo que vos necesitáis desesperadamente para convencer a vuestros hombres de que naveguen con vos hacia aguas desconocidas, señor Lancarote. Hay mercado para todo, siempre que se encuentre comprador.

—¿Cuánto queréis por el instrumento?

—No se trata del instrumento —lo corrigió Andrea—. No tengo ninguna intención de venderlo.

—Entonces, ¿qué?

—Mis servicios como navegante de su flota, más la seguridad de volver a casa sanos y salvos.

Don Alfonso se levantó y fue hacia la ventana. Tenía las mejillas encendidas, y parecía evidente que no le estaba gustando la dirección que había tomado la conversación. En vez del esclavo fácil de convencer a cambio de una miseria que se esperaba, se encontraba ante un oponente cuya frialdad y astucia para regatear hasta lo superaban.

—¿Qué garantías puedo tener de que haréis como decís? —preguntó el capitán—. Nadie ha visto el instrumento del que habláis.

—Y nadie lo hará, hasta que yo esté preparado para enseñarlo —le dijo Andrea—, pero si no fuera capaz de hacer lo que aseguro, no arriesgaría mi propia vida en uno de sus barcos.

—Decidme cuál es vuestro precio, entonces —dijo don Alfonso, casi con cansancio, y Andrea supo que la batalla había terminado.

—Una centésima parte de los beneficios del viaje —dijo Andrea.

Don Alfonso parecía aliviado. Resultaba evidente que se esperaba un precio mucho más alto.

—Y una centésima parte de los beneficios del siguiente, si viajo con vos y he tenido éxito en el primero.

—Trato hecho —dijo el portugués, y le apretó la mano—. No os arrepentiréis de esto, señor Bianco, podéis estar seguro.

—Estoy seguro —confirmó Andrea—. ¿Redactará un acta notarial con el acuerdo, o debería hacerlo yo?

—Pensaba que la palabra de caballeros bastaría —dijo don Alfonso rígidamente—, pero mi notario redactará una enseguida, si insistís.

—Gracias, señor. ¿Cuándo zarpamos?

—En un mes aproximadamente. Tenemos que aprovisionar los barcos y designar la tripulación.

—Estaré preparado —prometió Andrea—. Claro que tendré que estar vivo para entonces —señaló Andrea.

Don Alfonso se rió.

—Sois un jugador, señor Bianco, creo que nos llevaremos bien. ¿Qué suma necesitáis como anticipo de vuestras ganancias?

—La que consideréis razonable —dijo Andrea educadamente.

Poco después dejó la casa de don Alfonso con una pesada bolsa de dinero colgada del cinturón. Ni él ni el capitán habían mencionado el verdadero objetivo del viaje: la captura de esclavos negros para venderlos allí, en Lagos, y en Lisboa, la capital, que estaba a unos ciento cincuenta kilómetros hacia el norte.

Andrea había rechazado la oferta de don Alfonso de prepararle un carruaje que lo llevara de vuelta a Villa do Infante, ya que había preferido quedarse un poco más en Lagos y así poder observar de cerca las actividades del puerto. Y en verdad, como pudo comprobar mientras caminaba a lo largo de la dársena, había actividades que deleitaban los ojos de cualquier interesado en el mar y en todos sus oficios. Los hombres estaban ocupados en los astilleros, tallando los armazones de las veloces carabelas por las que Portugal ya se estaba haciendo famoso, al tiempo que ajustaban las pesadas planchas de las cuadernas que conformaban el esqueleto de los grandes navíos en construcción.

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